MIÉRCOLES 3 DE SEPTIEMBRE

—Háblame de Rob —le dijo Dorothy a Clare.

Estaban sentadas en el balcón de Dorothy, en el piso decimocuarto de un bloque de viviendas con vistas a Sefton Park. Enfrente de ellas se hallaba un campo de juegos, un tapete verde con partes negras por el uso. Más allá del parque, de las chimeneas apelotonadas y de las torres de las iglesias de Aigburth, se deslizaba por la resplandeciente y rota luz solar del Mersey un petrolero. Tras de eso, y aparte de una ocasional chimenea de fábrica que se erguía humeante en la otra orilla del río, no había nada más que el gigantesco e ilimitado cielo vespertino.

—Recuerdo cuando Rob y yo éramos niños —dijo Clare. Nunca había podido llamarlo «Bob», el nombre que había adoptado para la BBC—. Nunca jugaba con los amigos si no me dejaban participar. Generalmente les gustaba también a ellos —recorrió con la vista el campo de juego, hacia la cúpula de hierro y cristal de la Sefton Park Palm House, densamente rodeada de árboles. Le agradaban esos recuerdos. Los había tenido durante años y le encantaba rememorarlos. Estaba agradecida de que no se le hubiesen estropeado ni siquiera en aquella ocasión.

—Pero cuando se hicieron adolescentes cambió de actitud hacia ellos por completo —dijo—. Se volvió muy serio y protector, y no dejaba que se me acercaran. Había un muchacho, Lionel. A mí me parecía bien. Teníamos buenas peleas de niños. Me pidió una vez que saliera con él al cine. Cuando Rob se enteró casi lo deja sin sentido. Se quedó aquella noche frente a la casa para asegurarse de que Lionel no podía verme y no quiso decirles a papá y mamá el porqué. Yo estaba arriba rompiéndome el corazón a sollozos; te lo puedes figurar. Hasta años después Rob no me contó que Lionel solía jactarse de todas las chicas que había conseguido, con todos los detalles. A pesar de todo, no creo que hubiera podido tener tantas: sólo tenía doce años.

Dorothy estaba reclinada hacia adelante, atenta, dispuesta a aprender. Tenía unos ojos grandes, negros y brillantes, y unos rizos fuertes del mismo color en los que la luz del sol descansaba gentilmente. Clare comprendía por qué a Rob le había resultado atractiva. Pero claro, ella nunca había negado que Dorothy fuese bonita.

—Podía ponerse duro de verdad cuando estaba cuidando de mí —dijo Clare—. No lo habrías reconocido. Recuerdo la primera vez que fui a The Cavern, cuando tocaban los Beatles. ¿Fuiste alguna vez? Era toda una experiencia —debajo de los almacenes. Oscura piedra negra encima y alrededor de ella, olor a humedad, una multitud tan densamente apretujada que ella apenas podía levantar el brazo para beberse su coca-cola. Un humo espeso suspendido a poca altura bajo el techo. Al otro lado de la multitud podía apenas ver cuatro figuras en un escenario que producían un sonido estridente y confuso.

—Había allí un muchacho que conocía de la escuela —dijo—. Tan sólo me tocó, justo debajo del hombro, nada más, aquí, pero Rob le dio tal empujón que casi lo pisotean. Debía de tener entonces unos trece años.

Dorothy movía la cabeza con sus grandes ojos y sonreía, absorta. A Clare le parecía un poco como un maestro fingiendo estar interesado. Tendrías que estar interesada, pensó Clare. Es una faceta de Rob que nunca conociste.

—Oh, sí. Y hubo otro chico —continuó—. Esto fue algunos años más tarde. Por aquel entonces me pareció agradable. Solíamos ir a pasear y me contaba todos sus sueños, todos sus proyectos. Y luego, un día me enteré de que Rob le había casi roto el brazo con un pedazo de barandilla por lo que andaba diciendo de mí. Se había estado riendo de mí con sus amigos todo el tiempo. Rob nunca me dijo por qué, pero luego lo había oído de otra persona: me había estado llamando la Rechonchita, Taponcito, Patitas Rechonchas.

—Pobre Clare —dijo Dorothy—. Realmente debes de haber tenido mala suerte con los chicos.

—Mala suerte. No creo. Yo diría que eran más o menos normaluchos —miró enfrente suyo. La luz del Mersey le temblaba en los ojos—. Lo raro fue que Rob siguió igual, exactamente igual, incluso después de habernos ido a vivir por nuestra cuenta —dijo—. Si alguna vez me echaba un novio, tenía que llevarlo de inspección o Rob me habría importunado hasta que lo hiciera. Una vez tuvimos una riña. Le dije que iba a invitar al último a cenar en mi piso. No me lo estoy inventando. Estábamos a punto de sentarnos a cenar cuando llegó Rob y se quedó hasta que el tipo se fue. Entonces se armó la de Dios es Cristo. Pero pensándolo bien, ese tipo no fue una gran pérdida…, un tanto snob y sabelotodo.

—Es increíble que no te enfadaras con Rob más a menudo.

—¡Oh!, la verdad es que no me molestaba —a veces le había estado agradecida, cuando había llegado justo a tiempo de interrumpir una seducción planeada… o por lo menos lo que ella estaba segura de que había estado en un tris de convertirse en eso. No era que no hubiese podido defenderse a sí misma si hubiera llegado a ello alguna vez—. No tengo tiempo de salir con tíos —dijo—. Demasiado trabajo en la escuela. Después de estar enseñando me gusta simplemente irme a casa y desplomarme. Pero no me importa. Me satisface.

Dorothy asintió con una sonrisa afectuosa.

—Sin duda, doy la impresión de estarme engañando a mí misma —dijo Clare fríamente.

—Por supuesto que no. Sólo pensaba que a lo mejor Rob estaba celoso. Quizás por eso no paraba de meterse en tus cosas, porque te necesitaba.

La voz le vaciló. Estaba saliendo de los recuerdos y entrando en lo que le había pasado a Rob.

—Supongo —dijo Clare rápidamente, buscando un cambio de conversación. Se sentía incómoda. En aquel sitio siempre le pasaba eso, cuando intentaba fingir que no lo sabía todo de Dorothy, todo lo que le había dicho a Rob. Lo único que se le ocurría es que, desde luego, Rob había parecido necesitarla desde que se casó con Dorothy.

—Obviamente no quiero decir que te necesitara sexualmente, ya sabes —dijo Dorothy—. Tú lo cuidabas, ¿no? Lo mismo que él a ti. Puede que todavía necesitara eso.

