Capítulo XVIII

Denis se depiló meticulosamente, poniendo especial cuidado en sus zonas más íntimas. Al terminar, entró en la ducha, dejando caer un abundante chorro de agua caliente sobre su cuerpo. Con el guante exfoliante comenzó un concienzudo enjabonado. Acudía al reclamo de Aníbal y quería estar perfecta. Imaginó el cuerpo de él y notó cómo su piel sonrosada por el calor y sensible por el roce reaccionaba con intensidad. Se detuvo pensando en reservarse, dado el poco tiempo que faltaba para el encuentro, pero sus poros respondían de forma descontrolada a la mínima caricia. «Mejor —pensó—, así me concentraré más en él», y descolgando el teléfono de la ducha, se encajonó contra la esquina buscando el equilibrio que necesitaría ante las convulsiones que se avecinaban.

Denis estaba exultante. Aníbal la había citado para que acudiese a verle, ¡a ella! Podía haber llamado a su esposa, pero la había escogido a ella. Haría que no se arrepintiese de la elección. Su piel aún conservaba un cierto rubor tras el secado, y mientras cumplía con el lento ritual de masajearse las cremas reafirmantes e hidratantes, se contempló en el espejo. Todavía estaba muy bien para su edad. Necesitaba algún retoque, sobre todo en los glúteos, pero aún mantenía viva la batalla contra la gravedad. Se sintió como una colegiala febril. Recordó cuando, siendo adolescente, se miraba desnuda frente al armario buscando los cambios que se producían. Calculando los que faltaban. Valorando el resultado.

Había tenido siempre muy claro que no terminaría con el cuerpo deformado por el trabajo y los hijos. Su madre aún acudía todos los días a la fábrica, con las articulaciones destrozadas por la artrosis, mientras peleaba en el juzgado por una incapacidad. Años de analgésicos que ahora ya no servían más que para perforarle el estómago, mientras esperaba paciente una sentencia que no llegaba. Ella había pasado por ese infierno. Botas de goma, guantes de goma, gorro y ridículo delantal. Lava pescado, destripa pescado, trocea pescado, coloca pescado… y luego horas frotándose con limón para arrancarse el olor.

Denis había conocido el infierno, pero en vez de dejarse embrutecer, aguantó la respiración, cerró los ojos y se concentró en una única meta: salir de allí. Por su dieciocho cumpleaños, cogió todo el dinero que no había gastado en ropa, cervezas y chicos, y se hizo su primera operación. Había tenido suerte, pues mientras a otras no les había quedado tan bien, después de tantos años ella apenas sufría una ligera asimetría. Se rio. Todavía no había conocido a ningún hombre que cegado por el deseo se parase a comprobar que sus pezones no estaban exactamente alineados. Pronto hizo notar sus cambios, y ese mismo verano el encargado la colocó en oficinas. La factoría en pleno condenó a Denis por haber cambiado la goma por el látex, pero se equivocaban. Sus planes de ascenso en la escala social no se limitaban a una sola planta. Es más fácil estudiar si no te duele el cuerpo de agotamiento, así que era el momento de centrarse en la formación y acudir al nocturno. Cierto que hubo de pagar su precio, es la ley del mercado, pero lo hizo de igual a igual y no como un simple trofeo. Y a la mínima oportunidad, cambió de empresa.

Nuevas operaciones, nuevos estudios la fueron alejando cada vez más de sus orígenes. Ahora apenas los recordaba. ¡Se había distanciado tanto de ellos! Y entonces llegó Aníbal. Denis mantenía una relación casi estable con el gerente casado de una empresa del sector. Su amante era el amo y señor de la sociedad, pues el dueño agonizaba en una residencia, mientras los herederos afilaban las garras para arrancar los despojos. El mismo día del fallecimiento, Aníbal llegó para el entierro y se quedó con la herencia. Antes de que nadie pudiera advertirlo, había engañado a todos y les había dejado en la calle, sin apenas haber desenfundado su chequera. Al amante aliado, que le abrió las puertas creyendo que así se perpetuaría en el cargo, ni le permitió que las cerrase tras de sí, pues acto seguido de ponerlo en la calle, le demandó por administración desleal arrancándole las migajas que había sisado durante años de laboriosidad. Cuando Denis calculaba los destinos de sus currículos, Aníbal la sorprendió. Se había encaprichado. Ella era la guinda del pastel y no estaba dispuesto a dejar bocado. Ella se mostró arisca y él le siguió el juego.

