Capítulo XXXVIII

Una fiesta benéfica fue la ocasión propicia para la reaparición de Aníbal en público. En su condición de patrocinador del evento, recibía como invitados a los más selectos miembros de los diferentes estamentos sociales, que con su actitud le dejaban claro que nada había pasado. Como si su ausencia se debiera a un largo viaje, los saludos entusiastas se acompañaban de comentarios superficiales sobre su aspecto o su buena apariencia.

Un camino formado por dos hileras de velones marcaba la entrada al jardín sin tener que cruzar la casa. Beatriz, acompañada de su esposo, trató de pasar desapercibida en tanto no tuviese claro su lugar en el acto. Le agradaba más estar que llamar la atención. Un piano de seda hacía flotar en el aire acordes que el viento mecía suavemente. Los más atrevidos bajaban hasta la orilla con los zapatos en la mano, mientras otros se refugiaban del otoño que se aproximaba bajo las estufas de seta. Una mesa colocada en el porche explicaba las actividades de una fundación y los modos de colaborar con sus fines. Beatriz observaba las idas y venidas de los invitados, intentando recordar cómo era aquel espacio sin gente, y trataba de imaginar qué hacía Xana cuando estaba allí. La cálida mano de su marido le acarició la cintura devolviéndola a la realidad.

—¿No deberías estar más alegre?

—No puedo olvidarme de la niña. ¿Qué habrá sido de ella?

La respuesta quedó en el aire, pues Aníbal se acercaba.

—¡Señora letrada! Qué alegría verla sin toga. —Y le besó la mano—. Todo el mundo me pregunta por usted. Quieren conocer a mi salvadora. Si su marido no tiene inconveniente, me gustaría presentarle a algunos conocidos.

—Por favor —respondió él, estrechándole la mano—, aprovecharé para disfrutar de la fiesta.

—Ya ve, señora letrada —continuó Aníbal, una vez solos, mientras la acompañaba hasta un grupo de personas—, hace unos meses no había quien quisiera venir a verme a la cárcel y hoy he tenido que limitar el número de invitados o no cabrían todos aquí.

—No me diga que se siente sorprendido —ironizó Bea.

—¿Sabe, letrada? Echaré de menos su genio. A partir de mañana sólo tendré aduladores a mi alrededor.

La velada transcurrió agradable. Recuperada la libertad, Bea y su pareja disfrutaron de la música y de la charla tranquila con conocidos. Aníbal sobrevolaba entre los asistentes disfrutando de su pleitesía. Su rostro no podía ocultar un brillo de maldad. Tras los discursos, los aplausos, los sorteos y las firmas, de nuevo la música cubrió con un suave velo las conversaciones.

—Señora letrada, disculpe —Aníbal se acercó de nuevo a Bea—, quisiera que conociera a alguien.

—Por supuesto. —Bea advirtió un cambio radical en la cara de Aníbal. Su turbación era clara—. Le acompaño.

—¿Le importa que entremos en la casa? Será un minuto.

—No se preocupe. —Bea se sentía incómoda, incapaz de interpretar el cambio.

Una vez dentro, dos jóvenes perfectamente trajeados y con cara de disgusto aguardaban mirando hacia la puerta, mientras un tercer hombre contemplaba las fotos de las estanterías. Al entrar Beatriz, se giró.

—Señora letrada, es un auténtico placer. —El hombre dejó sobre la mesa una foto que tenía en la mano y acudió a estrechar la de Bea.

—Beatriz, le presento a un antiguo socio —intervino Aníbal, aunque aquel hombre actuaba casi ignorándolo.

—Aníbal, supongo que no te importará que te robe un momento a doña Beatriz. —Casi como si desapareciera, Aníbal abandonó la estancia dejándolos solos—. Señora letrada, tiene que disculpar que la aborde así, pero apenas puedo quedarme unos minutos en la fiesta y quisiera rogarle un favor.

—Usted dirá.

