Capítulo XXXI

En el año 1798, la infanta María Luisa, hija de Carlos IV, padeció viruela. Aunque salvó la vida, hubo de sobrellevar graves secuelas y desagradables cicatrices el resto de su vida. Ante el temor de que la terrible enfermedad que asolaba el mundo conocido hiciese estragos en la corte, toda la familia real fue variolizada; desde el sur de Inglaterra se había extendido esta técnica, consistente en inocular el virus de la viruela de las vacas a las personas, dado que no era letal entre los humanos, y sus infectados posteriormente no desarrollaban la mortal enfermedad. Cuando en el año 1802, desde el virreinato de Santa Fe de Bogotá, llega una desesperada petición de ayuda ante una grave epidemia de viruela, sensibilizado por haber sufrido sus consecuencias en la propia familia real, el monarca consulta a su médico de cámara el método para llevar la técnica experimentada con tanto éxito a todo su imperio.

El problema en aquel mundo sin neveras era encontrar un recipiente que permitiese conservar la vacuna durante una travesía de semanas por el mar.

El 30 de noviembre de 1803, a bordo de la corbeta María Pita, veintidós niños huérfanos de la ciudad de Coruña de entre cuatro y diez años, junto con la directora de la casa de expósitos, Isabel de Cendala, y el único hijo de esta, partían desde el puerto de la ciudad herculina en una expedición dirigida por el médico de cámara del rey, Francisco Balmis. Dos de los pequeños portaban en su sangre el preciado virus de la viruela vacuna. Siguiendo la técnica del brazo a brazo, la campaña recorrió con éxito las islas Canarias, antes de alcanzar Venezuela, donde se dividiría en dos para extenderse a toda Sudamérica y América Central antes de partir a Filipinas, Macao, China…

Tres años después, en agosto de 1806, Balmis regresó a Lisboa camino de España. Minúsculas gotas de sangre coruñesa se habían inoculado a más de doscientas cincuenta mil personas y extendido la vacuna por todo el mundo, poniendo coto a una pandemia cuya mortandad superaba anualmente el doce por ciento de la población mundial.

En 1978 se detecta el último infectado por la enfermedad, actualmente erradicada.

Cientos de veces, a lo largo de la historia, el ser humano ha sido capaz de provocar que millones de personas se enfrenten y traten de aniquilar, violar, eliminar a otros millones de personas. Los actos de maldad pueden motivar incluso a una nación contra otra nación, a una raza contra otra raza, a una religión contra otra religión. Frente a ello, las gestas filantrópicas son siempre protagonizadas por el voluntarismo de unos pocos y olvidadas enseguida. Preferimos estudiar y admirar a todos los genocidas que una y otra vez han derramado la sangre de su prójimo para conquistar imperios. Es posible que si el monarca no hubiera sentido la enfermedad en su propia familia, nunca hubiera financiado la expedición. Es posible que casi nadie recuerde que veintidós pequeños hijos de Coruña y un espíritu decidido salvaron a millones de personas de una muerte segura. Es posible que conozcamos los nombres de aquellos que destruyeron nuestras ciudades e ignoremos el de aquel a quien debemos la vida. Quizás el hombre mata por ambición y para ser recordado, y salva vidas por bondad.

Gabi guardaba el equilibrio a caballo de su tabla, en una tensa espera de la ola perfecta. El día de sol era espléndido y el ligero mar de fondo generaba olas con fuerza y altura. La mañana se había dado muy bien y había podido cabalgar varias ondas largas, sostenidas, llegando casi hasta la orilla. Había surfeado cientos de veces en esa cala y ya conocía el ritmo del mar esa mañana. Tras unos minutos de calma, una primera ola muy leve anunciaba la sucesión de seis o siete olas in crescendo, y luego otros minutos de mar plana. Había que escoger bien el momento para no equivocarse. Ni precipitarse cogiendo una onda que no fuese la grande, ni dejarla pasar advirtiendo tarde que era la última. Y al mismo tiempo, ni acercarse demasiado y pasar la rompiente ni esperarla lejos y que ya no fuese posible subir a su lomo. Minutos de espera paciente y segundos de adrenalina desbordada.

Gabi no podía dejar de pensar en el juicio que se acercaba. Si las preguntas eran buenas, cabalgaría sobre ellas exponiendo cada momento de la investigación. Podría lucir el esfuerzo volcado en conseguir arrojar un poco de luz sobre un hecho tan desagradable. Pero si las preguntas eran las de rutina, sería como esperar a horcajadas sobre la tabla, aguardando una ola que nunca llega. También podría ocurrir que el juicio fuese sucio y se permitiese todo a los abogados. Tendría que soportar acusaciones de haber falsificado las pruebas, de mentir para condenar al acusado, vamos, un temporal subido a una frágil tabla.

Qué humillante es arriesgar la vida, intentar proteger a los demás, trabajar sin horarios ni familia, y que la recompensa sean insultos gratuitos e interesados, que además siempre quedan impunes. La ola se acercaba, se tumbó sobre la tabla y comenzó a remar enérgicamente con los brazos.

