Capítulo XIV

Hoy en día está generalizado el uso de Smartphones incluso entre menores de edad. Dichos dispositivos tienen la ventaja de que además de permitir la comunicación de voz, como un teléfono convencional cualquiera, proporcionan el acceso a la red y con ello la recepción y transmisión de datos. Es decir, como llevar un ordenador en el bolsillo. Su popularización llamó enseguida la atención de las grandes multinacionales que vieron en el fenómeno no sólo un nicho comercial directo, consistente en la venta de terminales y accesorios telefónicos, sino un mercado virtual ilimitado. El mercado más jugoso de los dispositivos móviles no está en lo que compramos los usuarios, sino en lo que no nos damos cuenta que nos venden.

¿Desde cuándo el ser humano, que patenta y factura incluso los medicamentos necesarios para salvar vidas, regala algo? Pues el mercado virtual está infestado de programas, aplicaciones y productos sin gasto alguno. La palabra gratis simplifica mucho la reflexión respecto del coste del producto, y millones de personas al día marcan la casilla «acepto» sin meditar en absoluto sobre las consecuencias.

No entro, por lo amplio del tema, en el control comercial o ideológico de la población a través de las redes y las aplicaciones. Pero sí quiero detenerme a reflexionar respecto del control de datos. La inmensa mayoría de las aplicaciones gratuitas almacenan y transmiten datos, no se sabe muy bien a quién, respecto de nuestra identidad, localización, adquisiciones, gustos, incluso nivel económico e intelectual. Se puede saber si un producto es rentable antes de fabricar el primer envase. Y lo que es mejor, si la previsión ha fallado, se puede incluso condicionar el gusto de las personas para corregir el error de cálculo.

La situación objetivamente considerada no puede criticarse, pues el ser humano es libre de comprar y vender lo que quiera. En España la gente adquiere paquetes de veinte unidades con rótulos que ponen que su contenido mata. Lo que es lamentable es que la misma información que se permite a las grandes multinacionales obtener, gestionar y comercializar en masa y sin control se considera privada e inaccesible cuando es la Policía bajo el control judicial la que pretende utilizarla para esclarecer crímenes. Para que una unidad investigadora pueda conseguir los posicionamientos de un teléfono —los mismos que su titular ha facilitado sin saberlo a varias multinacionales, que a su vez se los cederán a otras sin que nadie vea inconveniente—, y con dichas localizaciones esclarecer una violación o un asesinato, será necesario que obtengan la autorización de un juez, y que la compañía telefónica no opte por la vía fácil de alegar que ya no los almacena.

No es muy difícil imaginar qué ocurre con los restantes datos como mensajes, fotos, números de identidad que enviamos a través de nuestro teléfono. Y sin embargo, nadie hace nada.

El cuartel de Lonzas se preparaba para el fin de semana. Los que no tenían servicio se despedían al pasar, interrumpiendo la concentración y acentuando en Gabi la sensación de que se le estaba haciendo tarde. Llevaba todo el día analizando los datos que habían enviado las compañías telefónicas, y quería terminar el informe antes de marcharse. Para el día siguiente las predicciones habían anunciado que el mar estaría practicable y quería aprovechar para hacer surf. No había sacado la tabla desde antes incluso de irse a Madrid, y no podía perder la oportunidad, pues ya anunciaban la llegada de otra borrasca.

Había tardado días en introducir en una hoja de Excel todos los datos que habían enviado, y ahora que los tenía completos, se trataba de comprobar concordancias. Ver a qué teléfonos habían llamado los sicarios apresados, quién les había llamado, averiguar si había algún número que se pudiera utilizar para identificar a otros implicados. Analizar los posicionamientos de los teléfonos y ver el recorrido de los investigados. Si estaban juntos o separados, qué itinerario siguieron… Cualquier cosa que pudiera llamar la atención o aportar un hilo que seguir.

