Capítulo XXI

Un dispositivo policial puede fallar por muchos motivos. Nada se puede confiar a la suerte, pues no se trata sólo de que se consigan los resultados deseados, sino también de que nadie salga herido. Se haga como se haga, los afectados y la prensa lo van a criticar, así que ha de pensarse en la seguridad nada más. Si el detenido ve una posibilidad de resistencia, podrá plantearse utilizarla. Pero si no ve posibilidad, se entregará tranquilamente. Siempre es mejor una crítica por exceso de efectivos que asumir la responsabilidad de haber causado heridos. Si para culminar el operativo va a ser necesaria autorización judicial, habrá de coordinarse bien lo que se va a hacer con el juzgado, pues aun estando preparado, siempre se producen retrasos desesperantes.

Las investigaciones sobre Constantino Rodríguez arrojaron sorpresas inesperadas a la investigación. Se trataba de un armador conocido. Limpio en antecedentes, pero siempre sospechoso de «andar a las drogas», como se dice por la costa. Todo casaba con el entorno de Pablo Dios y su captura con un cargamento de cocaína meses antes de su muerte. Constantino no había sido detenido, ni figuraba entre los sospechosos, así lo habían confirmado los hombres del GRECO. Pero eso no significaba nada. Siempre los había más listos o más hábiles que otros. Y lo que es más importante, su perfil encajaba a la perfección en las piezas que faltaban por esclarecer para la Policía. Para Marcos y sus hombres, las investigaciones sobre Tino Barcos le aportaban un dato que, pendiente de confirmar, podía apuntalar las investigaciones sobre Aníbal Caamaño. Los barcos de Constantino esporádicamente trabajaban para las empresas de Aníbal.

El dispositivo planteaba complicaciones. Había que detener al sospechoso con el teléfono encima para tener alguna prueba contra él, pues no estaba a su nombre, e inmediatamente hacer un registro de su domicilio y oficinas, antes de que alguien de su entorno pudiera destruir pruebas. Pero hasta que se le detuviera con el teléfono, no se podía solicitar el auto de entrada y registro. Y desde que se solicitase hasta que llegase la comisión judicial para entrar podían pasar horas. Había que tener todo preparado y coordinado para que fuese el menor tiempo posible, y además intentar que nadie se diese cuenta.

Los días de lluvia es difícil hacer esperas porque nadie se para en la calle bajo un paraguas. Aunque caían chuzos de punta, había que aguantar en la acera como un adolescente aguardando a su novia, pues no podían salir de un coche y acercarse corriendo al objetivo para no llamar la atención. Era necesario aproximarse con naturalidad. Tino solía bajar a tomar el café siempre a la misma hora y el momento se acercaba. Sólo faltaba que el día de perros le quitase las ganas. Por suerte, la fortuna sonríe a los buenos. Asomó la cabeza para comprobar lo evidente, y contemplando la torrentera puso cara de desagrado. Se ajustó la trenca y se ocultó bajo la capucha disponiéndose a correr pegado a los portales. Marcos marcó el número a toda prisa para que no tuviera tiempo de alcanzar la cafetería. Los instantes transcurrían y la carrera, aun con pequeñas paradas para esquivar canalones, iba llegando a su fin. Apenas unos metros le separaban de la puerta cuando algo le detuvo. Rebuscó en los bolsillos y miró la pantalla. El sonido seguía. Devolvió el teléfono al bolsillo. El timbre cada vez era más claro. Tino tanteó en otros bolsillos y por fin localizó el terminal. Examinó la pantalla y con cara de desagrado cortó la llamada. Miró a su alrededor con desconfianza y guardó el teléfono. Cuando se disponía a seguir sus pasos, Manolo le alcanzó y, tapando lo máximo posible la escena con el paraguas, le exhibió la placa.

—¿Constantino Rodríguez?

—Sí.

—Guardia Civil, acompáñeme por favor.

Antes de que tuviese tiempo siquiera de reaccionar, con suave firmeza, Gabi lo cogió por el brazo.

—Guardia Civil. Está usted detenido. Suba al coche.

Begoña alcanzó al trío con el auto, y antes de que nadie pasase por el lugar, el vehículo salió discreta y lentamente hacia el cuartel. Marcos comprobó la calle. Revisó las ventanas. Aparentemente, nadie se había dado cuenta.

Si un juez pudiera ver lo que ocurre durante las detenciones, habría muy pocas sentencias absolutorias.

