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El limpiaparabrisas se afanaba por retirar el orballo del cristal, mientras en el reproductor Nina Simone, con un mismo ritmo cadencioso, lloraba porque el sol no brilla cuando ella se va. Beatriz recorría la autopista de peaje en peaje, respetando las recomendaciones de no superar los noventa kilómetros hora por el mal trazado, para celebrar un juicio en otra ciudad. Procuraba evitar dormir fuera de casa, si era posible, aunque ello significase levantarse de madrugada para ir sin prisas, sobre todo un día de lluvia como ese.
La semana transcurría intentando llegar viva al viernes, pues había que atender el despacho, acudir a juzgados, entregar escritos dentro de plazo, corriendo siempre de un lado a otro, y así, según pasaban los días, notaba que el depósito de fuerzas se aproximaba a la reserva. Las buenas noticias profesionales inyectaban ánimos y energía, y las malas lastraban el espíritu. Por suerte, el día anterior, por fin habían comunicado el auto de libertad provisional de Aníbal, y el éxito dibujaba una sonrisa en la cara de la abogada. «I know, I know, I know…». Bea tarareaba la canción dejándose encandilar por el hipnótico ritmo. Mientras, su mente pasaba de felicitarse por el éxito a repasar las alegaciones que llevaba preparadas para el plenario que le esperaba.
Como ningún juzgado dispone de parking público, Bea tenía uno localizado para no perder tiempo buscando aparcamiento. Ya dentro del edificio judicial, recogió la toga, buscó al cliente y se dispuso a esperar pacientemente en el pasillo la hora del juicio. Intentó mantener una conversación lo más agradable posible.
Un funcionario empujaba un carro de la compra con dirección a la sala de vistas. Esa suele ser la señal de que empiezan las sesiones de los juicios, pues el juez y el fiscal entran por otra puerta y no se sabe cuándo llegan. El lamentable transporte de expedientes venía cargado de tomos medio deshojados y oscilaba de un lado a otro del pasillo. Su peso obligaba al conductor a maniobrar para que enfilase correctamente el umbral de acceso. Una vez traspasada la puerta, esta se cerró. Aún pasó un tiempo antes de que el mismo funcionario saliera con un listado en la mano. Pronunció varios nombres, deteniéndose después de cada uno, a comprobar si alguien respondía. Una vez marcados los presentes, volvió a desaparecer tras una puerta que se cerró a su paso. Algunos letrados rellenaron el tiempo explicando a sus clientes lo que podía estar sucediendo, otros continuaron el hilo temporalmente interrumpido, y otros se limitaron a ignorar todo lo que les rodeaba. Después de unos interminables minutos volvió a salir el funcionario.
—¡¡¡Que pasen los señores letrados!!!
No suele ser una buena señal.
—Señores letrados, pasen por favor. —La magistrada repasaba una y otra vez las últimas hojas del expediente—. Me temo que no han acudido dos testigos. Estoy comprobando las citaciones y todo indica que en el domicilio que nos constaba en el procedimiento son desconocidos.
Aunque existe un servicio de comunicaciones, notificaciones y embargos, este sólo es para comunicaciones «importantes». El resto se hace por correo. Certificado para el acusado, ordinario para el resto. La lentitud de la justicia provoca que cuando se va a celebrar el juicio algunos intervinientes pueden haber cambiado de domicilio. Mientras advierten el cambio e intentan averiguar la nueva dirección, llega el día señalado para el juicio y faltan intervinientes. Tras mencionar los nombres de los testigos no citados, la jueza preguntó:
—¿De qué parte son testigos? No queda claro si podremos averiguar el nuevo domicilio. Lo digo por si pudiesen renunciar a ellos y celebramos el juicio.
—Son de la defensa, señoría —intervino Bea—. Están propuestos para acreditar que mi cliente estaba en otro lugar.
—¿Le son imprescindibles?
—Desde luego. Consultaré con mi cliente si conoce su nuevo paradero y trataré de facilitarlo al juzgado.
—Se lo agradecería. Lo siento, pero tendremos que suspender la vista.
Un rato para explicaciones. Un café con los clientes. Un repaso de todo el caso para tranquilizarles… Total, una mañana perdida.
Estas cosas no deberían pasar. Las comunicaciones tendrían que ser más ágiles y efectivas. Y si no logran localizar a alguien, comunicar el día anterior la suspensión de la vista y no el mismo día. Pero para todo eso habría que estar conectados con la partes por internet. Ciencia ficción, claro.
De camino a casa, mientras conducía, Beatriz recordó la patética imagen del funcionario empujando el carro de la compra con los tomos del procedimiento. En Coruña incluso se les puede ver por la calle, bajo la lluvia, desplazándose desde el edificio de juzgados al de la Audiencia y fiscalía. La imagen simbólica del penado que recorre las calles para escarnio y vergüenza públicas.
