Capítulo X

Como nadie quiere una prisión cerca de casa, los centros penitenciarios se encuentran en medio de la nada. Beatriz llevaba más de veinte minutos cruzando bosques de eucalipto y praderías, plantaciones de abetos y abedules con dirección a Teixeiro, tratando de imaginar cómo sería el preso al que iba a entrevistar. La detención de Aníbal Caamaño relacionándole con el asesinato y descuartizamiento de al menos dos personas había sido un auténtico escándalo periodístico. Fundador de una de las mayores industrias conserveras gallegas y actualmente accionista mayoritario de la misma, Aníbal formaba parte de lo más selecto de la sociedad. Su biografía couché se compadecía poco o nada con un crimen execrable, y a falta de respuestas, la libertad de prensa había barajado todo tipo de posibilidades infundadas, desde el omnipresente «ajuste de cuentas por asunto de drogas» a los más imaginativos pertenencia a una secta o trama sexual. El tema parecía tremendamente complejo, pues estaban implicados unos sicarios, también apresados. En principio, podría pensarse que todo estaban por esclarecer, pero sin conocer el sumario, toda afirmación era inventada.

Decía Risco que el dinero atrae al dinero con una fuerza directamente proporcional a su cantidad y sin importar la distancia. Quizás por ese motivo, en las primeras imágenes de Aníbal detenido, este aparecía con los letrados de uno de los despachos más caros de España. Antes de que las redadas por corrupción salpicaran la planta judicial, acompañarse de un letrado de postín dejaba clara la inocencia del «patrocinado» y aseguraba, en el peor de los casos, una fianza hacia la libertad. Pero después de que infinitos paseíllos de artífices del pelotazo acabaran en furgones camino de las rejas, todo indicaba que es la inocencia y no el letrado el que garantiza salir a la calle. En el caso de Aníbal, parecía que el traje a medida sólo había supuesto un incremento de precio en el billete hacia la celda.

Consciente de que las noticias de prensa no son más que un reflejo lejano de la realidad, Beatriz no prestó especial atención a los comentarios periodísticos, y a los pocos días la falta de datos apagó los ecos. Habían pasado semanas desde la detención cuando la sorprendió la llamada de un antiguo cliente, pues hacía años que no habían tenido el más mínimo contacto. Su relación letrada-defendido había sido tensa, pues en todo momento le había dejado claro que la elección de Bea como abogada era impuesta. Ella siempre pensó que el problema era su condición de mujer y su edad. Conseguida una pena mínima, al menos había tenido el detalle de pedirle disculpas por no haber confiado en ella desde el principio. Ahora acudía únicamente para pedirle un favor: que se entrevistase con el empresario en prisión, pues podría estar interesado en contratarla como letrada. La discreción que imponía su profesionalidad hizo que obviase toda pregunta relativa a qué relación podría unir a un capo de la droga con un empresario, pero antes de que pudiese hacer sus cábalas, el interlocutor trató de aclarar el tema con un lacónico: «Que conste que yo a este señor no lo conozco de nada; sólo tenemos un amigo común».

Una vez abandonada la carretera general, ya en el desvío hacia el presidio, el silencio parecía inundarlo todo. Dos solitarios vehículos ocupaban una inmensa explanada preparada para albergar cientos. Daba la sensación de ser la entrada a un polígono abandonado. Las ruedas del auto giraron lentamente sobre el asfalto y Bea pudo sentir con nitidez el crepitar de la gravilla. La inmensidad de espacio la hizo dudar dónde y en qué sentido dejar el coche, pues los dos que había no guardaban orden alguno. Casi dejando que la inercia la guiase, frenó cerca de la puerta de acceso. Antes de bajar, se preocupó de esconder en el coche el teléfono, la cartera, cogiendo sólo el DNI y todo lo que pensó que llevaba de valor. Al salir notó el viento húmedo en la cara, y aun este parecía no silbar sonido alguno. Mientras se dirigía a la puerta se abotonó bien la cazadora pues el frío era intenso, y se colocó una gruesa bufanda alrededor del cuello. Un hall vacío, con la placa de su inauguración, la condujo a la cabina de control, donde tardó en localizar con la vista al funcionario de guardia. Se aproximó al ventanuco que el funcionario abría para oírla y agachándose pronunció un lacónico: «Letrada. Vengo de visita», al tiempo que entregaba el pase del Colegio de Abogados. Como si romper la quietud fuera contra las normas, el funcionario recogió el pase y comprobó la identidad con el DNI, respondiendo únicamente con una amable sonrisa. Tras ello, fue a buscar una credencial. Mientras le entregaba la tarjeta, se produjeron las primeras frases.

