Capítulo XXVIII

Aquel juicio se estaba alargando demasiado. Un testigo declaraba en el estrado y llevaba horas contestando a la misma pregunta. Ya no recordaba quién estaba en el turno de intervenciones, si la acusación o la defensa. El declarante continuaba perorando con un discurso anodino, monótono. El abogado contrario parecía dormir, el fiscal estaba leyendo un libro y el juez la miraba a ella con una sonrisa de complicidad. ¿Dónde había visto antes a ese juez? El testigo mantenía su soporífero monólogo sin que nadie le escuchase, sin que nadie le interrumpiese, sin que el magistrado pusiese orden en aquel desatino. Giró la cabeza hacia la presidencia, pero nadie ocupaba el asiento. ¡Esto es absurdo! ¡El juez se ha marchado!

Comenzó a sentir como una respiración, casi imperceptible, que cosquilleaba en su nuca. ¡Dios mío! El magistrado se ha colocado justo a mi espalda y me está oliendo el cuello. Su turbación aumentaba por instantes. ¿Pero qué se cree? ¡Maleducado! Un firme bofetón lo pondría en su sitio. Abrió la boca, pero no salió palabra alguna. Quiso girarse, pero su cuerpo no reaccionó. Y aquel hombre seguía allí. Mejor dicho, se aproximaba cada vez más, y aunque su mente quería gritarle y empujarle, sus músculos no le obedecían. Ya podía percibir claramente el cálido aliento sobre su piel. Su desconcierto aumentaba por segundos nublando su mente y haciendo que la sala desapareciese delante de sus ojos, mejor dicho, se disipase como en un sueño…

Eso era, estaba soñando. Se tranquilizó y trató de abrir los ojos, pero entonces percibió con nitidez unos suaves labios besándola justo detrás de la oreja.

¡Vaya! No todo era un sueño.

Aún adormecida, se concentró en aquella caricia dejándose llevar. Una mano sedosa y cálida se posó sobre su costado. Le encantaba sentir calor en la franja desnuda que queda entre la camiseta y el pantalón del pijama. Aquella mano se abría sobre su ombligo, se deslizaba sobre su cintura y se alzaba lentamente por su espalda; y a su paso, el calor que expandía despertaba su piel. Arqueó un poco la cadera como una gatita, buscando con sus nalgas el vientre de él. Quería insinuarle que estaba… Notó claramente su deseo, y ansió que él percibiera el mensaje que le enviaba.

Todavía mantenía retazos del sueño en su cabeza y decidió ponerse a jugar. Imaginarse poseída por un juez tenía su picardía. Se trasladó mentalmente a la sala y se vio de nuevo con toga… y ese desconocido tomándola sin su consentimiento. Los besos descendían por su cuello… qué bien la conocía ese extraño.

La mano derecha de él se coló por debajo de su cuerpo, y asiéndole ambas manos, se las alzó introduciéndolas debajo de la almohada, sujetas, entrelazadas entre sus dedos. La mano izquierda continuaba resbalando sobre su dermis expandiendo calidez. Primero recorrió su columna hasta asirse a las cervicales, inclinándole la cabeza para dejarle el cuello expuesto a aquella boca que ya la mordía dulcemente. Después se entretuvo masajeándole el abdomen, ascendiendo por el costado, asiéndola con firmeza, pero retrasando la caricia que ella ansiaba. Beatriz se ladeó un poco para dejarse hacer. Entonces, la mano de él deshizo el nudo del pantalón y, con suaves caricias, le bajó la ropa. El cuerpo de aquel hombre se amoldaba a su espalda envolviéndola como un manto. La asió con firmeza por las caderas y notó cómo su sexo buscaba el camino. Se preparó para recibirlo, pero en vez de entrar, se detuvo entre los pliegues, oscilando ligeramente para acariciarla. La espera aumentaba el deseo. Ahora sí, aquella mano por fin se posaba sobre su pecho, atrayéndola más, pegándola más contra él. Quiso mover sus manos, pero permanecían inmovilizadas, sujetas con firmeza y dulzura a la vez, y resignada frotó su cara contra el brazo que tenía debajo. Intentó separar las piernas y notó la cintura del pantalón enredada en sus rodillas; se imaginó semiatada. Estaba siendo poseída contra su voluntad por alguien que parecía actuar desde el centro mismo de su cerebro. Era más grande que ella, más fuerte que ella, quería resistirse, rechazarlo, pero no podía. Y aunque intentaba rebelarse, aquel extraño conocía a la perfección sus pliegues, sus rincones, sus secretos.