Citaciones por correo, comunicaciones en papel. Falta de conexión entre registros judiciales. A la justicia se le critica, censura, vitupera y reprueba. Pero habría que reconocerle el trabajo que hace, con los medios de que dispone, los mismos que el resto de las administraciones abandonaron ya hace décadas.
Sonó el teléfono. María desde el despacho le comunicaba que había llamado Aníbal. Le interesaba verla y preguntaba si podría pasar por la empresa para una entrevista. La verdad es que no tendría que desviarse mucho, y era tarde para acercarse al bufete. Ya no podría trabajar apenas nada. Así que le pidió a María que le llamase y avisase que iba.
Esta vez era Denis la que aguardaba en el parking a que Beatriz bajase del automóvil.
—Buenos días, doña Beatriz, gracias por acudir tan pronto.
—Estaba de regreso de un juicio que se suspendió y disponía de tiempo.
—El señor Caamaño está atendiendo a una visita de negocios y me ha pedido que me ocupe de usted mientras espera. No cree que sean más de unos minutos.
—No se preocupe, puedo esperar sola. No quiero interrumpirla en sus ocupaciones.
—¡Al contrario! Será un placer. Puedo enseñarle el edificio. Además, disponemos de un pequeño espacio, que seguro que le encantará. Aparte de un breve resumen de la evolución de la empresa, exponemos algunas obras de arte de la fundación.
La espera fue muy agradable contemplando cómo la empresa había pasado del sepia al color. Menos agradable fue la exposición de arte, en teoría para desgravar, por su anarquía y barullo. Pero le sorprendió una pequeña muestra de fotografía realmente subyugante. Docenas de retratos, tanto en color como en blanco y negro, captaban muy de cerca la cara de niñas, posiblemente impúberes, con una característica común: grandes ojos negros. Unas sonreían y otras mostraban un gesto enigmático, pero todas lucían con un brillo luminoso dos lunas de azabache.
—Veo que le gustan los retratos. —Denis interrumpió la contemplación de Bea.
—Todos los rostros contienen una delicada belleza inocente. Son cautivadores.
—Se sorprendería si supiera quién es el artista.
—No puedo imaginármelo.
—¡Aníbal Caamaño! —Denis aguardó con una sonrisa maliciosa que Bea pusiese cara de sorpresa para iniciar la exposición—: Como le indiqué, tenemos importantes filiales en Sudamérica, en especial para el sector de los túnidos. En sus viajes al continente, al señor Caamaño le gusta mucho fotografiar el rostro moreno de las pequeñas latinas. Afirma que tienen una magia tribal. La verdad es que es capaz de captar toda la belleza y la inocencia de estas pequeñas. Don Aníbal tiene una especial sensibilidad.
—Realmente me ha dejado sorprendida.
—¡Vaya! Veo que están admirando mis pequeñeces. —Aníbal se acercó con una sonrisa franca—. Seguro que Denis ha exagerado su belleza.
—Son verdaderamente hermosas —sonrió Bea, estirando la mano para saludar.
—Una pequeña afición, para conservar algo de alma humana en un mundo de tiburones. Supongo que le habrán ofrecido algo de beber.
—Sí, pero no deseo nada. Gracias.
—Bien. Si le parece bien, puedo continuar yo con la visita. Denis, si nos disculpas.
Con una leve sonrisa de despedida, Denis desapareció.
—Bien, señora letrada, ¿qué cree usted que podemos hacer contra ese juez?
—Sinceramente, nada.
—Esos no son mis planes.
—Ya le indiqué una vez que si no está cómodo con mi estrategia, puede prescindir de mis servicios cuando lo desee, pero yo marco mi camino.
—Si es cuestión de precio, ni se lo piense. Haré que le compense correr el riesgo de enfrentarse a un magistrado. Y para cuando acabemos con él, ya no le podrá hacer nada, se lo aseguro.
—Eso es una estupidez. A un juez no se le puede hacer nada.
—Supongo que Denis le habrá enseñado la pequeña exposición que tenemos sobre la historia de la empresa. —Volviendo sobre sus pasos, Aníbal se dirigió hacia aquel sector de la planta.
—Por supuesto, ha sido la parte más interesante de la visita.
—Y me imagino que le habrá mostrado el panel de empresas que se han ido fusionando con la matriz. —Aníbal señaló una exposición de marcas y nombres comerciales expuestas bajo el rótulo «Uniendo fuerzas».
—Sí, es impresionante la cantidad de sociedades que se han ido sumando al proyecto.