Constantino, durante todo el trayecto, intentó gritar para que se supiera que estaba detenido. Ya en el cuartel, durante la lectura de derechos, recitó una letanía errática de amenazas. «No sabéis con quién os estáis metiendo, yo con vosotros no tengo ni para empezar, mi abogada os va a poner firmes, esto os va a costar caro…». A la pregunta de si quería designar abogado o se le llamaría uno de oficio, Constantino, con una sonrisa de maldad, pronunció no sólo el nombre y apellidos, sino también el número de teléfono y dirección.

—Esa es mi abogada y quiero que la avisen inmediatamente.

—No se preocupe. Ahora mismo la llamamos. —Marcos mantuvo el gesto como si oyera un nombre cualquiera, pues no quería darle la satisfacción que el detenido buscaba, pero por dentro sintió una sensación de desagrado. Las diligencias se iban a complicar, y mucho.

Salió como si fuese a hacer la llamada y buscó al sargento de la zona.

—Necesito que me prestes un par de patrullas.

—Estamos muy escasos de efectivos. Veré cuántos coches tengo en la calle.

—Haz lo que puedas, por favor. Tengo que vigilar la vivienda y las oficinas de Constantino, pues si el registro se retrasa, nos las van a limpiar.

—¿Ha pasado algo?

—Sí. Mira qué letrada ha designado. —Y le mostró el nombre anotado en el papel.

—Ahora mismo te las busco.

Mientras en la sala del detenido este seguía con su exhibición de modales. —«¿Cuánto cobras? Es para calcular el tiempo que vas a tardar en pagarme los daños y perjuicios cuando te denuncie por detención ilegal…»—, Marcos llamó a la letrada.

En el atestado se anota todo. Hora a la que se leen los derechos, hora a la que se avisa al letrado designado, etc. Marcos no quería diferencia de tiempo entre ambas horas, para que la abogada no pudiese denunciar. Sólo esperaba que los guardias llegasen a tiempo para evitar la limpieza. Como era de esperar, la letrada aseguró que estaba en el juzgado, no dijo en cuál, y que iría en cuanto pudiese, el agente ya conocía el discurso. Preguntó si se iba a hacer registro, y Marcos le respondió que todavía no se había solicitado, por lo que no podía asegurar nada. Miró el reloj. A estas horas la letrada estaba llamando a la familia para avisar. Calculó de cuánto dispondrían y buscó a sus hombres.

—¿Habéis terminado con la solicitud de entrada?

—Sí, mi sargento. Está enviada por correo electrónico a Coruña. El teniente ya la tiene en su mano.

Marcos llamó al teniente y confirmó que circulaba camino del juzgado. Volvió a la sala del detenido, donde continuaba el rosario de improperios.

—Señor Rodríguez, su letrada está avisada y vendrá en cuanto pueda. Ha dicho que estaba en el juzgado. Le recomiendo que se calme. Vamos a realizar una serie de diligencias, y si todos colaboramos podremos acabar pronto. Supongo que esta situación le será molesta; a nosotros también. En su mano está terminar cuanto antes. Cálmese, deje en paz a los guardias y acabaremos en cuanto podamos. Ahora le vamos a llevar a calabozos para que pueda estar sin esposas, mientras no llega su letrada.

—Quiero su número de placa, y el de los dos gorilas que me secuestraron.

—No se preocupe, cuando llegue su abogada le daremos todos los números que quiera.

Tal y como había imaginado Marcos, los problemas no se hicieron esperar. La patrulla que había ido a custodiar la casa de Constantino llamó para avisar que la esposa y la hija pretendían abandonar el chalé con unas cajas llenas de efectos. Las estaban reteniendo, pero no paraban de gritar y causar problemas. Marcos se adelantó con un vehículo para tratar el asunto, mientras Begoña, con otro, recogía a la comisión judicial en el juzgado. Por suerte, los autos ya habían llegado por fax desde Coruña. Manolo y Gabi se encargarían de trasladar al detenido para que presenciase el registro. Cuando Marcos llegó, la letrada ya se encontraba allí. La discusión era violenta.

—A la orden, mi sargento —saludó uno de los guardias de uniforme.

—¿Cuál es el problema?

—Estas dos personas pretendían abandonar la casa con estas cajas y les hemos indicado que mientras usted o la comisión judicial no lo autoricen que no pueden sacarlas de aquí. Han intentado llevárselas por la fuerza y las hemos retenido. Ahora ha llegado la señora letrada y pretendía llevárselas ella.

—Eso no es cierto y presentaré denuncia —intervino la abogada—. Sargento, estos hombres están incurriendo en detención ilegal de dos ciudadanas inocentes y tendrán que responder de ello.

—Tranquilícese, señora letrada. —Marcos trató de mantener la cordura y no entrar en provocaciones—. Tenemos una orden de entrada y registro de este chalé. El detenido, su cliente, viene de camino con la comisión judicial. Está claro que no se puede sacar nada de la casa que pueda tener relación con el delito que investigamos.

