No había taxis.
Clare Frayn pateaba Catherine Street de un lado al otro, tiritando. Era una suave noche de julio, las farolas daban a toda la calle un color naranja, como de ascuas, pero ella tiritaba. Echó una mirada al reloj. Las cuatro. Dios santo. No era extraño que tuviera frío. Su cuerpo estaba en su punto más bajo. Ni siquiera Rob la había tenido anteriormente hasta tan tarde. Un minuto más, y se arriesgaría con los frenos de Ringo el Fiable y le llevaría a casa. Él estaba en la esquina de Catherine Street con Canning Street, una manzana más allá, inclinando su largo cuerpo sobre la calzada cada vez que el zumbido de un motor se escuchaba en la distancia. A su lado, parpadeaba sin objeto un semáforo. Más allá brillaba el fuego fatuo de una cabina telefónica estropeada. Alrededor de ambos, en las filas de casas georgianas de Liverpool 8 dormían poetas y artistas —la mitad sin duda borrachos y roncando, pensó Clare—. Rob volvió la cabeza a mirarla y sonrió, dándole ánimos, incómodo. Luego se echó otra vez para adelante.
Un hermano tan tonto sólo lo podía tener ella, pensó Clare con una especie de cariño irritable y resignado. Deja de echarte para adelante, por el amor de Dios. No hay taxis. Ni un solo sonido, a no ser el rumor sordo de un barco deslizándose Mersey arriba desde el mar. Pero sí: el ruido de un motor, el ruido inconfundible de un taxi que se esfuerza por subir Myrtle Street más allá de la curva, más allá del hospital infantil. Echó a correr maldiciendo lo cortas que eran sus piernas, golpeando la barandilla del sótano fuertemente con la mano para darse velocidad. Alcanzó la curva al mismo tiempo que el vehículo que bajaba por la calle lateral al otro lado, en absoluto colina arriba. Era un camión con su remolque en la parte trasera. Mientras regresaba pesadamente hasta el semáforo, dijo Rob:
—Siento haberte tenido hasta tan tarde.
—¿Quieres decir que acabas de darte cuenta? Por Dios, Rob, eres peor que todos los chicos de tu clase juntos.
—Lo sé. Pero de verdad que necesitaba hablar y no hay otra persona con la que pueda hacerlo.
Aparte de tu mujer, pensó ella. Claro que era de Dorothy de quien había querido hablar, como de costumbre.
—Está bien —dijo Clare—, sabes que en realidad no me importa.
Estaba tiritando de nuevo. Sentía los ojos como si les hubiesen colocado unas gafas un par de tallas demasiado grandes.
—De cualquier manera, luego no me tengo que levantar para nada —dijo.
La vio tiritar. Se inclinó y le pasó el brazo por los hombros al tiempo que se los frotaba. Un coche venido de ninguna parte subió rugiendo por Canning Street, dedicándole a Rob —lo mismo que sus ocupantes— un bocinazo, a su coleta y cazadora de cuero, a sus pantalones a cuadros y a sus botas de caña decoradas con pintura dorada.
—Me iría andando si pudiera —le dijo.
—Lo sé. No te preocupes —su atuendo no era ni la mitad de estrafalario aquella noche que había vuelto a casa caminando por Princess Avenue y unos jóvenes le habían dado una paliza y lo habían dejado en el arcén central de la carretera de doble calzada, entre los árboles.
—Pero no creo que encontremos un taxi —dijo Clare.
—Si pudiera telefonear a Dorothy me quedaría, pero puede estar preocupada.
—Probablemente está en la cama profundamente dormida…, a no ser que sea tonta.
—No lo estaba la última vez. Fue cuando tuvimos aquella riña por lo de tener hijos; recuerda, te lo conté. No quiso irse a la cama hasta que le dije que al año siguiente lo intentaríamos. Estoy seguro de que aún está levantada.
—Ningún hombre me haría a mí estar levantada tanto tiempo —se prometió Clare.
—No se me ocurre qué puedo hacer —dijo.
—¿No podrías llevarme a casa en coche? No habrá ningún tráfico.
—No quiero conducir hasta que no me hayan mirado los frenos en el garaje.
Los dos oyeron el taxi. Venía hacia ellos con un zumbido resuelto, tan alto que ambos fijaron los ojos en la calle desierta. El ruido llenó la calle antes de que el taxi, para su desesperación, diera la vuelta en algún sitio que no podían ver.