Aníbal había salido temprano con su velero de dos palos. Quería sentir la furia del oleaje y pelearse un rato con el mar. La mar tendida oscilaba el barco con fuerza poniendo a prueba su equilibrio. Con el piloto automático, corrió al piano para soltar un cabo, disponiéndose a un viraje. Tensas de nuevo las velas, el barco fue cogiendo velocidad e inclinación. Hacía sur, «Viento cálido y suave, como una mujer, y al igual que ellas, inconstante y caprichoso», pensó. Notaba la tensión del timón en la mano y la bravura del mar en los pies. Esa era la sensación que buscaba. La hostilidad de un medio que te hace sentir pequeño, hasta que al dominarlo te ves fuerte y poderoso. Así era el mar. Nadie lo conocía mejor que él. Comenzó arrancándole el pan con rabia, lo había usado para salir de pobre, y ahora volvía cuando quería, sólo para que viese que ya era el señor que quiso ser. Tenerlo todo, pero sin perder la capacidad de lucha. Le gustaba demostrar que seguía teniendo pie de marinero y olfato para leer el viento. Solo frente a la inmensidad, dejar claro que conservaba su garra.

Pobre Denis. ¿Qué sería de ella cuando él no estuviese? Una mujer dispuesta a sacrificarse para conseguir lo que quería. Él sabía que las operaciones de pecho, de nalgas, de labios, no eran para gustarse más a ella misma, sino para gustar más a los hombres que le abrirían el mundo que ella deseaba. Él sabía que, aunque los sentimientos de ella ahora parecían ciertos y reales, en su día no habían sido más que una estrategia para estar cerca del macho alfa y tener así acceso a un estatus mejor. Pero le faltaba garra. Si aparece alguien mejor operada que tú, has de estar dispuesta a eliminarla, y eso Denis nunca lo haría. Por eso no había llegado más lejos.

Arrancar un salario del mar es muy duro. Hay que estar preparado para aguantar el sufrimiento y el esfuerzo, incluso a arriesgar la vida. Pero eso podría hacerlo cualquier marinero, y Aníbal Caamaño no había nacido para marinero. Con la capacidad de sufrimiento que el mar le había dado y la garra suficiente, podía llegar a cualquier parte, y Aníbal Caamaño había montado un imperio. No se arrepentía de nada. Hay quien nace para oveja y sólo es feliz siendo oveja. Él había nacido para lobo y debía seguir su instinto. No era culpable de las ovejas que había tenido que comer. Tenía derecho a disfrutar de su éxito pues le había costado mucho conseguirlo. Inteligencia e instinto para leer las posibilidades, habilidad para planificar y fuerza para ejecutar. Era un líder y no necesitaba a nadie. Él podía navegar solo, aunque hiciese mala mar.

Entró de nuevo en la ría buscando el descanso merecido. Intentó recordar a alguna víctima de su ambición. De muchas ya no se acordaba ni del nombre; de otras, un vago reflejo de su cara. Un escalofrío recorrió su espalda. Él no quería acabar así. Vencido, olvidado y pobre. Miró sus manos. Él sí tenía garras y el hambre necesaria para usarlas.

Entró en la isla de Arousa donde le esperaban para atracarle el barco. Una buena mariscada frente al mar, y luego volver en coche a Coruña. Quería estar descansado y optimista para empezar el juicio.

La arena de una playa es el mejor patio de juegos para un niño. Puede caerse sin hacerse daño, arrastrarse sin abrirse herida y, lo más importante, revolcarse por el suelo y embadurnarse de arena sin que nadie reproche su acción. Puede ser libre de seguir su instinto sin que nadie le diga nada.

Beatriz miraba relajada cómo su hijo corría a coger agua para llenar el foso de su castillo de arena. Con su marido de guardia, había considerado que el mejor sitio para estar con el pequeño sería la playa. No tendría que estar tan pendiente de él y podría relajarse un poco para el juicio del día siguiente. Y el niño llegaría a casa agotado y se dormiría pronto, que también era importante. Quería repasar algún punto.

El pequeño arrojaba el agua al surco y se quedaba mirando cómo se filtraba por la arena. Por unos instantes su castillo tenía foso con agua. Era suficiente. Además, lo divertido era robar el agua a las olas sin que estas te cogiesen. Beatriz recordó cuando de niña sus abuelos la recogían en las Esclavas y la llevaban a recolectar conchas a la playa que está pegada. Qué suerte tener un patio de colegio con tanta arena.

Una ola alcanzó al pequeño y lo volteó. Afortunadamente, acabó sentado y tras superar el susto se levantó por sí mismo, y cuando Bea acudía en su ayuda, ya corría de nuevo hacia su castillo. El calor del sol en la piel la hacía sentir relajada, la luz intensa le daba optimismo, y el agradable olor del mar le transmitía paz. Era el día perfecto antes de la tensión. Necesitaba su mente totalmente preparada.

De camino a casa, un helado artesano de chocolate como premio por una tarde perfecta. Sentados junto al Parrote, veían entrar los veleros de recogida pasando junto al castillo de San Antón.

—¿Ese castillo es de piratas?

—No, cariño. Ese castillo fue para defendernos de los piratas, pero aquí no había piratas.

—¿Y quién ganó, los piratas o nosotros?

—Alguna vez ellos y otras nosotros.

—¿Y nosotros fuimos después a coger sus castillos?

—Que yo recuerde, no.

—¿Entonces nosotros no tenemos héroes que cogieran castillos y tesoros y cañones…?

—Héroes sí, cariño. Hace muchos años, un grupo de niños como tú, se marchó en un barco a pelear contra una enfermedad muy grave que mataba a miles de personas y tuvieron que recorrer muchas ciudades y montañas y mares. Y gracias a ellos la enfermedad se marchó para siempre.

—¿Y cómo se llamaban?

—Nadie lo sabe.

—Entonces no son héroes.

—Sí, cariño. Los héroes siempre lo son en secreto.

Ya por la noche, embozado en su cama y acurrucado para dormir, el pequeño dijo:

—Mamá.

—Sí, cariño.

—Si cierro los ojos… sueño las olas.