Capítulo XIV

Marcos trataba de comprobar con sus chicos que no se le escapaba ningún detalle antes de tomar manifestación a Constantino. Todo indicaba que no declararía ante ellos y que se reservaría para hacerlo ante el juez, pero si decidía contestar, quería tener todas las preguntas preparadas y los datos claros para detectar cuando mintiese. Tras repasar una vez más los indicios que habían obtenido, mandó que subieran a Constantino de los calabozos y se dispuso a enfrentarse nuevamente a la letrada de este. Miró a Begoña, que haría de secretaria.

—Tranquilidad. Sólo quiere que nos pongamos nerviosos y perdamos los papeles. Y no le vamos a dar el gusto.

Begoña sonrió. Tras la lectura de derechos, Marcos se dispuso a comenzar con el interrogatorio.

—Señor Rodríguez, ¿reconoce usted el teléfono que ahora le vamos a mostrar…?

—¡Exijo que se informe a mi cliente de los cargos que se le imputan!

—Ya le hemos indicado que se le considera sospechoso del asesinato y descuartizamiento de Pablo Dios y su esposa Carmen y responsable de la desaparición de la menor Xana Dios.

—Debe usted decirnos qué hechos concretos le imputan a mi cliente. El señor Rodríguez tiene derecho a saber por qué está detenido. Si no se le informa adecuadamente, nos veremos en la obligación de solicitar un hábeas corpus para que su señoría tenga conocimiento de que se están vulnerando los derechos de un ciudadano.

—Como tiene derecho a saber qué se le imputa, le informamos que se le imputa el asesinato de dos personas y la desaparición de una tercera. Y la profanación de dos cadáveres descuartizándolos. Como las diligencias están secretas en lo referente a este imputado, no podemos decirle más.

—Mi cliente así no va a declarar. Y queremos dejar constancia…

—Disculpe. Su cliente tiene derecho a no declarar, pero debe decirlo él. Y en cuanto a la constancia, puede usted presentar las alegaciones que quiera por escrito, pero esto es una declaración, no una toma de constancias. Señor Rodríguez, ¿desea usted acogerse a su derecho de a no declarar?

—Sí. —Constantino contestó un poco desconcertado, y sin saber qué pasaba.

—Muchas gracias. Ahora le daremos su declaración para que la firme.

—Pero es que yo quiero dejar constancia… —insistió la letrada.

—Señora letrada, los detenidos pasarán mañana a primera hora a disposición judicial. Ahora continuaremos con el atestado.

—Pues pediré un hábeas corpus. —La letrada comenzó a elevar la voz.

—Le ruego nuevamente que me disculpe. El hábeas corpus ha de solicitarlo el detenido, no su letrado. Y si desea acogerse a ese derecho, deberemos interrumpir el atestado y llevar al señor Rodríguez al juzgado. Eso sí, si se declara que la detención es legal, tendrá que estar un día más detenido.

—No quiero solicitar hábeas corpus. Cuanto antes acabemos mejor. —Constantino pareció entender al menos esto último.

Confeccionar un buen atestado es todo un arte. Ha de intentarse hacer de forma descriptiva, pero sin incurrir en pesadez o confusión. Ha de buscarse la concreción, pero sin llegar a ser esquemático, pues puede dar lugar a interpretaciones contradictorias. Lo difícil es preparar un atestado tras una detención, pues los datos e indicios han entrado en cascada y sólo se dispone de unas horas para ordenarlos, valorarlos y describirlos. Días después es cuando uno se da cuenta de las cosas importantes que quedaron sin decir.

Marcos volvió a sentarse frente a la pantalla, intentando esquematizar lo sucedido en las últimas cuarenta y ocho horas. Si lo fraccionaba en sucesos distintos, sería más sencillo relatar cada uno por separado, y luego colocarlos por orden cronológico. Tenía las minutas de los agentes como apuntes para que nada se le escapase. El objetivo era conseguir que el juez o el fiscal viesen con sus ojos lo que ellos habían visto.

Constantino había sido detenido con tres teléfonos móviles encima. Sólo uno estaba a su nombre. Que utilizase teléfonos que estaban a nombre de otras personas ya era un elemento sospechoso. Además, uno de los terminales había estado en la zona de los asesinatos la noche en que se produjeron. Y ese mismo teléfono había contactado dos veces con los sicarios que se podían considerar autores materiales de las muertes. O coautores, según se estimase que todos los presentes habían participado. Haber detenido a Constantino con el teléfono encima había sido una auténtica suerte, pues ahora no podría negar tener relación con él.