—Debe dejar el teléfono en las taquillas que hay en la sala contigua y ahora vendrán a buscarla. Gracias.

—Ya he dejado el teléfono en el coche. Muy amable.

Siguió al funcionario como una autómata, tratando de escuchar alguna voz del interior, pero no oyó nada. Grandes cristaleras le permitían contemplar muros y barrotes, alambradas y vallas, pero ni una sola figura humana. ¿Cómo era posible que allí hubiese más de mil personas viviendo? Mientras esperaba a que llegase el preso, Bea colocó la bufanda en el asiento. Miró a su alrededor y comprobó que todas las restantes cabinas estaban vacías. Mejor, pensó, más discreción. Recordó las primeras veces que había entrado en penitenciarías, el miedo a que apareciera un preso en cualquier estancia la asustaba. Después de todo, los funcionarios van desarmados. La aterraba quedarse sola en aquellos pasillos vacíos, pues le daba la sensación de que podía salir cualquier delincuente y ella era mujer. Ahora sólo era incomodidad y respeto, pero quizás esa desazón acentuaba la sensación de frialdad. Por eso ponía siempre una bufanda en el asiento, para aislarse del espíritu gélido de aquella inmensa mole.

—Viene usted muy recomendada, así que espero que no me defraude. Ya me han dicho que no me fiara de las apariencias, que cuando la viera actuar cambiaría de opinión, así que le daré una oportunidad. Téngalo en cuenta. Tiene usted que sacarme de aquí inmediatamente.

Beatriz se disponía a interrumpir, pero desistió porque Aníbal no la iba a escuchar. Ni siquiera había esperado a que el funcionario se marchara para comenzar a hablar. Aquel hombre era el típico empresario hecho a sí mismo, que había empezado desde muy abajo y sin apenas formación. Al más puro estilo protestante europeo, era de los que creía que su éxito en los negocios significaba que era un elegido por Dios y todos debían reconocerle tal condición. Le daba igual que el funcionario lo oyese, o quizás incluso quería que el funcionario le escuchase para dejarle claro quién era. Así que la única opción era esperar que acabase y se dignase conceder la palabra.

—Me han asegurado que usted es la única que puede sacarme de aquí. Por el dinero no se preocupe, lo que sea con tal de conseguir la libertad, lo que sea, ¿me ha entendido? Como comprenderá, yo no voy a dejar un despacho como los Rodríguez para irme con una abogada sin nombre, no se ofenda, si no me hubieran asegurado que usted me iba a arreglar esto. Después de todo, los Rodríguez, todo el mundo lo sabe, tienen contacto con muchos jueces y cuando entran en un juzgado más de un magistrado se pone firme. Y hablando del juez. Cuando salga de aquí quiero ir a por él. Quiero que pague por haberme metido en la cárcel. Quiero querellarme contra él. Así que si ve que no va a ser capaz de hacerlo, me lo dice y busco a otro. Pero quiero que todo el mundo vea que esta acusación es una infamia.

Mientras hablaba, Aníbal miraba a Bea examinándola con descaro, como si la fuera a comprar. Aunque su discurso era muy desagradable, ella era consciente de que a Aníbal Caamaño, preso preventivo, lo que se le pasaba por la cabeza en ese preciso momento era peor. Casi le oía pensar que dejar a los Rodríguez era un error, que a ella sólo la usaría para un apaño sexual, y gracias. Bea se mantuvo indiferente esperando su turno y cuando él se paró como invitándola a hablar, le respondió con una sonrisa elegante.

—Señor Caamaño, no sé lo que le habrán dicho, pero lo mejor que puede hacer es olvidarlo. La única persona que puede sacarle de aquí es el juez que le metió, o la Audiencia a través de un recurso. El resto son palabrerías. En cuanto a otros despachos, no voy a decirle lo que pienso porque no le importa, lo único que le diré es que, como empresario de la conserva, usted sabe mejor que nadie que el envase y la publicidad son clave para vender, pero si lo que quiere es calidad, ha de mirar el contenido.