¿Y por qué no sexualmente?, se preguntó Clare. ¿Por qué es tan obvio? ¡Sólo porque Dorothy era más bonita! Recordaba a Rob con once años, cómo le decía «Mira lo que puedo hacer» y exhibía una erección. No había soltado nada, sin embargo, y ella no había llegado a percibir la finalidad de aquellas manipulaciones que lo ponían colorado. O sea, que en cierto sentido había sido la primera. Dorothy no tenía motivo para presumir tanto.

Dorothy la estaba observando. ¿Se le transparentarían los pensamientos? No tendría que estar humillando a Dorothy, menos en ese momento. Se levantó y fingió abandonar la conversación por mirar. Alrededor del parque, la larga curva de residencias victorianas y puntiagudas agujas con algún rascacielos ocasional que se había hecho sitio a codazos, se levantó con ella como una comunidad de feligreses. Algunos árboles estaban preñados de niños. Un guarda los hacía bajar blandiendo el puño.

Debajo (por el ruido parecía un par de pisos más abajo) oía pasar los coches. Miró. El mundo se desplomó con una absorbente y silenciosa boqueada, más y más profundamente, hasta los diminutos coches. Aunque el antepecho le llegaba casi a la altura de los hombros, Clare dio un paso atrás. Se imaginó a Dorothy, con los codos apoyados en la pared, contemplando el cemento expectante. Era enfermizo por parte de Dorothy el haber sugerido que salieran allí. El cielo tiraba de Clare hacia el borde.

—Me apetece entrar ahora —le dijo a Dorothy.

Metieron las sillas en el piso, por aquel vestíbulo que siempre recordaba a Clare un bajo túnel de cemento, decorado con guingán a rayas. A la derecha, la puerta del estudio-discoteca de Rob era una chapa sólidamente pegada a las paredes, rellenas estas de quejas de clase agresivamente trabajadora sujetas con celo y de un artículo de periódico, «El programa musical que millones de fans aman a muerte». Dejaron las sillas en el armario del vestíbulo, cuya puerta prometía una habitación.

En ese momento, el cuarto de estar le parecía vacío a Clare. Se lo había parecido al llegar cuando el ascensor dio el habitual saltito alegre en el piso catorce. Parecía vacío porque estaba lleno de cosas de Rob. La carraca que se había comprado cuando se fue con los trabajadores a ver fútbol, la fotografía del equipo encima de la estufa eléctrica, la escarapela roja para la solapa, el libro de un poeta local encima de la televisión, deseoso de enseñar a los visitantes que estaba dedicado a Rob. Pronto tendré que irme, pensó Clare. Había cumplido con su deber. Además, empezaban a escasear los recuerdos que discutir.

—Me gustaron tus padres —dijo Dorothy—. Pero creo comprender por qué a Bob no le gustaban.

—¿Alguna vez te habló de ellos?

—Nunca quiso.

—Puede que no te hubieran gustado tanto de haberlo hecho —Dorothy iba de un lado al otro agitando un plumero. El piso siempre parecía dispuesto para los visitantes. Luego se sentó, volviendo con ansiedad su cara en forma de corazón en dirección a Clare. La primera vez que lo hizo, Clare pensó que estaba tratando de compensarla por su altura y se sintió furiosamente molesta. Más tarde se dio cuenta de que aquella mujer sólo quería que se lo contaran todo, quería saber, comprender. Una buena alumna. En esos momentos, en lo hondo de los ojos de Dorothy, Clare vio una súplica. Tenía que irse en seguida. Los amigos de Dorothy la cuidarían. Ella no era capaz.

—Bueno, supongo que papá y mamá no eran tan malos —dijo—. Es sólo que Rob nunca fue lo que querían que fuera. Pero eso es cosa de la adolescencia y ellos no pudieron entenderlo. No quisieron dejarlo a su aire para que lo fuera superando con la edad. Siempre igual: «Dios mío, no irás a salir con esas ropas», o «No quiero volver a verte con esa chica», o «No quiero ese ruido infernal en mi casa»…; se referían, claro está, a sus discos. Lo peor era que si intentaba ser lo que uno de ellos quería, al otro no le gustaba… Siempre le decían: «No seas tan afectado».

—Sí —dijo Dorothy—. Ahora lo entiendo mejor.

Sin duda se acordaba de los argumentos cambiantes y contradictorios que él le arrojaba. También Clare se acordaba, aunque no había estado presente. Se apresuró a continuar.

—Lo raro es que creían que iban a ganar. Estaban seguros de que pasara por las fases que pasara, se reuniría finalmente con papá en la joyería. Cuando insistía en decirles que iba a trabajar en la radio, lo trataban como algo más de lo que ya lo disuadirían. Jamás llegaron a creerlo, ni siquiera cuando se fue a trabajar a The Cavern. Cuando se inauguró Radio Merseyside, reaccionaron como si los hubiese traicionado, apenas le hablaron. Yo me enfurecía con ellos a menudo. Era dos años más joven que Rob y, por supuesto, su favorita. Con frecuencia le echaban la culpa de cosas que yo había hecho. Yo podía decirles cualquier cosa y me escuchaban. Pero luego seguían haciéndole lo mismo a Rob.

—Eso es lo que quería decir con lo de que tú lo cuidabas —dijo Dorothy—. Le hacía falta. A mí me gustaba cuidar de él, pero no lo hacía demasiado porque pensaba que podía no hacerle bien. Puede que debiera haber cuidado más de él.

Le temblaba la voz. Su emoción se acrecentaba, cargaba la habitación. Clare se sentía asfixiada. Debía irse. Dorothy querría estar sola.

—Tu madre escribió a Bob después de casarnos, ¿sabes? —dijo Dorothy—. Quería que fuésemos a estar con ellos. Y ni siquiera los había invitado a la boda. Por supuesto que no quiso ir. Ni contestó la carta. Supongo que quería ver cómo era yo. Me preguntó qué pensaría de mí al final. No estaba precisamente en mi mejor momento durante el funeral.

Ahí lo tenías. Lo había tocado. Quizá aquello habría sofocado su emoción.

—Tenías muy buen aspecto —dijo Clare.

Y de verdad que lo tenía. Había pasado por el funeral elegante, pero sin artificio, y compuesta. Clare había pensado que la muerte de Rob no la había hecho olvidar cómo se camina… sin duda injustamente. Se dispuso a decir: «Tengo que irme», pero Dorothy la miraba con ojos húmedos.