Desearía agradecerle personalmente el trabajo que ha hecho para mi amigo Aníbal, y además encomendarle otro asunto. Con la máxima reserva, por supuesto, y si usted lo acepta.

—No hay nada que agradecer, es mi trabajo. Será un placer atender a un amigo de Aníbal. Dígame cuándo puede venir al despacho y le recibiré encantada.

—Verá, es algo más personal. Espero que no lo aprecie inoportuno, pero me gustaría invitarla a comer. Mañana mismo, si lo tiene a bien. Creo que el Alborada es un lugar de su agrado.

—Verá es que…

—Se lo ruego…

—De acuerdo. —La curiosidad pudo sobre la cautela—. Nos veremos mañana.

—Le agradecería que no comentase nada. Usted y yo nos hemos saludado nada más. —Y le besó la mano de nuevo, despidiéndose con una sonrisa amable.

Aunque tratase de disimular, la preocupación de Aníbal era palpable mientras se despedían. No pudo evitar preguntar si la conversación había sido interesante, a lo que Bea respondió que no habían hecho más que saludarse. Ya en el coche…

—Cariño, mañana coge tú al niño, que yo no como en casa.

—De acuerdo, ¿y con quién comes?

—Pues ahora que lo dices, no me ha dicho cómo se llama.

Ciertamente, el Alborada era su restaurante preferido. Un canto a todos los sentidos, ya que ella valoraba en la comida sobre todo la delicadeza. Cuando entró ya la estaban esperando. Se sentaron frente al mar, contemplando la costa de Mera.

—Le ruego de nuevo disculpas por mi atrevimiento, pero necesitaba tener una charla tranquila con usted.

—No quiero que piense que suelo ser tan confiada, pero ha captado usted mi interés. Me intriga lo que desea decirme.

—Para empezar, he de confesarle que es la segunda vez que trabaja usted bajo mi recomendación.

—¿Segunda?

—Hace años defendió usted un asunto de drogas, un barco, supongo que lo recordará si le digo que el asunto se complicó bastante.

—Creo que me doy cuenta, ¿un velero, verdad? Considero que salió bastante bien para mi defendido, conseguimos una pena mínima.

—Exacto. Verá, la persona a la que usted defendió trabajaba para mí. Me sorprendió su prudencia. Donde todo el mundo perdía, usted luchó hasta causar problemas, y en el momento oportuno, propuso un pacto consiguiendo mejor resultado que todos los que prometían absoluciones. En aquella ocasión no fue oportuno dejarme caer por aquí, así que no pude agradecerle su trabajo.

—Me ha sorprendido usted. Sólo por esto ya ha merecido la pena venir a comer.

—Hace meses, cuando Aníbal tuvo su problema, necesitaba ayudarle y al mismo tiempo controlar la situación, y por eso pensé en usted.

—¿Así que fue usted el que me recomendó?

—Sí. Y le diré que me costó mucho convencer a mi amigo. No está acostumbrado a que le digan lo que tiene que hacer, y menos una mujer. Cada vez que usted le visitaba en la cárcel me enviaba el mismo mensaje: «Quiero despedirla».

—Ya me di cuenta. Pero pensé que después reflexionaba y cambiaba de idea.

—Más bien había que ayudarle a cambiar de idea. ¿Pedimos? Si me lo permite, le diré que a usted le gustan las piruletas de cigala con salsa de soja, el pescado a la plancha, cuanto más fresco y sencillo mejor, en platos pequeños que entren a la vista, y el vino blanco, un ribeiro si puede ser. Espero no haberla molestado. En mi trabajo es necesario saber muchas cosas para sobrevivir.

—Molestar exactamente no, pero reconocerá que no es muy normal que un extraño me conozca tanto. Le mentiría si le dijese que es cómodo.