—Mierda —dijo Rob pasando el peso de un pie a otro rápida y tristemente, tic, toe.
Clare lo miró fijamente. Parecía un niño ansioso de mear. Se dio cuenta de golpe de que no deseaba volver para imponerse a Dorothy en la discusión que había dejado al mismo tiempo que la cena. Quería irse a casa porque estaba preocupado por Dorothy, porque la amaba. Movió la cabeza con un suspiro. Había cosas suyas que ella no entendería nunca.
—Vamos —dijo de repente—. Supongo que si conduzco despacio no pasará nada.
Se dirigieron a Blackburne Terrace, hacia el coche de Clare. Algunos niños caminaban llorosos por los tejados de los garajes de enfrente. Al mirar de nuevo Clare, eran gatos. Rob dijo:
—Aún no me explico cómo Dorothy puede aguantar a esa gente.
No vuelvas a machacármelo, por el amor de Dios, pensó Clare. Ya había oído una vez que Dorothy creía estar perdiendo a todos sus amigos. Él había llegado a media noche, pero había esperado hasta la una para decirle que estaba hambriento, por no hablar de las dudas sobre su matrimonio, si se había casado con Dorothy sólo por el sexo y que se les habían agotado todos los temas de conversación, y que trabajar para la misma gente que la mujer de uno suponía que se estaba con ella demasiado tiempo. Todo esto le había sonado a Clare como uno de aquellos programas musicales de su hermano en Radio Merseyside sin la música, horas de pura energía nerviosa, de palabras incontrolables. Cuando él comenzó a aludir a los taxis, pensó que por fin se le había acabado la cuerda, pero ahí estaba otra vez con los amigos de Dorothy.
—Puede que debieras preguntarle por qué le gustan —dijo Clare mientras se dirigía apresurada a Ringo, el de tres ruedas.
—Oh, me lo ha contado. No son razones que tengan ningún sentido para mí. No consigo comprender cómo podía tener esa clase de amigos. Ya le dije antes que no me gustaban. No son más que un montón de mierdas de clase media.
—Eso guárdatelo para tus musicales. Nunca me convencerás de que perteneces a la clase trabajadora —entornó los ojos al mirar la puerta del coche en la luz difusa de más allá de las farolas, mientras tanteaba con la llave; sentía pinchazos en los ojos—. Y menos cuando tienes unos padres que se han retirado a una ciudad balneario.
—Eso no me incluye en ninguna clase, amiga. No intentes meterme en esa mierda —su voz sonaba igual que en su programa nocturno El show del héroe trabajador, agresiva, dogmática, secretamente insegura.
—Deberías conocer a sus amigos —dijo él—. Tendrías que verles paseándose por el piso con cara de estar pensando «esto es todo lo que se puede esperar de una secretaria casada con un discjockey».
—¿Estás seguro de que no eres tú el que lo piensa?
Él se deslizó en el asiento delantero, doblando las piernas para encajarlas dentro de lo posible debajo del tablero de instrumentos. Después se volvió a mirarla.
—No más que tú.
¿Qué? ¿Clare despreciar a Dorothy? ¿Sólo porque aguantaba a Rob? ¿Dorothy que se había casado con él porque admiraba su vigor y su negativa a adaptarse y que le sufría ahora en silencio la mayor parte del tiempo, quizás porque sabía que, de no contenerse, Rob huiría y se iría con Clare sin más? Sí, pensó Clare, la despreciaba un poquito. Dorothy no se hacía ningún bien callando. Y a todo eso lo llamaban amor, Dios santo.
Rob asentía triunfalmente con la cabeza.
—Te conozco —dijo—. Sé lo que quiere decir que te comportes más educadamente con alguien cuando lo vas conociendo mejor. Significa que no puedes soportarlo.
—Tal vez debías sentirte responsable por rebajarla hasta eso —dijo Clare ásperamente—. Ponte el cinturón.
—No vamos muy lejos. No lo necesito si tú conduces.
—Está claro que harás justo lo que te dé la gana —estaba decidida a que no la pusiera furiosa. Tanteó buscando el cierre del cinturón.
—Sé que soy un irresponsable. ¿Crees que no lo sé? —Se había metido en otro monólogo, como quien lo saca de una estantería—. ¿Pero qué puedo hacerle? Para cuando me conocí a mí mismo, era demasiado tarde. Papá y mamá aplastaron todo lo que yo era, ya lo sabes. No era de esperar que aquello me diera un sentido de la responsabilidad. ¿O sí? Ni siquiera acepto la responsabilidad de lo que soy. Así es como soy. Y, además, me compadezco a mí mismo. ¿Me escuchas, no?
