Capítulo XXVIII

Aníbal disfrutaba tomando un cóctel en una lujosa terraza frente al Pacífico.

—Si algún día tengo que dejar España, me vendría a vivir a este país.

—¿A Costa Rica? —se sorprendió Denis.

—Exacto. ¿Por qué crees que estamos aquí?

—Ni idea, ya sabes que obedezco y no pregunto.

—Quiero que abras una cuenta a tu nombre en un banco de este país, para que yo te haga un ingreso. No te preocupes, será dinero limpio y trasparente. Si algún día pasa algo y tienes que salir de Galicia, en este lugar estarás segura.

—¿Y qué hago yo aquí?

—Vivir tranquila. Este es un país pacífico. No se distingue a la gente ni por el color de su piel ni por su dinero. Y hasta el presidente puede viajar sin escolta.

—Creí que todos estos países eran peligrosos.

—Pues te equivocas. Casi todos los de alrededor lo son, pero este no. Puede que sea porque no hay ejército. Si no hay armas, no hay guerra. Es un país que me gusta. La gente es honrada. Si viviera aquí, respetaría las reglas y cumpliría la ley.

—¿Quieres decir que son los países corruptos los que generan los delincuentes?

—Quiero decir que si todos respetasen las normas, yo también lo haría. Yo soy una víctima más. Yo soy el que paga, no el que pide. Si pudiera firmar contratos sin pagar sobornos, lo haría, ya me gustaría.

—Vamos, Aníbal, no te engañes. Si te sirve para calmar la conciencia, vale, pero tú sabes que aunque vivieras aquí terminarías haciendo trampas en los negocios.

—No sabes de lo que hablas. Contéstame a una pregunta: la semana que viene, cuando empecemos el viaje de negocios por Sudamérica, si respetase las reglas y fuese honrado, ¿cuántos contratos crees que firmaría? Yo cumplo las reglas, pero las que están escritas en cada país. Sólo doy lo que me pide el sistema para poder mantener mis sociedades.

—Puede que tengas razón.

—Yo no escribo las reglas, me adapto a las que hay en cada lugar. Cuando estoy aquí no pienso en trampas ni en armas, pero cuando lleguemos a Colombia, ¿qué crees que haré? Allí sobran ejércitos: el oficial, el del liberación, el de las FARC, las autodefensas… y ¿qué se hace con tanto ejército?, dos siglos de guerra. No voy a llegar yo e ir desarmado. Nos esperará gente armada hasta los dientes que vela por mis negocios. Gente profesional, no como esos chapuceros que mataron a Pablo y a su familia.

—¿A qué te refieres…? —Denis lo miró asustada.

—A que un profesional no se deja coger. Tenían que haber desaparecido, haberse vuelto a su país… Oye, Denis, ¿por qué me miras así? ¿No creerás que yo tuve algo que ver en eso?

—A veces pienso que sí…

El traslado de los cinco presos procedentes de Madrid se hizo poco antes de la fecha señalada para su declaración. Dado que ninguno de ellos designó abogado particular, la administración de justicia se los nombró de oficio, y ante la posibilidad de que tuviesen intereses contrapuestos, se buscó uno diferente para cada imputado.

El día de las declaraciones, antes de que fueran llevados uno a uno ante el juez, cada letrado se entrevistó con su cliente. La charla, en la mayoría de los casos, fue breve, limitándose el abogado a tomar los datos de su defendido y a preguntarle si iba a declarar o no. Algún defensor se interesó por la situación de su cliente en prisión, si tenía familiares con los que se pudiera contactar o si deseaba poner su internamiento en conocimiento de alguien. Su paso por las dependencias judiciales fue de puro trámite. Se acogieron a su derecho a guardar silencio y tomaron un primer contacto con el letrado que los iba a defender el día del juicio.

Durante el traslado en el furgón camino de la cárcel uno de ellos planteó su estrategia a sus compañeros.

—Voy a decirles algo, compañeros.

—¿Qué le pasó?

—He mandado a mi abogado a negociar con el fiscal.

—¿Se ha vuelto loco? ¿Quiere que le maten?

—Claro que no. Pero no quiero pasar en la cárcel el resto de mi vida.

