Capítulo VII

Hicieron dos copias de la declaración de Laura. Una para el EMUME, grupo responsable de violencia de género, y otra para el juzgado de Coruña. Con los detalles de la declaración creían que habría suficiente para que la mujer entrase en una casa de acogida. Al menos mientras no llegaba la autorización para detener a Zenón. Hasta que no lo hubieran capturado, si este la llamaba, tenía que disimular lo más posible. Normalmente no solía telefonearla durante la semana, pero había que estar prevenidos. Manolo y Gabi ya se habían apostado en la zona donde vivía el sospechoso para estudiar los detalles. Y Marcos llegó con Begoña tan pronto como remitieron los informes para que se presentasen en el juzgado. Desde una terraza donde comieron, tomaron café y repasaron todo lo que tenían, analizaron con detalle el edificio de Zenón. Quién entraba, quién salía, tipo de vecinos. El portal estaba siempre cerrado y tenía videovigilancia. Todos los pisos tenían terraza y no parecía complicado saltar de una a otra. Todo había que tenerlo en cuenta.

Sobre las cinco de la tarde, vieron salir al objetivo —así lo parecía según la foto de la ficha policial—, acompañado de tres individuos más. Salían tranquilos, con apariencia de normalidad. No llamaban la atención por nada y esa debía de ser su intención. Marcos le dijo a Manolo y a Gabi que los siguieran y avisaran si volvían, que iba a intentar entrar en el edificio. Begoña se quedaría en la terraza por si percibía algo raro. El sargento fue en dirección contraria a la del grupo que se alejaba y, al llegar a la esquina, después de perderlos de vista, cruzó de acera hacia el portal. Por el camino cogió con discreción unos folletos con las ofertas de un supermercado y ya en el bloque del objetivo llamó a un videoportero. Se encendió la luz y trató de poner los folletos de forma que se viesen.

—¿Diga?

—Correspondencia comercial. ¿Puede abrir?

Al tercer intento por fin se oyó el zumbido metálico y el chasquido de la cerradura. Entró con prisas y subió por las escaleras. Una segunda planta. Deambuló simulando que comprobaba una dirección, mirando las letras de cada puerta como si estuviesen en chino. Con disimulo sacó el teléfono y fingiendo una llamada fotografió la cerradura. Aparentó haberse equivocado de dirección, por si alguien estaba mirando, y salió apurado escaleras abajo. Se detuvo justo antes del portal y, comprobando que nadie entraba, alcanzó la calle.

Recogió a Begoña y se fueron al cuartel. Al llegar se encontraron que desde Galicia las noticias eran buenas. El informe presentado había quedado muy completo pese al poco tiempo que habían tenido y el juez estaba preparando los autos. Los datos con que se contaba eran: una familia de tres componentes llevaba meses desaparecida; no habían mantenido contacto con ningún familiar y las declaraciones al respecto de los allegados parecían sinceras; el ausente estaba implicado en el tráfico de estupefacientes, y debido a su reciente detención y pérdida de un cargamento importante, podía tener problemas de ajustes de cuentas o pago de deudas; las joyas de la familia habían aparecido en poder de una testigo, que a su vez las había obtenido de un individuo, sin trabajo conocido, de alto nivel de vida, violento y que no se las había apropiado para venderlas, sino que simplemente las había guardado. Con todos esos indicios, podía considerarse que Zenón era sospechoso de la desaparición violenta de Pablo Dios y su familia, y por ello ordenar su detención y acordar asimismo el registro de su vivienda, por si pudiesen encontrarse otros efectos de los desaparecidos o armas o instrumentos que hubieran podido emplearse en su desaparición. Igualmente procedía acordar el registro de la vivienda de los desaparecidos, por si en la misma pudieran hallarse o los cadáveres de estos o algún rastro o indicio que arrojase luz sobre su ausencia, así como contribuir a esclarecer si esta era o no voluntaria.

Las comprobaciones que efectuaron los compañeros de Madrid sobre la identidad de los sospechosos también dieron datos relevantes. El piso era arrendado. La documentación facilitada en la inmobiliaria se correspondía con la de un individuo que vivía y trabajaba en Salamanca, pero que había denunciado el robo de su cartera poco antes de la fecha del contrato. El pago del alquiler se hacía siempre en efectivo. Por el barrio nadie los conocía y al parecer no trabajaban en nada ni daban problemas a nadie. Unas sombras sin identidad.