—Sólo hubo una cosa que no pude soportar —dijo—. Cuando tuve que ir a identificar a Bob. Hay una ventanilla por la que se mira. Habían acostado a Bob en una mesa de ruedas, cubierto por una sábana. Tenía la apariencia de estar dormido porque, como tú sabes, todo el daño estaba bajo el cuero cabelludo. Lo habían puesto con el lado derecho hacia mí, la luz en el izquierdo, pero pude ver que la sábana colgaba directamente del hombro y se le pegaba a él. Al principio no lograba comprender qué fallaba. Luego me puse a repetir: «¿Dónde está el brazo?», «¿Dónde está su brazo?». Volvió la espalda a Clare y hundió la cara en el respaldo de la silla, los hombros convulsos. Después de un rato, dijo:

—Lo siento. Prepararé algo de café —salió corriendo. Clare la oyó sollozar en la cocina.

Escuchó, sin inmiscuirse. Lo mejor era dejarla sola. Qué extraño. No podía sentir lo que Dorothy sentía. Sin duda porque su propia reacción la había abrumado físicamente, de un golpe, y la había limpiado.

Uno de los camilleros le había servido en la ambulancia una taza de té caliente y dulzón de un termo. No le había apetecido decir que odiaba el azúcar. Él estuvo inclinado sobre ella mientras bebía, tapándole la visión de Rob.

El azúcar y el movimiento de la ambulancia la habían hecho marearse de nuevo.

Estaba sentada en el hospital, sujetando con manos fláccidas una revista cuando se oyó el pulso. Era espaciado y suave; su voluntad decrecía como la de un disco que se para. Al caer abrió la boca y derramó el té caliente y dulzón en la revista. Le dieron un sedante. Se había despertado de noche. Se había sentido bien, aunque ansiosa de telefonear a sus padres. No debía escribir. Ya sería lo suficientemente duro para ellos oír la noticia por teléfono. Cuando un individuo reticente le trajo el teléfono, describió el accidente, que se había imaginado de diversas maneras, como lleno de pena, indignación, incredulidad, una conexión rota. Luego su padre había dicho: «¿Cuándo te vienes?»

Había ido a Cheltenham al día siguiente. Los de Radio Merseyside se estaban ocupando de Dorothy; no necesitaba a Clare. Ni por teléfono ni más tarde había podido Clare explicar exactamente a sus padres lo que le había ocurrido a Rob. Gracias a Dios que la mayoría de las noticias les disgustaban tanto que no compraban periódicos. ¿Qué podría haber dicho? «¿No pudieron encontrar uno de sus brazos? ¿Alguien le robó el brazo?» Lo había intentado una o dos veces con su padre, pero le había sonado tan ridículo que pensó que era mejor dejarlo. Lo absurdo del asunto le había ayudado a no darle vueltas. Reconoció ante sí misma que estaba contenta. No le haría gracia sentirse como Dorothy. Y por allí venía esta, siguiendo a unos tazones de café que conversaban entre ellos en una mesilla de ruedas.

—Son más de las siete. ¿Por qué no te quedas a cenar? —dijo Dorothy—. Algunos de los de Radio Merseyside vendrán más tarde. ¿No conoces a Tim Forbes, verdad?

—Gracias, Dorothy. Tengo una chuleta en la nevera. No me gusta guardar la carne demasiado tiempo.

—Ven un día a cenar antes de volver a la escuela. Seguro que te gustará que otra te haga la comida.

—Mi propia comida me tiene bastante satisfecha, gracias. Me temo que estaré ocupada en prepararme para el nuevo curso.

Dorothy asintió y tomó un sorbito.

—¿Volviste con tus padres?

—Sí.

Directamente a Cheltenham tras el funeral. Su madre se había pasado todo el viaje en el tren llorando, como si se hubiera reservado todos sus sentimientos mientras Rob estaba vivo. Los pasajeros habían tomado los asientos contiguos en triunfo, luego se habían retirado apresuradamente. El padre de Clare se había inclinado de vez en cuando para darle a su esposa unas palmaditas en la mano mientras observaba sombríamente el vertiginoso paisaje.

—Me quedé quince días —dijo Clare—. Fue lo que llevó a mi madre el empezar a recobrarse. Mi padre me pidió que me quedara porque él no podía con todo. ¿Sabes?, ella amaba a Rob. Esto sólo demuestra que el amor no es lo importante, no significa nada. Lo que cuenta es lo que uno hace. Al irme me dieron toda clase de cosas… dinero, un bolso nuevo porque el mío estaba raído, un juego de cuchillos de cocina. Tan sólo desearía que le hubiesen dado algo más a Rob, algo más de sí mismos —se revolvió. Un minuto más y estaría de vuelta en el depósito de cadáveres—. ¿Y qué pasa con tus padres? —dijo—. ¿No te sentirías mejor si te fueras a vivir a casa una temporada?

—Esta es mi casa. Quiero muchísimo a mis padres, pero no voy a volver con ellos de nuevo. Eso sería reconocer mi derrota. Especialmente porque viven en la misma ciudad. Eso, de algún modo, haría más grande la derrota. Este sitio es lo bastante barato. Tengo un trabajo y ya sabes que el seguro de Bob era bastante cuantioso. Se lo hizo nada más casarnos. Yo quiero abrirme camino por mí misma. Por eso regresé al trabajo tan pronto como pude. Tengo que ser capaz de arreglármelas completamente sola: no quiero cuidadores.

Miraba fijamente a Clare. Esta pensó: «¿No estarás insinuando que yo sí los necesito?» Una idea la sorprendió de repente. A lo largo de la visita había notado que Dorothy se preparaba tensamente para algo: Naturalmente, la historia del depósito. Pero, ¿habría estado la anécdota del depósito dirigida a ella? ¿Habría querido aquella mujer trastornarla para consolarla luego? ¿Estaba Dorothy buscando una nueva persona que cuidar? Dios mío, pensó, esta mujer está enferma.

—Tengo que ir a casa a seguir con mi trabajo —mintió embuchándose el café.

Dorothy bajó con ella en el ascensor. La caja gris plateada se hundía muy, muy lentamente. Olía a cosa recién fregada.

—Trata de volver pronto —dijo Dorothy.

—Ya veré —las paredes rugosas del hueco se mostraban a través de un ventanuco rectangular; subían perezosamente, cubiertas de un humo gris. Las puertas ascendían aletargadas y rascadas como la tapa de un ataúd en una película que Clare había puesto en una ocasión por error. Podía percibir que Dorothy quería una promesa. Aquel deseo llenaba el ascensor de forma agobiante.