—Buscaba ser sincero con usted. Quería que supiera que la conozco, nada más. Quiero enseñarle algo. —Colocó una fotografía sobre la mesa. Bea reconoció la imagen de inmediato—. Le presento a Pablo Dios y a Carmen. A Aníbal ya lo conoce, y el que está apoyado en él soy yo, Víctor, por ahora con el nombre es suficiente.

—He visto esta fotografía antes. Aníbal la estaba contemplando el día antes de terminar el juicio. —Beatriz cogió la foto y la examinó con detenimiento.

—Todos teníamos una copia. No creí que Aníbal la conservase. Nos la hicimos con dieciséis años. Por aquel entonces éramos inseparables. Llenos de sueños, de ambición, de ilusiones. Lástima que la experiencia llegue con los fracasos, ¿verdad?

—Vivir no es fácil para nadie.

—En aquel momento a nosotros nos lo parecía. Juventud, dinero fácil… Los tres estábamos enamorados de Carmen. Pero mientras Aníbal y yo no queríamos que se metiera en negocios sucios, Pablo la consideraba como una igual. Supongo que nosotros lo veíamos desde una perspectiva machista. Queríamos que dependiese de nuestro dinero. Pero ella quería ser libre y escogió a Pablo. Hacían una pareja perfecta. Ella era el cerebro y él los puños. Si Pablo lo hubiese aceptado así, hubieran llegado lejos. Al principio hicimos varios transportes juntos, pero luego nos fuimos separando. Aníbal no quería jefes ni compañeros, quería soldados, y, además, no soportaba ver a Carmen con un inútil, como él decía. Empiezas por el dinero. Y cuando lo tienes, sigues porque no sabes hacer otra cosa. Cuando nos hicimos adultos, había que tomar una decisión, seguir así toda la vida hasta que la Policía nos cazase o cambiar de profesión. Carmen fue la primera en madurar. No quería seguir con el tráfico, deseaba otra vida. «Qué pena que sólo sea buena haciendo algo que mata a los demás», me decía cuando necesitaba desahogarse. Pero habíamos desperdiciado nuestra juventud aprendiendo a escapar de las patrulleras, y no servíamos para nada distinto. Carmen lo dejó, pero Pablo no supo seguirla, y sin ella pronto lo detuvieron. Aníbal y yo vimos nuestro futuro reflejado en Pablo con las esposas puestas y decidimos que era el momento de dar un giro. Yo preferí irme a un país donde el dinero te garantiza la inmunidad, donde la libertad puede comprarse y trabajar desde allí. Pero Aníbal optó por quedarse. Tenía una habilidad especial para engañar a la gente. Era capaz de abrazarte con cariño y robarte la cartera, de defenderte de los demás para matarte él, de sonreírte antes de dispararte. Él desapareció durante un tiempo. Al cabo de un par de años, apareció de nuevo, con los apellidos de sus abuelos y una nueva vida. La escalera hacia el éxito normalmente tiene por peldaños las cabezas de otros.

»Con su ambición, su falta de escrúpulos, y su capacidad para ocultar lo que piensa, Aníbal tenía fácil el éxito social. Siguió trabajando, claro, para garantizarse los ingresos necesarios y crear un imperio, hasta que ya no necesitó más. Podía obtener el mismo dinero, pero por otras vías. Legales, se suele decir.

—¿Por qué suena tan triste toda esta historia?

—Porque el final no es lo que queríamos. Carmen y Pablo ya no están. Yo soy una sombra sin nombre y Aníbal es un dios con los pies de barro. Esta vez vio el final cerca, muy cerca. Creyó que lo único que le quedaba era vivir como yo. Si lo piensa bien, sólo triunfó el que carece de escrúpulos.

—Prefiero no sacar ninguna conclusión de esta historia. El mundo es injusto, lo sé, pero me agrada pensar que a veces triunfan los buenos. Con todo esto, ¿no querrá decirme que Aníbal es el responsable de la muerte de Pablo y Carmen?

—No se adelante. Déjeme que sea yo el que cuente mi historia.

—Disculpe.

