Las semanas se venían encima como una pesada losa que enterraba las pocas esperanzas que pudieran albergarse. El grupo de personas de la Guardia Civil, abocado a tener que aguardar con las manos atadas, aprovechaba su tiempo para seguir líneas de investigación, rastros e indicios de los que sí disponían en otras muertes o desapariciones. Poco personal y mucho trabajo obligan a imponer racionalidad, aunque pueda parecer inhumano. ¿De qué serviría buscar sin indicios, investigar sin vestigios? Y a todo ello se añadía la tortura de saber que las pocas pruebas que podían existir estaban ahí mismo, fáciles de conseguir, pero imposibles de alcanzar. El caso se había vuelto especialmente penoso porque los padres de Carmen, de forma periódica, acudían al cuartel en busca de novedades y no había nada que contarles. Para unos progenitores sólo hay algo peor que perder a un hijo, no saber cómo lo han perdido. Puede parecer ilógico, pero conocer detalles tales como el sufrimiento de la víctima, si estaba sola o acompañada, saber que su hijo no tuvo culpa alguna en lo que ocurrió, que la catástrofe fue de una magnitud nunca vista y que no se pudo hacer nada, les reconfortan en el pesar. Puede sonar absurdo, pero ante una muerte trágica o violenta, es muy humano que unos padres pregunten si su pequeño, de cualquier edad, habrá pasado frío o si habrá tenido miedo, incluso si se habrá sentido solo.
Para superar un duelo hay quienes necesitan mirar a la verdad de frente, por desagradable que sea.
Los padres de Carmen estaban viviendo un auténtico suplicio. Aferrados a la esperanza, cada vez más débil, de que hubieran huido por los problemas judiciales de Pablo, se debatían entre la tortura de limitarse a esperar en casa, ahogándose de impotencia e incertidumbre, o acudir al cuartel en busca de aliento y respuestas, pero arriesgándose a provocar su captura. Al final, se imponía la conclusión de que cualquier cosa era mejor que el vacío en el que vivían. Por otra parte, con su insistencia, querían asegurarse de que obligaban a la Policía a continuar la búsqueda.
Cinco meses es mucho tiempo. Por eso, cuando el compañero del grupo de patrimonio de Segovia empezó a detallarle al sargento cómo habían encontrado las joyas que figuraban registradas como robadas, Marcos creyó que se trataba de un error de la centralita, y se disponía a desviar la llamada a los compañeros de robos cuando recordó…
—¿Perdone, cabo, sigue usted ahí?
—Sí, mi sargento.
—Disculpe, que estaba con la cabeza en un informe de balística. Sí, sí, es una denuncia de este grupo. Me decía que habían encontrado…
—Revisando las fichas que nos envían de las casas de empeño, de las joyas que han reseñado, hemos encontrado un anillo de mujer con circonita azul, un colgante con la Virgen del Carmen y una fecha inscrita, 22-08-91, y un reloj de caballero de oro, marca Festina, con otra inscripción que ha sido borrada.
—¿Han comprobado por las fotos que se trata de las mismas joyas?
—Afirmativo, mi sargento. Los efectos se corresponden perfectamente con las fotocopias de la ficha de empeño.
—¿No habrán hecho nada todavía?
—Negativo, mi sargento. Como indicaban en la nota, antes de cualquier diligencia, nos hemos puesto en contacto con ustedes para que indiquen cómo proceder. Por eso me extrañó que me dijera que nos habíamos equivocado de grupo. Indica con claridad: «Contactar con sargento Marcos».
—Sí, perdone. Es que ha pasado mucho tiempo y no recordaba… ¿La persona que empeñó las joyas está identificada?
—Presuntamente, sí. Las joyas se empeñaron junto con otras que no constan en los registros en dos días diferentes y en dos tiendas distintas, pero con el mismo DNI. Hemos comprobado las cámaras de seguridad y, en principio, la persona que las empeña se corresponde con la titular del documento de identidad.
—¿Está localizada?
—Positivo, pero no en Segovia. Si no ha cambiado de domicilio, nos consta como última residencia Madrid. No sería tan extraño. Estamos a un paseo en autobús.
—Perfecto. No hagan nada hasta que yo les llame. Voy a consultar con mis superiores la posibilidad de desplazar algunos hombres y continuar nosotros las diligencias.
—Aguardo su llamada.
—Muchas gracias, cabo.
—A sus órdenes, mi sargento.
No fue nada difícil encontrar a la persona que había empeñado las joyas. Laura Echevarría tenía antecedentes por pequeños hurtos y había sido conocida en los ambientes de la prostitución. Eso sí, llevaba años limpia; no guardaba cuentas pendientes ni con la justicia ni con la Policía. Con trabajo fijo como cuidadora, tenía domicilio estable y, al parecer, llevaba una vida normal y tranquila.
