En 1567, el Consejo de la Suprema y General Inquisición, ante las noticias de redes de contrabando de libros en Galicia, ordenó que los inquisidores de Valladolid visitasen el reino. Tras meses recorriendo los pueblos costeros, el inquisidor volvió de vacío. Consciente de que el problema existía, aunque no se descubriese, décadas después, el Santo Oficio llegó a instaurar una red de inspectores para el control del comercio a fin de detectar la infección protestante, que se demostró totalmente ineficaz, por la corrupción generalizada de sus ministros, y la hostilidad tanto de la población como de la justicia civil que veía en las inspecciones un freno al comercio. La libertad religiosa puso fin al fenómeno.
Siglos más tarde sería la aparición de la droga, la falta de rentabilidad del comercio ilegal y el surgimiento de las marcas blancas lo que podría fin al contrabando de tabaco.
Aunque la fama del contrabando centró su atención en las Rías Baixas, la fuerza del mar, lo abrupto de la costa y lo escondido de las calas, situó la Costa da Morte como espacio idóneo para el tráfico ilícito de cualquier producto. Balleneras abandonadas, playas inaccesibles o acantilados escarpados y el constante mar embravecido de espuma blanca han sido testigos de múltiples noches de trajín y carreras.
El sol en la Costa da Morte no se oculta tras un accidente geográfico dejando tras de sí un resplandor; se pone lenta y majestuosamente como un dios que se retira a su Olimpo, empequeñeciendo por un instante el inmenso horizonte azul, inabarcable a la vista. Marcos contemplaba el fenómeno rodeado de peregrinos a los pies del faro de Finisterre. La pequeñez de las gaviotas que sobrevolaban las aguas calibraba la altura del precipicio que se abría a sus pies. Y la fuerza del cálido pero imprevisible sur parecía querer cobrarse un sacrificio de entre los que caminaban al borde de los peñascos, en honor al coloso que desaparecía.
Los días pasaban y seguían sin identificar a Alfeirán. Habían seguido a la menor, conocían sus costumbres, sus amigos, posiblemente su proveedor, pero ninguno de ellos respondía al perfil de persona mayor, ni tenía el apellido facilitado. Los posicionamientos del teléfono sospechoso les llevaban desde Finisterre hasta Camariñas, lo que constituía un arco excesivamente amplio y no les ayudaba nada. Habían comprobado el listín telefónico de personas cuyo primer apellido fuese Alfeirán, y de entre ellas seleccionado las que fuesen empresarios y además tuviesen antecedentes por tráfico o contrabando. El círculo se había cerrado, pero no tanto como deseaban. Si la cosa continuaba así, habría que solicitar la intervención telefónica para identificar al sospechoso, pero corrían el riesgo de que la considerasen prematura y se la denegasen.
Las luces del alumbrado se fueron encendiendo y el frío le hizo notar que llevaba demasiado tiempo sentado. Llamó a sus hombres que permanecían con el seguimiento para ver dónde estaban. Le indicaron el lugar y decidió acercarse. Quizás entre todos fuesen capaces de buscar una salida.
—¿Qué hace? —preguntó Marcos, sentándose a la mesa de una terraza.
—Lleva toda la tarde con ese tipo. Fumándose unos porros y bebiendo cerveza —contestó Begoña.
—De todos modos, hace un rato ha mandado unos mensajes y desde entonces ha mirado varias veces el teléfono como si esperase algo —comentó Gabi.
—¿Estará esperando a alguien? —aventuró Marcos.
—Si mis cálculos no me fallan, estamos a jueves, mañana toca reparto y debe de estar esperando mercancía. Es posible que los mensajes sean a su proveedor.
—Estoy de acuerdo con Gabi, sargento. Esta semana se le dio bien y debe de estar sin provisiones.
—Perfecto. Se me está ocurriendo una idea. Hay que llamar al sargento de la zona para que prepare un dispositivo de apoyo. Vamos a seguirla y tratar de cogerla justo cuando recoja la mercancía. Si somos capaces de pillar al proveedor, que se lo lleven ellos, pero de ella nos encargamos nosotros.
