Capítulo XXX

Durante la estancia del grupo en Colombia, Aníbal, con la excusa de que debía visitar una zona peligrosa, aprovechó para hacer un pequeño viaje solo. Apenas eran unas horas y nadie se atrevió a cuestionar la decisión o a solicitar más detalles.

Una avioneta le esperaba en un aeroclub privado de Bogotá, y tras un pequeño trayecto aterrizaron en medio de la nada. De entre la maleza salieron tres todoterrenos con los cristales tintados, exactamente idénticos, y tras subirle a uno al azar, partieron a toda velocidad por trochas polvorientas, sin disminuir la infernal marcha, aunque por el camino se les cruzasen animales o personas. Disimulada entre la vegetación, apenas visible, una extensa hacienda se apareció de pronto ante ellos. Tras descender del vehículo, Aníbal siguió a uno de los escoltas a través de un cuidadosísimo césped salpicado de flores; a cierta distancia de una mesa de cristal colocada bajo un frondoso árbol, el hombre se detuvo; tras señalar con la mirada, se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos sin decir una palabra. Una persona permanecía sentada bajo el árbol, y al advertir la presencia de Aníbal se levantó y se dirigió a él. Un fuerte abrazo en silencio los mantuvo unidos durante largos segundos, y sin soltarse del todo se miraron a los ojos.

—¡Aníbal!

—¡Víctor!

Se disponían a sentarse cuando alguien apareció de la nada.

—¿Qué quieres beber, zumo, refresco, cerveza?

—Cualquier cosa que esté fría me vale.

En breves instantes, colocaron sobre la mesa fruta fresca y seca, vasos y dos jarras, una con zumo de fruta y hielo picado y la otra con cerveza.

—Víctor, debo darte las gracias por recomendarme a esa abogada. Al principio tuve mis dudas, pero tenías razón, las apariencias engañan.

—Seamos sinceros entre nosotros, Aníbal; aunque es una gran abogada, la única razón por la que sigues con ella es para que yo crea que no tienes nada que ver con la muerte de Carmen y Pablo.

—Y es cierto que no he tenido nada que ver, Víctor. ¿Por qué iba a venir aquí, al medio de la selva, donde puedes matarme y hacerme desaparecer sin que quede el más mínimo rastro de mí, si estuviese implicado? Quiero que me mires a los ojos mientras te digo que no tengo nada que ocultar.

—Vamos, Aníbal, no me tomes por tonto. Aunque llevemos quince años sin vernos nos conocemos perfectamente. Eres el rey de la farsa. Capaz de sonreír con amabilidad mientras clavas un puñal por la espalda. Puedo matarte sin dejar rastro, tanto aquí como en Coruña, o en cualquier lugar que escojas para esconderte. El único motivo por el que has venido es porque, si no lo hicieses, me harías desconfiar. Sólo tratas de guardar las apariencias.

—Sin caretas pues, Víctor. Investiga todo lo que quieras y verás que soy sincero. Seguro que ya estarás siguiendo el rastro de los sicarios que los mataron y tendrás alguna idea de quién encargó el trabajo. Para ti será muy fácil atar cabos.

—Nada es fácil. Los rumores no son certezas.

—¿Y de la niña sabes algo? ¿Sabes si está viva? Cualquier cosa que se pueda hacer no dudes en pedírmelo.

—Dudo mucho que te preocupes por Xana.

—¿Por qué lo dices?

—Porque esa niña es la razón de que Carmen no hubiese acabado en tus brazos.

—No te entiendo…

—Es algo que desconoces, pero que ahora puedo contarte. ¿Recuerdas que Pablo había dejado a Carmen tirada al ingresar por primera vez en prisión?

—Claro.

