Beatriz salió del colegio de monjas creyendo que el mundo era un buen lugar para vivir. Con tales convicciones, tenía que buscar una profesión acorde a su carácter para cooperar en la magna obra de mejorar la humanidad; encontrar una actividad con la que contribuir a que la gente fuese feliz. Dudó entre medicina y derecho. Consciente de que su temperamento era incapaz de asumir la derrota, consideró que nunca podría aceptar la muerte de un paciente, así que decidió que la mejor opción era derecho.
Acostumbrada como estaba al trabajo en grupo, la bofetada que para ella supuso el individualismo de los universitarios le mostró la cara más amable del egoísmo humano. Cada uno iba a su rollo, y si buscaban a otro, era para enrollarse.
Sólo desde el exterior pudo apreciar la verdadera altura de los muros de su escuela.
Una vez asumió que el universo que había buscado no existía, y que iba a tardar mucho en encontrar otro lugar en el mundo, optó por concentrarse en hacer aquello que mejor sabía hacer. Intentar ser la primera en todo. Competir es una forma idónea de mantener la mente ocupada mientras se espera.
El derecho como conocimiento fue surgiendo como freno a la crueldad humana. Como ciencia que civilizaría al hombre. Pero para domar a la fiera que llevamos dentro hubo que recorrer un larguísimo camino. Hoy puede parecer cruel, pero establecer que lo justo es arrancar un ojo a cambio de otro ojo, un diente por otro diente, supuso un gran paso para la humanidad. Antes de esa regla, si eras el más fuerte físicamente, matabas al que te había quitado el asiento. Lástima que el costoso y lento avance de siglos de filosofía, ciencia y cultura se pierda en segundos. Basta que la fiera vea un hueso.
Beatriz soñaba con utilizar el derecho para ayudar a la gente a resolver sus conflictos. Había idealizado que las leyes estaban hechas para solucionar las disputas de las personas. No había acabado la carrera cuando despertó. Siendo tan competitiva era una pieza cotizada. Pero no para encontrar la ley que fijase la salida más justa a un conflicto. No para pacificar enfrentamientos. El derecho ha dejado hace mucho de ser una ciencia al servicio del hombre. Es nada más que un conjunto de reglas de un juego en el que el hombre no es más que una de las fichas, de las piezas, de los elementos, y no necesariamente el más importante. En ese tablero, el derecho sirve para encontrar el resquicio que permite al cliente con el mejor letrado la posición más ventajosa, la situación de dominio. La ley del más fuerte con poder sobre la vida se ha sustituido, gracias al derecho, por la ley del más listo sin límite de poder. Qué justo vuelve a parecer el margen del ojo por ojo.
Los retos mentales están muy bien, sobre todo si eres el ganador. Y a Beatriz se le daba bien ganar. Pero si la lucha es cruenta, para poder aguantar así mucho tiempo hace falta no ver al vencido. Los despojos del contrario terminan doliendo tanto como los propios si la causa no es justa, y nadie puede mantenerse engañado permanentemente con causas inexistentes. Ser la mejor. Ganar lo suficiente para no depender de nadie. Dejar un nombre en la profesión. Todas se iban superando y cada vez era más difícil encontrar otra excusa para seguir adelante. Cada vez era más asfixiante respirar en las charcas de cocodrilos. Las duchas no lavan nada bien la sangre, y sólo a los soldados sin corazón les espolea a matar el derecho de rapiña.
Vivir de forma contraria a los principios de uno mismo termina produciendo angustia. Y una mente atormentada puede enfermar un cuerpo sano.
Cuando creía que ya no quedaba más opción que resignarse y dejarse arrastrar, olvidando todo lo que había soñado, cuando estaba a punto de permitir que fuese su salud la que marcase el límite, ocurrió la cosa más simple que jamás había imaginado. Se le cruzó en el camino una sonrisa limpia y franca. A veces las cosas sencillas sorprenden si les damos la oportunidad. Mientras que una hermosa sinfonía puede cansarnos por el esfuerzo que supone escucharla, el simple murmullo de un arroyo puede relajarnos durante horas. Beatriz descubrió la seguridad en unas manos pequeñas, la tranquilidad en una voz que contaba historias de una aldea diminuta, la felicidad en volver a casa, simplemente para estar con la persona amada.
Y decidió empezar de nuevo.
No había que romper con el pasado, porque después de todo había aprendido mucho de él, se trataba de superarlo y dejarlo atrás. Ya no quería ser mejor que nadie. No quería ser como nadie. Quería ser ella misma. Y se dio cuenta de que no hay mejor trabajo que aquel con el que nos sentimos identificados. Quizás cometió un error al buscar un lugar en el mundo para ser feliz. Primero ha de aprenderse a ser feliz y después descubriremos que cualquier lugar nos vale.
