Un discreto vehículo de color oscuro sorteó las casas del pueblo intentando pasar desapercibido. Tras recorrerlo con naturalidad, el auto serpenteó por la estrecha pista que, descendiendo hasta el borde del mar, conducía al camposanto. El desapacible día, ventoso y húmedo, mantenía alejados a paseantes indiscretos, por lo que nadie advirtió la visita. Al final del camino, una estrecha explanada había sido asfaltada, habilitando un pequeño aparcamiento y separando así la arena de aquella recóndita cala de la entrada al cementerio. El coche se detuvo y dos jóvenes bajaron apresuradamente. Mientras uno comprobaba el entorno, el otro se dirigió a una puerta de atrás y la abrió. Un hombre descendió con flores entre las manos.
—Esperadme aquí.
Los restos de Pablo y Carmen habían sido llevados a su Arousa natal, a la pequeña aldea que les había visto nacer. El hombre se asomó a la reja y, tras comprobar que no había nadie, entró. Flores marchitas, recostadas amontonándose sobre la lápida y coronas desmadejadas por el viento indicaban la tumba de los desgraciados. Víctor no hubiera necesitado de aquel signo tan claro, pues conocía todas las sepulturas y a muchos de sus moradores. Se aproximó con lágrimas en los ojos, dejó el ramo lentamente y posó su mano sobre la piedra tratando de transmitir una caricia de afecto. Echó una mirada a su alrededor para refrescar los recuerdos de nichos conocidos, y constató que, pese al tiempo transcurrido, nada había cambiado allí dentro.
—Hola, Carmen, hola, Pablo… Lamento no haber llegado a tiempo. —Se levantó el cuello de la cazadora e introduciendo las manos en los bolsillos se encogió buscando abrigo—. ¡Menudo día tenéis hoy! Ya sé, ya sé… normalmente esto es soleado y se está bien, y en cuanto llega el buen tiempo, la cala se llena de gente tomando el sol y niños jugando y es muy agradable… Incluso desde aquí se puede ver a las mariscadoras en los arenales… qué me vais a decir… pero hoy…
Víctor cerró los ojos y volvió al pasado. Buscando una imagen que le alejara de aquel día gris, recordó la primera noche que sus padres le dejaron salir. Eran las cacharelas de San Juan y no había horario. Sardinas, música, alcohol… En aquel tiempo, las pandillas se iban formando con amigos del instituto, que presentaban a conocidos de otros institutos y, poco a poco, con unos que se quedaban y otros que abandonaban, se iban configurando grupos más o menos homogéneos. Si tenías moto o coche, podías entrar en cualquier pandilla, y lo mismo si eras guapo o tenías dinero. Y luego estaban esos días de fiesta en que todo el mundo salía con todo el mundo y se podía aprovechar para conocer gente nueva. Esa noche conoció a Carmen. No se había fijado en ella antes, pese a que eran de la misma aldea. Pero en esa fiesta, mientras casi todo el mundo daba rienda suelta a sus hormonas y aprovechaba el alcohol para adormecer complejos, Víctor se sorprendió descubriendo el amanecer con tres personas con las que charló como nunca antes había hablado con nadie, de sus miedos a quedarse en el pueblo, de su temor a pasar la vida arrastrando redes como su padre y de sus sueños de un futuro lejos de allí. Lo mejor de todo fue que los cuatro hablaban porque querían, porque era lo que les apetecía, más que ligar o beber.
De Pablo ya era amigo, pues sus padres pescaban juntos, y a Aníbal lo conocía todo el mundo, pues era el típico chaval alto, bien parecido y con éxito en la vida. Empezaron a coincidir con relativa frecuencia y, cuando lo hacían, trataban de apartarse del resto y quedarse los cuatro solos para poder volcar todos sus pensamientos con libertad. Se revelaban cosas que ante cualquier otro les hubiera dado vergüenza y compartían planes hasta ese momento reservados. Aquellos encuentros eran como una terapia que les ayudaba a sentirse seguros, a darse fuerzas y ánimos en su empresa de abandonar los limitados horizontes que conocían. Y así hasta que un día, en medio de una conversación, Aníbal empezó a insinuar que tenía una propuesta que hacerles. Le daba demasiadas vueltas al tema, para lo directos y francos que eran con todo lo que se decían, hasta que Pablo le interrumpió en seco: «Si lo que te molesta es incluir a Carmen en lo que tengas que sugerir, no cuentes conmigo, o ella está o yo no». Aníbal no estaba acostumbrado a perder nunca, ni siquiera a que le llevasen la contraria, pero extrañamente cedió al instante, e incluso disimuló afirmando que no se trataba de eso. Su sonrisa incómoda delataba que mentía. «No, hombre, es simplemente que me proponen algo arriesgado y no sabía cómo plantearlo».
