Nadie puede saber de antemano cuál es el camino para llegar al corazón de una persona asustada, ni hay dos individuos iguales o que reaccionen de la misma forma.
Desgraciadamente, aun en los ámbitos más sensibles de la atención al ciudadano, como los servicios de urgencias o de seguridad, se ha sustituido al experto por absurdos protocolos, al sentido común por reglas preestablecidas, a la inteligencia por la uniformidad…
A pesar de que los responsables de la administración tratan de justificar la existencia de mil servicios, más en las formas que en los resultados, más en las estadísticas que en el bienestar, sigue habiendo profesionales que, con experiencia y mano izquierda, ignorando formulismos, buscan resolver los problemas y no limitarse a cubrir el expediente.
Begoña volvió a la sala y con una sonrisa lo más franca posible se dispuso a hacer su trabajo.
—Señora letrada, Laura, no sé ustedes, pero yo, después del viaje desde Galicia y con lo poco que hemos dormido, necesito un café urgentemente. ¿Me aceptarían una invitación? Puedo pedir que nos lo traigan aquí, o si lo prefieren, buscamos una terraza tranquila. Por el trabajo no se preocupe, que cuando la acompañemos a casa, le indicaremos a su empleadora que ha estado colaborando con nosotros de testigo en un asunto importante y que le estamos muy agradecidos.
El tiempo pasaba despacio. No tenían programado si se quedarían en Madrid o no, y por ello, viendo que las horas transcurrían, Marcos dudaba si llamar a su teniente y comentar novedades o esperar los progresos de Begoña. Manolo y Gabi, mientras tanto, estaban tratando de conseguir toda la información posible de Laura, por si al final no colaboraba…
Por fin volvió Begoña.
—A sus órdenes, mi sargento.
—Dígame, Begoña. ¿Estaba usted en lo cierto?
—Aunque no lo ha reconocido abiertamente, estoy casi segura de que es una pobre víctima de malos tratos. Creo que Laura podría facilitarnos importante información respecto de la desaparición de Pablo y su familia, pero conseguirla va a depender de nosotros.
—Protección, ¿verdad?
—Exacto. Tiene miedo, mucho miedo. No alcanzo a imaginar cómo es el animal que la asusta, pero para que Laura prefiera la cárcel antes que colaborar, tiene que ser algo grave. Salvo que le garanticemos seguridad absoluta, no sólo protección, no creo que le podamos sacar una palabra. Por otra parte, ella se da cuenta de que somos la única posibilidad de salir de su situación sin jugarse la vida. Tenemos que aprovechar esa idea y explotarla. Pero sin ponerla en riesgo a ella.
—Podríamos hablar con los del EMUME y ver qué nos ofrecen. Para eso son especialistas en violencia contra la mujer.
—Por intentarlo nada se pierde, mi sargento, pero no creo que esa sea la solución. Ya le he dicho antes, Laura no es tonta, y si no ve absoluto amparo, no va a confiar.
Sentados frente a la sargento del EMUME, Marcos dejó que Begoña expusiese la situación.
—Por desgracia, creo que su compañera Begoña tiene razón, sargento. No podemos garantizar protección a su sospechosa. Supongo que Madrid no es diferente de Coruña y tenemos los mismos problemas. Por mucho que ahora la aplicación de la ley se haya racionalizado enormemente, seguimos atados por la rigidez de la norma y sobresaturados de asuntos.
—¿Y la posibilidad de hablar con la fiscalía o con el juez para que nos ayuden en este caso? —Marcos trataba de agotar las posibilidades.
—Se puede intentar… pero poco se puede conseguir. Esta ley es inflexible, limita muy mucho la capacidad de decisión de los fiscales y jueces. Su margen de maniobra es muy corto.
—Pero ante un asunto tan grave… esto es necesario. No tiene lógica no poder hacer algo más.