Los primeros datos fueron reveladores. Los cinco sospechosos de Madrid habían estado en Galicia dos veces. Pero mientras en la primera ocasión se habían dividido en dos grupos, tres habían estado en la zona de la Costa da Morte y dos en Coruña, en el segundo viaje no se separaron. Primero estuvieron en Coruña, si bien el día que supuestamente habían asesinado a Pablo y a su esposa, sus teléfonos no estuvieron operativos, y al día siguiente, por la noche, reaparecían los cinco en Carballo. Tras permanecer allí tres días, volvieron a Madrid. Los movimientos de los detenidos confirmaban su presencia en Galicia y por tanto reforzaban los indicios contra ellos, junto con la posesión del arma homicida. Con relación a ellos, los flecos estaban bien atados. El tráfico de llamadas era muy escaso en esos teléfonos. Apenas hablaban con nadie. Los números que habían comprobado resultaron ser hoteles, restaurantes o algún club de alterne. Quedaban algunos pendientes de identificar, pero poca información se esperaba de esos datos.

Ahora estaba tratando de verificar las coincidencias de los números que aparecían el día del asesinato en la zona de Porteliño. La informática ahorraba horas y horas de trabajo, pues con tablas se acelera exponencialmente la revisión. Y de repente saltó un número. Pendiente de identificar. Revisó si lo tenía anotado por algo, pero no, no le había llamado la atención hasta ahora por nada. Revisó la tabla, coincidencias… ¡Hombre! Al día siguiente del asesinato… teléfono a identificar con… llamada entrante a uno de los presuntos asesinos cuando estaban en Carballo. El teléfono de alguien que había estado en Porteliño la noche de los asesinatos había llamado al día siguiente a uno de los sicarios, justo cuando reaparecían. ¡Y otra vez dos días después!

Miró el reloj en la esquina de la pantalla. Se había hecho un poco tarde, pero podría acabarlo antes de irse. Llamó a casa para avisar que todavía se quedaría un poco más y mandar un par de besos a los niños. Cuando llegase ya estarían durmiendo. Si se apuraba, aún podría entregarle el informe en mano al sargento.

—Mi sargento, ¿da su permiso?

—Dígame, Gabi.

—He terminado el informe de los teléfonos incautados.

—¿Y nos dan algún dato?

—Uno muy interesante. Es posible que exista otra persona implicada en el asesinato y descuartizamiento. —Puso el informe con los cuadros de llamadas encima de la mesa y se dispuso a mostrar los resultados—. Este número aparece la noche de los hechos en Porteliño. Tiene tres llamadas, así que debió de permanecer allí algún tiempo. Al día siguiente es la primera llamada que recibe uno de los supuestos asesinos que detuvimos en Madrid, cuando ya estaban en Carballo. Y dos días después se repite la llamada. En las dos hay conversación. El primer día un par de minutos. El segundo día apenas treinta segundos.

—Perfecto. Otro hilo de que tirar. ¿Sabe si el teléfono puede ser de Aníbal?

—No tenemos dato alguno por ahora.

—De acuerdo, Gabi. Puede retirarse. Este fin de semana prepararé el informe para el juez y el lunes a primera hora le solicitaré oficio para obtener todos los datos de ese teléfono. Espero que la compañía nos pueda dar todavía las llamadas y posicionamientos.

—Tratándose de un asesinato suelen tomarse más en serio las peticiones.

—Eso espero, Gabi. Buen fin de semana.

Miles de espejos chispeantes reflejaban sobre el mar el sol del amanecer. A través de un banco de nubes medias desharrapadas en jirones, se colaban haces de sol naranja todavía. Aquella visión era la viva imagen de los rayos divinos proyectándose sobre la tierra. Bea murmuró: «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza». Y sonrió.

Los temporales habían dado una tregua aquel día y, tras la tormenta, el aire era limpio, fresco, puro. Beatriz hacía tiempo paseando por el jardín mientras esperaba ser atendida por la esposa de Aníbal. Había venido temprano con la esperanza de acabar pronto y poder estar de vuelta en casa para comer. Los fines de semana le apetecía desconectar y disfrutar de la familia. Un camino de blanquísima grava, bordeado de cuidado césped, se escalonaba gradualmente según incrementaba el desnivel, hasta rematar en escalones de piedra que se enterraban en la arena de una minúscula cala.