—¿Y qué maricada piensa hacer?

—Ya se lo he dicho. He mandado a mi abogado a hablar con el fiscal. Si me ofrece un trato digno, les contaré lo que he hecho. Quería que lo supieran.

—Tendremos que matarle para que no lo haga.

—No pienso decir nada de ustedes. Ni de nadie. Simplemente les diré que yo maté a esas personas y punto. Si el fiscal quiere que le cuente algo de alguien que no sea yo, no hay trato.

—Usted sabía bien en qué se metía cuando se vino con nosotros a España. Aquí no se puede hablar y punto. Si te pillan, te aguantas.

—Hemos bebido lo que nos ha dado la gana y no nos han faltado mujeres. Las joyas que cogíamos nos las podíamos quedar y nos han dado plata para que nuestras familias vivan como señores. Ese era el juego. Si usted habla ahora, no sólo le matarán a usted, sino a toda su familia, y a nosotros si le dejamos hablar.

—Nadie me tiene que decir cómo es el juego. Antes de que su familia se quitase el taparrabos y saliese de la selva, pendejo, mi bisabuelo cazaba huelguistas para la United en la masacre de las plataneras. Mi abuelo limpió poblados enteros para que los finqueros se los quedasen y fundó las autodefensas, y desde entonces mi familia ha estado en ellas. Como conozco el juego, se lo digo para que si tienen que venir, sean rápidos, que no me voy a resistir.

—¿Pero entonces para qué habla si sabe que va a morir?

—Porque quiero intentar salir de la cárcel antes de ser un pellejo arrugado. Nada malo les hago ni a ustedes ni a ellos. Y yo me beneficio. No sean animales y piensen lo que nos jugamos. Nos tienen bien cogidos, ¿no? Pues entramos y decimos: «Sí, lo hicimos nosotros», y con eso ya nos rebajan la pena en varios años.

—¿Y si nos preguntan quién dio la orden?

—Les contestamos que ese no fue el trato y que no vamos a responder.

—Eso es una locura. No le escuchen. Van a conseguir que nos maten a todos. Hasta ahora hemos tenido suerte. La orden era que no nos cogieran vivos y nos hemos dejado cazar como conejos. Que no nos hayan ajusticiado ya es una suerte. ¿Qué quieren provocar? ¿Que violen a nuestras mujeres e hijas y descuarticen a nuestros niños? Esto no es Colombia, cierto, pero mientras nuestros seres queridos estén allá, como si lo fuera.

—¿Pero qué mal les hacemos diciendo: «sí, los matamos nosotros» si no vamos a decir nada más?

—Desobedecer. Le parece poco. Si hoy consienten que uno hable, mañana otro querrá ir más lejos y colaborará, y ya saben qué les pasa a los chivatos. A ellos y a toda su familia. Aquí nadie va a hablar y punto. Son las órdenes.

—No puede hacer pendejadas, compañero. Piense cuántos desgraciados no habremos descuartizado nosotros mismos por llevar la contraria a la organización nada más. Un macho sólo tiene lengua para pedir la plata y luego se calla y obedece.

—Yo ya se lo he dicho. Si me ofrecen un buen trato, aceptaré. Si me preguntan por ustedes, yo no les conozco de nada. Si me preguntan quién dio la orden, les diré que no lo sé. Y si por eso tienen que matarme, háganlo rápido.

—Pues sepa que si con eso pone en peligro a mi familia, yo mismo le arrancaré el alma, hijueputa.

Beatriz aprovechó la visita al juzgado para recoger una copia de la grabación que incriminaba a Aníbal. Tan pronto estuvo en el despacho, introdujo el CD en el ordenador y lo escuchó atentamente. Aunque el sonido no era perfecto, se oía con claridad. Llamó a sus compañeras de bufete.

—Escuchad esto. —Puso el archivo con la grabación—. ¿Qué os parece?

—Que suena bastante mal para tu cliente —intervino María—. ¿Es todo lo que hay grabado?

—Sí. Precisamente pensaba usar ese argumento. Que la conversación es tan breve porque la han cortado.

—¿No pudo acabarse la cinta o la batería? —preguntó Paloma.