Paralelamente, Marcos preparaba el dispositivo con el teniente del GAR, el grupo de acción rápida de la Guardia Civil. La operación no era fácil. La puerta era blindada. Plancha de acero con anclajes en todo el marco. Cerradura de seguridad. Y estaban las terrazas. Si no cerraban las huidas, con saltar a la terraza inferior podían escapárseles. Y si Laura estaba en lo cierto, estaban armados. Había que evitar poner en peligro a terceros, y al grupo asaltante. Con las fotos de Marcos y un dibujo que hizo, trataron de ver todas las posibilidades, riesgos y ventajas. A última hora de la tarde, Manolo y Begoña se acercaron al juzgado de incidencias de Madrid para comprobar que habían llegado los autos del juzgado de Coruña. Por el juzgado todo estaba correcto. Auto de entrada y registro; los datos del implicado eran exactos; se fundaba en un amplio abanico, desde asesinato a encubrimiento punible, para prever cualquier delito que pudiera resultar; se autorizaba a recoger todo tipo de pruebas, cualesquiera que fuesen; autorización para empleo de la fuerza… Fijaron una hora para el comienzo del registro y se intercambiaron los teléfonos de contacto para ir a buscar a la secretaria y acercarla al piso del objetivo.

En el cuartel, por el contrario, todo parecían complicaciones. Con una puerta blindada estaba descartado el uso de una maza cilíndrica; habría que reventar el marco con explosivos y, tratándose de un edificio de viviendas, tal posibilidad estaba descartada. El factor sorpresa se diluía. Habría que intentarlo de otro modo. Las terrazas también constituían un problema. Parecían pensadas para ser usadas como vía de escape. Situadas en el lado contrario a la puerta de entrada, estaban especialmente diseñadas para saltar al piso lateral o al inferior mientras la Policía trataba de alcanzar el salón. Colocando guardias en la calle no se evitaba la posibilidad de que los sospechosos, en su huida, entrasen en un piso de los adyacentes y tomasen rehenes; tal riesgo era inadmisible. Ante todo estaba la seguridad de terceras personas. A las dos de la madrugada, con unos bocadillos y unos refrescos, decidieron que era el momento oportuno para dormir un par de horas antes del asalto. A las seis de la mañana fijaron la hora de reunión para coordinar el operativo.

Siendo todavía de noche, habían entrado de la forma más discreta posible. Un agente de paisano, antes de amanecer, había esperado la salida de un vecino. Tras identificarse y enseñarle el auto, le había pedido la llave del portal para poder entrar y salir libremente. Luego le había rogado que se marchase como si nada hubiera pasado, como si no le hubiera visto. Conseguido acceso libre al portal, en coches camuflados acercaron a los miembros del grupo de asalto. Vigilando que no hubiera movimientos en el edificio, entraron y subieron en silencio las escaleras hasta la última planta. Allí esperarían. Sin que nadie advirtiera su presencia, un grupo de veinte hombres de asalto y su teniente, acompañados de Marcos y los suyos, se apostaron en el descansillo de los trasteros de un edificio de Madrid esperando el momento para asaltar un piso.

Manolo miraba su pantalón vaquero e instintivamente trató de ver si el suelo en el que estaban sentados estaba limpio. No había calculado traer mucha muda, así que si se rompía alguna prenda o se manchaba, tendría que pedir permiso para acercarse a comprar ropa. Había revisado por tercera vez su arma reglamentaria y todo parecía en perfecto funcionamiento. Entretenido con tonterías, intentaba no pensar en el riesgo que podría esperar tras aquella puerta. Volvió a examinar el uniforme de los miembros del GAR. Casco, chaleco, botas, guantes, pasamontañas, el arma de asalto a la espalda y el arma corta empuñada. Miró a Marcos. Se sonrieron. Esos uniformes oscuros parecían hechos para arriesgar la vida, para proteger la vida, en cambio ellos, vestidos de calle… En las películas, las balas siempre buscan al malo; en la realidad, nunca se sabe. Aun el mejor chaleco tiene resquicios.