—Hay que verlo con perspectiva. En los delitos comunes la gravedad se aprecia en función de los hechos ya cometidos. La transcendencia en violencia de género radica muchas veces en el peligro de la víctima. Pero no podemos olvidar que el peligro de la víctima es una estimación, fundada y razonada la mayoría de las veces, pero no por ello deja de ser una evaluación de riesgos. Desde la ley de vagos y maleantes del régimen, o desde el derecho penal del autor que inventaron los nazis, ningún ordenamiento jurídico admite castigar a alguien por lo que es, en vez de por lo que hizo. Como por ejemplo, por ser judío o gitano, o por no tener trabajo y no por haber delinquido. Podemos disfrazar el hecho afirmando que sólo se trata de medidas de seguridad, cierto, pero si estas son limitativas de derechos, conllevan implícitamente un castigo. No debemos limitar los movimientos de una persona de tal forma que implique privación de libertad nada más por sospechas de que puede cometer un delito. Esto que entiende cualquiera es el principal problema de la violencia de género. A ello añadimos que la ley, que como dije es encorsetada en exceso, trata con mucha severidad los supuestos leves y muy levemente los graves. Por poner un ejemplo, la medida de seguridad para una pelea de adolescentes es el alejamiento y para un supuesto tan grave como este que me describen sorprendentemente es la misma: alejamiento.
—Pero la prohibición de aproximarse a la víctima servirá para algo, ¿no?
—Cuando se adopta en demasía, no. Por una parte, hay exceso de medidas de alejamiento, lo que satura el sistema, dado que no hay suficientes agentes para vigilar que se cumplan. Por otro lado, al adoptarse con frecuencia, hace que los asuntos verdaderamente graves pasen desapercibidos, escondidos entre los menos graves, y no se ponga más vigilancia en ellos.
—Con quitar la medida tan pronto como se vea que pasó el peligro inicial, se racionalizaría el número de medidas de protección en vigor.
—Eso es imposible. En muchas ocasiones, en los casos menos graves, tan pronto como se calman los ánimos, las parejas deciden reanudar la relación, y ello implica quebrantar la medida.
—¿Quebrantar la medida?
—Claro, es que una vez adoptado el alejamiento no se puede retirar, aunque sea una medida provisional en espera de juicio. Y si es impuesta en sentencia, no se puede revocar, hay que cumplirla. Con lo cual, si la pareja soluciona su problema, no tienen otra salida que incumplir la sentencia e incurrir en otro delito.
—Por muy loco que esté el agresor, si un juez te impone una prohibición de hablar o acercarte a tu expareja, tendrá algún efecto.
—Nada. ¿Cree que a un loco decidido a matar le supone un impedimento que en un papel diga que tiene que permanecer a más de cien metros de su víctima? La única medida es la pulsera de localización, pero a veces no funcionan bien. Y como dije antes, con la saturación actual, es imposible evitar que si el agresor quiere, pueda atacar a la víctima.
—¿Tan grave es que se adopten muchas medidas de alejamiento?
—Le pondré un ejemplo. Un médico puede cuidar de un número elevado de pacientes, hasta un límite; pero si le imponemos cuidar de cientos, es como si quitásemos al médico. Por precaución y como no puede examinarlos bien, a los casos menos graves, aunque no necesiten nada, les recetará medicamentos por seguridad. Y a los casos graves no podrá detectarlos a tiempo, pues no ha podido auscultarlos con calma.
—En el caso de Laura puede que tengamos una agresión ya consumada. —El sargento miró a Begoña buscando respuesta—. No se trataría de un supuesto leve.
—En principio, la agresión no habría dejado una lesión, pues no ha necesitado ser asistida de un médico y será muy leve. Con estos mimbres casi no podemos hacer nada para proteger a su testigo, sargento. Puede parecer increíble, pero es así.
—De acuerdo. —Marcos se resignó—. Intentaremos buscar una salida a través del juzgado de Coruña, basándonos en la presunta desaparición violenta de la familia. Si no obtuviéramos apoyo, volveríamos a pedirles ayuda. Aunque sólo fuese una pulsera, Laura podría acceder.