En el registro de la vivienda de Constantino apenas apareció nada. Las cajas que trataban de llevarse su mujer e hija incluían dinero, muchos teléfonos y unas agendas viejas con anotaciones en clave.

Lo interesante estaba en unas notas encontradas en la oficina de Constantino. Una agenda pequeña y raída contenía anotaciones desordenadas pero muy elocuentes. A continuación de la palabra «Padre», en una hoja podían leerse varios números de teléfono. Algunos estaban tachados y uno de ellos constaba como el último teléfono conocido de Pablo Dios. En otra hoja, a continuación del nombre «Bichos», estaba apuntado el número de uno de los teléfonos intervenidos a los sicarios de Madrid. Habría que analizar los restantes teléfonos por si se podían identificar con alguien. Más adelante, en la misma agenda, se veían algunas hojas encabezadas con un nombre y debajo varias cantidades. Primero una cantidad grande y al lado una fecha, ambas tachadas; debajo, otra cantidad más pequeña y otra fecha, igualmente tachadas; y así sucesivamente. En la hoja que llevaba el nombre de «Padre» sólo figuraban dos cantidades. Trescientos, tachada, y debajo, doscientos cincuenta. Esta última estaba subrayada varias veces. Y una fecha. La de la desaparición de Pablo Dios y su familia.

Había que encajar bien las piezas para que todo tuviera sentido y tratar de avanzar en las investigaciones, pero eso sería más adelante. Ese día debían presentar los datos de que disponían con un mínimo de lógica en relación a los hechos que investigaban. Por ahora, lo que se desprendía del rompecabezas que tenían delante era que se había producido un ajuste de cuentas. Pablo Dios había sido el único que no entregó las cantidades que se le reclamaban, y llegada la fecha, se le ejecutó. A él, a su esposa y es posible que también a su hija. La presencia de Constantino la noche de los hechos en el lugar de los asesinatos le señalaba directamente como partícipe. Y las llamadas de los días siguientes parecían indicar que se habían pagado los servicios de los sicarios. Pero entonces, ¿cuál era el papel de Aníbal Caamaño? Su ADN en el reloj hallado en el dormitorio parecía situarle también en la escena del crimen, y la cinta de casete contenía una conversación en la que Aníbal parecía amenazar a Pablo. Pero no tiene mucho sentido que le digas a alguien tan abiertamente que le vas a matar. Marcos miró el reloj y vio cómo el tiempo volaba. No podía detenerse mucho en reflexiones. Había que terminar la exposición de hechos. Empaquetar los indicios, cerrar el atestado y entregarlo cuanto antes en el juzgado. El juez les había dicho que lo quería esa misma tarde para preparar los interrogatorios. Era importante que su señoría tuviera preparadas las preguntas, pues Aníbal no podría negarse a responder, ni escudarse en evasivas, o se arriesgaba a ingresar de nuevo en prisión. Las explicaciones que diera de los hechos podrían arrojar luz sobre la investigación. Había que concentrarse.

Aníbal permanecía tumbado en el calabozo cuando vio pasar a Constantino. «A saber qué hará ese animal», pensó. Si los cálculos no le fallaban, el Alfeirán era la primera vez que estaba detenido. Aníbal recordó su situación un mes atrás. Entrar en un calabozo por primera vez es como despertar de un sueño y ver que te lo han quitado todo. Es como encontrarse de repente en un inframundo y no ver el camino de salida. Cualquier pequeña esperanza de salir te obsesiona y te aferras a ella como al último aliento de vida. Si el abogado te dice calla, callas; si el abogado te dice niega, niegas; si el juez te sonríe, te arrojas a sus brazos como si hubieras visto a tu padre que viene a recogerte. El Alfeirán debía de estar pasando por eso ahora mismo. Una marioneta de las circunstancias. Pero como era un bruto, seguro que cometía un montón de estupideces. Si se ahorcaba, a él le daba igual, siempre que no le arrastrase con la soga. Lo vio pasar de vuelta. «Muchas tonterías no ha tenido tiempo de hacer. Le habrán dicho que no declare a la Policía. Todos los abogados deben dar los mismos consejos. La Policía sabe más detalles que el juez y te pillan mejor las mentiras —pensó, sonriendo—. Me estoy haciendo un especialista».

Aníbal ya había pasado por esta situación y conocía la verdad. Había salido y había descubierto que no le habían quitado nada. Simplemente le habían apartado de sus cosas. Pero seguía teniéndolas ahí cuando salió. Quizás sea la suerte de los ricos. No había que perder los nervios; al contrario, había que jugar bien tus piezas, pensando en salvar al rey. Empezaba a comprender el juego, sólo tenía que conocer las reglas un poco mejor.