Se estaba adentrando más y más en un laberinto propio. Le asustaba cuando se ponía así. Llegaba a estar, en todo el sentido de la expresión, fuera de su alcance. Había tenido estas rachas desde que comenzó a fumar hierba habitualmente. Tiritó al coger el volante. Debía llevarlo a casa en seguida. No podía manejarlo si estaba de este humor y menos a estas horas. Los faros del coche recorrieron las hileras de casas. Las sombras de los pilares de los porches reptaban desde detrás de sus piedras y atravesaban extendiéndose las puertas de entrada.
Cuando el coche salió por entre pilares cuadrados a Blackburne Place, probó los frenos.
—Aún no funcionan bien —dijo.
—Escucha, me quedaré aquí si lo prefieres. No quiero causarte problemas.
Dios no lo quiera, pensó ella. Quería dormir un poco por lo menos.
—Vamos a tu casa —dijo.
Poco a poco sacó el coche a Catherine Street, dando gracias de que no hubiera tráfico. Los faros iluminaron el letrero de un club de jiujitsu en un sótano georgiano, para ser tragados luego por el brillo del sodio. A paso de caracol se acercó al semáforo, que mantuvo el verde. Clare pisó con cuidado el acelerador. Una vez pasado el cruce de cinco calles de Upper Parliament Street estarían a salvo.
Rob se había quedado silencioso. En cierto modo, aquello la inquietaba más.
Se lo imaginaba profundamente atrapado en sí mismo, sin salida alguna, ni siquiera las palabras. Miró su perfil. Detrás de él las casas se sucedían, manchadas de naranja. De los pilares de un porche griego de estilo jónico había brotado un andamio de tubos metálicos.
—Pronto estaremos en casa —dijo ella. Rob movió los labios nerviosamente.
Upper Parliament Street estaba abandonada y cochambrosa. Las filas de casas dejaron pronto el sitio a un yermo arrasado. La luz verde la invitó a pasar. Aceleró en dirección a Princess Avenue, dejando atrás el banco para coches, una iglesia bizantina de ladrillo rematada en cúpula y una tienda chipriota de fish-and-chips. Delante, en el lado más cercano del arcén que dividía la carretera de doble calzada, el mercader William Huskisson estaba sobre un pedestal, sujetando con gesto adusto la vestimenta para protegerse de la intemperie. Conservaba un resplandor verde apagado, como de cardenillo, en medio de la luz de sodio. Clare lo rebasó metiendo el coche en un chorro de luz naranja.
La luz, densa como pintura, lo cubría todo. Se hundía agobiante en el coche y lo llenaba de sombras que se retorcían como plantas submarinas a medida que una farola tras otra flotaba monótonamente junto a ellos. Clare contuvo un impulso de conducir más rápido para librarse de la luz, la sentía ceñirse pegajosa al cuerpo. Se estremeció. Después de todo no debía haber conducido sin dormir.
La luz calaba las casas georgianas de tres pisos tras sus vallas de piedra y sus protuberantes setos naranjas. Formaba charcos en los techos de los automóviles que la separaban del carril junto a la acera. Delante, árboles y postes de farolas del color de los árboles se apelotonaban, para separarse lentamente a medida que se acercaban. Hojas naranjas de la textura del papel se enredaban alrededor de las altas farolas como una tela naranja. Ya pronto estarían allí, se dijo Clare. Podría pedirles a Rob y Dorothy que la dejaran dormir en su casa en el sofá. Al otro lado del paso de cebra titilaban unos globos encima de sus postes: naranja, naranja, naranja.
—Dorothy y yo queremos que vengas a comer la próxima semana —dijo Rob—. Hace casi dos que no te vemos.
Un árbol, un árbol, el poste de una farola, un hueco en el arcén. Miró la cara naranja, de Rob, con la vista clavada solemnemente en ella. Había encontrado el modo de salir de sí mismo y era como si las últimas horas no hubiesen existido.
—Rob, no tienes remedio —dijo con una risilla incontrolable—. De verdad que no.