—Hace poco más de un año, Carmen se puso en contacto conmigo. Pablo había empezado a visitar a Aníbal. Para ella, él era como un libro abierto. Sabía que estaba intentando volver a transportar cocaína, adivinó que sus visitas a nuestro amigo eran para conseguir dinero y que el muy cabrón se lo daría. No quería hacer daño a su marido ni humillarlo, así que me buscó para que contactásemos con todos nuestros viejos proveedores. Se trataba de que nadie estuviese dispuesto a enviarle un cargamento. Así lo hicimos, y ella se quedó tranquila pensando que con el tiempo abandonaría la idea. Cuando lo detuvieron nos quedamos sorprendidos. No alcanzábamos a comprender qué se nos había escapado. Nadie conocido había aceptado trabajar con él y de los que quedaban, Pablo no tenía contacto con ninguno. Carmen se previno para lo peor y lo preparó todo. Podía salvarse ella con la niña y empezar una nueva vida sin problemas, pero escogió quedarse con él y asumir las consecuencias. Así, en octubre pasado, Xana me llamó. Sólo le pregunté dónde estaba, y contestó que llamando desde una cabina, con el tiempo justo para subir a un autobús, tal y como le había enseñado su madre. Le ordené que tirase la tarjeta del móvil y volviese a llamar cuando llegase a su destino. Envié a alguien de confianza a recogerla y la escondí.

—¿Xana está bien? Perdón por interrumpir.

—Perfectamente. No se preocupe. Necesitaba saber quién estaba detrás y descubrir si la niña corría algún peligro. Los que habían matado a sus padres debían eliminarla a toda costa. Por si sabía algo y para dar ejemplo. Es la norma. Y por otro lado, desconfiaba de Aníbal. Descubrí quién quería matar a la pequeña y con ello quién había suministrado la cocaína a Pablo y su gente. Me llevó su tiempo. Pero empecé a atar cabos. La droga provenía de un cártel mejicano. Nadie trabaja con ellos aquí y eso me descolocó, hasta que investigué los negocios de Aníbal en México. Le había dejado el dinero a Pablo y al mismo tiempo le había puesto en contacto con los narcos. Y también estaba buscando a la niña.

—¿Por ese motivo estuvo oculta todo este tiempo?

—Era el único modo de salvaguardar su vida. Necesitaba saber quién estaba detrás y cómo estaban las cosas para tomar mis medidas. He pagado la deuda de su padre al cártel, y la dejarán en paz. Pero también necesitaba saber por qué Aníbal la buscaba y qué quería de ella. Ahora creo que lo sé, gracias a usted y a esa grabación. Dentro de unas horas, Xana entrará en una comisaría y dirá que está perdida y que no recuerda nada. Que sólo sabe quién es porque lo acaba de ver en un periódico viejo.

—¿Por qué querría Aníbal hacerle algo a la niña?

—Al principio no me lo imaginaba, pero tenía mis sospechas. Aníbal tiene un secreto que muy pocos conocemos.

—¿Peor de lo que hemos hablado hasta ahora?

—Infinitamente peor. ¿Alguna vez ha estado usted en su empresa?

—Desde luego.

—Entonces supongo que le habrá enseñado su exposición de fotografía.

—Sí. Una serie de retratos de niñas indígenas.

—Las sonrisas de esos retratos es lo único inocente que quedó de esas niñas después de pasar por las manos de Aníbal.

—No creo que quiera escuchar lo que me va a contar.

—A Aníbal en algunos poblados de Sudamérica le llamaban el Rompeconas, por su afición a las niñas púberes. Con dinero, hay sitios donde se puede conseguir de todo. Ese fue uno de los motivos por los que no sólo abandonó el tráfico, sino que se cambió la identidad. Supuso que alguien, tarde o temprano, podría reconocerlo y revelar su secreto.

—Es asqueroso.

