Capítulo XXIV

Beatriz llegó al juzgado muy temprano, para estar pendiente de la entrada de Aníbal. Aunque la habían citado a las diez, si querían empezar a esa hora, ella necesitaba hablar antes con su cliente. Lo normal, cuando hay más de un detenido, es que citen a todos a la misma hora y luego les hagan esperar turno. Pese a que uno cuente con que se van a retrasar, es necesario ser puntuales, pues aunque el abogado espere horas, nadie espera por él. Ni es bueno hacerse esperar. Al menos a ella no le gustaba. Si tenía huecos libres claros, podría aprovechar para hacer gestiones en otros juzgados. Nunca está de más empujar los asuntos un poco.

Cuando entró en calabozos para hablar con su cliente se quedó sorprendida. No parecía haber pasado dos días detenido. El pelo ya había crecido lo suficiente como para cubrir la cabeza y no se notaba la herida. Su aspecto era descansado y relajado y su sonrisa amable.

—Señora letrada, le veo cara de cansada, ¿se encuentra bien?

—Sí, no se preocupe. Entre lo suyo y lo que ya estaba en la agenda, estos tres días han sido un poco ajetreados. Los plazos corren igual para los abogados. Pero no es nada a lo que no estemos acostumbrados.

—Siento las molestias.

—A usted le veo sorprendentemente bien. Es la primera vez que me encuentro a un detenido que mejora en calabozos.

—Si mejorasen un poco el servicio, sería un balneario recomendable. Ayuda a pensar.

—Sí. Entiendo a qué se refiere; pero yo prefiero el Camino de Santiago. También te desprendes de todo y dispones de tiempo para reflexionar, pero allí el servicio sí es bueno y el marco impresionante.

—Lo tendré en cuenta para la próxima vez que necesite reflexionar, así no tendré que delinquir.

—Vamos a lo nuestro. Lo lógico es que el juez comience preguntándole por su vinculación con Pablo y Carmen. Ya me ha explicado cómo los conoció y cuál era su relación. Es una buena explicación. Intente ser lo más convincente posible.

—No se preocupe. Es la verdad.

—Supongo que hoy le harán escuchar la cinta que encontraron en la vivienda de los fallecidos, o al menos nos exhibirán la transcripción. ¿Qué puede contener esa conversación?

—Supongo que Pablo pidiéndome dinero y yo mandándolo a la mierda, o dándoselo por pena. No creo que otra cosa.

—Hay que estar preparado para cualquier cosa. Es mejor decir un «no me acuerdo» o «no estoy seguro» que contar una mentira. Si descubren una mentira, pensarán que es usted culpable.

—Tranquila. He estado recordando cada palabra que me ha dicho estos días.

—Y por último, su relación con el otro detenido. Traigo un informe detallado de los contratos con su empresa, de los contratos con empresas similares y del listado de empresas armadoras de Galicia. Podemos explicar la relación.

—Pues ese animal es lo que más me preocupa. Es un bruto que podría inventarse cualquier estupidez para quedar fuera.

—Pero ¿hay algo?

—Nada. Pero no me fío. ¿Se puede saber cuál es el contenido de su declaración, cuando la haga?

—Si no la declaran secreta, sí.

El tiempo pasó muy lento aquella mañana. Cuando por fin trajeron a Aníbal, parecía que venía de dar un paseo con los agentes. Tan pronto le quitaron las esposas, se ajustó un poco la ropa y trató de tener buen aspecto. Se sentó como si fuera a una entrevista, atento pero no tenso, relajado y educado al mismo tiempo. Beatriz le sonrió y él le guiñó sutilmente un ojo.

Las preguntas se fueron sucediendo. Primero las generales para tratar de conocerle. En qué trabajaba. Desde cuándo. Qué horario. Ingresos. Relaciones familiares. Y luego entró en detalles con los asesinados.

—No recuerdo exactamente en qué año ocurrió. —Aníbal cambió la postura, intentando evocar—. Tampoco puedo precisar con exactitud si fue en Vilagarcía o Cambados. Sólo puedo decir que mi familia veraneó en la ría de Arousa un tiempo y allí, en alguna fiesta, conocí a Carmen. Aunque era un adolescente con las hormonas alteradas, fue algo más que atracción física. Sus inmensos ojos negros me impresionaron, pues reflejaban una dulce inteligencia. Era de conversación agradable y formas elegantes. —Aníbal tenía los ojos cerrados—. Aunque entre nosotros se forjó una relación muy intensa, no puedo decir que llegásemos a ser novios. Y reconozco que lo intenté con todas mis fuerzas. Pero ni el dinero, ni los títulos de mi familia doblegaron su libertad. Nos encontramos varios veranos seguidos. Luego dejé de veranear allí.

Los asistentes a la declaración escuchaban cabizbajos la confesión, como avergonzados por profanar un recuerdo tan íntimo. Respiraban al ritmo de las palabras que parecían sacadas de un poema trágico.

—¿Pero entonces por qué negó conocerlos en su primera declaración?