—Doña Beatriz. —Una voz sonó a sus espaldas. Era la empleada que la había acompañado hasta el jardín para que aguardase—. Doña Carmen la recibirá ahora.

Beatriz creyó haber oído mal el nombre, pues había entendido que la esposa de Aníbal se llamaba Paula. Pero se limitó a seguir en silencio a la sirvienta. En un porche soleado la esperaba una señora de mediana edad, con las gafas colgadas al pecho y una agenda en la mano. Definitivamente, aquella no era la esposa del señor Caamaño.

—Buenos días, doña Beatriz, doña Paula no podrá recibirla hoy, pues su agenda está completa. Me envía para que le entregue personalmente todo lo que usted me pida. Le ruega que la disculpe. —Tras dejar tendida una mano muerta para que se la masajease, con la misma intensidad señaló una silla de jardín del otro lado de la mesa. Bea agradeció el sol en la cara—. ¿Desea tomar algo?

—No, gracias, seré breve. No pretendo importunar a doña Paula, pero creo que determinados aspectos personales del señor Caamaño debiera tratarlos con ella en persona. Se trata de conseguir su libertad.

—Por supuesto que comprendemos lo importante que es defender al señor Caamaño, estamos desoladas y no dejamos de pensar qué hacer por don Aníbal, pero doña Paula tiene un desfile la semana entrante en Londres y su preparación le supone un esfuerzo agotador. Ahora mismo está completando sus nueve horas de sueño, luego tiene masaje tonificador, desayuno, sesión de gimnasio, sauna… —Carmen leía la agenda, abierta por la página marcada con un bolígrafo de Swarovski, mientras sujetaba las gafas delante de los ojos sin ponérselas. Las dejó caer sobre su abultado pecho y alzó la vista—. Como ve, es imposible encontrar un hueco por pequeño que sea.

—Me hago cargo. —Beatriz dudó por un instante cómo enfocar el tema.

—Esta situación ya ha perjudicado muchísimo la carrera de doña Paula, precisamente ahora que se encuentra en su punto culminante. Claro que don Aníbal no tiene ninguna culpa, el pobre es víctima de una injusticia cruel. Todo esto es una locura. Por eso ella ha de permanecer concentrada en su trabajo. Es lo mejor que puede hacer por él. Usted dígame que necesita y haré lo que esté en mi mano.

—Verá, quería confirmar determinados aspectos personales de don Aníbal, como son su número de hijos, cuántos conviven con él, qué pensiones de alimentos pasa a sus esposas e hijos, y cosas similares.

—Sin problema. Verá, don Aníbal tiene cinco hijos. Tres de su primera esposa, y dos de su segunda. Con doña Paula no tiene hijos propios. Como llevan poco tiempo y sus trabajos los mantienen tan ocupados…

—¿Podría tener una copia de las sentencias de divorcio o de los convenios reguladores? Necesito conocer qué régimen de visitas se ha establecido, qué cantidades abona don Aníbal y en qué concepto.

—La verdad es que… —Carmen se había puesto las gafas y sostenía el bolígrafo en la mano sin saber qué anotar— no sabría dónde buscar esos papeles.

—Puede que doña Paula sepa dónde se guarda una copia o quién pueda tenerlos.

—Es que doña Paula… —Carmen parecía totalmente perdida, como si no entendiese de que le estaban hablando.

—Discúlpeme, doña Carmen. —Bea trató de ayudarla—. Usted pregúntele a doña Paula si conoce dónde se guardan los papeles relativos a los divorcios de don Aníbal o si sabe qué letrado llevó los procedimientos. Podría contactar con él y pedirle una copia si ustedes me lo autorizan. Es simplemente eso.