—El comienzo del año escolar es siempre muy ajetreado —dijo—. Yo simplemente me voy a casa y dormito —cuando Dorothy hizo el gesto de acompañarla hasta el coche añadió—: Adiós, Dorothy, gracias —la observó caminar graciosamente en dirección a los ascensores, como si entrase en el vestíbulo de un hotel. Si la hace feliz, pensó Clare, moviendo tristemente la cabeza… Estaba contenta de no necesitar ilusiones. Se fue pisando fuerte hasta el Fiable, de la misma manera que, creía ella, podría haberlo hecho un hobbit, para demostrar que le daba igual.

La puerta del lado del pasajero era nueva. Alguien, a base de fregotear, había hecho un enorme manchurrón pálido por los bordes del marco. Aparte de la puerta y el nuevo eje trasero, se trataba en su mayor parte del Ringo que había tenido durante años. El cuero del asiento quemaba a través de su fino vestido. Bajó ambas ventanillas y dio manotazos al calor inmóvil. Luego se abrochó el cinturón y enfiló en dirección a su casa.

Su padre había costeado las reparaciones. Es bueno para ti, había dicho cuando ella reconoció que tal vez siguiera conduciendo. Se había resistido a aceptar el dinero que le ofrecía, pero él se lo había metido en el monedero. Estaba aún decidida a que no fuera más que un préstamo garantizado por el seguro. Habría sido como aceptar dinero por haber matado a Rob.

Incluso después de reparado el coche no había conducido. Se había inventado una excusa y hecho que los del garaje se lo entregaran. Se había sentado unas pocas veces en el asiento del conductor, bajo los árboles balanceantes de Blackburne Terrace. En cada ocasión, aquel trozo fregoteado había atraído su mirada. En cada ocasión, se había bajado apresuradamente del coche. No podría conducirlo de nuevo.

Un viaje en autobús la hizo cambiar de idea. Le disgustaban los autobuses. Si se sentaba arriba se le pegaba a la ropa durante todo el día la peste a tabaco rancio, mientras que el piso de abajo estaba a menudo lleno de no fumadores, como un ascensor. Había ido a visitar a Dorothy y pasar por ello de una vez al día siguiente de volver de Cheltenham. Esperaba casi que Dorothy hubiese salido. El conductor había estado jugando a los bolos con la masa de pasajeros del pasillo; hizo salir disparado a un niño que se puso a llorar fuera del alcance de su madre y demasiado lejos para que Clare llegara a él. Mientras el autobús pasaba por aquel poste de la luz había oído Clare cerrarse la puerta de golpe. Todo se le subió por dentro al instante, como una náusea. La ventilación atascada, cuya brisa no le llegaba ni de lejos, aquellos muslos suaves que le daban en el hombro cuando los pasajeros se bamboleaban en el pasillo, el defecto en el cristal de la ventanilla que se enganchaba débilmente en todo lo que pasaba antes de soltarlo con una sacudida, el humo del tabaco goteando escaleras abajo, el niño que lloraba, su propio cuerpo pegajoso, su indefensión. Había tirado de la cuerda de la campanilla como de una cuerda salvavidas y se había abierto paso hasta las puertas plegables, que se separaron con una bocanada de alivio. Ya en casa, había montado en Ringo y conducido millas y millas. Tras unos cuantos días casi no se fijaba en el pedazo fregoteado.

En ese momento estaba pasando la farola; por lo menos estaba en esa zona. No podía estar segura desde aquel lado del arcén, pues alguien había quitado la grava manchada de sangre. ¿No había incluso entonces algunos trozos más oscuros esparcidos por el arcén? No importaba. No era bueno meditar tales cosas. Pero sabía que encogiéndose de hombros sólo se libraba de ello hasta la vez siguiente. Tenía que pasar por allí para ir a la escuela.

Cristo asomó desde la iglesia al otro lado del arcén. Aquel Cristo nunca le había gustado; tenía un aspecto famélico, listo para saltar encima de cualquiera que se acercara demasiado a la pared. En ese momento le gustaba aún menos. Tenía que haber salvado a Rob. Pero sabía que estaba intentando librarse de la culpa. La muerte de Rob había sido, por supuesto, culpa suya.

Sus padres no la habían acusado. Su padre había echado la culpa a Rob por hablar con ella mientras conducía. Dorothy ni había mencionado el accidente. La había observado con una expresión comprensiva, afectuosa, perdonadora, compasiva y animosa hasta que Clare había estado a punto de gritar. Todos ellos la hacían sentir más culpable. Se negaban a culparla solamente porque no sabían lo que había pasado. Tan culpable era, que había mentido a la policía.

Había dicho que los frenos funcionaban antes del accidente. Había echado la culpa a Rob por agarrar el volante. Le ardía la cara en la encuesta al dejar la barra de los testigos y después de jurar la declaración que habían leído era la suya.

Aquel amable juez de instrucción de voz tranquila había dicho al jurado que no se le permitiría responder a ninguna otra pregunta, no fuera a ser que se incriminara a sí misma. Entonces estuvo segura de que todos sabían que era culpable. Ningún policía de los de la sala quiso mirarla. Supo que estaban esperando la ocasión de llevarla a juicio.

Pero todavía no había tenido noticias.

O estaban aguardando que ella supusiera que lo habían olvidado o tenían la esperanza de que su culpa fuera creciendo al punto en que estaría deseosa de traicionarse; entonces se le echarían encima. Sabían que su culpabilidad la hacía sobresaltarse cuando llamaban al timbre, que escudriñaba con miedo el piso de abajo cada vez que el nuevo cartero trasteaba con el buzón de la puerta. Sólo quería que acabaran de una vez. No podría soportar mucho más tiempo aquella sensación de haber agraviado a Rob.

Bajó en punto muerto a Blackburne Terrace, pasada la iglesia bizantina de San Felipe Neri y las pequeñas jorobas de sus cúpulas. Detrás, en Catherine Street, las farolas rojas estaban inactivas. Condujo el coche por Blackburne Terrace. Las sombras se acumulaban gentilmente bajo los árboles altos como casas. Camiones desdibujados flotaban lentamente a su lado. Junto al árbol más próximo a su puerta había un hombre.

Se había detenido cerca de los postes de piedra, mirando en la dirección de su coche. Estaba mirando el coche mismo. Caminaba hacia él. Lo alcanzó al mismo tiempo que ella, forcejeando con un pánico impreciso, conseguía abrir la puerta.

—¿La señorita Clare Frayn? —dijo—. Me preguntaba si podría hablar un momento con usted.