—¿Que pretende, sargento? —Begoña puso cara de sorpresa.
—Para empezar, si le quitamos la mercancía y el dinero, tendrá problemas para seguir con el trapicheo y acudirá a pedir ayuda. Si Alfeirán le pagó una vez por un favor, puede ser que acuda a él en busca de un préstamo o se ofrecerá a otro favor.
—Es una hipótesis —comentó Gabi.
—Lo que ya sería una lotería es que pudiésemos examinar su móvil y encontrar el número. Ver si los mensajes o el registro de llamadas nos aportan alguna pista más —continuó Marcos—. Llamo al sargento y nos vamos a los coches. Hay que estar preparados para cuando se levanten.
—Tranquilo, sargento. El colega de la niña tiene un coche tuneado que llama la atención a kilómetros. Será fácil seguirlo —sonrió Gabi.
—No creo que a recoger droga vayan llamando la atención.
—Nunca se sabe, sargento. Nunca se sabe.
Después de recibir un mensaje, los objetivos se levantaron y cogieron una discoteca con ruedas. Durante la primera media hora podrían haberlos seguido simplemente por la música. Luego, la cosa cambió. Ya no se oía nada. El conductor comenzó a realizar maniobras extrañas, pasando de ir por encima del límite de velocidad a circular casi parado, recorrer más de una vez una rotonda como si estuviesen perdidos o cambiar el sentido de la marcha. Todo indicaba que se disponían a un intercambio.
Aparcaron en un lugar transitado y tras bajarse del coche se separaron. Por suerte, contaban con suficientes agentes para poder dividirse. El recorrido no fue largo, pues tras deambular un rato, ambos objetivos entraron en el mismo centro comercial por puertas diferentes y se juntaron de nuevo. Se fueron directamente hacia un individuo que aguardaba en actitud vigilante y tras mirar alrededor sin llegar a saludarse, los dos varones se dirigieron hacia los lavabos.
Marcos dio la orden, y los hombres de apoyo entraron en el lavabo, mientras él y sus chicos vigilaban a la niña para que no se escapase. Tan pronto como vio que alguien entraba en los aseos detrás de sus amigos, la joven, disimuladamente comenzó a caminar hacia la puerta de salida mirando a todos lados. Los hombres del grupo de personas la rodearon con discreción. Cuando alcanzó la salida, Begoña se le acercó.
—Guardia Civil. —Exhibió la placa—. Discúlpeme, pero tiene que acompañarme.
—Yo no he hecho nada.
—Limítese a acompañarme. Gracias.
Los agentes del cuartel no tardaron en salir con los dos chicos esposados. La suerte acompañó y entraron justo cuando tenían el dinero y la mercancía en la mano.
Ya en el cuartel, y tras la llegada de la abogada de guardia y la madre de la menor, comenzaron las negociaciones. Begoña acompañaba al sargento haciendo las veces de secretaria e instructora respectivamente. Se habían abstenido de detener a la joven para tener una baza que jugar. Con tal de no pasar por calabozos o no ingresar en prisión provisional, los delincuentes están dispuestos a todo y cometen muchos errores. Pero es preciso que esté el abogado asesorándoles para que todo sea legal.
—Queremos dejar claro que todavía no está detenida —comenzó el sargento—. Dado la hora que es y lo lejos que estamos de Santiago, si la detenemos, tardarán horas en que llegue una patrulla de la autonómica para hacerse cargo de usted.
—Pues si no está detenida, nos vamos. Que nos citen del juzgado —intervino la madre.
—Estamos todavía exponiéndoles cuál es la situación —aclaró el sargento—. Después de que le expliquemos todo, consultarán ustedes con la señora letrada y decidirán qué quieren hacer. Lo que pretendo decirle, señora, es que el hecho de que no esté detenida no significa que no vaya a estarlo. Lo que le estoy ofreciendo es la posibilidad de irse a dormir a casa si colaboran un poco.
—No voy a decirles nada, picolos, no soy una chivata. Pueden llamar a la poli que venga a recogerme, que no quiero colaborar —exclamó la menor.
—No le pedimos que nos diga nada —calmó Begoña—. Escuche cuál es su situación antes de hablar. Por favor.