—Es que doña Paula no va a saber nada de eso… Doña Paula es una persona muy ocupada con su trabajo, y don Aníbal estaba siempre atendiendo a sus negocios. De hecho, doña Paula ni siquiera vive aquí. Tiene un apartamento en el hotel Meliá. Como comprenderá no tiene tiempo de ir y venir a la ciudad. Esta casa es más del gusto del señor Caamaño. Por eso dudo mucho que conozca dónde guarda sus papeles don Aníbal.

—Usted pregúntele de todos modos, doña Carmen. —Bea tenía la sensación de hablar con un contestador automático—. Necesito saber las cargas familiares del señor Caamaño. Si lo desea, puede facilitarme un correo electrónico y le enviaré un listado de los documentos que necesitaría.

—Sí, claro, le daré una tarjeta. —Extrajo una de un bolsillo de la agenda y se la tendió a Bea—. Ahí tiene mi correo y mi teléfono.

—Muchas gracias. Le daré una de mi despacho, por si consigue algo.

Se levantaron en dirección a la salida. Bea ojeó superficialmente la tarjeta antes de guardarla. Carmen Meijide, manager assistant. «Qué bien —pensó—, ahora ya sé lo que es un manager assistant». Ya en la puerta, cuando se disponía a despedirse, Carmen la detuvo, como si su mente entendiera ahora las preguntas que le había formulado.

—No sé si se refiere a lo que usted me pide, pero don Aníbal se hace cargo del colegio de los niños de doña Paula. Son de su primer matrimonio. Están internados en Suiza. Y también abona la residencia de la madre de doña Paula, que está en Alicante. Es que aquí el clima… usted ya sabe.

—¿Y dispondríamos de esas facturas? ¿La domiciliación bancaria de esos cargos?

—Creo que todo eso lo lleva Denis, la secretaria de don Aníbal.

—Precisamente ahora he quedado con ella. Se lo preguntaré. Muchas gracias, doña Carmen, y disculpe las molestias.

Bea se giró para evitar tener que estrechar de nuevo aquella mano muerta y quedarse con la sensación de haber agarrado una pescadilla congelada. «Espero que Denis sea una secretaria y no una manager assistant, o me temo que voy a perder la mañana», pensó mientras entraba en el coche.

Miró la hora en el iPhone. Tenía un WhatsApp: «Niños bien. Tq. Nos vamos al parque. Avísame cuando vuelvas». Las diez y media y no había empezado. Mandó un icono de corazón y dejó el móvil en el salpicadero.

Las oficinas de la empresa parecían funcionar a medio gas, pero seguramente era debido a que era sábado y en este tipo de compañías no debían abundar los pedidos urgentes de mercancía. Mientras buscaba entre las plazas del aparcamiento una que guardase el equilibrio justo entre distancia a la puerta y no molestar, vio acercarse al coche una figura pequeña, con una bata de color indefinido, que a pasos cortos y apresurados trataba de decirle algo. Bea dudó si estaba entrando en zona prohibida, así que bajó la ventanilla para ver qué pasaba.

—¿Es usted la letrada?

—Sí, vengo a ver a…

—Deje el coche en aquella plaza y sígame, si es tan amable.

Y tras una apenas perceptible inclinación de la cabeza, comenzó a correr con los mismos pasos cortos y ligeramente oscilantes hacia la parte frontal de la plaza señalada. Como si aparcar fuera ensamblar una nave espacial, con los brazos le iba indicando la maniobra, distrayendo a Bea que no sabía si mirar al amable coordinador de aparcamiento o a los mandos del vehículo y al espacio que tenía por los lados. Según bajó, se le acercó directo, y con una reverencia similar a la anterior, le pidió que le siguiera y comenzó a andar, mirando en todas las direcciones como si estuviese robando algo. Beatriz trataba de ajustarse la chaqueta sin que se le cayesen la carpeta y el bolso, y seguir al mismo tiempo los pasos de su guía. Atravesaron el recibidor como si hubiera fuego en la calle y cogieron un ascensor. Ya en la última planta, Bea pudo ver que el acompañante se relajaba e intuyó que lo que no quería era que los trabajadores que pudiera haber allí la vieran a ella. Cogió el teléfono para verificar que estuviera en vibrador y encontró otro WhatsApp: «¿Quieres comer fuera o preparo el pescado?». Se disponía a contestar.