—Lo dudo. Apenas son tres minutos. Casi no es nada de cinta ni de batería. Y se iría apagando supongo. Lo que no se puede dudar es que nadie habla tan poco estando reunido.

—¿Y tienes idea de por qué se pudo haber cortado o de quién lo habrá hecho? —continuó Paloma.

—No. No se me ocurre nada. Pero eso nos favorece. Ya sabes que en caso de duda la prueba ha de interpretarse a favor del acusado. Argumentaré que posiblemente en la parte que se cortó había cosas que favorecían a Aníbal.

—A mí lo que me parece increíble es que al muerto le diese por grabar esta cinta —reflexionó María—. ¿Para qué grabaría esta conversación?

—No tengo ni idea —respondió Bea—. Lo cierto es que a mí también me parece extraño el hecho mismo de que exista la cinta. Yo estoy pensando en utilizar eso de algún modo. Como que Pablo intentaba crear una grabación para chantajear a Aníbal, o algo así, pero tengo que pensarlo mucho.

—¿Por qué? A mí me parece una buena idea —intervino Paloma.

—Porque hay que pensar a largo plazo. Cierto que arrojaríamos algo de sospecha sobre el comportamiento de Pablo, pero al mismo tiempo estaríamos dando al jurado el motivo del crimen. Le debía dinero a Aníbal y además intentó chantajearle. Con el carácter de mi cliente, les va a parecer que es una persona que nunca consentiría una coacción.

—Hay palabras que no se oyen. ¿Podemos escucharlo otra vez? Y dale más voz, por favor —pidió Paloma. Y Beatriz puso la grabación una vez más.

—Lo extraño de las palabras que no se oyen es que se hace silencio, no es que se oiga ruido —intervino María.

—Exacto. No se corta la frase porque se oiga un ruido, simplemente se hace silencio —razonó Bea.

—Puede que se muevan y se separen del micro —observó Paloma.

—Puede, pero si se movieran, debería oírse ruido o sentirse más bajo y lejano, no que desaparezca de este modo de golpe.

—¿Serán cortes? —se cuestionó María.

—Tampoco se oye corte alguno. Es como si las palabras desapareciesen. Tengo que preguntar qué puede ser —reflexionó Bea—. Lo verdaderamente extraño es que primero el tono se va elevando, al tiempo que se va produciendo la discusión. Llegan a gritarse, y sin embargo, en las últimas frases, las amenazantes, el tono es muy tranquilo y bajo.

—Eso sí que suena raro —asintió María—. Si hay un corte, debió de ser ahí. Pero no elimina la amenaza.

—Cierto —concluyó Bea.

Mientras, en fiscalía, un abogado se entrevistaba con el fiscal del caso.

—¿Eso es todo lo que propone? No es mucho lo que ofrece.

—Porque quiere conservar su vida. Lo único que podría reconocer sin poner en riesgo su vida y la de su familia es que él cometió los asesinatos. Pero si se le pregunta quién más estaba allí o quién dio la orden, se negará a responder. No quiere firmar una sentencia de muerte de todos sus seres queridos.

—Necesitaríamos algo más para poner luz en hechos tan graves como estos. Usted podría hablar con él y convencerlo.

—Sinceramente, yo creo que incluso con lo que está dispuesto a hacer, se está poniendo en peligro. Cualquier colaboración, aunque no suponga perjuicio alguno para los demás, no creo que sea bien vista en este tipo de delincuentes.

—Puede que tenga usted razón. Pero yo debo insistir. Indíquele que intentaríamos algún tipo de protección. Tendría que cumplir una pena, claro, no va a quedar impune por los asesinatos, pero la pena se reduciría y trataríamos de protegerle en la cárcel para que no le pasase nada.

—Él no tiene miedo por sí mismo. Lo tiene por su familia. De hecho, si no tuviera bocas que mantener, se quedaría como está. Pero quiere cuidar de su familia. Y cree que es a ellos a los que harían daño. Piense que están allá, donde ustedes no les pueden proteger.

—Está bien. Yo pensaré en la oferta que me hace, pero usted intente conseguir algo más y lo hablamos