—Tenemos a dos individuos detenidos —recomenzó el sargento—. Los encontramos en el lavabo del centro comercial, y uno de ellos tenía en la mano un paquetito con treinta gramos de cocaína, cien de maría y cincuenta de hachís, y el otro lo que sostenía eran dos mil euros en billetes pequeños. Hace falta ser muy habilidoso para usar el servicio con eso.
—¿Y a mí que me cuenta? Se estarían haciendo unas rayas.
—Lo que le cuento es que le vimos llegar con el que llevaba el dinero, y en cuanto entraron los compañeros a detenerlos, usted trataba de salir con disimulo.
—Eso lo dice usted.
—Lo digo yo y cinco agentes más que les estábamos siguiendo.
—Pues si me seguían, verían que llegué sola al centro comercial y únicamente saludé a ese tío.
—Lo que vimos es que llegaron juntos en el Seat León que han dejado aparcado a un par de calles del centro.
—Sólo me acercó al pueblo. Pero yo iba a mi bola. No sabía que también venía al centro comercial.
—Lo que vimos es que pasaron la tarde juntos en Finisterre y que estuvieron esperando el aviso para venir. Si quiere, puedo indicarle horas, sitios y gestos.
La cara de la joven comenzó a cambiar ante las expectativas que se le avecinaban. Miró a la letrada por primera vez, como tratando de buscar una sugerencia de qué hacer. La abogada, que llevaba rato tratando de indicarle a la niña que se callara, por fin pudo hacerle un gesto para que se tranquilizase y aguardase en silencio que le expusieran el trato.
—Lo que tenemos o no tenemos podemos discutirlo otro día —intervino Begoña—. Ahora lo que tratamos de resolver es si es necesario detenerla, y que pase usted hasta bien entrada la madrugada aquí, esperando que la recoja una patrulla de la autonómica, o si podemos dejarla ir a casa y ya continuamos con las diligencias otro día.
—Como le decía —siguió Marcos—, lo que necesitamos comprobar es que no fue usted la que concertó la cita y la que realmente estaba comprando la droga. Para ello, lo único que necesitamos es registrarla para ver qué lleva encima y revisar sus teléfonos, para cerciorarnos de que no se hicieron las llamadas desde ellos. Si usted autoriza a que realicemos tales controles, delante de su madre y de la señora letrada, por supuesto, levantaremos acta y la dejaremos marchar. Así de sencillo.
—Tendré que pensarlo.
—Por supuesto. Ya le hemos dicho que le dejaremos consultarlo con su abogada y con su madre. Por cierto, señora letrada —el sargento cambió de conversación—, ¿será usted la que asista a los detenidos?
—Sí. Creo que mi compañero de guardia está con el teléfono apagado o ilocalizable. En principio, y salvo que declaren el uno contra el otro, podría asistirles yo.
—Lo digo porque, dada la hora, será mejor dejarles dormir y empezar mañana, si le parece. Puede que tardemos todo el día en hacer las diligencias, así que la detención podría alargarse dos noches. —El sargento trataba de animar a la menor a colaborar—. Ahora las dejaremos solas.
Fuera de la sala, en las oficinas, Gabi y Manolo apuraban los informes.
—Sargento —dijo Manolo—, ¿le importa si vamos a por unos bocadillos? Es que se ha hecho tarde y llevamos todo el día fuera.
—Esperen un momento que decida la menor. Si no tardamos, podemos tomar algo caliente antes de salir para Coruña.
—Habrá que preguntar a los compañeros de la zona, pero si tardamos un poco más puede que encontremos todo cerrado —intervino Gabi.
—¿En qué pueblo de Galicia no se come bien a cualquier hora?
—Agente. —La letrada había salido de la sala y llamaba la atención de Marcos—. La menor está de acuerdo en que revisen los teléfonos.
Begoña entró con la bolsa de las pertenencias de la menor y la volcó sobre la mesa. Luego abrió la carpeta y sacó unos folios con el encabezamiento del acta preparados. Rellenó los datos de día, hora, intervinientes, objeto del acta, y cuando tuvo todo listo, miró al sargento que esperaba para comenzar.