Cuando se afronta una situación de riesgo se recurre a las frases hechas para quitar hierro: «Nunca se sabe dónde está el peligro», que es como decir que esta situación no tiene tanta importancia, pero lo cierto es que, en algunas ocasiones, a la muerte se le ve la cara perfectamente. Y entonces… Cuántas veces había estado esperando, cuántas trochas, cuántas detenciones…

Begoña se ajustó el chaleco. La gente de la calle cree que las mujeres no deben estar ahí, donde silban las balas, pero cuando se está en el grupo, nunca se piensa en ellas como mujer, sino como compañera. Marcos reflexionó que si le pasaba algo a su agente, no iba a ser capaz de dar la noticia a sus padres. A su marido, sí. Aunque no era del cuerpo, entendía a la perfección que, debajo del encaje, su mujer tenía un corazón de hierro. Instintivamente se acordó del pequeño… No quiso ni pensar qué sería para el marido decirle al niño que su mamá ya no volvería. Comprobó que, por su posición, todo su grupo iría detrás de él. Después de todo eran sus hombres y tenía que protegerlos. Miró el reloj. Las siete y media. Pensó en su peque y en su esposa.

Hace años no había guardia que no hubiera perdido un compañero en el norte. Por eso todos los agentes sabían que los honores duran un funeral, las honras unos meses y el vacío toda una eternidad. Pero en la Guardia Civil no se necesita ir tan lejos… Marcos se acordó de Miguel. ¿Qué habría pasado por la cabeza del guardia Piñeiro aquella mañana que intentó evitar un atraco en una sucursal de la Cañiza? ¿Qué habría pensado mientras se ponía el uniforme ese día…? ¿Se habría despedido de sus seres queridos? Interiormente, mandó un beso a los suyos.

El día fue asomando con lentitud. Las ocho de la mañana. Era el momento.

Marcos bajó con Gabi. Con unos chalecos de Fenosa y con unos bolsos de electricistas se acercaron al piso contiguo al objetivo. Rezaron para que su presencia no fuera advertida. Llamaron al timbre y esperaron. Los segundos pasaban y nadie abría. De reojo, miraban constantemente al piso de los sospechosos. Gabi acercó de nuevo la mano al interruptor cuando sonó una voz en el interior.

—¿Sí?

—Somos de Fenosa. Hay una avería en la electricidad del edificio y tratamos de localizarla. Necesitaríamos comprobar sus automáticos.

La puerta se abrió un poco, con desconfianza.

—¿Mis automáticos?

—Sí, verá, creemos que se está produciendo un puente en alguna parte del edificio que sobrecarga la instalación y hace saltar los automáticos de los servicios comunes. Nos han avisado a primera hora.

—Yo no creo que mis automáticos puedan tener problemas… ¿No tardarán verdad? Tengo que salir a trabajar…

El primer objetivo no había sido difícil de conseguir. El piso contiguo estaba franco. La familia que lo ocupaba abandonó el mismo como si fuese un día normal. Al trabajo, al colegio, pero dejando agentes dentro de la vivienda. Desde allí, accederían con facilidad a la terraza de los objetivos y cerrarían la salida. Ahora venía el paso más difícil. Se descartó el número de los electricistas para que abrieran la puerta. Si eran profesionales, podrían ponerse en alerta. Había que pillarlos totalmente desprevenidos. Decidieron que, aunque tardasen horas, había que esperar la salida de algún ocupante del piso de los sospechosos, y justo cuando abriese la puerta, entrar simultáneamente por la puerta y desde la terraza. Apostados en el piso contiguo, hicieron bajar al grupo de asalto tan pronto como se sintieron ruidos de los sospechosos.

Los agentes se apostaron a ambos lados de la puerta. Los dos más inmediatos a esta, con la espalda contra la pared y pegados al marco. El arma en la mano y el cuerpo en tensión. A cada lado, el resto de los compañeros, aprestados para saltar a la orden. El silencio era total. Cuando la tensión se hace absoluta, los segundos no avanzan a impulsos como hacen las manecillas del reloj. El tiempo se ralentiza y parece fluir como la miel derramada, con lenta densidad. Ninguno de aquellos hombres podría decir cuántos minutos habían pasado, ni cuánto aguantarían así. Desde la puerta contigua entreabierta, el resto de los asaltantes esperaba acontecimientos.