Encima de la cama Denis había colocado diferentes conjuntos, a cada cual más sugerente, dudando cuál escoger. Intentó recordar los preferidos de Aníbal y fue comprobando uno por uno que el efecto que producían era el deseado. Al final optó por un intermedio entre comodidad y seducción, pues estaría varias horas con él. Sonrió con malicia, siempre habría tiempo para los otros.

Aníbal no la había tratado como una tonta. La había colocado en un puesto cómodo, eso sí, pero con trabajo que hacer. Después de todo, era la jefa de ventas de la anterior empresa. Quizás porque ignoraba su pasado, quizás porque le gustaba el juego, Aníbal no fue directo en el ataque, sino que disfrazó la seducción de acercamiento profesional. Pero su despliegue era imparable. Al tercer viaje de trabajo, una de las habitaciones reservada quedó vacía. Todo había sido tan discreto, pero al mismo tiempo tan bonito. Aunque sólo fuera por unas horas, se sentía una dama con éxito en el trabajo y en el amor. Y todo gracias a Aníbal. Hoy le compensaría por todos esos momentos.

Denis se miró en el espejo. Estaba perfecta. Un maquillaje marcado pero sutil, un traje ajustado y sugerente pero sobrio, y debajo el fuego de los días de ausencia. Cogió su bolso y se dispuso a recoger los papeles que le había enviado Bea. Había pensado que aquella abogada era un peligro, una adversaria, una intrusa en su mundo, pero se había equivocado. Era un encanto. «Seguro que sabe perfectamente lo nuestro y, sin embargo, con qué cariño ha fingido que la cita era de trabajo», se dijo. El mundo parecía hecho para que pudieran quererse, aunque no fuera más que por dos horas. No importaba el sitio. Revisó los papeles, y entonces se miró otra vez en el espejo.

¡Dios mío! ¡Qué idiota! Se había vestido para un cóctel y a donde iba era a prisión. Se imaginó paseada por el patrio del presidio, como una cualquiera, para que los presos le escupiesen obscenidades y se masturbasen contemplándola. Aníbal la abofetearía. Se quitó el traje. Y rebuscó en el armario. ¿Qué se pone una para ir a prisión? Miró la hora. Se hacía tarde. Pensó en llamar a la letrada, pero descartó la idea. Qué le iba a preguntar: «¿Cómo me visto para un vis a vis?». Escogió unos vaqueros y un jersey. Añadió una camiseta debajo, pues el jersey marcaba mucho el sujetador de encaje. Se miró y le pareció aceptable. Una imagen normal y discreta. «Exacto, eso está mejor». En el espejo vio la imagen de Paula, la oficial, y se le heló la sangre. Cómo iba a acudir aquella diosa a la cárcel. Aníbal la llamaba a ella porque encajaba perfectamente en el inframundo en el que estaba. Intentó apartar la idea, pero no conseguía borrar la figura de Paula del espejo. Donde ella luchaba contra la gravedad, la esposa exhibía mármol, donde ella disimulaba un defecto, la señora de Caamaño lucía una perfecta desnudez. Cogió el bolso y trató de recordar los buenos momentos a solas con Aníbal.

Durante el viaje intentó refrenar los nervios. Qué diría al llegar: «Buenas tardes, soy la cita del señor Caamaño». ¿No la llevarían a su celda? No, claro, eso lo había visto en televisión. Irían a una habitación distinta. Pero antes de eso la cachearían. ¡Menos mal que había descartado los conjuntos más atrevidos! ¡Qué vergüenza iba a pasar! ¡Qué ridículo! Todos iban a pensar que era una prostituta. Esperaba no ver a nadie conocido. Bueno. No creía conocer a nadie en prisión. Pero qué tontería, ¿qué más daba lo que pensasen?

Hubo de detenerse a preguntar por el recinto penitenciario, pues se había perdido. Al final estuvo a punto de llegar tarde. Entró en el hall y no supo qué hacer. Estuvo un rato parada, pensando preguntarle a alguien, pero por allí no pasaba nadie. Descubrió la cafetería al fondo y poco le faltó de acudir a informarse, pero le pereció ridículo y sintió vergüenza. Entonces vio a un funcionario ponerse de pie tras el cristal de recepción, como si esperase que ella fuese a hablarle. Se dirigió hacia allí y se agachó para hablar a través del ventanuco.