Marcos y sus chicos habían salido a las cuatro de la madrugada de Coruña, con la intención de empezar las diligencias a primera hora de la mañana. Los compañeros de Madrid, de la forma más discreta que pudieron, habían conseguido que Laura les acompañase al cuartel. Aparentemente colaboradora, se mostraba inquieta pero no nerviosa. Por más que preguntó qué es lo que pasaba y por qué la llevaban, la única respuesta que obtuvo es que no estaba detenida; se trataba de que su declaración fuese lo menos preparada posible, por lo que se limitaron a informarle de que necesitaban su ayuda para aclarar algo en relación con unas joyas. También le dijeron que si no quería ir de forma voluntaria, se verían en la obligación de detenerla. Que todo sería más sencillo si cooperaba. Que una vez en el cuartel le explicarían los detalles y tras declarar la dejarían marchar. Pero que si tenían que arrestarla, lo harían; y todo se complicaría más. Le ofrecieron la posibilidad de llamar a algún abogado de su confianza, y como ella afirmó no conocer a ninguno, avisaron a uno de oficio para que estuviese preparado.
Ya en el cuartel y después de hablar con el sargento, que le adelantó de qué se trataba, la letrada de oficio le explicaba a Laura que lo que estaban investigando era cómo habían llegado hasta ella unas alhajas. Que las mismas habían pertenecido a personas cuya desaparición se había denunciado en Coruña y preparaban juntas la declaración. Al mismo tiempo, Marcos repasaba el expediente otra vez. Lo había recibido prácticamente todo por correo electrónico, pero quería asegurarse de que nada se le escapaba. En principio, no había nada extraño en Laura. Años atrás se había dedicado a la prostitución, como muchas otras ilegales sin papeles y por tanto sin posibilidad de contrato legal. Pero desde que había conseguido el NIE, y luego el DNI, trabajaba como empleada de hogar. Primero limpiando y ahora cuidando de ancianos. Nada que ver con las drogas ni con delitos violentos. Mientras le leyeron la hoja de derechos y la firmaba junto con su abogada, Laura guardaba un silencio expectante, mirando a todos los presentes como un animalito asustado buscando ayuda.
—Doña Laura, sólo necesitamos su colaboración para saber de dónde ha sacado usted unas joyas.
—Yo no he robado nada. Trabajo como cuidadora de ancianos. Pueden ustedes preguntar a las familias. Les dirán que no les falta ninguna joya.
—Tranquila, doña Laura. No la acusamos de robar a los ancianos que cuida. Sabemos que es usted muy apreciada en su empleo.
—Pero es que es cierto. No he robado nada. Pueden creerme.
—¿Conoce usted Segovia? ¿Ha estado alguna vez allí?
—No puedo estar segura. Confundo los nombres de las ciudades. Como no soy española.
—¿Pero recuerda haber estado en otras ciudades que no sean Madrid?
—Si me da detalles… No quiero equivocarme. No estoy segura.
El sargento decidió dar otro giro al interrogatorio para ver si alguna puerta se abría.
—Le vamos a mostrar unas fotos y nos gustaría que nos indicase si le suenan las joyas que ve.
Aunque trataba de sonreír y mostrar tranquilidad, los gestos de Laura eran de inquietud. Tampoco era extraño, pues estar en un cuartel no es fácil más que para los guardias. Sus ojos oscilaban del sargento a Begoña suplicando con la mirada que la creyeran, y ante la frialdad de los agentes, buscaba en los asentimientos de la abogada algo de seguridad. Marcos fue poniendo una a una y muy despacio sobre la mesa las fotos de las joyas de los desaparecidos. Y trató de descubrir en la reacción de aquella mujer un rastro de la verdad.
—¿Alguna vez ha visto estas joyas?
—Déjeme que piense. No estoy segura. Así en fotografía no las veo bien.
—Laura, como le hemos dicho, si nos ayuda a encontrar el rastro de estas joyas, se lo agradeceríamos mucho.
—Pero es que no puedo ayudarles en nada. Ya le digo, no estoy segura de haberlas visto. Yo no tengo joyas.
—¿Alguna vez empeñó usted joyas, Laura?
—No recuerdo bien. Si me dice usted por qué quieren saberlo…
—Cuanto más tarde en decirnos la verdad, menos la podremos creer.
—Pero si les estoy diciendo todo lo que sé. Yo no las veo bien, son fotos viejas. Puede que las haya visto, pero ahora no me acuerdo.
—Tranquila, Laura —intervino la letrada, confiada en la inocencia de aquella mujer—. Cuéntales lo que sabes y no te pasará nada.
—Pero es que no sé nada.
—Veamos si esto le ayuda. —Buscando el máximo efectismo, Marcos colocó encima de la mesa las hojas de empeño de las joyas.
—Es cierto, esa soy yo. —Laura trató de mantener la sonrisa, y la apariencia de tranquilidad—. No sabía que se referían a esas joyas.