—Aquí no hay cobertura. Tendrá que esperar a salir fuera.

El ascensor daba directamente a una especie de antedespacho, desde el que se accedía sin apenas separación a una sala de reuniones. Cruzaron ambas estancias más despacio y tras bordear la mesa de recia madera, se acercaron a una puerta. Aquel hombrecillo llamó y acercó la oreja como si no oyese bien. Sonó algo ininteligible que entendió como autorización, y entreabrió la puerta colando la cabeza.

—Ya está aquí.

—Que pase. —Esta vez sí se oyó claramente la voz desde dentro del despacho.

—Por favor. —El guía se hizo a un lado, inclinándose, para que Bea entrase.

—Muchas gracias. —Bea le sonrió como despedida y se giró hacia la persona que se le acercaba impetuosa.

—Doña Beatriz.

—Doña Denis. —Bea pudo apreciar con nitidez el gesto de sorpresa de su interlocutora al sentirse llamada por su nombre.

Las manos se estrecharon con fuerza, como si aquel gesto de amabilidad fuese en realidad un ritual para establecer una jerarquía física.

—Por favor, póngase cómoda. —Denis le señaló una silla frente a la mesa, mientras ella se dirigía al lugar supuestamente de Aníbal—. ¿Desea que le traigan algo, un café, un agua, un refresco? Si quiere algo más fuerte, podría servírselo.

Zapatos altos de plataforma, medias con raya alineada a la perfección y una falda de tubo con raja lateral, tan ceñida que se apreciaba con claridad la blonda de las medias y el tanga brasileño. Camisa holgada, cruzada, ligeramente transparente para que se apreciase el encaje del sujetador y se disimulase la gordura. Peinado y maquillaje excesivos. Parecía que se había vestido para alguno de los Rodríguez. Sólo faltaba un varón entrado en años con traje a rayas para que aquello fuese lo más parecido a una escena de novela negra con tipo duro y mujer fatal.

Bea trató de ocupar la silla que le ofrecían, pero advirtió que era para sentarse y charlar nada más. La tapicería era demasiado blanda y no había espacio en la mesa para apoyar la carpeta. Aquello estaba bien para acomodarse con un whisky en la mano y charlar de negocios afablemente.

—Disculpe, Denis, espero que no le moleste, pero necesito tomar unas notas durante nuestra conversación y, si no le importa, preferiría que ocupásemos la mesa —dijo Bea, señalando una pequeña mesa de reuniones.

—¡Por favor! —Denis estaba demasiado forzada en todo, incluso en amabilidad.

—Lamento causar molestias, pero es que tengo que escribir una minuta de lo que hablamos.

Mientras caminaban hacia la mesa, Bea notó que Denis desde atrás la recorría inquisitivamente con la mirada. Cuando se sentaban dirigió la vista con descaro a su escote, y luego se detuvo un tiempo en su cabello, como tratando de entender por qué una mujer puede llevar el pelo corto.

—Usted dirá.

—Si lo desea, podemos tutearnos. —Bea trató de romper un poco la tensión—. Después de todo, tendremos que estar en contacto, al menos mientras don Aníbal permanezca en prisión. —Aquellas palabras endurecieron de nuevo el gesto de Denis.

—Ya me han dicho los letrados del señor Caamaño que le facilitase algunos datos. Estaré a su disposición las veces que haga falta.

Bea vio claro que Denis intentaba ser desagradable. La única explicación lógica era que la veía como una adversaria por su condición de mujer. Todo indicaba que le había costado mucho hacerse la reina de aquel territorio, y no estaba dispuesta a ceder la corona sin que corriese la sangre. Seguro que cuando la miraba estaba calculando si era del tipo de las que le gustaban a Aníbal.

—Bien. Intentaré importunarla lo menos posible. Empezando por el final. He estado esta mañana en el domicilio de don Aníbal, pero no he podido obtener ningún dato respecto de sus cargas familiares. Ni qué pensiones abona a sus hijos, ni de qué régimen de visitas disfruta. ¿Sabría usted cómo conseguir una copia de las resoluciones o qué letrados los llevaron para que me ponga en contacto?