Debía de medir algo más de un metro ochenta. Era además robusto y de grandes huesos. Se alzaba por encima del coche; el azul claro de su traje parecía llenar toda la ventanilla. La mano sujetaba la manija de la puerta. Un pelo rojo apareció al surgir la muñeca de la manga; un pelo rojo le brotaba de los dedos. Podía imaginárselo ganando un concurso de lucha sólo con la fuerza de ese brazo. Durante un momento pensó que iba a encerrarla en el coche. Luego, él le abrió la puerta.

—Lo siento. ¿La he asustado? —dijo—. No pretendía hacerlo.

Quizá, y después de todo, no era un policía. Sacó la llave de contacto y se fue deprisa hacia la puerta de su casa mientras jugueteaba con el llavero. Le oyó cerrar con fuerza la puerta del coche. Esa llave no, mema.

Con dos pasos se plantó junto a ella en los escalones de piedra del porche oscuro.

—Usted es la señorita Frayn. ¿No es así?

La llave. Ahí estaba. Se sentía furiosa consigo misma por haber dejado a Ringo a su merced.

—¿Y qué si lo soy?

—Me gustaría hablar con usted.

—Eso, me temo, depende en gran medida del tema.

—Sí, claro, por supuesto. Pero oiga, ¿se encuentra bien? Parece preocupada.

—Me encuentro magníficamente, gracias. ¿Qué quiere exactamente?

—Me preguntaba si podría usted ayudarme. Soy escritor.

Se volvió para examinarlo. Tenía la cara grande; bien alimentado, con ojos azules y boca ancha; gafas. Parecía serio y esperanzado, aunque, pensó ella, en su interior aquello le divertía vagamente. El caballete de la nariz, desproporcionadamente pequeña, tenía una abolladura, como si en cierta ocasión alguien le hubiera traspasado la guardia. Bajo el traje, elegante y discretamente a la moda, llevaba una camisa malva y una corbata. Una diminuta daga de platino servía de alfiler a la corbata; la camisa estaba decorada con un dibujo de pistolitas. Rondaría los treinta y no le parecía un escritor, pero ¿qué pinta tienen los escritores?

—Esta es mi tarjeta —dijo.

Las letras negras, estampadas en relieve sobre un blanco reluciente, decían: EDMUND HALL: INVESTIGADOR Y ESCRITOR. Contenía también una dirección en Surrey, en las afueras de Londres.

—¿Y cómo podría yo ayudarle? —dijo Clare.

Él dirigió la mirada a una ventana abierta en el piso de abajo, junto al porche.

—¿Le importaría que hablásemos dentro?

Era la ventana del casero. Le había dejado el piso barato por hacerle un favor a su padre.

Si se enteraba de que estaba ayudando a un escritor podría pensar que le era posible pagar más.

—De acuerdo —dijo—. Si no nos lleva demasiado tiempo. Tengo mucho que hacer.

—Seré breve —contestó él. Su voz potente rebotó apagada en el vestíbulo, entre los espejos de filigrana y los jarrones de flores—. ¿Trabaja mañana?

—Hasta la semana que viene, no. Soy profesora.

—Sí, claro —dijo con gratitud, como si le hubiese ayudado.

Realmente se daba cuenta de aquella presencia a su espalda, en las escaleras. Siendo escritor, estaba sin duda anotando todo lo referente a ella. Bueno, podía caminar con elegancia cuando lo intentaba. Subió las escaleras ligeramente y desfiló por el rellano con equilibrio y espalda recta.

—¿Enseña ballet a sus niños? —preguntó Edmund Hall.

—No. Drama y movimiento es lo que hacemos.

—¿Dio clases de ballet de niña?

—Sí, unas pocas —de adolescente hacía piruetas cuando era feliz, hasta que se había oído llamar «patitas rechonchas»—. ¿Por qué lo pregunta?

—Se nota en su modo de andar.

Dejó de abrir la puerta y se volvió a sonreírle.

—Ajá, eso está mejor —dijo él—. ¿Qué le pasaba hace un momento?

—Nada. Me asustó usted. Eso es todo.

—Pensé que se trataría de eso. Lo siento —y lo parecía. Incluso aquel ligero y permanente regocijo suyo parecía enfriado.

—No diría yo que fue culpa suya. Es sólo que le tomé por un policía.

El piso era un caos. La guitarra, George y su partitura estaban las dos en una silla. La otra silla llena de bolsas de papel repletas de botes de spray y botellas (champú, lociones desinfectantes) de las que aquella mañana había hecho una limpieza en el cuarto de baño. El sofá era un revoltijo de libros, periódicos y cartas; la máquina de coser encima de la mesa; las ropas estaban pacientemente repantigadas por las sillas. Debía de estar anotando todo eso. Bien, no podía evitarlo. Tendría que aceptarla tal y como la veía.

—Siéntese donde guste. Las cosas póngalas en el suelo.

George se dio con la alfombra y sus cuerdas emitieron una ahogada protesta desde dentro de la funda de lona. Sí, a Edmund Hall le gustaría una taza de café instantáneo, pero solamente si de todas formas tenía que meterse en la cocina. ¿Seguro que no quería que la invitara a cenar? Bien, en ese caso la dejaría a sus anchas antes de la hora.

Removió el azúcar en el café de Edmund y llevó las tazas a la habitación. Al entrar ella, él dejó a un lado un periódico local de Merseyside.

—Antes trabajaba para esta gente —dijo dando una palmada al periódico—. Y dígame. De haber sido yo un policía, ¿por qué diablos tendría eso que haberla molestado?

—Mi hermano se mató en un accidente de coche mientras yo conducía.

—Sí, ya lo sé. Para serle sincero, por eso estoy aquí. Pero eso, desde luego, no es un caso de la policía.

—Lo es si deciden llevarme a juicio. Podrían acusarme de conducción temeraria, o por lo menos de conducir sin el debido cuidado y atención.

—¿Aún no la han dejado tranquila? Hace falta que alguien les ajuste las cuentas. Tengo alguna que otra relación. Veré lo que puedo conseguir. Dios mío, eso es muy típico. Pierden su tiempo con delitos de poca monta y con los inocentes. Si yo me puedo dar cuenta de que usted es inocente, ellos también.

Tan seguro de sí mismo parecía, que casi la convenció.

—¿Usted cree que soy inocente?

—Sé que lo es. ¡Si por lo menos fuera policía! Créame, cazaría al hombre que mató a su hermano.

No entendió de buenas a primeras. Luego recordó la encuesta, recordó al otro conductor, que juraba que el choque había sido causado por el loco que se metió delante de ella. Pero Edmund Hall insinuaba algo más que eso: percibía algo más en su voz.