—Pero si se las hemos mostrado antes en fotografía. —Marcos procuró mostrarse enfadado, pues veía que no avanzaban, en un intento de provocarle un poco de miedo—. Ya le hemos indicado que si usted no colabora, podríamos detenerla.
—No, por favor. Perdería mi trabajo. Si ustedes me hubiesen preguntado por esas joyas, les hubiera contado todo.
—Pues usted dirá.
—Es que no recuerdo bien, pero creo que las compré a un chico por la calle. No sabía que eran robadas, no pensé que fuera malo. No creía que tuviesen valor.
—No tiene por qué ser malo. Díganos, ¿dónde las compró?
—Por la calle, aquí en Madrid, cerca de la plaza Mayor. A un chico que las vendía por los soportales.
—¿Cómo era el chico?
—No era español. Era negro. No hablaba bien castellano. Lo reconocería si lo viera. Intentaré ayudarles.
—¿Cuánto pagó por ellas?
—No recuerdo, pero muy poco. Por eso creí que eran falsas. Fue una tontería.
—A ver, Laura, ¿quiere usted que nos creamos que le compró las joyas a un chico de color por la calle, creyendo que eran falsas y luego las empeñó? ¿Cómo es que las empeñó si creía que eran falsas? ¿Para qué las compró, para empeñarlas? ¿No es más lógico que las comprara sabiendo que eran buenas?
—Créame, agente. Yo no he robado nada. Tienen que creerme. Estoy limpia. Trabajo cuidando ancianos y no busco problemas. Pregúnteles a ellos. No sé nada más.
—¿Para qué compró usted un reloj de caballero, Laura?
—Era barato. Casi regalado. No pensé que fuera robado.
—Nadie ha dicho que fuera robado.
—Como usted me está preguntando. Quería decir que no creí que hubiera problemas. Se lo juro. Lo compré sin mala intención. Pensé que no tenían valor, pero por curiosidad pregunté y me dijeron que valían algunos euros. Así que decidí venderlas, porque necesito dinero y las joyas para mí no valen nada. No creí que estuviese haciendo nada malo.
—Disculpe, mi sargento —intervino Begoña—. ¿Podríamos hablar a solas?
—Claro —respondió Marcos. Y mirando a Laura, la instó—: Laura, intente recordar lo que pueda. No queremos vernos en la obligación de detenerla.
Salieron al pasillo. El rostro de Marcos reflejaba extrañeza. Obsesionado por obtener un indicio que seguir en la desaparición de la familia Dios, quizás se le hubiera escapado algo.
—Dígame, Begoña. ¿Qué ocurre?
—Disculpe, sargento. —Begoña miró hacia la sala donde había quedado Laura, cerciorándose de que no podía oír lo que hablaban—. Tengo una corazonada. Necesito quedarme a solas con la sospechosa.
—¿De qué se trata?
—Si mi instinto no me falla, creo que no es a nosotros a quien tiene miedo la sospechosa.
—¿Entonces a quién?
—No estoy segura, pero ¿se ha fijado en el maquillaje de Laura?
—Pues no. ¿Qué tiene de raro?
—Que hoy es miércoles. Que son las nueve y media de la mañana y esta señora se disponía a pasar la jornada en un domicilio particular cuidando de una anciana con alzhéimer. ¿Se ha fijado en que va vestida como si fuera al supermercado y, pese a todo lo que le he dicho, va maquillada como para una sesión de fotos?
—¿Y eso qué tiene de extraño?
—Que nadie se pasa una hora frente al espejo, a las siete de la mañana, para cuidar de una anciana.
—No la sigo, Begoña. Explíquese.
—Verá, sargento. Laura tiene antecedentes por hurtos, ¿verdad?
—Cierto.
—Añádale a ello que no parece nada tonta.
—Aparentemente, no.
—Pues con antecedentes y algo de inteligencia, seguro que sabe cómo pulir unas joyas robadas sin dejar rastro. Si tuviera miedo de la Policía, hubiera hecho como todos los raterillos. Le hubiera pedido a cualquier colgado de los que esperan a la puerta de las casas de compraventa de oro que le empeñara las joyas a cambio de unos pavos, y le hubieran sobrado voluntarios dispuestos. Pero se limitó a acercarse hasta Segovia y empeñarlas en persona. No es de la Guardia Civil de quien se estaba ocultando, sino de la persona que le dio las joyas. Y ese maquillaje, esa forma de frotar las manos, esa mirada sincera pero suplicante… seguro que debajo de todas esas capas de cosméticos encontraremos marcas de malos tratos.
—No lo había pensado. Pero tiene lógica.
—Por otra parte, parece cerrada en banda. De forma oficial y abierta no creo que saquemos mucho. Por intentar una conversación confidencial no perdemos nada.
—Conforme. Pero que se quede la letrada con usted. Si al final nos da alguna información, no quiero que nadie pueda acusarnos de haberla obtenido bajo presiones.