—Tengo una cita.

—¿Es usted letrada o familia?

—Familia.

Aliviada, se separó para poner fin al interrogatorio. Había pasado el primer paso con solvencia. Miró a su alrededor y sintió frío. Baldosas, cristal y barrotes. Esperó que la habitación no fuese igual. Una funcionaria vino a buscarla. Llevaba un grueso anorak azul y un radio comando sobre una carpeta.

—Tiene que entregar el DNI en recepción.

Denis no se había dado cuenta de que el funcionario de dentro de la urna estaba intentando llamar su atención. Sacó su bolso y buscó la cartera.

—Lleva usted demasiadas cosas. No le podemos dejar pasar ni la pasta de dientes, ni el frasco de perfume, ni las tijeras… Será mejor que deje aquí el bolso y lo recoja cuando salga.

Medio aturdida se dejó llevar. Abandonó el bolso en una taquilla de formica y siguió a la funcionaria. Pasillo tras pasillo, se adentraban en aquel monstruo de ladrillo. Denis sintió miedo. Calculó que estarían en el medio del presidio, rodeadas de delincuentes. Miraba a su alrededor, y al paso de cada ventana escudriñaba en busca de alguien.

—Tranquila, en este lado del complejo ahora no hay presos.

Entró en una pequeña sala con una mesa en el centro. Sobre la mesa, una caja con guantes de látex y otra de kleenex. Sintió un escalofrío.

—Desnúdese y coloque la ropa sobre la mesa.

Una gélida sensación le erizó la piel. Se quitó el jersey y los pantalones. La funcionaria los revisó metódicamente. Se veía que estaba acostumbrada. Denis se hizo de rogar, por si se apiadaba de ella. Después de todo, tenía que percatarse de que no era una cualquiera. Pero al ver que la funcionaria la aguardaba con la mirada, continuó. El aire helado le mordió los riñones. Colocó la camiseta sobre la mesa y lentamente llevó las manos al broche del sujetador. Aún guardaba una leve esperanza de que detuviesen aquella tortura, pero no fue así. Entregó el sujetador y las bragas y esperó. La funcionaria se colocó unos guantes y le pidió que levantase los brazos. Se preparó para lo peor, pero fue piadosa.

—Vístase, por favor.

Si le hubieran dejado, Denis habría recogido la ropa de la mesa y sin ponérsela habría salido corriendo. Aquellas baldosas, aquellas paredes blancas, aquellos guantes… parecía que la arrastrasen a su pasado. Apuró lo que pudo para salir de allí.

La habitación intentaba no ser fría, pero a Denis le pareció gélida. Sobre un somier de metal, un colchón de espuma, y encima, unas sábanas dobladas y un preservativo. Denis se quedó sola sin saber qué hacer. Pensó que si Aníbal llegaba y la cama estaba sin hacer se enfadaría, así que se dispuso a colocar la bajera. El ruido de la puerta la aterró. Miró asustada quién entraba y por un segundo se tranquilizó al ver a Aníbal. No venía solo. Instintivamente colocó la sábana delante del pecho.

—Tienen ustedes dos horas. Si acaban antes, pueden llamar. —Y el funcionario se fue.

Aníbal corrió el pestillo y se volvió. Estaba horrible. La cabeza rapada y una herida en la sien. Los nudillos rojos y la mirada de animal.

—Aníbal —fue todo lo que acertó a decir.

—Denis. Gracias por venir. Sé que esto no es agradable. Pero te compensaré. De verdad. —Se acercó a ella y la abrazó.

Aníbal parecía desesperado. La abrazó como si quisiera comérsela con las manos. Denis prefirió pensar que parecía un adolescente desbocado. Apenas le dejó colocar la bajera. Sus manos buscaban sus pechos, su sexo, sus nalgas. Ella se sentó para quitarse los zapatos y el pantalón, y él le puso el sexo delante de la cara, ya estaba desnudo. Trató de calmarlo, de complacerlo como podía, mientras se quitaba la ropa, pero parecía excitarlo aún más. No esperó a que estuviese siquiera desnuda. La tomó casi con angustia. Agarrándose a ella como si fuera una tabla de salvación. Apenas pudo advertir qué pasaba y él había terminado. Miró el reloj.