—Por vanidad y orgullo. Señoría, haber estado en prisión ha sido un justo castigo a mi soberbia. Fui tan estúpido que creí que reconocer mi relación con Carmen, confesar que seguía viéndola y queriéndola ahora, que le había conseguido un trabajo y le entregaba dinero a su marido para ella podía suponer un escándalo social. Que el título de mi esposa se viera mezclado con una pobre trabajadora y un drogadicto, que mi carrera política se viera salpicada por haber pedido un favor para alguien, aunque lo mereciese, que me pudieran vincular con un narcotraficante pendiente de juicio… Tuve miedo del qué dirán y me comporté como un monstruo. Haberles negado sí es vergonzoso, pues aunque él no era bueno, ella era una gran dama.

Una pequeña lágrima, apenas perceptible, bajó por la mejilla de Aníbal, pero él no hizo ademán alguno, como si disimulase su existencia.

—No recuerdo el reloj. Puede ser alguno viejo que me hubiesen regalado. Me gustaría recordar dónde lo tenía guardado, porque así podría saber cómo pudo llegar a manos de Pablo. En estos cuatro años apareció sorpresivamente muchas veces, pero yo creo que siempre fue en la empresa. No puedo decir que nunca haya venido a casa. Incluso pudo haber ido y yo no estar. Si el reloj era uno viejo mío, estaría guardado de cualquier forma. Puede preguntarle a los agentes por los relojes que tengo en mi vestidor. No se moleste, no quiero ser presuntuoso, pero he de decirle que no son de esta marca ni de este tipo. Sí puedo decir que ella nunca vino a casa ni a la empresa. Nos vimos a solas cinco veces, pero siempre en un restaurante.

Nuevamente terminaba una situación complicada, con un lamento que dejaba en el aire sensación de confesión. Parecía como si Aníbal se vaciara por dentro.

—Si me lo permite, señoría —Beatriz entregó un dosier—, nos gustaría acompañar esta respuesta con un informe completo de las empresas armadoras contratadas por las sociedades del señor Caamaño. Traemos copias para el ministerio fiscal y las demás partes. Como puede ver por los datos, se trata de un empresario como cualquier otro, no se distingue ni en volumen de contratación, ni en frecuencia, ni en cantidades.

Aníbal parecía un pijo intentando parecer humilde, un cretino disimulando la tontería…

—Si me permite introducir unas claves, señoría, podrá ver que los teléfonos y direcciones de correo están perfectamente clasificados por ámbitos y por países. Aquí, por ejemplo, está el presidente de la república… No piensen que tengo el teléfono personal, no sería cierto; lo que tengo es el teléfono de alguien que me puede conseguir una entrevista o audiencia. Otros de menor nivel sí son el contacto particular. El de Constantino está aquí, con el resto de las empresas que contratan mis sociedades, bajo el epígrafe de armadores. Y el de Carmen está aquí, en familiares. El de Pablo lo tengo junto al de Carmen, por respeto a ella.

Intencionadamente, Aníbal mostraba vergüenza mientras exhibía nombres y cargos que ponían los pelos de punta.

—Señoría, nos gustaría solicitar ya, en este acto, la devolución al menos de la agenda electrónica —volvió a intervenir Bea—, por discreción y por ser necesaria para el funcionamiento de las empresas. Solicitamos igualmente la devolución del teléfono, pero si no fuera posible los dos, al menos la agenda. Puede usted examinarla junto con el secretario el tiempo que gusten. Esperaríamos.

Beatriz sentía que todo estaba saliendo bien. Aníbal resultaba más que creíble, y las piezas encajaban como un guante. Pero faltaba lo más difícil: la conversación. Con lo bien que iba hasta ese momento lo único que hacía falta era que no se equivocase. Podía justificarse perfectamente en un «no me acuerdo», pero no podía decírselo.

—Le voy a poner una grabación. Está extraída de una cinta encontrada en casa de Pablo Dios. —El juez abrió un archivo del ordenador—. Me gustaría que me explicase, si lo recuerda, a qué se refieren ustedes.

PABLO: Aníbal, hace muchos años, los tres hicimos un pacto. Juramos que íbamos a respetar lo que ella decidiera.

ANÍBAL: Exacto. Lo que decidiera la suerte.

PABLO: Tú no lo has respetado.

ANÍBAL: No sé de qué me hablas.

PABLO: Sabes muy bien de qué te hablo, señor Caamaño. No te hagas el tonto.

ANÍBAL: El tonto te lo haces tú. Yo sólo te he ayudado porque me lo pediste. ¿O no te fui dando dinero, como querías?

PABLO: Tú me has ayudado porque sabías que acabaría siendo una marioneta en tus manos.

ANÍBAL: No has hecho nada que no hayas querido. Yo no te he obligado a nada.

PABLO: Me hiciste morder el anzuelo para luego manejarme a tu antojo.

ANÍBAL: Tú fuiste el que me manejó a mí sacándome todo el dinero que pudiste. Y no fue poco. Ahora no culpes al único que te ayudó.

PABLO: Querías comprar con dinero lo que la suerte te negó y violaste el pacto.

ANÍBAL: ¿Te has vuelto loco? ¿Qué tiene que ver el pacto con el dinero que…? (No se entiende).