Víctor no había pensado en Carmen como mujer hasta ese momento. De hecho, cuando quería estar con alguna, procuraba quedar con otra gente. Era muy joven para relaciones estables y este grupo era para hablar de cosas serias. Un escalofrío le recorrió el estómago, pues de repente se sorprendió pensando que si algún día tenía que envejecer al lado de alguien, le gustaría que fuese con Carmen. Miró a sus amigos y advirtió que ambos habían sentido lo mismo antes que él y, también antes que él, habían tomado posiciones. Nunca había advertido nada negativo en su relación, pero en aquel instante se percató de una grieta que podía acabar con ella. En el fondo de su estómago, también quería que los otros dos desaparecieran.
Se trataba de bajar a una cala cercana a la noche siguiente para descargar cajas de tabaco. Una importante cantidad de dinero por unas pocas horas de riesgo. Los cuatro conocían el lugar y sin haber decidido aún si irían o no, se encontraron allí, repasando todos los senderos de salida de la cala y aprendiéndolos con los ojos cerrados para huir de noche si aparecía la Guardia Civil. La adrenalina que les ardía en las venas tomó la decisión por sus neuronas.
A la noche siguiente, cada uno llegó por separado a la playa donde ya había un grupo de gente. Alguien que parecía el jefe les indicó que dos personas vigilarían los cruces cercanos por si aparecían coches. Si daban la alarma, debían dejar las cajas y salir corriendo, y si alguien les cogía, se limitarían a decir que venían de bañarse. Les ordenó esconderse entre los matorrales y esperar la señal. Una vez juntos y acurrucados, los cuatro amigos se miraron en silencio. Ya no parecía tan divertido como el día anterior, ya no era una aventura emocionante. Ellos eran unos jóvenes ingenuos y asustados, y el resto, tipos con cara de delincuentes. Por un momento Víctor se alegró del aspecto masculino de Carmen, pues llegó a temer que si descubrían que era una mujer, decidiesen violarla y matarlos. La cara de preocupación y miedo era evidente y se dio cuenta de que algunos individuos de los más cercanos comenzaban a mirarles mal. Entonces ocurrió un milagro. Aníbal y Pablo comenzaron a hablar… «Pensábamos que con las pocas cajas que vamos a descargar pagarían menos»; «Sí», respondió el otro siguiendo la corriente; «Normalmente trabajamos para tipos con descargas más grandes y pagan lo mismo», les contestó alguien, y al rato, entre susurros, se estableció una conversación de camaradería entre todos.
A la señal convenida salieron corriendo, formaron una hilera hasta la orilla, y las cajas fueron pasando a las furgonetas, que se marchaban con las luces apagadas.
El dinero se esfumó en apenas una semana, pero no les importó porque después de esa noche vendrían otras. Aquella propuesta, que por un momento llegó a poner en peligro su relación, al final les unió más. Ya no sólo hacían planes en el aire de cómo salir de allí y mejorar su vida. Sentían que con su secreto estaban trabajando para ello, aunque por el momento únicamente estuviesen trabajando para pagarse los vicios. Tenían toda una vida por delante para ahorrar.
Aníbal tenía los contactos y era el encargado de buscar las descargas. Víctor no había pensado siquiera que ello pudiera ser un problema, hasta que una noche, al llegar a la playa, sólo les estaba esperando otra persona. Mientras aguardaban escondidos, Pablo trató de aclarar qué pasaba, pero Aníbal únicamente les dijo que eran muy pocas cajas y no necesitaban a nadie más. Cuando la planeadora se acercó, no se veían bultos apilados, y al llegar hasta ella, se encontraron fardos de saco. Apenas lo dudaron un instante, y en vez de una hilera, hicieron parejas para correr con los fardos hasta un todoterreno que se aproximaba. Tardaron más o menos lo mismo, pero cobraron diez veces más.
«Si os llego a contar lo que era, nunca lo hubierais hecho», se limitó a decir Aníbal… Habían entrado en el mundo de la droga.
El viento había cesado dando paso a una fina lluvia que despertó a Víctor de su ensoñación. Las gotas de agua tomaban cuerpo en su cabello para luego deslizarse por la cara. Se ajustó nuevamente la cazadora y buscó apoyo en un nicho cercano para descansar las piernas.