—Su orgullo masculino había podido más que su sentido común. No era capaz de soportar que ella tuviese razón. Carmen le había suplicado que no entrase en aquella operación de hachís, algo no le olía bien, y él no la había escuchado. Cuando le detuvieron, en vez de pedir perdón y reconocer su error, rompió la relación. Tú lo sabías, y aprovechaste la ausencia de Pablo para acudir al lado de Carmen. La colmaste de atenciones y ofertas, te anticipaste incluso a sus deseos, atendiste todos sus gastos. Conseguiste que se sintiese confusa y casi cae en tus brazos. Por esos días, el médico le confirmó que estaba embarazada. Entonces ella decidió luchar por la familia que tenía, luchar por Pablo y por la niña, por las únicas cosas que merecían la pena en este mundo. Pero estaba en una situación muy difícil. Sin ingresos, sin Pablo… Para entonces, te debía una cantidad importante de dinero. Los gastos de defensa de Pablo, los gastos médicos del embarazo y muchas cantidades que te pedía y que tú entregabas generosamente, ¿verdad? Cuanto más te pedía, más le dabas. Y empezaste a presionarla para que viera que no te podría devolver nunca el dinero que le habías entregado, y que su única salida eras tú.

—Vamos, Víctor, no te hagas el inocente. Pablo no era hombre para Carmen, y se había quitado de en medio, dejándola tirada con una hija en el vientre. Los dos vimos nuestro momento. Cierto. Atendí sus gastos, le presté dinero y traté de colmarla de regalos. Casi la tenía en mis manos, hasta que tú apareciste y le entregaste todo el dinero necesario para que me lo devolviese y no volviese a necesitar nada de mí. Tú también te aprovechaste de la ausencia de Pablo para tratar de conseguirla. No sé si lo habrás logrado.

—Te equivocas, Aníbal, yo no le presté nada. Hubiera estado dispuesto a darle todo lo que tenía si me lo hubiese pedido, pero no acudió a mí. Lo que ninguno de nosotros sabíamos, ni siquiera Pablo lo supo nunca, es que las cantidades que le dabas las destinó a financiar un trasporte de cocaína. Por su cuenta y sin ayuda de nadie. Y lo consiguió. Ella sola. Después de todo, era mejor que nosotros.

—¿Qué dices?

—Que al saber que tenía una vida en su interior entendió que tenía algo limpio por lo que luchar. Ya había decidido dejar las drogas, lo tenía claro, y la niña le dio fuerzas para hacerlo. Pero necesitaba un último transporte; eso sí, tenía que hacerlo sola, pues era para cumplir sus sueños. Yo no le presté ningún dinero para que se librara de tus trampas, Aníbal. Te estoy diciendo que lo consiguió ella por sus propios medios. Y aún le sobró una importante cantidad para asegurarse unos años de tranquilidad.

—Está bien, Víctor, cierto que le hice regalos y traté de conseguir su amor; cierto que le entregué cantidades para que afrontase gastos, pero no le presioné con nada. ¿Te lo dijo ella? Pues exageró. Simplemente traté de que me contase qué pensaba hacer. Nada más.

—Déjalo, Aníbal. ¿Qué más da eso ahora? Yo también deseé que Pablo volviese a equivocarse con la esperanza de conseguir el amor de Carmen. Cuando Pablo salió de la cárcel, todos fingimos que no había pasado nada, que todo seguía igual. Que el grupo continuaba. Pero en realidad tú y yo sabíamos que no volveríamos a trabajar juntos. Pablo estaba marcado, trabajar con él era un suicidio. Pero en vez de decírselo, le mentimos y él nos creyó. ¿Sabes? Él confiaba en lo que yo le contaba de nuestro futuro, otra vez los cuatro. No hacía más que hablarle a Carmen de nuevos proyectos juntos.

—Sí, lo recuerdo. Pero yo no tenía fuerzas para romperle el alma. Esperaba que Carmen le convenciese de dejar el tráfico de drogas, ella era más inteligente y madura que él.

—Por eso Carmen vino a hablar conmigo. Para que me fuese. Sabía que si yo me marchaba, tú también lo harías. El resto era trabajo de ella. Convencer a Pablo de que solos nunca podrían hacer nada y que era mejor empezar una vida tranquila, lejos de las drogas y de la delincuencia. Ella era consciente de que yo haría cualquier cosa que me pidiese. Así que decidí venirme aquí y poner un océano de por medio. Pero, por dentro, lo que deseaba era que Carmen viese lo que estaba dispuesto a hacer por su amor, y me siguiese. Por eso no te juzgo.

—¿Así que Carmen llegó a trabajar sola? Pues ahora entiendo menos que se hubiese quedado con Pablo. Con su inteligencia y su intuición hubiese llegado a ser como nosotros, hubiese alcanzado el éxito.

