Capítulo XXXV

Cuando un juicio se alarga varias sesiones, estas se suceden agotadoras, absorbentes, apenas sin solución de continuidad. El esfuerzo mental de concentración y la tensión embotan la mente, haciendo que no exista más mundo que la sala, más vida que el proceso ni más acontecimientos que las frases pronunciadas. El mundo podría desaparecer, y la causa continuaría celebrándose, ajenos sus partícipes a la debacle del universo.

Cuando los tiempos asignados a los deponentes se cumplen, cosa que raramente ocurre, es posible disfrutar de alguna pequeña pausa para reponer fuerzas, o airearse un poco. Según la hora, Beatriz buscaba un café en el JB o un pincho de tortilla en el Chaflán, pues le resultaba agradable ser atendida por alguien que le llamaba por su nombre y recordaba sus gustos.

—¿Nadie va a decirle a la abogada que está condenándonos a todos con su estrategia? —preguntó Paloma disgustada.

—Lo peor de todo es que se cree una genio de los estrados y no es capaz de escuchar lo que ocurre a su alrededor —se lamentó María.

—Algunos abogados dejan claro que su cliente es culpable desde la primera palabra —razonó Bea—. Tienen una estrategia y la siguen en todos los juicios sean cuales sean las circunstancias. En este juicio hay un poco de todo. Está el que se limita a esconder la cabeza como la avestruz…

—¿A cuál te refieres? —preguntó Paloma.

—Al que se limita a decir que no conoce de nada a nadie y que estaba allí durmiendo por casualidad —respondió Bea—. Eso puede hacerse cuando las pruebas son muy débiles, pero en este caso…

—Sí, la verdad —continuó María—, con sus huellas y su ADN en las armas, documentación falsa en la cartera y un teléfono encima que ha estado en las escenas del crimen, limitarse a negarlo todo es un suicidio.

—Supongo que es falta de ideas, de estrategia… Si no se me ocurre nada, me estoy quieto y espero que me arrolle el tren —concluyó Bea—. También tenemos una buena dosis de «todo es falso y se lo inventó la Policía».

—Sí, sí, con su subtítulo: «Las pruebas me las metió la poli en el bolsillo». —sonrió María—. Dios, todo un clásico.

—Lo peor de todo, es que a veces funciona. —Bea se puso seria—. El complejo de dictadura continúa después de treinta años. Se sigue desconfiando de la Policía. Se la critica tanto que pierden credibilidad.

—A mí me da un poco de pena ver cómo les atacan los abogados —lamentó María.

—A veces parece que ellos son los delincuentes y el acusado una víctima —continuó Paloma.

—¿Es curioso, verdad? —meditó Bea—. En la calle, la mayoría de los acusados nos darían miedo, y los agentes, seguridad; pero en juicio, el mundo siempre es al revés, los agentes son los peligrosos y los imputados, víctimas. Y, lamentablemente, puede ocurrir que la mentira ponga a una amenaza en la calle. Como abogado me parece un recurso, pero como ciudadana da pena. De todos modos, nada como la «quimioterapia».

—¿Por qué la llamas así? —preguntó María.

—Sencillo. La quimioterapia es muy agresiva, destruye los tejidos enfermos, pero daña también los sanos. Cuando se enfrenta a un cáncer es útil pues no existe alternativa, pero como método para curar otras enfermedades es perjudicial para la salud. La estrategia de esta abogada es igual, recurre todo, impugna todo, tanto las resoluciones que le favorecen como las que le perjudican. Ataca a todos los testigos, a todos los peritos, a todos los acusados, sus preguntas no sólo perjudican a su cliente, nos están perjudicando a todos. Es como el avestruz pero al revés. Como no tengo estrategia, ataco todo.

—El que lo está haciendo bien es el que pactó con el fiscal —afirmó Paloma—. Si eres culpable y te van a condenar, el trabajo de un abogado debiera ser tratar de conseguir la pena menor.

—¿Te olvidas de mí? —sonrió Bea.

—No, pero tú no cuentas.

—Tengo que conseguir que el jurado no nos considere a todos como un bloque. Que no mezclen a Aníbal con Alfeirán. Si nos relacionan, nos condenarán a los dos.

—Pues la quimioterapia no te está ayudando en nada.

—Lo sé. Está condenando a su cliente y salpicándonos a todos —suspiró Bea—. Hay que irse. Van a continuar.

Las nuevas tecnologías y los avances de la ciencia permiten esclarecer delitos hasta ahora imposibles. El problema que presentan, es que, en la mayoría de los casos, su complejidad técnica hace muy difícil que las partes, o el jurado, comprendan de qué se está hablando o qué significa lo que se está diciendo. El éxito o fracaso de una pericial técnica radicará, en muchas ocasiones, no en la mejor o peor preparación del especialista, sino en su capacidad para explicar con palabras sencillas y comprensibles el resultado de sus análisis.