—¿Aníbal?

—Dime, Alfeirán.

—¿Qué vamos a hacer para salir de esta?

—¿Vamos?

—Claro. Estamos juntos, ¿no?

—Tranquilízate, Constantino. Para empezar, si miras a tu alrededor, verás que hay al menos un par de paredes entre tú y yo, por lo que no estamos juntos. Pero es que, además, yo no estoy contigo en nada.

—Claro, claro, Aníbal. No me refería a eso. Me refería en que estamos los dos metidos en la misma mierda esta del Pablo.

—Yo no sé en qué lío estarás metido tú. Yo no estoy metido en ninguno. Y menos contigo.

—Tranquilo, por eso tú tranquilo, que yo no te conozco de nada.

—No seas animal. Llevas años trabajando para mis empresas.

—No me refería a eso.

—No sé a qué te refieres, porque fuera de eso no me conoces de nada.

—Eso quería decir, que fuera de las empresas no te conozco. Tranquilo. Quería decirte que tengo una gran abogada. Sabe muy bien lo que va a hacer. Los va a poner en su sitio y luego vamos a ir a por ellos, a por todos, el juez incluido.

—Eso está muy bien.

—Por eso te decía. Si quieres nos unimos para tener más fuerza. Estos se lo han inventado todo y vienen a por nosotros, pero no saben quiénes somos, ¿verdad? Los vamos a machacar.

—Claro, claro… Alfeirán, ¿no has pensado que pueden estar escuchándonos?

—¡Coño!

Aníbal necesitaba un poco de silencio.

Haber pasado por la prisión le había obligado a reflexionar sobre sí mismo. En la cárcel no entró ni el empresario, ni el político, ni el padre, esposo o amante. Entró el hombre. Y pudo verse tal como era después de tantos años, y se reconoció. Seguía siendo el mismo, por eso había triunfado. Por un momento intentó ser otro y eso le hizo débil. Borró su pasado, porque nadie quiere a un pobre, y porque nadie tiene por qué saber de dónde viene él. Haber nacido allí, en aquellas condiciones, sólo fue una equivocación del destino. Por eso era importante corregir el error y lo hizo. Había salido de aquel mundo sin dejar nada atrás, ni siquiera un sentimiento. No se avergonzaba de sus orígenes, simplemente no se sentía identificado.

Dominar el mundo de los negocios es muy sencillo. Sobre todo con la experiencia y los conocimientos que él traía de atrás. Sólo hay que tener claro qué se quiere y el precio que ha de pagarse para conseguirlo. Has de saber con quién has de ser generoso, y serlo en abundancia, y con quién no ganarás nada siéndolo y negarle todo. Este es un país en el que todo el mundo critica la corrupción ajena, mientras se muere de envidia por no poder robar más. Negarle un poco a muchos compensa con creces el entregar mucho a pocos. Y no importa lo que digan de uno, sobre todo porque a las zonas reservadas donde uno pasa los días no llegan los gritos de los pobres.

Su adaptación al nuevo mundo fue completa. Incluso había fundado un hogar. Pobre suegro. Aníbal no pudo evitar una sonrisa al recordar el regalo de bodas de su suegro. Un árbol genealógico, muy bien hecho eso sí, en el que le habían añadido una rama con su nombre. «Símbolo de la unión de la sangre de reyes y nobles de la que descendía su hija con la sangre de los nuevos emprendedores que dominarán el mundo». Pobre senil. Le compraba la hija y el apellido a cambio de pagarle sus deudas. Y con el arbolito, si era necesario, haría palillos para sus empresas. El nombre y el título, al que nunca le añadió el término consorte, le vinieron bien en aquella fase en la que comenzaba su expansión internacional. Hasta se había comprado un máster universitario, aunque seguía sin ser capaz de pronunciar su nombre. Nunca está de más un barniz de distinción. Ante un bonito envase, nos cuesta menos tragarnos el contenido.