—Era lo que había planeado. Tienes que perdonarme, pero calculé que si apurábamos el primero, aún podremos recuperarnos y volver a hacerlo con más calma.

—Sí, claro, Aníbal. No te preocupes.

Denis se levantó y colocó la sábana. Luego el almohadón. Y después se acurrucó junto a Aníbal.

—¿Cómo están las cosas ahí fuera? ¿Sigo teniendo alguna sociedad que dirigir?

—Las empresas no tienen problema. Apenas nadie se ha dado cuenta de que no estás. A algunos socios extranjeros les hemos dicho que estás de viaje de negocios y así vamos cubriendo tu ausencia. Las ventas siguen y mientras no haya que diseñar una estrategia nueva, el negocio marcha solo.

—Al final va a resultar que funcionan mejor contigo que conmigo —dijo, y la besó.

—No te burles de mí, hago lo que puedo. —El beso era sincero y Denis se sintió halagada. Necesitaba algo de mimos entre tanto infierno.

—No es burla. Es en serio. Cuando salga te compensaré todo el esfuerzo que estás haciendo. Eso sí, si veo que has intentado robarme la empresa tendrás un severo castigo. —Y jugando trató de azotarla.

Denis se pegó mucho a Aníbal pues el frío le estaba helando la piel. No quería ponerse la camiseta para que a él no le pareciera mal. Aníbal entendió que le buscaba de nuevo.

—Espera un poco. Aún hay tiempo. —Volvió a besarla.

—¿Saldrás pronto? La abogada tiene muy buena pinta.

—No sé qué pensar de ella. Tiene cojones, pero una mujer no puede hacer el trabajo de un hombre.

—Eso no es cierto.

—Ciertos trabajos, sí, pero otros… Donde esté un abogado de traje y puro… ¿Cómo va a hacer más caso un señor juez a una mujer que a un hombre? No tienen el mismo peso.

—Te equivocas. Para empezar, la mayoría de los jueces son mujeres. Y cuando queremos somos más astutas que vosotros. Pero ahora no es momento de discutir eso. En serio, Aníbal, ¿cómo lo ves?

—Todavía estoy estudiando la situación. Cuando vea cómo le va con la fianza, me lo pensaré. No estoy seguro.

—Pues a mí me gusta.

Denis fue incapaz de sentir nada esa tarde. Cuando Aníbal miró el reloj y vio que era el momento, intentó agradarle, pero sólo sintió frío. El lugar era horrible, y al mirar la puerta, le daba la sensación de que en cualquier instante podría entrar alguien. Con suerte un funcionario para llevárselo, pero también podría ser un preso para violarla, o varios. Denis permanecía atenta a los sonidos como la primera vez que viajó en avión. Con la tensión de tratar de comprobar, en un mundo desconocido, que todo va bien. Sospechando que cualquier ruido significa que está ocurriendo algo malo. Necesitaba aterrizar. Tocar un suelo seguro. Sabía que no se sentiría aliviada hasta que saliese de allí. Al terminar, Aníbal se quedó unos minutos encima de ella, abrazándola y juntando las mejillas. Denis lo agradeció por el calor físico y humano que le transmitía aquel gesto. Muy bajito, Aníbal le susurró:

—Cariño, necesito que me hagas un favor.

—Dime, amor.

—Quiero que hagas unas transferencias. Por si necesitamos huir.

—Claro, cariño, claro.

Una vez en la calle, Denis corrió al coche. Un nudo en el estómago le imponía la necesidad de salir de allí. Oscurecía. Mientras caminaba, miraba a su alrededor con miedo a que un preso saliese y la asaltase. Sentía terror de quedarse encerrada en aquel infierno. Dentro del auto, cerró las puertas sin atreverse a mirar si había alguien escondido en el asiento de atrás. Arrancó con prisa y trató de llegar a un lugar habitado. Al pasar por el pueblo, se detuvo al lado de un bar con luz y gente. Bajó e intentó respirar para tranquilizarse.

Ya en casa, con la puerta bien cerrada, se dio una ducha ardiendo. Se frotó con furia. No conseguía quitarse el frío.

Todavía estaban sobre la cama los conjuntos y la ropa que se había probado para el vis a vis. Los cogió y los tiró sobre un sofá. No tenía ánimo para doblarlos y guardarlos.

Se miró en el espejo. ¿Realmente había escapado de su pasado? Se sintió derrotada y se acostó.