—Abra el teléfono, si es tan amable. —Entregó el primer móvil a la menor.
La chica introdujo la clave de desbloqueo y devolvió el terminal. El sargento comprobó las llamadas realizadas y se las fue dictando a Begoña, que anotó las mismas. Luego las entrantes. Después revisó los mensajes del último día y los WhatsApp. No había mensajes recientes. Y ninguna llamada reciente coincidía con el teléfono de ninguno de los detenidos. Con disimulo introdujo el teléfono que buscaban y el aparato no lo reconoció; no estaba grabado como contacto. Intencionadamente se quedó con el aparato en la mano y pidió que desbloqueara el otro. Hizo la misma revisión. La menor había borrado la conversación por WhatsApp con el proveedor. Parecía mentira que con lo joven que era estuviera tan resabiada. Introdujo el número, y el segundo terminal sí lo reconoció. «Tino Barcos» apareció bajo el número.
—Ábrame las carpetas de fotos para ver si entre ellas aparece alguno de los detenidos. —El sargento entregó el primer móvil, tratando de desviar la atención sobre él, quedándose con el segundo.
—¡Me opongo rotundamente! —intervino la letrada—. Las fotos son reservadas y afectan a la intimidad de mi cliente. Si quiere verlas, tendrá que hacerlo con autorización judicial. Había dicho sólo controlar el listado de llamadas y mensajes.
—Háblelo con su clienta. Puede que ella esté de acuerdo.
El sargento se dio la vuelta como para permitirles hablar sin ser oídas y Begoña se levantó para ponerse a su lado, como si esperasen una respuesta. En realidad, la agente había advertido la intención y tapaba a Marcos, que intentaba comprobar lo más rápido que podía las conversaciones por WhatsApp y sms entre Tino Barcos y la menor. Quizás podrían aportar algo respecto de la identidad del investigado. La sorpresa de Marcos fue desagradable. Los WhatsApp eran en su mayoría de connotación sexual, incluida alguna que otra foto de la niña del tipo sexting.
—Sargento. —La letrada había acabado de hablar con la niña.
Marcos aún no había finalizado y Begoña, al advertirlo, se le acercó al oído como si les estuviese hablando. El truco surtió efecto y la abogada aguardó a que acabasen de hablar. El sargento seguía cargando mensajes anteriores, pero ninguno apuntaba más datos. Ella le provocaba con fotos insinuantes y él la citaba en una cafetería. Siempre la misma. Ya no podían disimular más, así que cerró el teléfono.
—¿Han terminado, señora letrada? —Marcos hizo como si no hubiera oído nada.
—Sí, y nos negamos a mostrar ninguna foto. Necesitará autorización judicial, y si la menor queda detenida por eso, presentaré queja al juzgado de menores.
—De acuerdo. No se preocupe. Hemos terminado. En cuanto firmen el acta pueden marcharse.
Una hora después, en una taberna con vistas al mar, con los platos de pulpo, calamares y raxo vacíos, el grupo tomaba el postre mientras analizaban con el sargento de la zona los datos de que disponían. Tino Barcos podía ser cualquiera. Y desde luego, al sargento local no le sonaba ningún Tino Alfeirán que tuviera barcos. La cafetería, sin embargo, ya le sonó más. Estaba cerca de allí, en el propio pueblo de Finisterre, y pertenecía a un pequeño hotel. Todo indicaba que quedaban allí para subir luego a alguna habitación. Parecía que la menor tocaba todos los palos.
—Tenemos dos opciones —indicó Marcos—: Seguir a la niña para ver si contacta con Tino y le pide dinero, pero sin conocerle la cara puede hacerlo sin que nos demos cuenta, o intentarlo con la cafetería.
—Ahí os puedo ayudar —intervino el sargento de la zona—. Conozco a los dueños y son buena gente. Podemos decirle que alguien ha denunciado que en el hotel se practica la prostitución de menores y sólo queremos aclararlo.
—¿Y qué cree que sacará, mi sargento? —preguntó Gabi.
—Pues todo dependerá de cómo se desarrolle la conversación.