—Yo misma le haré llegar una copia de esos documentos. —Viéndose sorprendida por sus propias palabras, trató de justificarse—: Dispongo de acceso a los mismos, pues soy quien se encarga de comprobar los pagos.

—Magnífico. Lo que pretendo es acreditar que de la libertad de don Aníbal depende la subsistencia de diversas personas, entre ellas varios menores. —Beatriz se mostró cercana en un intento de romper el hielo de su interlocutora—. Si me pudiera facilitar las sentencias o los convenios reguladores cuanto antes… Mi intención es presentar la petición de libertad este mismo lunes a primera hora.

—Puedo hacérselo llegar esta misma tarde, si me facilita una dirección donde entregárselo. —La actitud de Denis se volvía colaboradora por momentos, como si la libertad de Aníbal fuese para ella más que importante, necesaria.

—Me han indicado que asimismo es el señor Caamaño quien sufraga los gastos de los hijos de su esposa doña Paula y de la madre de esta.

—Así es. —El asentimiento con la cabeza, unido a un rictus de desaprobación, dejaron claro a Bea que tal circunstancia era desagradable a Denis—. Aníbal sufraga diversos gastos de doña Paula, entre ellos los de su familia.

—Pues todos aquellos que podamos justificar documentalmente y acreditar como gastos de subsistencia serían interesantes para reforzar la petición. Gracias.

—¿Tratamientos de desintoxicación incluidos?

—Por supuesto. ¿De algún familiar directo?

—Olvide lo que le he dicho. Se lo ruego. ¿Adónde quiere que le haga llegar los documentos?

—Le daré mi teléfono y cuando los tenga listos avíseme. Yo le indicaré un lugar para la entrega, seguramente en la zona de la plaza de Vigo. Si no le cojo a la primera llamada, envíeme un mensaje para que vea que es usted.

—No se preocupe por el lugar; si no se los puedo llevar yo, alguien lo hará. —La actitud hostil había desaparecido—. Cuente con ellos esta misma tarde.

—Bien. Pasemos a lo que en principio era el objeto de mi entrevista, los cargos del señor Caamaño. ¿Me podría indicar cuántas empresas tiene, los cargos que ocupa en ellas, empleados de cada sociedad y volumen aproximado de facturación? Mi intención es enfocarlo desde la perspectiva humana. —Bea trató de corresponder con trasparencia a la nueva actitud de Denis—. Es decir, indicar que mantener en prisión a don Aníbal pone en peligro la subsistencia de numerosas familias.

—Por ese lado tampoco habrá problema. Elaboraré un dosier hoy mismo con todas las empresas del grupo. ¿Qué documentación sería necesaria?

—Supongo que con una copia de las escrituras notariales de los poderes en cada sociedad será suficiente. Si necesitase otra cosa, se lo haría saber.

Mientras caminaban hacia la puerta, Beatriz advirtió que Denis incluso había cambiado su forma de andar, más relajada y armoniosa ahora, sin marcar tanto los gestos, y parecía intentar ser amable. Y de repente, cogiéndole la mano, entre pregunta y súplica, le inquirió:

—¿Podrá sacarlo de esta pesadilla?

—Haré lo que esté en mi mano.

«Definitivamente, debo de ser demasiado delgada para el gusto de Aníbal», pensó Bea.

Una vez en la calle, miró el teléfono y lo puso en modo sonido depositándolo sobre el salpicadero. Se disponía a arrancar cuando silbó varias veces anunciando mensajes.

«Nos vamos para casa, ¿tardas mucho?». «Preparé pescado. Se hace tarde y mejor comer en casa». «Niños comiendo, yo te espero. Avisa cuando salgas». Miró el reloj. Se le había hecho un poco tarde. Aún tenía que comer y quería estar pronto en el despacho para preparar la petición de libertad. Si acababa rápido, todavía podría descansar mañana.