—¿Sabéis que Aníbal intentó convencerme para dejar a Carmen fuera del grupo cuando empezamos con las drogas? Llegué a creer que lo hacía de buena fe. Para protegerla de las duras penas que suponía una condena por narcotráfico. Para que no entrase en un mundo donde la violencia y el riesgo eran mayores. Siento no haberos contado esto antes, pero en aquel momento me callé para no tener que explicar que mi verdadero motivo era que estaba enamorado y no quería que nos separásemos. Necesitaba que el trabajo implicase la necesidad de pasar tiempo y viajar juntos. Cuando descubrí la verdadera intención, el grupo ya se estaba rompiendo y no merecía la pena provocar a Pablo. Aníbal no quería que fueses independiente, Carmen, no quería que tuvieses tu propio dinero. Sobre todo después de que hubieses probado la vida fácil en la que nos habíamos metido. Quería que necesitases de uno de nosotros para poder vivir. Confiaba en que le escogieses a él por ser más rico y poderoso y, si hacía falta, hacernos caer para que sólo pudieses elegirle a él. Pero ¿cómo dejarte fuera…? Si eras la razón para trabajar juntos y, por qué no decirlo, eras igual o mejor que nosotros. Como aquella vez…
Víctor recordó sus primeros viajes como mulas, cuando transportaban cocaína en coche para hacer entregas por toda España. Utilizaban dos automóviles. Carmen siempre viajaba en el vehículo que portaba la droga, acompañada por uno de ellos, para dar apariencia de ser una pareja o un matrimonio joven que iban de viaje. Pasaba más desapercibido. Con una media hora de adelanto respecto de ellos, circulaba el vehículo lanzadera, que debía comprobar que en la carretera no había controles ni nada raro. A la más mínima señal de peligro, había que avisar al coche que venía detrás para que huyera si podía, o en caso contrario se deshiciera de la mercancía. Ese día Aníbal le acompañaba en el primer coche. Los habían interceptado por sorpresa en un peaje, sin darles tiempo a enviar ningún mensaje. Mientras les registraban, el tiempo les pareció eterno. Las miradas de los policías dejaban claro que estaban esperando un segundo vehículo. Alguien debió darles el soplo. El auto apareció a lo lejos. Según se acercaba, Aníbal y él se miraron como resignados a lo peor, y de repente, pareció que el vehículo aceleraba. Llegó al peaje a gran velocidad con un pañuelo en la ventanilla. Al parar ante la Policía, Carmen comenzó a gritar y Pablo suplicó que les dejasen pasar porque iban de parto. El responsable del operativo dudó un tiempo, y decidió acercarse al lado donde Carmen iba de copiloto para mirar por la ventanilla. No seguro del todo, abrió la puerta, e intentó que ella bajase, pero la mancha de humedad en el asiento, y las gotas que caían por sus piernas, le asustaron. Cerró la puerta y mandó levantar la barrera. Para cuando quiso reaccionar y enviar un coche con dos agentes que les acompañase por si les estaban engañando, el vehículo de Pablo había desaparecido. Las dos horas siguientes las pasaron esperando apoyados en el capó, mientras el inspector no paraba de gritar por teléfono, sin saber quién le había tomado el pelo, si ellos o el soplón. Al día siguiente, tras la entrega, se volvieron a reunir y, frente al Mediterráneo, brindaron con ron por la astucia de Carmen. A partir de ese día, se enviaban mensajes cada cuarto de hora para que los de atrás supiesen que todo estaba bien.
Una media sonrisa de nostalgia se dibujó en la cara de Víctor.
—Ahora que lo pienso, Pablo, el día que Carmen dio a luz de verdad, fuiste el único que faltó. No tuviste fortuna, amigo. Empezaste la cuesta abajo y no supiste frenar. Siempre hemos culpado de tu desgracia a que te enganchases, pero pudo ser cuestión de simple mala suerte… Nunca se sabe. Lo cierto es que saliste de prisión siendo una sombra de lo que fuiste, y al poco tiempo era difícil ver en ti algo que recordase al joven que había crecido con nosotros. Entiendo que no recurrieses a mí por vergüenza después de haber sido detenido otra vez. Pero tú, Carmen, tú eras distinta. ¿Seguro que no lo viste venir? Y si lo advertiste, ¿por qué no me pediste ayuda? ¿Tanto lo querías que preferiste morir con él? Puede que, después de todo, vosotros fueseis los únicos que vivisteis algo parecido a una vida normal. ¿Era lo que tú querías, verdad? No vivir de mentiras, ni de riesgos, sólo una vida normal. ¿Sabéis? Muchas veces me he sorprendido pensando que lo dejaría todo por poder volver, comprarme una casita, un barco, y salir a pescar de vez en cuando; envejecer mirando al puerto como nuestros padres y abuelos, tomando un vino y enseñándole al nieto a leer en el mar. Vosotros, especialmente tú, Carmen, estuvisteis muy cerca de conseguirlo.