—¿Qué hombre? —preguntó.

—El hombre que la hizo estrellarse y que hizo —la miró con una especie de furiosa compasión— lo que después hizo a su hermano. Sé que existe tal hombre y quizá con más seguridad que usted. Porque yo lo conocía.

Observó a aquel hombre. Él le devolvió la mirada con un ligero ceño, como si no estuviese seguro de haber sido comprendido. Claro que sí. Quería decir que después de provocar el choque ese hombre había… cuando se agachó junto al poste de la luz había… no. Era tan ridículo, o tan horrible, o tan las dos cosas, que no era posible pensar en ello. Le tocaba a la policía descubrir lo que había pasado; a ella no le haría ningún bien pensarlo. Pero ahí estaba Edmund Hall diciéndolo en voz alta. Una cosa era segura. No iba a reaccionar como una mujercita lánguida, como Dorothy. Sólo un minuto para prepararse.

—Perdone un momento —dijo, aturdida, dirigiéndose a la cocina—. Mis verduras —la tapa de una cacerola le castañeaba nerviosamente en la mano. Puso el gas para las verduras y luego, sin necesidad, se quedó mirándolas. Se estaba dando cuenta de que posiblemente no quería oír lo que Edmund Hall tenía que contar. Por fin se arriesgó a regresar al cuarto de estar.

—Quiero ser totalmente franco con usted —dijo—. En primer lugar quiero que conozca el motivo exacto de mi visita. Escribo libros sobre crímenes.

—Eso explica la camisa —dijo ella mientras miraba aquellas pistolas repetidas. El cambio de tema la irritaba y alegraba: la alegraba muchísimo, pensó.

—Puede que haya leído algún libro mío —dijo él—. Lo primero que escribí fue una serie que gustó a todo el mundo: Secretos de los psicópatas.

—No, me temo que no —se paseaba intranquila. Había abandonado la gracia al andar e iba anadeando con aire abatido. Le había pillado husmeando la habitación y tomando nota mentalmente. No podía engañarlo: era escritor. Pues maldita si se iba a molestar en intentarlo.

—¿El corazón del homicida? —inquirió con un tono de cierta incredulidad—. ¿Sirenas siniestras?

—No, no creo —buscaba quizá las estanterías, como un niño excesivamente educado que busca el retrete a hurtadillas.

—¿El amor tiene muchas armas?

—Oh, sí. Por lo menos, alguien me dijo que era bueno. Tenía intención de leerlo —quería prevenir una situación más embarazosa. Vamos al grano. Se dejó caer pesadamente en el sofá—. Iba a decirme algo de ese hombre que conoció.

—Lo haré. Pero primero, señorita Frayn, quiero que entienda mis motivos.

—Por el amor de Dios, tutéame. Mi nombre es Clare. Hablas como si fueras un criminal.

—Me puedes llamar Ted. El problema es que a algunas no les gusta la manera en que un escritor tiene que trabajar. Esa actitud a veces me turba —se echó hacia adelante—. Podría ser un best-seller. El maldito editor es de verdad bueno y uno de los periódicos dominicales lo quiere para un serial. Tratará de cómo capturan al hombre que mató a tu hermano y estará escrito casi simultáneamente con los hechos. Jamás ha habido un libro como va a ser este. Si me ayudas, puedo escribirlo.

—¿Y cómo puedo ayudar? —contestó, no muy segura de querer regalarle a Rob para que se sirviera de él en un libro de título igual que el de esos que había mencionado.

—Bien. ¿Recuerdas qué aspecto tenía el tipo que mató a tu hermano? Sí, ya. Estatura media. ¿No tan alto como yo, entonces? No te preocupes; en esas circunstancias nadie podría pedirte que estuvieras segura. ¿Qué hay de sus ropas?

—Creí que se suponía que lo conocías.

—Sí, pero de hace años. Voy a contártelo en seguida. ¿No puedes recordar nada peculiar? No importa. De todas formas nunca se sabe lo que uno puede haber visto y que luego tal vez le vuelve a la memoria. Eso podría ser una manera de ayudarme, pero si no puedes, no tiene importancia. Y también, si me disculpas un poquito de caradura, quizá pudieras ayudarme con unas pequeñas investigaciones. Una mujer puede descubrir cosas que a mí se me escaparían, ¿sabes? Y además, hay a lo mejor fuentes de información que tú conoces y yo no. Nada de eso es razón para ti para ayudarme, claro. Pero se me ocurrió que tal vez querrías ayudar a capturar al hombre que mató a tu hermano.

Por supuesto que quería. Si de verdad había un hombre que había hecho todo eso a Rob entonces el culpable era él y no Clare. Pero Edmund había omitido algo al venderle la idea. Sí.

—¿No es tarea de la policía el atraparlo?

—Lo es, en efecto; y lo harán. Pero no les hará gracia que les vayamos a la zaga mientras lo hacen. No pienses que es mi intención arrestar nosotros a ese tipo. Todo lo que trataremos de hacer será localizarlo para comunicarlo. Pero la policía de este lugar, por regla general se niega a ayudarme, ni a mí se me ocurriría ayudarles a ellos corriendo con los gastos. Y no creo yo que a ti te gusten mucho tampoco. Déjame que te garantice una cosa. Este hombre no mata, de manera que si nos mantenemos lejos de la policía no ponemos a nadie en peligro. Estoy seguro de que no entraba en sus planes matar a tu hermano, aunque, desde luego, sí hacer lo que después hizo. Así que no tengo escrúpulos de callarme. ¿Sabes?, tengo información que no tiene la policía.

Esperó a que ella dijera:

—¿Qué información es esa?

—Te lo diré. Sólo una cosa más —Dios mío, pensó ella, es un auténtico escritor. Se está asegurando de que el suspense era matador—. Respóndeme sinceramente —dijo él—. La idea de que yo saque dinero de esto, ¿te molesta?

—No, creo que no. Es tu trabajo. Cuéntalo de una vez, Edmund —le llamaría Ted cuando tuviera más confianza en él. Se echó hacia adelante, dispuesta por fin—. ¿Qué sabes exactamente? ¿Qué clase de hombre es ese?