PABLO: Sabes muy bien lo que digo. Te debo dinero, sí, pero hiciste trampas.

ANÍBAL: ¡¡Eso es mentira!! Si alguien te ha dicho algo, te ha mentido. Yo no tuve nada que ver con que os cogieran. Te han mentido.

PABLO: No me refiero a eso.

ANÍBAL: Os cogieron porque no cuidasteis los teléfonos. El que diga lo contrario está inventando.

PABLO: Deja de decir tonterías. Me refiero al pacto.

ANÍBAL: ¿Qué pacto?

PABLO: Sabes que usaste el dinero para que yo te entregase lo que nunca conseguiste. A esa trampa me refiero.

ANÍBAL: ¡Ah! ¡Eso! No entendía. Eso es una estupidez. Excusas de mal pagador. Como me debes dinero, dices tonterías.

PABLO: No digo tonterías. Sabes que es mejor mi silencio.

ANÍBAL: Lo siento, PABLO, pero si no pagas estás muerto.

PABLO: Ya… (Murmura algo).

ANÍBAL: Lo sabías desde el principio. Las reglas son las reglas y las conocías bien. No eres un niño.

PABLO: Y qué quieres… (No se entiende).

ANÍBAL: Piensa en tu familia. Imagina que les pasase algo. ¿No te revuelve el estómago?

PABLO: Nunca creí que fueses tan cruel como para decirme eso. Sabes que me aterra. Pero no tengo el dinero ni forma de conseguirlo.

ANÍBAL: Sí tienes una forma. Tú verás si prefieres verlos muertos.

Aníbal permaneció inmutable toda la conversación. Al terminar, se incorporó y con mucha naturalidad sonrió.

—¿Esto es todo lo que tienen? No me malinterprete, por favor. Parece que falta gran parte de la conversación, y no quiero contestar si no ha terminado, para no interrumpir, me refiero. No deseo ser maleducado.

—Sí, es todo. —Su señoría estaba muy serio.

—Es que como parece que está cortado.

—No le estoy tendiendo una trampa, señor Caamaño, no hay más —se enfadó el juez—. ¿Puede explicar esta conversación? ¿Sí o no?

—Por Dios, perdone, no quería ofenderlo.

—No se preocupe y conteste.

—Como ya le he dicho, Pablo me pidió dinero en muchas ocasiones. Desde luego, no le di más que pequeñas cantidades, aunque exageraba su importancia para que no me pidiera más. Lo hacía porque no soportaba pensar que Carmen y su hija pudiesen estar pasando necesidades. Esta conversación puede ser cualquiera de las muchas que tuvimos en las que él me pedía dinero y yo se lo negaba, en las que él insistía hasta el aburrimiento y yo terminaba cediendo.

—Ya, pero usted le dice cosas como: «Estás muerto» o «Piensa en tu familia, imagina que les pasase algo».

—La conversación está cortada, y explicar frases sueltas es difícil. Parece que le estoy amenazando, claro, pero también puedo referirme a otros problemas que él tenía. Le debía dinero a mucha gente. Dicen que el mundo de las drogas es violento, aunque yo eso lo desconozco.

—Usted sólo habla del dinero que le debe a usted, no del dinero que le debe a otros.

—Eso es cierto. Pero si se fija, le digo algo de su detención. También debimos hablar de eso, aunque no salga. Sinceramente le pido disculpas, intentaré recordar más, pero así cortada no puedo explicarla como desearía.

Aníbal regresó al calabozo mientras tomaban la otra declaración, pero Constantino se negó a declarar. Su letrada se limitó a presentar un escrito con diversas protestas. Ya por la tarde, la fiscalía pidió prisión para ambos detenidos, pero el juez no cambió la situación de Aníbal; después de todo, había dado respuestas lógicas y no había nuevos indicios. Respecto a Constantino, decretó su ingreso en la cárcel, pues aparecía claramente implicado en los asesinatos y mantenía una actitud obstruccionista que implicaba riesgo de destrucción de pruebas. Al cruzarse en calabozos, uno camino de la calle y el otro de Teixeiro, Aníbal se despidió.

—Alfeirán, sigue así, dado caña. ¡Vamos a machacar a ese juez!

Constantino levantó el dedo pulgar, alzando ambas manos esposadas en señal de que todo iba bien, y Aníbal sonrió burlón cuando ya no podía verle.

Beatriz esperó a su cliente a la puerta de calabozos. Había solicitado salir por una entrada lateral para evitar a la prensa y tenía el coche discretamente aparcado cerca. Con disimulo, alcanzaron el vehículo y arrancaron sin ser detectados.

—Estará contenta, señora letrada.

—Claro. —Beatriz se extrañó con la pregunta—. Pero supongo que usted lo estará más. Sigue libre. Salvo que aparezca algo grave, no creo que la situación cambie ya.

—No me refiero a la libertad. Habrá visto que aprendo rápido.

—Lo ha hecho usted muy bien. Tranquilo, sereno, sincero… Aunque supongo que no le habrá sido fácil.

—Tampoco es tan difícil. Si quiere, puedo hacer caer una sutil lágrima ahora mismo.