A las diez y media de la mañana siguiente, dos sargentos entraban en la cafetería de un pequeño hotel. Uno de paisano para pasar desapercibido y el otro de uniforme para que todos los vecinos lo reconocieran. Los pocos huéspedes del invierno habían desayunado temprano para iniciar sus excursiones por la monumental costa, y los parroquianos todavía no habían llegado para la hora del café. El dueño, tras la barra, leía el Marca tranquilamente mientras tomaba un café.
—¿Qué bueno le trae por aquí, sargento? ¿Hace un café?
—Estamos de servicio, Pepe. Gracias, pero ahora no. Necesito hablar contigo en privado.
—Aquí hay confianza, sargento, pregunte lo que quiera.
—No es tan sencillo, Pepe. Hazme caso, que es serio. Dinos dónde podemos hablar en privado.
—¡¡María!! ¡¡Vente a la barra, que necesito hablar a solas un rato con el sargento!!
—Pero si no hay nadie. A esta hora no viene nadie, así que hablad ahí.
—¡¡Que vengas, coño!!
—Si a la hora de las cañas no están hechas las tortillas, a mí no me grites. —María salió, secándose las manos.
Pepe salió de la barra y se sentó con los agentes en una esquina del local donde era imposible oírles.
—No me asuste, sargento, que no estoy para disgustos. —Aunque hablaba con el sargento de la zona, miraba a Marcos de reojo con desconfianza.
—Tranquilo, Pepe. Yo sé que eres hombre de bien, por eso estoy aquí, porque nos conocemos. Estos días anda por aquí un grupo de extranjería haciendo redadas contra la prostitución de extranjeras. Vienen de Madrid. Supongo que habrás visto algo en la televisión.
—Algo sí.
—Pues bien, entre las informaciones que traen, está un informe que asegura que en tu hotel trabaja una red de trata de blancas con menores rumanas.
—Está tolo, sarxento? No meu hotel[3]? —Su mirada reflejó auténtico temor.
—Sí. Traían orden de entrar a detenerte y registrar el hotel. Yo les he dicho que me dieran la información y trataría de aclarar las cosas. Que aquí eres conocido y si te detienen, te sacan esposado al cuartel y te registran el hotel, te hundirían el negocio para siempre.
—Por Dios, por Dios, pero cómo pode ser!!
—Tranquilo, Pepe. Aquí estamos nosotros para ver qué nos puedes aclarar y si nos contestas a unas preguntas, podremos intentar evitar que vengan.
—Mira, Pepe, ¿conoces a un tío que anda con menores que se llama Tino? Supuestamente, tiene varias y las trae a tu hotel. Piénsalo bien, que es importante. Si no me aclaras todo, no podré convencer a los de Madrid. Piénsalo despacio.
—Mala rabia vos coma!! Eu que vou coñecer!![4] —Desesperado se frotaba la cabeza y las manos, buscando qué responder.
—A ver, Pepe. Mira esta foto. Quizás te pueda ayudar. —El sargento de la zona le mostró la foto de la niña detenida el día anterior.
El rostro de Pepe se iluminó al ver una salida a su detención.
—Pero qué rumanas nin qué rumanas. Esta rapaza é de aquí!! O pai é cliente voso de toda a vida e a nai pouco menos[5].
—Ya, pero es menor —intervino Marcos con gesto enfadado.
—Perdone usted, agente. Lo que me refiero es a que esta joven, no sabía que era menor, es del pueblo. Que sus padres andan a la mala vida y la niña salió por el mismo camino. De vez en cuando viene por aquí, pero de prostitución nada.
—¿Y entonces quién es el tal Tino? Nos han dicho que es un tipo peligroso.
—¡¡Qué va a ser!! Es un hombre honrado. Con esta, más con otras dos, anda a las vueltas sin que se entere la mujer. Por eso viene aquí.
—Pues nos han dicho que trata con menores —siguió Marcos con más enojo.
—¡Pero si le es un empresario responsable! Tiene las oficinas aquí al lado. Es armador y tiene barcos al cerco y alguno al Gran Sol. Constantino Rodríguez. Su padre era alfarero y por eso a la familia les llaman os Alfeiráns.