—No puedo prometerle con total seguridad que se la consigamos. Aunque haremos lo posible para ayudarles.
—Muchas gracias.
De nuevo en el despacho del interrogatorio, Marcos contactó con sus superiores, y Begoña volvió a hacer compañía a Laura. Ahora eran ellas las que tenían que esperar a ver qué conseguía el sargento. No tardó mucho en aparecer por el pasillo.
—Puede que tengamos un día de suerte. —La cara de Marcos, de todos modos, era de seriedad—. El teniente y el capitán salen ahora a hablar con el juez. Aunque el asunto esté archivado, si presentamos un informe con nuevos datos, se podría reabrir. Y la suerte es que han cambiado el juez. Quizás este sea más receptivo.
Una hora después, la situación estaba totalmente clara. El juez entendió que la aparición de las joyas aportaba indicios claros para reabrir el caso. Había mostrado además una actitud totalmente favorable. Ahora estaba en manos del grupo obtener indicios. Si el rastro de las joyas llevaba de forma clara hasta un sospechoso, autorizaría la detención y registro. Y si los vestigios permitían afirmar con seguridad una desaparición violenta, no habría inconveniente en una prisión provisional. Una nueva conversación con Laura y su letrada dejó clara la intención de cooperar. Laura estaba cansada de luchar contra sí misma. Se veía encerrada en una relación que la hacía desgraciada y la Guardia Civil era la única puerta para salir con vida de aquella cárcel.
—Hace tres años conocí a un joven. Coincidimos un par de veces en un mismo local y una noche de copas mantuvimos relaciones. Pensé que no volvería a verlo, o que si nos viésemos no pasaría nada; pero sí nos volvimos a encontrar. Y al contrario de lo que pensaba, él insistió en nuevos encuentros. No había nada especial. Quedábamos a tomar algo, salíamos de fiesta y luego íbamos a mi casa. Rompíamos la rutina del trabajo y la soledad. Siempre íbamos a mi casa. Él me decía que si yo quería, podíamos pasar la noche en un hotel, pero me parecía tirar la plata; entiendan, a mí me cuesta ganarlo, y mi compañera de piso no tiene problemas porque suba a alguien a casa. Me decía que a su casa no podíamos ir porque compartía piso con mucha gente. Yo le creí. Nos iba bien, muy bien. Yo tengo dos hijos en Colombia. No le dije nada. Pensaba que si la cosa se ponía seria se lo diría, y como aquello duraba, buscaba el momento oportuno para revelárselo. Era bueno y a veces me daba algo de dinero para que viviera bien. Pero entonces empezaron algunos detalles. Si bebía un poco, se ponía gallo. Era brusco y me dejaba marcas al tener relaciones. Él se reía y me decía que eran jalones de la batalla, y que así le recordaría hasta que nos volviésemos a ver. No solía pasar, por eso no le daba importancia. Después empezó a exigirme que me arreglase cuando quedásemos. Bien maquillada, bien ajustada. Ropa interior sugerente. Yo cedía porque pensaba que era bueno que me desease, pero creo que sólo buscaba sexo. En alguna ocasión, como le dije que estaba cansada y que no podía venir a la casa porque necesitaba dormir, se enojó todo. Incluso una vez me dejó tirada en el restaurante sin pagar la cuenta. Me dijo que ya que no me acostaba con él, que se iría con una prostituta. Que como no le daba nada esa noche, que no me pagaba los servicios, así que yo me hice cargo de la nota. Fui demorando contarle lo de mis hijos y viendo que tenía este carácter decidí guardármelo. Nunca me habló claro de su trabajo. Alguna vez, cuando está borracho, bromea haciendo gestos violentos y diciendo que vive de cobrar deudas. Que si no soy buena, que me puede hacer desaparecer. Que ese es su trabajo. Empecé a tenerle miedo y decidí que lo mejor era esperar a que se aburriera de mí y se fuera con otra. Y mientras… no provocarle para que no me hiciese daño. Aun así, alguna vez me hacía cosas para comprobar que le aguantaba todo. Me forzaba sólo por placer. Me dejaba marcas por gusto nada más. Para dejar claro que él es el gallo, como le gusta decir.
