Capítulo VIII

El teniente Murias en Coruña, apoyando su solicitud en los informes recibidos de Madrid, había conseguido autorización judicial para registrar y analizar a fondo la casa de Pablo Dios y su familia. Con el equipo de criminalística bien pertrechado, se disponía a revisar palmo a palmo aquella vivienda en busca de respuestas, aunque la certeza que apenaba al grupo era la de un trágico final.

Como nadie disponía de una llave de la vivienda, se forzó la cerradura. Se le indicó al cerrajero que no se fuera muy lejos, pues querían abrir hasta la última alacena que se encontrasen. Tras el umbral y esparcidos por el suelo, los sobres de correspondencia denunciaban el tiempo de abandono. Alguno incluso, amarillo y deforme, delataba la falta de estanqueidad de la puerta. Un vistazo superficial dejó claro que a esa casa sólo llamaban para reclamar algo. Compañía eléctrica, juzgado, banco… Las cartas de la luz no hacía falta abrirlas para conocer su mensaje, pues la electricidad había sido cortada. Abrieron las ventanas y se dispusieron a comenzar.

La estructura de la edificación permitía, todavía, identificar los restos de la antigua casa de pescadores. Su colocación próxima a la orilla, orientada hacia el mar, y la suave pendiente que les separaba, dejaban claro el camino por el que se subía la barca para refugiarla en el bajo los días de temporal. La parte inferior debía de haber sido diáfana en su día, para almacenar redes, artes de pesca, herramientas e incluso la propia gamela. La planta tendría unos cuarenta metros cuadrados. En el piso de abajo se había levantado el suelo, saneado y dividido para colocar cocina, sala y un pequeño lavabo en medio. Las escaleras conducían a dos habitaciones y otro aseo. Una trampilla permitía el acceso a un pequeño desván bajo el techo, en el que se almacenaban inutilidades llenas de polvo.

Comenzaron por la cajonera de la entrada, sacaron su contenido y lo fueron contemplando objeto por objeto, tratando de identificar alguna relación con los desaparecidos, alguna pista de su uso, alguna relación con la ausencia. Descolgaron el espejo y miraron detrás. Apartaron la cajonera… La secretaria permanecía estática, de pie, sosteniendo con su mano izquierda y contra el costado la carpeta con los folios en los que anotaría los resultados y en su mano derecha un bolígrafo. Todos permanecían en silencio, como respetando la gravedad de la situación, pues rebuscar en la intimidad de una persona es un hecho muy serio, y como adivinando que estaban revolviendo en las cosas de alguien fallecido.

Entraron en la pequeña sala. Sacaron los cojines de los sofás y abriendo la cremallera se comprobó su interior. Miraron detrás, debajo y en las rendijas. Palparon sus superficies blandas y repasaron las duras. Golpearon el zócalo buscando escondijos. Colocaron los cajones sobre la mesita central e inclinándose sobre ellos observaron con detenimiento cada objeto, cada papel, cada cosa.

Hay personas ordenadas que colocan, recolocan, almacenan y clasifican sus pertenencias, pero son las menos. Por lo general, un cajón es el escondite perfecto para quitar de la vista estorbos. Solemos guardar cosas porque no las usamos, porque no sabemos qué hacer con ellas, porque las usábamos y sabíamos qué hacer con ellas, pero se han estropeado y confiamos en arreglarlas, aunque pasa el tiempo y no lo hacemos. Porque son inútiles, pero tememos ofender al que nos las regaló, aunque es imposible que esa persona vea algún día el cajón donde la escondimos. Porque nos recuerdan un buen momento de nuestras vidas, o un mal momento, aunque terminamos no teniendo claro cuál. Hay objetos que permanecen en un cajón durante años, hasta que al morir su dueño alguien los tira, y los hay que ni siquiera tienen quién los tire después de muerto su propietario.

Mientras sus chicos se afanaban con el registro, el teniente trataba de analizar la situación con perspectiva global. Supervisaba, eso sí, que observasen un orden sistemático y minucioso, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, para estar seguros de que registraban cada habitación sin dejar nada, cajón, mueble, pared, esquina, incluso zócalo o tabique. Cuando algún agente veía algo que pudiera tener interés, se lo mostraba a Murias para que indicase qué hacer. Finalizada la comprobación de cada cosa se colocaba nuevamente en donde se había cogido, pues era importante que todo quedase como estaba. El oficial trataba de imaginar cómo sería aquella gente que le miraba desde las fotos de la sala, cómo sería su vida, sus cotidianeidades. Conocerlos podría acercarle a descubrir, o mejor dicho, a adivinar qué les había pasado. Necesitaban una pista y carecían de ella, un hilo por el que acercarse a la verdad, y conocer qué había pasado.