—Yo no sé qué has alcanzado tú, Aníbal. Yo… poca cosa.

—¿A todo esto le llamas poca cosa?

—Aníbal, soy el león de la manada, cierto, ¿pero por cuánto tiempo? Todos los machos de mi grupo están pendientes del más mínimo signo de debilidad para quitarme de en medio. Seguir al frente de la organización me cuesta sacrificar la vida de decenas de personas cada año. Todo aquel que muestra el más mínimo signo de rebeldía ha de ser eliminado. Hasta que un día no lo vea venir. Sólo rezo para que sea rápido.

—No seas tan negativo, Víctor. Seguro que hay otras salidas.

—Puede que sí, puede que las haya. Pero, de todos modos, ¿no sientes que cuanto más dinero conseguimos más esclavos somos?

—Yo puedo pararme cuando quiera y dedicarme a vivir mi vida.

—¿Qué vida, Aníbal? Todo lo que tenemos lo hemos conseguido con violencia o con trampas, y necesitamos las mismas armas para mantenerlo. En cuanto dejes de gobernar tus negocios con mano de hierro, alguien vendrá y te quitará de en medio, pues lo único que has ganado honradamente son enemigos. Carmen lo tenía claro. El dinero no sirve de nada, si no nos sirve a nosotros. Por eso, cuando consiguió lo suficiente para pagarte las deudas y vivir tranquila unos años, decidió no seguir.

—¿Crees que ella era feliz cuidando de Pablo y de la niña, con un trabajo por horas y una vida gris?

—No lo creo, lo sé. Ella no necesitaba más. Una familia, un hogar. Lo que tú y yo no tenemos. Cuidar de los suyos y disfrutar de las pequeñas cosas. Por eso es más triste su muerte, porque la única de nosotros que merecía tener suerte no la tuvo. La única que no necesitaba hacer daño a nadie para alcanzar sus metas no pudo cumplir sus sueños.

—Puede que tengas razón, Víctor. A veces siento un vacío en mi vida, siento que me falta algo. Que todo lo que he conseguido no me hace feliz. Pero ya soy viejo para cambiar. ¿Dónde podría encontrar yo a alguien que mereciera la pena? Carmen pudo escoger a uno de nosotros para salvarlo y eligió al único que no quiso escucharla. Ahora sólo hay una cosa que podemos hacer por ella, cuidar de su hija si está viva. Si fuera posible encontrarla, podríamos protegerla. Si sabes algo de ella, no dudes en llamarme.

—Claro, Aníbal, cualquier cosa que averigüe te la contaré.

Mientras los tres vehículos se alejaban, Víctor permaneció quieto de pie, contemplando cómo el polvo se disipaba tras ellos. «Aníbal, el hombre de las mil caras, todas ciertas y falsas a la vez», pensó. Le apreciaba de verdad, pues habían pasado muchas cosas juntos, riesgos, venturas, penas… y se alegró al verlo, pero el afecto que sentía por él no le impedía darse cuenta de que había venido sólo para salvar la vida y para averiguar algo de la niña. La pregunta era: ¿por qué? Ahora que se alejaba, no podía evitar sentir una cierta frustración al pensar que había intentado abrirse a Aníbal, para que este, a su vez, le correspondiese, pero sabía que le había ocultado muchas cosas. Hubiera estado dispuesto a perdonarle casi cualquier error, pues después de todo, aquel hombre era lo único que le quedaba de un pasado cada vez más lejano.

La avioneta giró en el aire tomando el rumbo de la capital. Aníbal miró a tierra y contempló la hacienda de Víctor. Por la mañana ni siquiera se había fijado en ella, pues su mente estaba ocupada pensando que podía ser su último día de vida. Se quedó ensimismado admirándola; además de elegante y lujosa, encajaba perfectamente entre la vegetación. «El miedo no me dejó disfrutar de algo tan bello —pensó, y sonrió con ironía—. A ver si va a tener razón Víctor y es mejor poseer sólo cosas sencillas, pero que podamos disfrutar». Se sentía liberado, pues estaba seguro de que la reunión había ido bien. Lo que le sorprendía era que esa sensación de alivio no se debía tanto a haber perdido el miedo a que Víctor le matase, como a creer que había superado el examen de la única persona que podía hacerle sentir alguna responsabilidad moral.