—¿Qué le parecería si le dijese que todas estas sociedades me las he comido con patatas y sus anteriores propietarios están muertos o en la calle? Esta es mi parte preferida de la exposición, son mis trofeos de caza. En vez de esos emblemas societarios, deberían estar las cabezas de aquellos empresarios que intentaron cruzarse en mi camino.
Una sonrisa lasciva iluminó la cara de Aníbal mientras hablaba. Su pelo casi al cero y un brillo siniestro en los ojos le conferían un aspecto amenazante, cruel, maquiavélico.
—Una licencia denegada que a mí sí se me concedía —continuó el empresario—. Una concesión que cambiaba de mano, una sanción inoportuna en una cuantía inasumible. Ninguna de esas empresas se fusionó con esta, con suerte me quedé con alguno de sus trabajadores, sus bienes me los adjudiqué en pago de deudas por un valor simbólico, sus patentes me las regalaron los liquidadores. Nadie que se haya cruzado en mi camino vive para contarlo.
—En justicia eso no funciona. —Bea trató de conservar la calma.
—Dígame la persona que hay que tocar y yo conseguiré el teléfono. ¿Cómo cree que se hizo todo esto? Cada plan implicó complicaciones, negociaciones, precios… La generosidad abre puertas, el dinero mueve voluntades. Hay que estar dispuesto a invertir mucho para hacer un buen negocio, y yo manejo como nadie el mundo financiero.
—Puede que el mundo empresarial sea así. O mejor dicho, puede que lo haya sido, pues están los juzgados llenos de sumarios por corrupción. Pero en el mundo de la justicia eso no funciona.
—Siempre hay alguien en la pirámide de mando con el precio marcado en la cara. Es cuestión de encontrarlo y pasar por caja. Si no es el decano, será el presidente, o el superior, o el Tribunal Supremo.
—Esa es la diferencia. No existen mandos entre los magistrados. Cada juez es independiente. Intocable.
—Siempre habrá alguien corrupto.
—Como en todos los colectivos humanos. Siempre hay corruptos y honrados, mejores y peores, listos y tontos. Pero cada juzgado es un mundo, para lo bueno y para lo malo. La carrera judicial no está hecha para colmar ambiciones económicas. Medios arcaicos, trabajo excesivo, proyección nula. Los que acaparan aspiraciones las colman con los pequeños puestos de libre designación, sin grandes pretensiones. La mayoría no aspiran a nada más que a una existencia tranquila sin inspecciones, ni expedientes.
—Puedo llegar hasta cualquier cargo de Madrid.
—Ya le he dicho que a ningún juez, por humilde que sea, le puede mandar un superior. Son inamovibles. Si el juez es normal, que será lo más probable, atacándolo lo único que se consigue es una condena segura. Se puede humillar a la justicia, condenándola a la pobreza y a la falta de medios, sobrecargándola de trabajo y exponiéndola a la crítica y al escarnio social, pero los políticos todavía no han podido convertirla en un perro amaestrado. Habrá corruptos como en todas las profesiones, pero sea porque nada tienen que ganar o porque ya no pueden perder nada, los jueces sólo obedecen a su conciencia. Más acertada o equivocada, eso se llama pluralidad, pero sólo a su conciencia.
—Yo no pienso lo mismo. Tengo más años que usted, he peleado en más batallas que usted, y no me va a enseñar ahora cómo funciona el mundo.
Beatriz subió al coche convencida de que sus servicios habían terminado. Volvía a llover tristeza lenta sobre el cristal, mientras Eva Cassidy hablaba con nostalgia de unos campos de oro, que le recordaron el pasaje del Quijote: «¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío!».
Beatriz se acordó de sus padres, esforzándose en sus oficios humildes para procurarle un futuro mejor, pero siempre desde el trabajo. ¿Dónde había quedado esa forma de pensar?, se preguntó. Qué poco nos duele este país que pisamos. Hemos olvidado la alpargata y el lino, el azadón y el sudor, con una amnesia repentina. ¿Qué importan las bajas si yo me hago rico? Ni rompiendo el juguete somos conscientes de que no se juega así. Salimos de la cueva para devorarnos al sol y ahora que volvemos al precipicio, demostramos que no hemos aprendido nada. En vez de purgar los parásitos que enfermaron nuestro cuerpo, cercenamos los órganos sanos. Sólo la justicia podría haber llegado a imponer la purga necesaria, tarde y despacio, claro, a la velocidad de sus carros de bueyes. ¿Y qué hemos aprendido? Que si lenta puede ser efectiva, es necesario domesticarla para hacerla manipulable. Domesticarla para que no pueda morder la mano del que pretenda meterla en la caja.
Bea recordó al funcionario tratando de controlar un carro de la compra con expedientes para poder avanzar por el pasillo camino de la sala…
Y sintió pena.