Beatriz fue la primera en la ronda de preguntas a los peritos.

Beatriz: ¿Podrían aclararnos en qué parte del reloj se encontraban las muestras de ADN que recogen su informe?

Perito 1: Permítame que lo consulte. Se frotaron con diferentes hisopos de algodón tanto el interior como el exterior del reloj, la cebolla y el cierre. De las seis muestras, el ADN del individuo uno, aparece en todas; del individuo dos, en el interior y en el exterior.

Beatriz: Mencionan ustedes también la presencia de un «haplotipo y». ¿A qué se refieren?

Perito 2: Es un rastro genético exclusivo de los varones. No es tan completo como el ADN, y además es común a los varones ascendientes y descendientes. Por ese motivo, no se reseña como el ADN, porque no identifica al individuo, sólo a la familia.

Beatriz: En este caso, ¿dónde se encontraba el «haplotipo y»?

Perito 1: Sólo en el exterior del reloj.

Beatriz: ¿Era compatible con alguno de los acusados?

Perito 2: Sí, con uno de los detenidos en Madrid.

Beatriz: ¿Cuánto tiempo puede permanecer el ADN en el reloj?

Perito 1: Años.

Beatriz: Luego sería posible que el reloj estuviese en poder de uno de los individuos identificados y años después pasase a otro. ¿Es posible?

Perito 2: Sí, y aparecerían los dos ADN mezclados, como en este caso.

Beatriz: Mientras que si alguien agarra al que porta un reloj por la muñeca para sujetarle, sólo dejará ADN en la parte exterior del reloj.

Perito 2: Es correcto.

El paso de los días fue haciendo más difícil captar la atención del jurado. El cansancio y la saturación de datos implicaban que cada vez fuese menor el poso que quedaba en sus mentes después de cada prueba. A ello se unió el despropósito de un sinfín de pruebas inútiles que alguna defensa se empeñó en practicar. Un documental sobre la gente del mar para acreditar que son personas sacrificadas, la declaración de familiares para demostrar que el acusado carecía de teléfono, incluso el desatino de traer a la menor de edad para tratar de convencer al jurado de que el teléfono sospechoso era suyo y siempre lo había tenido con ella…

Ministerio fiscal: ¿Y qué hacía usted el día… en Coruña entre las once de la noche y la una de la madrugada?

Menor: Yo hace años que no paso por Coruña.

Los miembros del jurado ya sólo esperaban el día que todo terminase para irse a sus casas. Un último despropósito fue reservar toda una mañana para las conclusiones de una letrada, y tras ello, quedaba la reflexión y el veredicto.

Aníbal había pedido a Bea que pasase por su casa para recoger unas cosas. Quería dejarle instrucciones y carpetas con papeles, por si el veredicto implicaba un ingreso inmediato en prisión. Beatriz no quiso negarse ni discutir con él la pertinencia o no de tales preparativos. Los largos días de juicio le habían hecho sentir lástima por él. Se le veía cansado y muy reflexivo.

Al llegar a la casa, Aníbal no estaba y Bea salió a pasear por el jardín. Un poco de aire puro se agradecía después de tantos días encerrada. El otoño se acercaba, pero aún era agradable permanecer cerca del mar al final del día, sin sentir la molestia del frío. Con los ojos cerrados, dejó que el sonido, el olor, la frescura le recordase la libertad. Los últimos rayos del día le acariciaban la piel y el olor a yodo le trasmitió optimismo. Se quedó empapando los sentidos…

—Perdone.

Una voz a su espalda la sobresaltó devolviéndola a la realidad. Un anciano con unas tijeras de podar se acercó con cara amable.

—Perdone. Por un momento pensé que era la niña. Ella también se paraba ahí mismo, mirando al mar y dejando que la brisa la acariciase. Usted debe ser la abogada, ¿verdad?

—Sí, lo soy. ¿A qué niña se refiere?

—A Xana. También tenía el pelo muy corto.

—¿La niña desaparecida?

—Sí, pobrecita. Era un ángel de ojos negros y sonrisa limpia.

—¿Usted la conocía?

—No mucho. Alguna vez hablé con ella. Era muy agradable y muy madura para su edad.

—Perdone que le pregunte, ¿dónde la veía?

—¡Aquí, claro! —El anciano sonrió—. Al principio venía con su padre, pobre desgraciado. Luego vino alguna vez sola. Tomaba el sol, leía libros de la biblioteca del señor, usaba la piscina, lo normal en una adolescente. Supongo que le gustaba disfrutar del jardín. Es una pena que no lo disfrute nunca nadie.

—¿Pero el señor sabía que venían…?

—¡Claro! —Volvió a sonreír—. A él le gustaba. El señor apenas pasa algunas horas seguidas en casa. Pero cuando ellos venían, pasaban todo el día aquí. Supongo que le hacían compañía, como la señora siempre está de viaje y los hijos están fuera.

—Señora… —La asistenta la vino a buscar.