Como si continuase leyendo sus pensamientos, cuando el deseo se tornaba desesperación, la pierna de él se adelantó sobre la suya, sujetándola, ahora sí, completamente. Todo su cuerpo estaba a la merced de él y lo notó muy adentro, casi en el estómago. La mezcla de caricias y sujeciones, de besos y mordiscos, de peso y calor, la fueron llevando en volandas. Lo notaba en todas partes y de mil maneras, como si la hubiera invadido un tumulto de cálidas burbujas, y entonces, cuando más lo deseaba, una última caricia buscando su sexo la hizo explotar. Echó atrás su cabeza, buscó su cara y pegándola con fuerza estalló.

Se dejó caer, hacer, casi desmayar… su mente permanecía como adormecida, narcotizada, en una sensación general de bienestar. Él dejó posar todo su peso sobre ella, y Bea aprovechó para acurrucarse debajo, refugiarse debajo, esconderse debajo, sintiéndose pequeña y querida. Permanecieron inmóviles, juntos, recuperando, sin separarse, tamaño y pulso. Y sólo entonces, cuando el agradable sopor la transportaba al adormecimiento de nuevo, escuchó un susurro:

—Duerme un poco, cariño, mientras te preparo el desayuno.

Beatriz se escondió bajo las sábanas tratando de cerrar cualquier resquicio por el que pudiera huir el calor acumulado. Abandonada a la laxitud, se dejó arrastrar de nuevo por los sueños. Pronto las imágenes se sucedían ante sus ojos deformando la realidad. Aníbal se arrancaba el pelo tras unos barrotes y, con una sonrisa llena de dientes podridos, le recriminaba estar en la cárcel por su culpa. Denis trataba de entrar tras los barrotes, gritando que ella no había hecho nada. Que era inocente, que no la condenasen a la pobreza. Paula celebraba un cóctel solidario para recaudar fondos diciéndole que recurriese, que ya había dinero suficiente para poder pagar un tribunal. Una niña de ojos negros, con una sonrisa muy blanca, envejecía por segundos delante de ella, y ya con el rostro de una mujer madura le susurraba: «Nunca se puede cambiar a nadie, ha de querérsele como es, únicamente tienes que aprender a querer…», y el rostro se acercaba hasta que ya no eran más que dos intensos ojos negros, sin edad, sólo profundos y serenos.

Beatriz comenzó a recuperar la consciencia, reconociendo los sonidos de la cocina. La cafetera gargareaba expandiendo un penetrante olor a vida. Y el grifo pareció anunciarle que los tomates cherry estaban siendo lavados.

Faltaba poco para que comenzase el juicio y creía tener la estrategia bien estructurada. Necesitaba ultimar los preparativos con Aníbal. Todo estaba bien enfocado, salvo el tema de la conversación grabada. Aquella cinta parecía tener la palabra «condena» escrita en la carátula. Y entonces recordó el informe del registro con las fotos. La grabadora, modelo, marca, «¡Qué antigua!», pensó al verla; ya no se usaban de estas por incómodas y porque las cintas eran incompatibles… Y entonces lo tuvo claro.

—Se acerca el día, señora letrada.

—Cierto, y creo que tengo una novedad importante. —Beatriz colocó dos fotocopias ampliadas sobre la mesa. En una se veía la grabadora y en otra la cinta—. Desde el principio estaba claro que la conversación estaba cortada. Nadie podía dudarlo, pues ni había saludos ni despedidas, y nadie se reúne para hablar apenas tres minutos.