La cocina, igual de ordenada que el salón, parecía excluir una huida repentina. Sin embargo, el charco que asomaba detrás de la nevera constituía el primer indicio de anormalidad. Un agente entreabrió con cuidado el frigorífico, y pese a cerrarlo con rapidez, un intenso olor a descomposición se extendió por la cocina. Abrieron la ventana y se prepararon para la desagradable faena que les esperaba. Por el tamaño no parecía que pudiera ser otra cosa que la comida putrefacta, pero el agente no había tenido tiempo de ver nada. La secretaria salió hacia la sala y desde allí contempló a distancia cómo dos agentes con mascarilla examinaban el interior del electrodoméstico. Tras un primer vistazo, salieron a respirar, comunicando que sólo había comida. Al cortar la luz, todo el contenido se había descongelado y descompuesto. Tras una pequeña pausa para que la estancia se aireara, terminaron el registro de esa planta sin encontrar nada de interés y se dirigieron a las escaleras.

Murias subió delante y en su mente trataba de imaginar qué podía haber pasado. Se representaba la escena de un asesino, ascendiendo sigiloso para sorprender a la familia mientras dormía. El quejido de un escalón suelto le trajo de vuelta a la realidad. «Este chasquido tenía que haberles alertado —pensó—. Qué extraño que no hubiera reacción. Quizás todo sea imaginación mía».

Alcanzada la planta superior, se encontraron tres puertas abiertas, tan juntas que permitían ver sin problemas que se trataba de dos habitaciones y un baño. La primera en la que entraron parecía la alcoba de una adolescente. Un primer examen superficial hizo que el teniente les pidiera un instante para comprobar algo. Mientras sacaban fotos sin tocar nada, Murias volvió a la planta baja y luego subió. Todo parecía igual de ordenado en ambas plantas, pero mientras el salón y la cocina carecían de alma, esa habitación que ahora registraban daba la sensación de tener vida, mostrando que había albergado a alguien, pero era como si en su interior el tiempo permaneciese congelado en el mismo instante en que esa persona había salido.

—¿Ocurre algo, mi teniente?

—Creo que noto algo diferente entre las habitaciones y el salón. Como si aquí se hubieran limitado a colocar las cosas, pero en el salón hicieran algo. ¿No os da la sensación de que esto parece habitado? Vamos, que alguien vive, o mejor dicho vivía aquí. Se ven los libros, los papeles, la ropa, todo lo que alguien usa normalmente. Pero el salón parece como si fuese de exposición, como si nunca fuese usado. Y la cocina igual, salvo por la comida descompuesta.

—La verdad es que sí. ¿Qué puede significar eso, señor?

—No lo tengo claro, no sé…

A decir verdad, el tiempo parecía haberse detenido en los dormitorios. La habitación de la menor, por el escaso espacio libre que quedaba en el armario, en apariencia aún albergaba todas sus ropas, sus papeles, sus libros de texto y sus escasas pertenencias. Un corcho en la pared, sus fotos y sus recuerdos. Incluso algunas prendas parecían usadas y guardadas a medio doblar. Como el baño era pequeño, un neceser bajo la mesilla contenía sus efectos de aseo, incluido un paquete de compresas abierto. Bajo la cama, varios pares de zapatos y una caja con bisutería y pequeños adornos. El dormitorio principal olía a humedad y a cerrado. Un cenicero en el suelo lleno de colillas enmohecidas les obligó a abrir la ventana. Al igual que en la alcoba de la hija, los armarios conservaban poco espacio para introducir más ropa. Lo mismo que la adolescente, la madre guardaba en un neceser sus efectos de aseo e higiene. Mientras continuaban con el registro, Murias volvió a la entrada. Los restos de agua en el suelo, el polvo sobre la cajonera, incluso alguna pequeña telaraña en una esquina. Al mover la cajonera, su contorno apareció delimitado en el suelo con claridad. Más polvo debajo. Volvió a las habitaciones y miró directamente debajo de las camas y de las mesillas. Pelusillas de polvo debajo. Entonces regresó al salón y miró debajo del sofá, de la estantería, del mueble de la televisión. Todo igual de limpio. Giró lentamente alrededor y analizó la sala una y otra vez.

—¡¡¡Pero qué idiota soy!!!

Murias se dirigía a las escaleras cuando sus hombres bajaban acompañando a la secretaria.

—Aquí no hay nada, señor. Todo parece normal, salvo que no hay nadie en casa.

—Sí que hay algo, casi se nos escapa, y lo teníamos delante. Esta sala ha sido limpiada a conciencia. Moviendo incluso los muebles. ¿No te parece que el salón es como el de una tienda de muebles? ¿Como una sala sin vida? ¿Y que hay el mismo polvo debajo de los muebles que encima?

—Es verdad, mi teniente. ¿Y entonces?