Beatriz hablaba despacio, con tranquilidad. Quería dejarle claro que no le amedrentaba lo más mínimo, y que no iba a permitirle manejar la situación. Ella era la técnica, y si no iba a tener las riendas, no iba a quedarse allí.

—Estoy aquí porque me han pedido que me entreviste con usted —continuó—, pero eso no quiere decir que vaya a llevar el asunto. Primero veré lo que hay, luego le diré cómo lo veo, si me interesa le haré un presupuesto, y si usted está conforme con el precio y las condiciones, entonces le llevaré el caso.

Aníbal miró hacia atrás para comprobar que el funcionario se había ido y estaban solos. Le había dado igual que escuchasen lo que él decía, pero no quería que oyesen cómo alguien lo ponía en su sitio. Verse solos pareció tranquilizarle.

—Lo que hay ya se lo he dicho. —Aníbal Caamaño mordió las palabras con rabia—. Usted tiene que conseguir que yo salga en libertad. Con o sin fianza, me da igual. Si consigue eso, pensaré que los que me la recomendaron tienen razón y valoraré la posibilidad de que sea mi abogada en el juicio. Mejor iremos paso a paso.

—Señor Caamaño, seguro que usted no tendrá problemas para encontrar a alguien dispuesto para actuar a su dictado. Si quiere hacerlo así, hágalo, pero no conmigo. Yo primero estudio el procedimiento y luego diseño una estrategia. Y desde luego, la finalidad de mi intervención sería conseguir que usted salga absuelto de la acusación de asesinato, no que salga ahora con fianza y luego le condenen.

—Pero es que todo esto es un error. Yo no tengo por qué estar aquí. No tengo nada que ver con la muerte de esos desgraciados.

A Beatriz no le quedó claro si empleaba la palabra desgraciados como sinónimo de desdichados o de miserables. Lo que sí le iba quedando claro es que su actitud arrogante iba bajando, pero sin ceder.

—Ese juez sólo quería salir en los periódicos —continuó—, y la Policía ya sabe usted que se lo inventan todo.

—Yo lo que sé es que el fiscal que estaba allí, y que no le conoce a usted de nada, pidió prisión para usted. Algo debió de ver en la causa. Que el juez que estaba allí, y no le conoce de nada, acordó su prisión. Algo debió de encontrar en su contra. Y por lo que alcanzo a imaginar, los recursos que han presentado sus letrados han sido desestimados. Luego en algo se habrán fundado cuando le privaron de libertad. Esto es nuevo para usted, así que le aconsejaría que escuchase a quien conozca bien este mundo, sea yo u otro abogado, y se dejase aconsejar antes de cualquier decisión.

Aníbal Caamaño hizo ademán de levantarse, y luego se acercó al cristal, como si quisiera clavar sus palabras.

—Tengo en la empresa los mejores abogados del mundo. Puedo contratar el mejor despacho de España. Y si está usted insinuando que tengo algo que ver con este crimen, no puede ser mi letrada. La he llamado porque me la han… —dudó un poco— porque me la han recomendado mucho. Pero yo no soy un tonto al que pueda engañar cualquiera. Si quiere el pleito, comience por sacarme de aquí. Si no puede, no me haga perder el tiempo.

—Si alguien le asegura que puede conseguirle la libertad le está mintiendo. Sólo puede intentarlo. Yo sí que no le voy a engañar, ni a intentarlo siquiera. Cuando vea el asunto le diré qué se puede hacer.

—Le daré una oportunidad. Después de todo, no pierdo nada con escuchar qué pretende. —Se le veía muy contrariado, como obligado—. Dentro de dos días me dirá lo que piensa hacer; si me convence, la dejaré ser mi abogada. —Y se levantó.

Ya en el coche, se abstuvo de encender la radio para no romper la quietud. Un amplio vacío la separaba de la primera población habitada. «Supongo que para los que trabajan aquí todo esto será normal, incluso tranquilo —pensó—, pero los que venimos sólo de vez en cuando necesitamos huir antes de convertirnos en estatuas de hielo y quedar atrapados para siempre en este lugar». Cuando sintiese de nuevo la calidez y la actividad del bufete, realizaría las llamadas oportunas para conseguir una copia del sumario.