—No era un hombre cuando lo conocí. Tendría unos once años. Fue precisamente en mi último año de colegio. Los dos íbamos a Saint Joseph’s, en Mulgrave Street. Ya conoces Mulgrave Street. Está junto a Princess Avenue, donde la estatua de Jesús… claro que la conoces; lo siento. No hice estudios superiores. No me salieron los exámenes lo bastante bien. Yo vivía a varias millas, en Aigburth, pero mis padres habían oído decir que Saint Joseph’s era una buena escuela. Además, estábamos dentro del cinturón de prejuicios de clase media de Aigburth y no querían ellos que me los metieran encima en la escuela. O sea, que en lugar de eso me dejaron al albur de los prejuicios de la clase trabajadora. A pesar de todo, me ayudó a conocer a la gente. Pues bien, en la escuela debo de haber visto durante años a este muchacho, sin fijarme en él. Si tenía él once, durante seis años. Pero ya sabes cómo son los niños. Alguien tan joven no era digno de que le prestara mi atención. Luego, un día, un sábado que iba a la ciudad en autobús, me fijé en él. Se subió unas paradas antes de Mulgrave Street. Yo tenía la noción de que vivía cerca de la escuela. Puede que hubiera ido a visitar a algún compañero; tenía un montón de amigos, aunque nunca le descubrí uno realmente íntimo. Yo estaba sentado en la parte de delante del piso superior y él se sentó algunos sitios más atrás. Intentaba recordar dónde lo había visto antes. Tenía encima uno de esos espejos, de los que el conductor utiliza para ver arriba, como una especie de periscopio. De manera que me puse a mirar al chico por el espejo y a tratar de situarlo. No me vio mirar. El autobús estaba llegando a Mulgrave Street cuando le cambió la expresión.

Inclinó su cuerpo, acercándose a Clare y se cogió las rodillas. Ella se echó involuntariamente atrás.

—Durante años he tratado de describir esa expresión. Has visto muchachos de esa edad. Estaba allí, hurgándose la nariz cuando nadie lo veía, mirando por la ventanilla con aspecto indiferente y aburrido. Y de pronto, justo cuando llegamos a Mulgrave Street, le vino esta otra expresión, le brotó…, le brotó, y no me importa que suene a melodrama, como un veneno. Era la mirada de expectación más insana que he visto en mi vida. Pero con eso no puedes ni empezar a imaginártelo. Parecía ansioso, terriblemente ansioso de hacer algo que quisiera mantener en secreto incluso para él. Parecía aprensivo y al mismo tiempo, en cierta forma, secretamente encantado. Movía los ojos de un lado al otro, como temeroso de verse a sí mismo, y se relamía. De verdad, se estaba relamiendo. No conservó esa apariencia mucho tiempo. Cuando nos alejamos unas manzanas de Mulgrave Street, la expresión se refugió en su interior. Pero créeme: hacía más calor que hoy y me llevó un buen rato entrar de nuevo en calor. Adquirió esta expresión en el lugar donde mataron a tu hermano.

La miraba fijamente.

—Bueno —dijo Clare—. Es extraño. Pero aún así…

—Oh, eso no es todo. Eso sólo me hizo empezar a vigilarlo. Y sabes, la mayor parte del tiempo tenía ese aspecto. Por supuesto que no tan manifiestamente, pero estaba allí, una suerte de tensión y de expectación. Esperaba algo.

—Ahora bien, yo nunca creí que tuviera que ver con la escuela. La escuela no da esa expresión a los críos. Una o dos veces dio la impresión de que aquella mirada podría salir a la superficie. Se lo hice notar a algunos amigos míos, pero todo lo que se les ocurrió fue que se había dejado las gafas en casa y que estaba forzando los ojos. Pero él nunca llevó gafas. Había averiguado eso y que su nombre era Christopher Kelly. Nadie más parecía ver en su cara lo que yo veía. Empecé a estar tan tenso como él parecía estar, por la espera.

»Lo primero que ocurrió fue lo del gato. Este gato vivía en una casa enfrente de la escuela, o puede que se tratase de un vagabundo que mendigaba la comida por los alrededores. Solía ir a lamentarse fuera del patio. Nosotros le dábamos de comer cuando los profesores no miraban. Estábamos tratando de atraerlo dentro para cruzarlo con el gato de la escuela, aunque no creo que nadie estuviera seguro ni tan siquiera de su sexo.

»Un día lo atropellaron. Alguien le estaba ofreciendo un sándwich a través de la verja. Él cruzó la calle y se metió derecho debajo de un coche. El conductor lo dejó simplemente convulsionándose en medio de la calzada. La mayoría de los pequeños estaban tremendamente afectados. Casi todos los mayores también, aunque tratábamos que no se nos notara. Pero Kelly, no.

»Se quedó observando cómo el gato se retorcía y moría. Luego permaneció junto a la verja mirando el gato muerto. Creo que se habría quedado mirando todo el día si un profesor no le hubiera hecho apartarse. Aún así debió de permanecer allí unos diez minutos, ya que los profesores estaban ocupados consolando a la gente. Cuando se llevaron al gato, intentaba todavía verlo, al contrario que todos los demás, que trataban de no oír cómo lo recogían con una pala.

El recuerdo le hizo estremecerse un poco, pero aquel regocijo suyo era en ese momento algo más evidente. Clare se daba cuenta de que le encantaba contar historias.

—Eso por sí sólo no habría significado mucho —continuó—. Quiero decir, sería un chico desagradable y morboso, pero no tal que pudiera hacerme venir a Liverpool de esta manera. Pero hubo algo más. Lo que le hizo al matón de la escuela.

Clare se sentía cada vez más tensa. Por esto había venido Edmund a verla. Estaba a punto de darle una forma a la figura que se había asomado por entre el brillo naranja y la había espiado.

—El nombre del matón era Cyril —dijo Edmund—. Quizá con un nombre como ese sólo pudiera ser un matón. Estaba en mi curso pero se comportaba como si fuese mucho más joven. Sin embargo, era un tipazo. Una vez se metió conmigo, creo que porque alguien le había desafiado. Consiguió colarme un buen par de golpes antes de que lo derribara Se dio un golpecito en la mella de la nariz.

—Tarde o temprano tenía que fijarse en Kelly. Sabes, Kelly era un muchacho gordo. Solamente había un patio para toda la escuela. Los chicos y los grandes estábamos juntos. Se suponía que así los mayores se responsabilizaban de los pequeños. De hecho, los mayores se dedicaban a atemorizar a los pequeños o a pellizcarles; y los que no lo hacíamos, procurábamos no intervenir. Eso quiere decir que Cyril podía perseguir a Kelly por el patio y llamarle Billy Butler y Fatty Arbuckle en el intento de empujarlo a pelear.