El primer roce metálico no fue claro. Un segundo roce identificó una llave buscando el bombín. El metal se deslizó claramente por las muescas. El primer giro arrastró los anclajes con sonoridad. El segundo los arrancó de la pared. Se pudo oír incluso el giro del pestillo, y la hoja se movió por fin

—¡¡¡Guardia Civil!!! ¡¡¡Guardia Civil!!! ¡¡¡Al suelo!!!

Una mano agarró el cuello de la cazadora y colocó contra el piso aquella cara que se había quedado petrificada. Los gritos ensordecedores buscaban aturdir a los ocupantes del piso. Mientras un agente apuntaba al sospechoso y lo sujetaba con la rodilla para que no se moviera, un compañero le registraba por si portaba armas. Un torrente de hombres pasó sobre ellos alcanzando el pasillo de la vivienda. Las armas por delante giraban instintivamente dirigiendo la vista. Los dos primeros agentes alcanzaron la cocina a la derecha, donde sorprendieron a un sospechoso con la cafetera en la mano. Antes de que pudiera dudar siquiera en cambiar el utensilio de cocina, tenía un arma pegada a la cabeza y un agente cacheándolo. Los agentes que venían detrás, sobrepasaron la puerta sin mirar siquiera qué hacían sus compañeros. A la izquierda, una puerta abierta mostraba una habitación vacía. Del fondo llegaban los gritos del resto del grupo que entraba desde la terraza. Dos agentes alcanzaban una puerta cerrada en el medio del pasillo y se apostaban uno a cada lado.

—¡¡¡Guardia Civil!!! ¡¡¡Que nadie se mueva!!!

Un agente giró el pomo y recuperó la posición. Un leve asentimiento y ambos entraron con el arma por delante. Trataron de cubrir todos los ángulos de la estancia. Las hileras mal bajadas de una persiana dejaban pasar una penumbra que permitía apreciar una cama deshecha.

—¡¡¡Guardia Civil!!! ¡¡¡Alto!!!

La detonación vino desde detrás de la cama paralizando los gritos del asalto. Una segunda detonación activó el instinto de defensa de todos los agentes. El guardia que permanecía delante de la puerta cayó hacia atrás a plomo, mientras de su boca apenas salía un gemido sordo. El otro que había entrado con él se arrojó fuera de la estancia rodando. Los compañeros más cercanos agarraron el chaleco y arrastraron al caído fuera del ángulo de tiro.

—¡¡¡Guardia Civil!!! ¡¡¡Policía!!! ¡¡¡Queda detenido!!

Aún sonó otro disparo que se incrustó en la pared.

—Está rodeado. Sus compañeros están detenidos. Entréguese y no le pasará nada.

El teniente trató de convencer al tirador. El rastro de sangre en el suelo condujo su vista hacia el agente herido. El chaleco abierto permitía ver una herida en un costado. Justo a la altura de la axila.

—¡¡Aguanta, cabrón, que no es más que un rasguño!! Hay que estabilizarlo antes de sacarlo de aquí. No lo mováis más de lo necesario.

Un compañero le aguantó la cabeza, mientras otro presionó la herida para que no manase sangre. El segundo disparo se había incrustado en el chaleco. La tensión se acumulaba, pero aquella puerta sin luz, aquella boca del infierno en medio del pasillo impedía la evacuación. No podían arriesgarse a pasar con el herido por allí. Uno de los agentes montó su arma, pero el teniente le hizo un severo gesto para que permaneciese quieto.

—¡¡No tiene salida!! El agente sólo está herido. Entréguese, que no pasará nada.

Como no obtuvo respuesta se levantó y fue al salón. De rodillas con las manos en la nuca estaba el tercer detenido.

—¿Cómo se llama usted?

—Zenón, señor.

—Véngase conmigo. —Y cogiéndolo del brazo lo arrastró por el pasillo—. ¿Cómo se llama su amigo?

—Juan, señor.

—¡¡Juan!! Los demás están bien y se han entregado. No haga usted tonterías. —Y dirigiéndose a Zenón, le ordenó—: Dígale que se entregue.

—¡¡Juan, no seas pendejo y entrégate!! ¡¡Aquí hay un ciento de sapos verdes!! Están muy armados, Juan.

—¡Vale! —Por fin se oyó una voz dentro—. ¡¡Voy a salir!! ¡¡No disparen!!

—¡¡Arroje el arma primero!! ¡¡Tírela fuera!!