—No entiendo cómo Pablo no pensó en ello cuando llevó a Xana a casa de Aníbal. O quizás sí, y decidió confiar en la suerte. A veces pienso que incluso pudo usar a la niña como cebo. Pobre Carmen, con todo lo que hizo por ese hombre, traicionarla así.

—¿Xana está bien?

—Sí. Por suerte, sí. No se preocupe. Cuando escuché la cinta lo entendí. Los tres habíamos pactado que no haríamos trampas con Carmen. Que ella escogiera, y los demás aceptaríamos la decisión y no intentaríamos robársela al afortunado. Ahora la cinta encaja en lo que he descubierto. Aníbal quería que Pablo se metiese de nuevo en el tráfico de drogas. Así necesitaría de su dinero. Y él podría tener a Carmen y a la niña cerca. Por eso Pablo dice que consiguió con dinero lo que la suerte no le había dado. Afortunadamente, se contentó con mirarla, con sacarle fotos cuando se probaba la ropa que le regalaba, con contemplarla mientras se bañaba. Aníbal es meticuloso y todavía estaba desplegando su estrategia. Tiene un arte especial para hacerte bajar pequeños peldaños, con adulaciones, sin que te des cuenta, y de pronto te descubres en el infierno, preguntándote cómo has llegado. Pablo era un pobre infeliz. Debió de pensar que Aníbal sería su salida de emergencia y de repente se vio sin dinero, pendiente de juicio, y con su familia condenada a muerte, salvo que arrojase a su hija a los brazos de un monstruo.

—¿Aníbal lo planeó todo?

—No. Jugó sus cartas y tuvo suerte. Sabía que si le cortaba el grifo del dinero a Pablo en el momento justo, este cometería errores; y, por otra parte, la gente con la que estaba eran unos brutos bastante torpes. Como el Alfeirán.

—¿Entonces el Alfeirán no es responsable de los asesinatos?

—Él no los mandó matar, pero el muy animal se quedó con el poco dinero de Pablo; era el encargado de recogerlo, y lo entregó para pagar su deuda.

—¿Por eso estuvo en Porteliño la noche de los asesinatos?

—Exacto. Debía dar una respuesta de si había o no dinero para pagar la deuda. Y decidió sacrificar a Pablo y quedarse con su dinero. Está bien que se pudra en la cárcel.

—No soy capaz de imaginar cómo Aníbal puede pedirle a un padre que le entregue a su hija.

—No se dice, simplemente se insinúa. No me imagino cómo serían los planes de Aníbal, supongo que hacer algún viaje con la niña, engatusarla con regalos, no era la primera vez que lo hacía, así que algo tendría preparado. Lo que está claro es que Pablo se negó y le costó la vida.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—¿Conoce la teoría de los cristales rotos?

—No.

—Si alguien rompe un cristal de mi casa y no lo reparo inmediatamente y ajusto las cuentas con el responsable, cualquiera puede pasar y pensar: «si rompo otro cristal, a mí tampoco me pasará nada». O incluso ir más lejos y llevarse mi coche o a mis mujeres. En nuestro mundo no podemos permitirnos cristales rotos. Pero eso no debe preocuparle a usted. Lo que tenga que ser, será. Eso me recuerda que necesito una vez más de sus servicios, pero esta vez se lo pediré directamente.

—¿Hay que defender a alguien?

—Sí, a Xana. Quiero que usted defienda sus intereses. Para empezar, que las empresas del Alfeirán abonen la responsabilidad civil por la muerte de sus padres.

—Será un placer, pero tiene abuelos.

—Estarán de acuerdo, no se preocupe. Son gente sencilla y honrada que sólo querrán lo mejor para la niña.

—Creo que hay más. ¿Es así?

—A su debido tiempo lo sabrá. Usted tiene gente capaz de gestionar empresas, ¿verdad? Jesús, creo que se llama.

—Sí, es mi fiscalista. ¿Algo más que conozca de mí?

—Sí, salude a su esposo. Él me conoce, pero eso es otra historia.