El frunció el ceño, más y más solemne. Detrás de su cabeza y desde la pared de una iglesia saltó Cristo, brazos lacerados extendidos a lo alto como garras, descarnadas costillas ennegrecidas por la luz de sodio. Con un sobresalto y un gruñido, volvió a prestar atención a la carretera. El poste de una farola, un árbol grueso. Un hombre que se metía derecho encima del coche.
Tenía tiempo de parar. El hombre estaba a metros y metros de distancia. Pero los frenos no estaban respondiendo ni el coche reduciendo la velocidad como debía. El hombre se volvió y vio el coche. Se cubrió casi toda la cara con la mano en un gesto teatral de espanto y se puso a titubear en medio de los dos carriles vacíos. El de la acera estaba ocupado. Clare no tenía espacio como para estar segura de evitarlo.
Rob miró a su hermana, que parecía ir conduciendo derecha hacia aquel hombre.
—Oh, mierda —dijo e intentó tirar de volante. El coche derrapó sin control.
—Apártate, imbécil —gritó ella al tiempo que giraba todo el cuerpo para recobrar el dominio del volante. Desvió el coche por el arcén central. Tenía que haber sitio para que ella maniobrara por entre los árboles. Las cortas piernas se le habían resbalado del pedal del freno. Pisó fuerte, pero era el acelerador.
Oyó cómo Rob, fuera de sí por el pánico, agarraba la manilla de la puerta. El coche botó por encima del bordillo del arcén en dirección al poste de una farola. Hundió el talón en el pedal del freno y tiró del volante. El giro hizo que la puerta se abriera. Un instante después, la puerta dio contra el poste y volvió a cerrarse de golpe con un sonido extraño y desacostumbrado, proyectando de nuevo a Rob en el asiento. Oyó la ventanilla hacerse añicos.
Estaba aún luchando con el volante mientras el coche lanzado en dirección a la otra calzada, contra un vehículo que pasaba, hacía crujir la grava, demasiado rápido. Lo hizo girar y la rueda trasera chocó con un árbol. El coche, tembloroso, se paró junto al bordillo.
Hubo un silencio roto por el sonar de la sangre en los oídos de Clare, batiendo contra los miembros. Tenía la garganta llena de una náusea amenazante. Rob yacía en silencio, desplomado sobre la puerta, con la cabeza asomando por la ventanilla rota, el hombro haciendo presión en el borde de la puerta Alguien lo estaba mirando. El conductor del coche que pasaba. No, no podía ser el conductor; ahora huía en dirección a la farola, antes de que Clare hubiera podido verle la cara. Por ahí venía corriendo desde su coche otro conductor mientras ella tanteaba el cierre del cinturón lenta y abstraídamente.
Era grueso y coloradote de cara. Como el propietario de la carnicería de cuando ella era una niña. Tenía aspecto de estar enfadado y confundido, como si lo hubieran despertado bruscamente.
—Ese tipo debe estar loco —dijo. Por un momento, creyó que se refería a Rob—. Tendría que estar encerrado. Echarse así encima de usted. ¿Está bien? Mire, allá va —y en el retrovisor alguien huía por una calle lateral, recogido sobre sí mismo como si estuviera llevando un botín.
—Mi hermano —no le salían las palabras—. Necesita ayuda.
El conductor dio la vuelta por el lado de Rob y volvió apresuradamente, más pálido.
—Conseguiré ayuda —dijo—. No se mueva. Y no lo toque por nada del mundo.
Algunas cortinas parpadearon cautamente en las casas de alrededor. Una casa fue iluminando uno a uno sus seis pisos. En el tercero se abrió una ventana.
—¿Necesita una ambulancia? —gritó un hombre desde arriba.
—Sí, y rápido —gritó el conductor. Y volviéndose a Clare—. Cogeré a ese cerdo —dijo otra vez furioso—. Huir de esa manera. Corrió en dirección a la calle lateral con una velocidad asombrosa dada su constitución.
Clare se las ingenió para desabrocharse el cinturón. La sangre circulaba más lentamente. La amenaza de náusea parecía haber pasado. Rob yacía aún sobre la puerta. Se acercó a él, luego se retiró: no debía tocar. Le sorprendía tener tanta calma. Pero, después de todo, no había nada que pudiera hacer. Rob estaba inconsciente, no podía aliviarlo, tenía que esperar a la ambulancia.
Salió del coche y casi se cae en la calzada. Tenía las piernas flojas. Se apoyó en el costado del coche. Aún estaba tranquila. Sólo deseaba que el sol saliera pronto y lavara el brillo pegajoso del sodio.