—Señora secretaria, siento mucho tener que pedirle que alargue el registro, pero necesitamos examinar esta habitación de forma más minuciosa.

—No se preocupe, para eso estamos.

—Si lo desea, podemos hacer un receso para tomar un café caliente; mientras, mis hombres prepararán la luz forense.

De regreso al salón, Murias revisaba qué más se podía buscar. Meditaba qué podía esconderse allí que no veían. Para asegurarse bien de qué hacer, llamó a Marcos.

—¡A la orden, mi teniente! ¿Han encontrado algo?

—Por ahora no, sargento, pero todavía estamos en el registro. Marcos, ¿me había dicho usted que en el piso de los sospechosos habían encontrado rollos de plástico y de papel como los que usan los pintores y mucho material de limpieza?

—Exacto, señor. Rollos de papel con cinta adherente y rollos anchos de plástico como los que usan los pintores para proteger las paredes, el suelo o los muebles. Y también guantes, mascarillas, fundas para los zapatos y monos de papel para el cuerpo, todos desechables. Como los que utilizan nuestros compañeros de inspección ocular para no contaminar la escena del crimen. Y todo tipo de productos de limpieza.

—¿Y armas blancas?

—Machetes, cuchillos y hachas. Todo perfectamente empaquetado en bolsos de viaje.

—Gracias, sargento. En cuanto tengamos algo les llamamos.

—A la orden, mi teniente.

Murias tenía una sospecha en la cabeza, pero le asustaba exponerla a los demás. Necesitaba más indicios para sentirse seguro de lo que quería ordenar. Esperaba que una inspección a fondo del salón arrojara algún elemento que fundamentase su corazonada. Pidió que colocasen todos los muebles en el centro de la sala, lo cual no fue muy fácil dada su estrechez, y una vez juntos, inspeccionasen las paredes y el suelo con la luz forense. Tras cerrar puertas y ventanas de la planta inferior, con las gafas protectoras colocadas, encendieron la luz fluorescente y los colores cambiaron. Palmo a palmo fueron revisando cada tabique de la pieza, hasta que, al alumbrar la zona que se ocultaba tras el aparador, les sorprendieron tres puntos de diferente color. Como a un metro del suelo los tres. Dos de ellos muy pegados y el tercero a medio metro de distancia. Un fogonazo se representó en la mente de Murias.

—Creo que lo tenemos. Desgraciadamente, ahora hay que encontrar los cadáveres.

—¿Cómo lo supo, mi teniente?

—Ha sido una corazonada. Una corazonada nada más.

Al abrir las ventanas, los tres puntos desaparecían. A la luz normal, todo el tabique se veía blanco, pero con la luz ultravioleta los tres puntos brillaban ligeramente.

—Es celulosa. Han tapado los agujeros con papel.

El agente de la Policía judicial rascó la superficie.

—A simple vista todo es blanco, pero con la luz ultravioleta la celulosa brilla un poco. —Uno de los agentes le mostró a la secretaria cómo se podía extraer el papel.

—Rascad con cuidado. Si no me equivoco, ahí habrá tres balas.

—A la orden, mi teniente.

—Cuando acabéis, revisad de nuevo la habitación. Es imposible que la hayan limpiado tan bien que no hayan dejado ni una gota de sangre. O estoy muy equivocado, o es aquí donde los han matado. Lo que no puedo imaginar es cómo se habrán deshecho de los cadáveres. Lo siento, chicos, pero habrá que registrar toda la casa otra vez, por si encontramos algún lugar en el que pudieron deshacerse de restos humanos.

Eran las tres de la madrugada cuando sacaron la primera bolsa. Bajo dos baldosas del baño inferior se ocultaba una estrecha trampilla metálica. Porteliño todavía carecía de alcantarillado, y por ese motivo cada casa tenía su propia fosa séptica. No fue difícil dar con ella. El problema se planteó a la hora de conseguir que alguien pudiera acceder a su interior y comprobar el contenido. En aquel pozo podía faltar el oxígeno, pero no había espacio para bajar una botella. Así que el grupo de bomberos que acudió a colaborar en las labores de rescate preparó a conciencia el operativo para que ninguno de sus hombres corriera riesgo de asfixia. Enganchado a un arnés y con una manguera de oxígeno improvisada, bajaron al más fibroso y delgado de los hombres que nada más posar sus botas en aquella inmunda mezcla de residuos, excrementos y agua salobre, ya gritó:

—¡¡¡Estoy pisando algo!!! ¡¡¡Como sacos de plástico!!!

Con mucho esfuerzo consiguieron subirlo aferrado a uno de ellos. La intensidad del momento pareció disminuir el hedor en que venían envueltos ambos, pues nadie se apartó pese a la estrechez. Una vez depositado el bulto dentro de la bañera, lo abrieron con sumo cuidado. Habían encontrado a Pablo Dios.