El teniente soltó a Zenón, que fue arrastrado por un agente de vuelta al salón, pasando por encima del herido. Desde los lados, varios guardias apuntaban a la puerta aguantando la respiración. Por fin cayó el arma. El guardia más cercano le dio una patada suave, por si estaba amartillada, y la apartó a un lado.

—Juan, salga con las manos en la cabeza.

—No disparen. No disparen, por Dios. —La voz sonó cercana.

Tan pronto como redujeron a Juan, el herido fue llevado en volandas fuera. Una ambulancia aguardaba en la acera. Los detenidos fueron conducidos al salón. Les esposaron las manos a la espalda y los sentaron en el suelo. Una vez revisado el piso, los agentes se concentraron con los detenidos en espera de instrucciones. El teniente adjudicó dos guardias por detenido. Dos más a la puerta. Y se quedó por si Marcos y sus chicos necesitaban algo. Al resto les ordenó retirarse. Cuando salían, llamó a uno y le encomendó acompañar al herido y comunicar su estado cada cuarto de hora. Marcos mandó a Begoña y a Manolo a buscar a la secretaria judicial que se había quedado en el portal. Luego telefoneó al cuartel para pedir que enviaran un grupo de científica. Con un agente herido había que hacer croquis, recoger muestras, sacar fotografías de todo. Ellos no tenían material para tanto.

El registro de la vivienda se alargó durante dos días. Comenzó realizándose una planimetría de todo lo relacionado con los disparos. Trayectorias, recogida de proyectiles, constatar el posicionamiento de cada guardia. Fue necesario tomar manifestación sobre el terreno a los agentes que habían participado en el operativo a fin de que expusieran su versión de lo acaecido y aclarar el tiroteo. Finalizada dicha labor, pudo empezarse con el verdadero objeto del registro. El hallazgo de los primeros indicios dejó claro que estaban en el buen camino, y se decidió efectuar el registro lo más minucioso posible. El grupo de especialistas en inspección ocular del ECIO, con sus trajes para evitar contaminar la escena del crimen y su luz forense, analizó cada habitación buscando el más mínimo rastro que pudiera existir, incluso aquellos que pasan desapercibidos al ojo humano.

Finalizada la búsqueda, el inventario de efectos fue considerable. Más de cincuenta piezas de joyería de lo más heterogéneo, cuya procedencia había que acreditar. Abundante documentación identificativa como pasaportes, permisos de conducir, DNI, etc., que tras una comprobación inicial figuraban por lo general como sustraídos por toda España. Gran cantidad de dinero en efectivo, tanto euros como dólares. Diversos terminales telefónicos, un ordenador y dos armas de fuego más o menos accesibles. Pero lo llamativo se encontraba en uno de los armarios empotrados. Tras un falso panel se ocultaba un doble fondo en el que escondían perfectamente empaquetadas en bolsos de viaje hasta cinco armas cortas más, dos fusiles de largo alcance con sus mirillas, machetes, hachas y diversas armas blancas de considerable tamaño. Y en el cuarto de la lavadora, más material de limpieza que en el almacén de mantenimiento de un centro comercial. Rollos de papel y plástico de tamaño industrial, del tipo de los utilizados por pintores para cubrir el mobiliario o el suelo. Bolsas de basura de gran tamaño, trajes protectores, guantes y gafas de plástico, mascarillas de papel para la boca. Protectores para los zapatos desechables. Estaban mejor equipados casi que los agentes de la inspección ocular.

Se presentaba un largo y laborioso trabajo para analizar todo lo encontrado. Existiendo sospechas de implicación en delitos contra la vida, había que apurar las pruebas científicas. Criminalística debía analizar huellas, ADN, inventariar e identificar las joyas, comprobar su procedencia, verificar que la documentación fuese verdadera o falsa y si se correspondía con la denunciada, estudiar la procedencia de las armas, si habían sido utilizadas o no, balística debía verificar si las pistolas coincidían con proyectiles recogidos en relación con otros delitos. Respecto a las armas blancas y mediante pruebas de ADN, procedía establecer quién las había usado y, si era posible, contra quién se habían usado. Estudiar el contenido del ordenador y de los teléfonos, y a través de las compañías de telefonía su historial de llamadas y posicionamientos. Y una vez obtenido todo, contrastar los datos para extraer conclusiones. Sin prisa pero con premura, esperaban meses de trabajo.