»Hace unos meses, justo antes del día del Pilar, estuvo fuera una semana. No suele hacerlo mucho, pero alguna vez se desaparece durante unos días. Nos hablamos por teléfono, aunque no siempre. Puede pasar dos o tres días con el teléfono apagado. El caso es que cuando volvió me llamó. Me propuso pasar el día del Pilar juntos, por eso recuerdo la fecha. Estuvimos por ahí, y de repente me dijo que su casa estaba vacía y que íbamos a subir. El día había sido bonito y estaba de buen humor y muy excitado. Llevábamos una semana sin vernos y mi casa estaba lejos. Ya dentro de su casa se le veía arrepentido. Me amenazó para que no tocase ni mirase nada. Con todo el cariño que pude le tranquilicé y empezamos las relaciones. Se sentó en el borde de la cama y me dejé desnudar. Me agaché para empezar y le pedí un preservativo. El abrió la mesilla y me dijo que lo cogiese. Entonces vi joyas. Dejé la mesilla abierta para que fuesen visibles. Fue una tontería, pero las quería. Intenté cumplir sus gustos y al acabar se le veía más tranquilo. De repente, cogió algunas joyas y me las dio. No te quejes, que te pago bien los servicios, dijo con una sonrisa de macho. Yo sólo pensaba en cuánto podía sacar por ellas.
—¿Eran las joyas que buscábamos?
—Sí, y alguna otra. En aquel cajón quedaron más. Pero también quedaba un arma. Hice como que no la veía.
—¿Y qué pasó?
—Todo lo que gano es para mis hijos. Se lo mando a Colombia. Allí están con mis papás. Había pensado en traerlos y que estudiasen aquí, pero entonces yo no podría trabajar. Por eso tengo que esperar hasta que sean capaces de cuidarse solos. Las joyas no eran para mí. Quería empeñarlas y conseguir dinero. Como no eran nada especial, no pensé que se diera cuenta. No quiero decir que fuesen feas o malas, eran joyas de madre o de señora, no para arreglarse y estar provocativa como le gusta a Zenón. Por miedo a que le pareciese mal, esperé un tiempo. Como no volvió a preguntar, decidí empeñarlas. Pero tenía que hacerlo lejos para que él no las viera en el escaparate de una casa de empeños. Tenía miedo. Así que fui a Segovia. Queda cerca y no creí que él fuese por allí. Primero empeñé las que no podía ponerme y luego las de mujer. Pero hace poco empezó a preguntarme por ellas. Pensé que las había olvidado. Yo intenté darle largas, le decía que no me favorecían. Trataba de compensarle con otras cosas para que no insistiera, distraerle, pero volvía con eso. No piensen mal, no soy una buscona, era por miedo. El caso es que tuve que decirle que no las encontraba, que tal vez me las hubiesen robado o las hubiese perdido. Me dio una paliza. Quería interrogar a mi compañera de piso y arrancarle que confesara si me las había robado o no. Creí que nos iba a matar. Así que le dije que no se preocupase, que aparecerían; que dejase las joyas y que me hiciese lo que quisiese, que yo era su gata y podía hacerme a su gusto. Que él ya sabía cómo me excitaba cuando me perreaba…
La mirada de Laura estaba perdida en la lejanía. Con las manos estrujaba un pañuelo de papel, mientras las lágrimas bajaban serenas por su rostro. Las frases surgían de sus labios como si estuviese sola, mejor dicho, como si sólo estuviese con él, y los agentes no fuesen más que un cristal protector. Como si lo tuviese delante, pero sin miedo. Desde la seguridad que ahora sentía vaciaba lentamente la tristeza, el dolor, el pánico, la humillación que había acumulado durante meses. Sólo una vez vacía, podría quedar espacio donde volver a albergar de nuevo vida en su interior.