Algo goteaba debajo del coche. Se agachó a echar un vistazo. Era líquido de frenos. La conexión hidráulica había saltado. No importaba. Era Rob a quien debía estar atendiendo.
Asomaba por la ventanilla. La cabeza yacía de lado y descansaba en la parte de afuera de la puerta. La sangre y las sombras de las ramas le tapaban la cara y los ojos. Estaba como mirando el granizo de la ventana rota, esparcido por encima de la grava en un rastro que se hacía más denso en dirección a la farola. El escaso granizo y la superficie de grava debajo de él relucían inquietos manchados de sangre negra.
Clare contempló todo esto con calma. Después de todo, había visto en el patio chicos sangrando. Pero algo andaba mal.
La vista que ahora tenía de Rob no terminaba de encajar con su aspecto si se lo miraba desde dentro del coche. Volvió al lado del volante para mirar, pero en aquel instante la ambulancia se detuvo ululando junto a ella, la sirena se fue apagando. Algunas personas la rodeaban…, el solícito carnicero de facciones coloradas, una pareja de uno de los pisos, personal de la ambulancia, la policía.
—Un hombre se me echó directamente encima —dijo a la policía. Sólo tenía que hablar en voz baja y ellos sabrían que les estaba diciendo la verdad; gritar no servía de nada, eso lo aprendía uno enseñando. No podían saber lo de los frenos—. Justo en medio de la carretera —dijo.
—Así es —dijo el carnicero—. Yo lo vi. Un maldito loco. Lo perseguí por allí, pero se escapó.
Un camillero la tomó por el brazo.
—Estoy bien —dijo con una sonrisa ante la mirada preocupada del hombre—. ¿Cree usted que me pasa algo? Es sólo que estoy tiritando porque es muy tarde. Es a mi hermano a quien tienen que cuidar —pero vio que ya lo habían hecho. El coche estaba vacío.
—Se puso ahí en medio de la calzada y no quiso apartarse a ningún lado. La dejó completamente confundida y no me extraña —le contaba el carnicero a un policía mientras este anotaba su nombre.
Lo creerían, pensó Clare con gratitud. Pero otro policía estaba examinando el coche, la parte de dentro, los frenos.
—Venga por aquí, mujer —dijo el ayudante, conduciéndola con delicadeza a la brillante caja blanca de la ambulancia, lejos del resplandor naranja—. Aún no sabe cómo se encuentra. Además, querrá usted estar con su amigo.
Su hermano, no su amigo. Pero que piense lo que quiera. Sólo estaba tratando de ser amable. Pero ella quería oír lo que el otro camillero le diría al policía que le había hecho una seña de que se acercara urgentemente al coche. Estaba segura de que hablaban de Rob. Había algo que no entendían, hasta ahí se les podía leer en las caras…, podría ser lo mismo que la había intrigado a ella al mirar la parte externa del coche. El policía instaba al camillero a que fuera junto al poste de la luz, a los coches aparcados; estaban rebuscando debajo de los coches, hurgando por el pavimento. Parecían chicos a la caza del tesoro.
—Un momento —dijo sacudiendo el brazo sujeto por el camillero.
Lentamente se acercaban a Ringo, el pobre cochecito. Todavía no podía oír sus voces, pero las caras y los gestos hablaban por sí solos. ¿Allí?, dijo el policía abarcando la zona que habían registrado con un abanico del brazo y apuntando al coche, a la ambulancia. No, reconoció el camillero moviendo la cabeza dudoso. Pero bueno, dijo el policía con cara de gustarle aún menos aquella idea. Pero seguramente, dijo el camillero, que parecía conmovido, incluso enfermo. Estaban casi en el campo auditivo de Clare. Aguzó los oídos en dirección a ellos. Estaban hablando del hombre. ¿Qué hombre? El hombre debía de haber abierto la puerta para tirarse del coche o se habría abierto sola. Entonces el hombre era Rob. Clare logró librarse de la mano que la retenía y adelantarse. La seca luz azul de la ambulancia cortaba el resplandor naranja, le relampagueaba repetidamente en los ojos, machacona, le insistía para que escuchara la verdad, que admitiera que había oído las palabras del policía. Tan sólo decía que el brazo de aquel hombre, el brazo de Rob había ¿qué?
—Desaparecido —repitió irritado—. El brazo ha desaparecido.