»Pues bien, Cyril era hijo de un carnicero. Siempre iba oliendo a carne cruda, él y sus ropas. Nos habíamos reído de eso de más jóvenes, ya sabes, tapándonos la nariz. Probablemente, aquello contribuyó a convertirlo en un matón.

»Bueno, te podrás imaginar que deseaba ver lo que haría Kelly. Los seguía por todo el patio. Cyril estuvo insistiendo una semana al menos, hasta que llegó un día de mucho calor, en que olía Cyril él solito como toda una carnicería, y Kelly se volvió contra él. Cyril había dicho algo del estilo de “Pareces un barril de manteca”. Kelly lo miró y como si aquello fuera una conversación normal dijo: “Apestas”.

»Fue extraño, ¿sabes? Los niños no son tan fríos. Era como si le hubiese pasado por la cabeza y lo hubiese soltado. Cyril, por supuesto, pensó que allí tenía por fin su pelea. Así que dijo: “¿Qué?”. “Apestas”, repitió Kelly.

»Entonces Cyril echó el brazo atrás para arreare en la boca. Se había quitado la chaqueta y todo aquel olor a carnicero debió de llegar a Kelly. Vi como le surgía en los ojos esa expresión. Creo que, de haber tenido tiempo, habría podido advertir a Cyril.

»Ya has visto cómo luchan los críos. Me han dicho que las niñas pelean más sucio que los niños. Pero no habrás visto nada igual a esto. Cyril no logró darle un solo golpe, porque Kelly se metió por debajo de su guardia y le clavó los dientes en el antebrazo, justo encima del codo.

»Se resistía a soltarlo. Cyril le arrancaba el pelo y le arañaba la cara, pero él no le soltaba. Debieron oír gritar a Cyril desde la escuela, ya que medio profesorado llegó corriendo. El encargado del patio se paseaba placenteramente con un libro, pero tiró el libro y salió deprisa, tan rápido que derribó a alguien por tierra. Pero ni siquiera él pudo obligar a Kelly a soltarlo, por lo menos hasta que lo apartó a tirones. Y cuando lo hizo, Kelly se llevó un bocado del brazo de Cyril.

Buscó el horror en la cara de Clare. Esta se preguntaba cómo se las habría arreglado si tal cosa hubiera pasado en su colegio.

—Lo peor —dijo él—, y lo que creo que tienes que saber para entender el asunto, es que después de haberlo apartado el profesor tuvo que tapar la nariz a Kelly y sujetarle por la mandíbula para obligarle a abrir la boca.

—¡Dios —dijo ella—, pobre chico! —Se dio cuenta de que se refería a los dos.

—La madre de Kelly fue aquella tarde a la escuela. Si es que era su madre… era un tanto vieja. En cualquier caso, una mujer. Nuestra aula estaba enfrente del despacho del director, y mi pupitre junto a la ventana. Podía ver allí dentro a Kelly y al «dire», sentados, esperando. Luego entraron la mujer y el profesor de Kelly. El «dire» nos había mandado cerrar las ventanas para que no les oyéramos, pero podíamos verle contándole a ella lo que había sucedido. Luego ella se puso a decir algo.

»No sé qué fue, pero vi el efecto que tuvo en el profesor. Habían puesto a Kelly al fondo de la pieza, donde no alcanzaba a verlo y el “dire” estaba fuera de mi vista junto a la ventana. Pero aquel profesor… no he visto a nadie tan paralizado de horror. Estaba ahí de pie y se iba poniendo blanco. La mujer, vuelta de espaldas, señalaba a Kelly con el pulgar, como sin poder soportar el mirarlo, y el profesor tenía los ojos fijos en él como si estuviera intentando sentir lástima, pero no fuera capaz de vencer su horror. Después de aquello estuvo semanas fuera de la escuela. Fue siempre una persona muy apegada a sus chicos.

¿Qué podía haber hecho un crío de once años para afectar así a un profesor que sentía apego por él? Ahora notaba Clare el horror, cercano en el murmullo de la tarde. Supón que hubiera sido de su clase. ¿Qué cosa tan terrible podía tener un niño?

—¿Nunca descubriste lo que ella dijo? —la voz le tembló antes de que pudiera recobrar su control.

—Nunca. Fue su último día en esa escuela, ¿sabes? Curiosamente se cambió a una, cerca de donde yo vivía. Un mes más tarde abandoné la escuela para siempre. Lo vi una o dos veces en el autobús. En realidad, fue el preguntarme qué había en su pasado que le hacía portarse como lo había hecho, lo que me interesó por el tipo de cosas de las que escribo. Pero en mis encuentros con él en el autobús, aquella expresión suya había desaparecido. Pensé que aquel asunto de Cyril debía de habérsele curado. Ahora estoy seguro de que sencillamente estaba esperando su hora.

Por la ventana abierta a su espalda miró Clare la oscuridad llena de susurros. Él estaba en algún lugar de allá afuera. Se había inclinado junto a ella, en medio de la luz naranja, a fisgar, y había vuelto apresurado al poste de la luz, reflejado en el retrovisor, se había agachado.

—Todo eso lo tienes escrito, ¿verdad? —dijo con voz ronca. No tenía derecho a meter a Rob en sus historias insinceras.

—¿Es tan evidente? Siento haber dado la impresión de no tener sentimientos. Recuerda que he tenido doce años para meditarlo. Envío los capítulos nada más escribirlos, por si acaso hacen falta correcciones.

Escudriñaba con ansiedad la cara de ella. Arrugó la nariz.

—Como tú dices, es mi trabajo. Te lo he contado todo honestamente. Ahora sabes su nombre, que es más de lo que sabe la policía. No puedo impedirte que se lo digas.

Parecía un muchacho que se enfrentara a una traición.

—Claro que no voy a decírselo —contestó impaciente.

—¿Me ayudarás, entonces? No es sólo por mi libro. Necesita que lo capturen. Por su propio bien, tanto como por el de los demás.

—No lo sé —no tenía razón al acusarlo por cumplir su tarea: aún se sentía incómoda. El hechizo de la historia se iba desvaneciendo y ella sabía que se le había escamoteado algo.

—Veo que lo que me has contado encaja. Pero no comprendo cómo puedes estar seguro de que fue él quien mató a mi hermano. No veo cómo pudiste estar tan seguro como para venirte de Londres.

—Por lo de tu hermano. Eso sólo no me habría hecho venir. ¿No lees los periódicos?

—Los compro, sobre todo por los crucigramas. ¿Por qué?

—Porque tu choque no fue lo único que pasó. Hay algo de una anciana y de su perro, hace casi cuatro semanas.