—Eso no es una novedad.

—Lo que sí es una novedad es que la cinta que contiene la conversación original, la que se va a llevar a juicio, no es compatible con la grabadora.

—Pues lo parecía.

—Sí. Pero este modelo viejo de grabadoras, pese al tamaño, usaba cintas de casete un poco más pequeñas.

—Si la cinta no es de la grabadora, ¿pudo ponerla ahí la Guardia Civil?

—Imposible. He comprobado que el número de serie de la cinta es el que reseñó la secretaria en el acta del registro. Luego la cinta estaba ahí el día que aparecieron los cadáveres. Creo firmemente que la cinta la creó Pablo.

—Entonces, estamos igual.

—No. Porque no es lo mismo que la conversación esté cortada, de forma que falta un trozo, pero lo que se aporta es contiguo, que pueda tratarse de una conversación formada con trozos sueltos de otras conversaciones.

—¿Qué quiere decir, letrada?

—Quiero decir que la única explicación a que las frases más amenazantes de la conversación se digan tranquilamente, sin gritar, mientras que en la discusión anterior se llega a los gritos, es porque se han cortado frases sueltas y se han ido grabando. Y cuando se tuvo toda la conversación montada, se reprodujo y se grabó de forma continuada, por eso no hay ruido de cortes, ni se apreciaron en la cinta. Pero para eso tuvieron que utilizarse al menos dos grabadoras. Una para la conversación original, y luego un casete para ir montando los trozos.

—¿Podremos eliminar la grabación como prueba?

—Al menos lo intentaremos. Incluso podríamos ir más lejos. Podríamos solicitar del juez un nuevo registro de la vivienda para buscar la cinta original. Imagínese que aparece y la conversación original aclara la discusión y le excluye a usted como sospechoso. Podríamos hasta evitar el juicio.

—Sí. Pero yo no puedo recordar todas las conversaciones que mantuve con Pablo. Imagínese que aparece la cinta original y la conversación completa es todavía más incriminatoria. También podría ser.

—Eso sólo lo puede saber usted. Yo puedo decirle lo que se puede hacer, pero la decisión está en su mano.

—Confío en que usted sabrá usar esos nuevos datos sin tener que buscar la cinta original.

—Claro. Algo pensaré.

El abogado de uno de los colombianos imputados entró en la fiscalía.

—Buenas. Venía a comprobar si ya tenía una decisión que transmitirle a mi cliente.

—Sí. Lo hemos pensado y creemos que podemos ofrecerle una pena mínima. La más baja prevista para el tipo de delito. E incluso informaríamos favorablemente cualquier progresión en grado penitenciario que solicitase. Si comprueba nuestro escrito de acusación, supone muchos años menos de lo que pedimos.

—¿No podría ser una pena inferior en grado? No es lo mismo dos penas de quince años que dos penas de diez.

—Para que accediésemos a una pena inferior en grado, tendría que confesar todos los crímenes que hubiesen cometido, es decir, identificar a los propietarios de todas las joyas que se han encontrado en el registro de Madrid.

—Eso ya me ha confirmado que sería su muerte y la de toda su familia. Imposible.

—Si durante el juicio viéramos otra posibilidad, se la ofreceríamos, pero por ahora es lo máximo. Y respecto de la familia. Hemos pensado que lo mejor es retrasar su declaración al propio día del juicio. Si declara antes de que comience el juicio, y ven que va a colaborar, entonces seguro que tratarán de matar a alguien de su familia para que se retracte y en el juicio mantenga silencio. Y no podemos arriesgarnos a eso. Si no declara ante el jurado, no tenemos nada.

—No se preocupe. Me ha dicho que es hombre de palabra. Y en el poco contacto que he tenido con él me parece una persona seria. Yo no entro en la monstruosidad que ha cometido, pero en el trato parece una persona normal.