—Eso no es cierto. Estas personas no están detenidas y pueden entrar y salir cuando quieran y con lo que quieran. —La letrada miró a sus clientas buscando animarlas y exaltarlas—. ¿O tampoco pueden llevarse la ropa que tienen puesta?

—La ropa que tienen puesta claro que sí, señora letrada. Ya le he dicho que únicamente no podrán llevarse efectos que puedan tener relación con el delito que investigamos. Es para evitar que destruyan pruebas o encubran un delito. En cuanto venga la comisión judicial, si lo que hay dentro de las cajas no tiene importancia, podrán llevárselo.

—Si les está acusando de encubrimiento, quiero que les lea sus derechos y las detenga. Si no es así, yo misma me las llevaré con las cajas.

—No les estoy acusando de nada todavía. Le estoy explicando a usted por qué tengo que impedir que se lleven las cajas.

Por suerte, la comisión judicial llegó a tiempo de evitar que Marcos sufriera una úlcera traumática. La jueza acompañaba a la secretaria. Debían saber qué letrada iba a asistir al detenido. Desde lejos, la señora magistrada ya intervino.

—¿Cuál es el problema?

—Este guardia ha detenido sin cargos a mis clientas, y lleva horas impidiéndoles que puedan acudir a sus trabajos. Sólo pretendían ir a trabajar.

—Buenos días, agente.

—Buenos días, señoría. Lo único que estamos intentando es que estas dos personas saquen estas cajas de la vivienda. Ellas pueden irse o quedarse, pues están perfectamente identificadas, pero sospechamos que al saber que se ha detenido al señor Rodríguez estén tratando de retirar pruebas.

—¡¡A nosotros nadie nos ha dicho eso!! —exclamó la abogada, interrumpiendo el diálogo entre la jueza y el guardia—. Además, eso de que las cajas han salido de la casa lo están inventando los agentes. Yo he visto que ya estaban en el vehículo.

—Señora letrada… —hubo de esperar a que se callase—, si las cajas estaban en el coche, el señor agente no necesita autorización de nadie para registrarlas.

—Eso no es así, para registrar el vehículo hace falta autorización judicial…

—¡Señora letrada! Aún falta mucho para la hora de comer, y aunque soy consciente de que esto se va a alargar más de lo normal, me gustaría poder cenar en casa con mi familia. Esto es un registro. Un acto material, no jurídico. La señora secretaria reseñará lo que los agentes vayan encontrando y cómo y dónde lo van encontrando y nada más. Procuremos no interrumpir y acabaremos antes.

—Quiero consignar protesta…

—Todavía no hemos empezado, así que las protestas las presentará usted por escrito donde proceda. Ahora la señora secretaria reseñará el DNI o número profesional de los presentes; en cuanto llegue el detenido, comenzamos.

—Necesito hablar con él antes de empezar. Y deseo hacerlo en privado.

—Lo hará después del registro. Para realizar un acto en el que no se puede hablar, o no se debería hablar, no es necesario entrevistarse con su cliente. Y lo que se recoge en el acta, o cómo se redacta el acta, es competencia de la ilustre secretaria, se lo anuncio.

La secretaria reseñó la hora de comienzo y la identidad de todos los presentes. Luego especificó el contenido de las cajas: veinte cajas de teléfonos móviles, algunas aún sin abrir. Sesenta mil euros en efectivo, en billetes de quinientos euros. Una caja de joyas. Y varias agendas. La letrada interrumpió de nuevo, pues quería que en el acta se hiciese constar expresamente que las cajas podrían no proceder de la vivienda. La presencia de la magistrada solventó las discusiones, dejando claro lo que iba a constar y lo que no y remitiendo a la abogada a presentar escritos con todo aquello que quisiese argumentar. Varias horas después, pero mucho antes de lo que habían calculado atendiendo al panorama inicial, el grupo salía para el cuartel con los efectos intervenidos y con el detenido. Cuando enfilaban la entrada, un fogonazo les anunció la presencia de fotógrafos. El vehículo que abría camino hubo de detenerse para no atropellar a los periodistas que se le arrojaron encima tratando de identificar a los que iban en su interior. Los objetivos se pegaban a los cristales, disparando ráfagas para retratar a todos los ocupantes, luego ya seleccionarían la que contuviese al esposado. Durante un instante la confusión detuvo la caravana, hasta que el guardia de puertas, ayudado por Manolo y Gabi que bajaron de los autos, apartaron a los congregados lo suficiente para que nadie resultase herido. Una vez dentro del patio, el problema fue contener a la prensa para que no entrasen. Incluso alguno lo intentó alegando que deseaba poner una denuncia.