Como era obligado, tuvo hijos. Aníbal se emocionó recordando la primera vez que un pequeño ser lloró entre sus brazos. No fue culpa suya. Se identificó con ellos al principio. Incluso pensó en ellos para que le sucedieran en sus empresas y les procuró lo mejor. Pero eran los años de más trabajo. Viajar constantemente por el mundo para abrir nuevos mercados, perdón, para comprar nuevos mercados. Primero se compra al intermediario y luego al vendedor. Seguro que hay otras formas de hacerlo, pero no son tan seguras ni tan rápidas. Cada vez que volvía a casa se sentía más extraño, las personas que había en ella le eran más desconocidas. Su esposa sólo era la nodriza oficial que criaba a su prole, y esta, poco a poco, se iba pareciendo cada vez más a los imbéciles inútiles a los que siempre odió. Tenía que haberlo previsto. Una pija tendría pijitos, sobre todo si le dejas educarlos. Cuando miraba a esos pequeños zombis con modales, no veía nada con lo que se sintiese identificado. ¿Dónde estaba esa luz de inteligencia maliciosa? ¿Dónde el hambre de comerse el mundo? Debía haberse casado con una pobre y obligarles a todos a ganarse el pan a bocados, como se hace con los perros de presa. Pero ahora ya era tarde. A Dios gracias, mantenerlos, y cuanto más lejos mejor, no resultaba tan costoso.

Luego vino la política. Era un paso obligado. No hizo falta que se lo pidieran mucho para que tuviese claro que había que hacerlo. Tú me frotas la espalda y yo te froto la espalda. Querían una imagen de progreso, de éxito, de modernidad y se la dio. Se hizo de rogar, claro, para que se sintiesen más obligados, pero en el fondo era él el que necesitaba pasar por allí. Ese era el club más selecto y exclusivo. En contra de lo que la gente piensa, la política no es donde se cuecen las cosas, pero sí donde se redactan las recetas de qué se puede cocer y qué no. El mundo estaba cambiando muy rápido. Ya eran demasiados los sitios en los que si entrabas con un maletín podías salir con esposas. El juego era el mismo y seguía siendo el mismo, pero se estaba complicando con un ingrediente, la sutileza. Sutileza significa que ha de hacerse de tal modo que oficialmente nadie tenga noticia y formalmente no tengan conocimiento, aunque en el fondo todos conozcan lo que está pasando. La mejor manera de descubrir las nuevas reglas era estar allí mientras se establecían. No había modo más efectivo de estudiar los complejos resortes que debía tocar que estando dentro de la máquina por un tiempo. Y por qué no, siempre estaba la erótica de situarse detrás de la puerta, y no llamando a esta. Cuando no tuvo nada más que sacar, se fue.

Cuando apaleó al preso, se acordó de cómo se ganan las peleas. Hay que estar dispuesto a ir más lejos que el otro, dar más que el otro, y recordó quién era. Aquel imbécil sólo quería burlarse de él, humillar un poco al rico, al exalcalde, y ponerse unos galones delante de los demás. Para conseguirlo estaba dispuesto a unos puñetazos y empujones, no creía que pudiera pasar nada más. Pero se equivocó. Aníbal Caamaño siempre está dispuesto a matar si es necesario. Y aunque reciba dos golpes por cada uno que dé, está preparado para recibir todos los necesarios para ganar. Por eso, cuando el imbécil matón se cansó de pegar, o se asustó de cómo se pusieron las cosas, él siguió y le machacó hasta que llegaron los funcionarios y le detuvieron. Ese era él.

Se ha visto desnudo y tiene claro que no le debe nada a nadie, que nada le ata nadie, que no pertenece a más mundo que al suyo y no está en ninguna parte. Ya le hubiera gustado haber encontrado el amor, pero no pudo, o sí y se le negó. Nadie puede culparle de conseguir cuerpos de mujer con el dinero o con sus influencias. El destino se lo negó de otro modo. No iba a quedarse de brazos cruzados. Y en cuanto a sus empresas, son sólo suyas. Sus socios deberían darle las gracias por permitirles participar de su éxito. ¿O acaso habían sido ellos los que pasaron años de miseria aprendiendo cómo funciona el juego? Tendrían que besarle los pies por compartir con ellos sus contactos, sus estrategias, sus trampas. Él se había encargado del trabajo sucio, y se merecía todo. Si desaparecían, mejor, que viniese una cooperativa y repartiese la riqueza; al fin y al cabo, el mar es de todos.

Sin familia ni arraigo, despreciando a los cientos de parásitos que mantenía, escapar y dejarlo todo era incluso una salida atractiva. Denis le había preparado el camino. Seis trasferencias oportunas, y disponía de efectivo suficiente para vivir cinco vidas de lujo. Y lo mejor de todo, el desfalco se había hecho estando él en la cárcel, con lo que no podrían sospechar nada; o sí, qué más daba, no podrían probarlo. Si todo salía bien, con corregir las anotaciones como si fuera un error estaba resuelto.

Pobre Denis, arriesgarse por él. A veces le parecía ver en ella un cierto parecido con él. Pero aquella mujer seguía creyendo, esperando, confiando. Le faltaba crueldad y rebeldía. Debía asegurarse de que no le pasase nada, no se lo merecía.