Así empezó de cero en un despacho que fue haciendo poco a poco. Un bufete de personas y nombres, sentimientos y preocupaciones, en vez de siglas y cifras, porcentajes y estimaciones. Qué agradable es apoyarse en el compañero de trabajo en vez de competir con él, intentar sumar gente al proyecto compartido en vez de eliminar competencia.
A María la trajo consigo cuando aún estudiaba el último curso de carrera. Juntas y solas, habían cruzado el desierto que supone hacerse una cartera de clientes. Aunque a nivel profesional había intentado moldearla a su imagen y semejanza, personalmente eran muy distintas. María era la paciencia, la bondad, la atención y psicología hechas mujer. La sonrisa oportuna para un momento difícil. Paloma había sido la última en llegar y, aunque venía de otro despacho, estaba aún verde. Todavía le faltaba encontrarse como abogada y luego había que formarla. Todo un reto. Trabajar con ellas era muy agradable, por primera vez sólo le preocupaban los asuntos de sus clientes.
Aun el problema más nimio puede tener una inmensa importancia para el que lo sufre, por eso cada pleito es transcendente para las partes. Medir la magnitud de una contienda litigiosa por la cuantía no es más que una manifestación del carácter capitalista de la sociedad que nos ha tocado vivir. Y en gran parte, el sistema judicial está concebido así. Es necesario aislarse, buscar un buen oculista del corazón, o un acertado cardiólogo de los sentidos, para aprender a mirar y sentir de otro modo. Aprender a valorar el aspecto humano que se discute en cada procedimiento para que deje de ser una cuestión residual. Beatriz se descubrió de nuevo a sí misma cuando comenzó a calcular la significación de los pleitos por el brillo de esperanza en los ojos del litigante, el cariño del cliente, las lágrimas de agradecimiento. Frente a la sonoridad de «señora letrada» está la musicalidad de neniña. Y, por otra parte, el término la hacía joven.
Como si fuera la esencia de un elegante perfume, en el aire del despacho flotaban aún los ecos de las recientes alabanzas de unos clientes agradecidos.
—Sabemos que o bocado de terra non vale tanto coma o preito. E máis desde que non se traballa. Pero era cuestión de honra. Non se deixar pisar. Agora imos pola aldea coa cabeza erguida. Cada un no seu, e sen meterse no dos demais.
—Ten que perdoar, pero no principio non lle tíñamos moita confianza. Coma eles trouxeron un avogado de sona. Disque ten de mau a todos os xuíces. En fin, que pensamos que iamos perder. As leis non están feitas para os pobres.
—Pero cando vostede comezou o xuízo, púxoo todo tan claro. Onde hai razón non valen latíns. Parecía unha María Pita contra eses estirados[2]
Beatriz evocaba abstraída mirando por la ventana, pues desde la privilegiada atalaya de su despacho podía contemplar la bahía oeste de Coruña. Absorta, descansaba sus ojos en el castillo de San Antón. Unas frases inconexas la despertaron de sus ensoñaciones.
«Vamos a ver, yo creo que… con un poco de buena intención…». «Pero yo sinceramente pienso que si nosotros hablásemos con nuestros clientes…». «A ver, hombre, eso que dices…». «Disculpa… si yo no quería decir…». «Bueno, hombre, por Dios…».
Como el tono no le pareció normal en María, persona tranquila por naturaleza y dialogante por carácter, se levantó y fue hacia el despacho contiguo. Llegó a tiempo de ver cómo su compañera de bufete, con el manos libres en la oreja, paseaba por su oficina con los ojos llorosos y la mirada perdida. «Yo sólo intentaba buscar una solución a un problema sencillo…». «Pero, hombre, lo primero que debíamos ser es personas…». «Está bien… está bien… lo último que quiero es molestar…». «Ya he dicho que perdón… que no quería molestar…».
Los siguientes minutos pasaron sin que de la boca de María saliese una palabra. Petrificada mirando por la ventana, se la veía esperando el momento de colgar. Un adiós ahogado anunció el final de la tortura y tras ello arrojó el manos libres sobre la mesa y rompió a llorar.
—Yo ya no entiendo nuestra profesión, Bea. No sé adónde vamos a parar… No sé si es que soy una ilusa o esto se está llenando de locos.
—¿Qué ha pasado, Nuri? ¿Con quién hablabas?
—¿Sabes el problema de Yesi?
—Sí. Que el exmarido trata de hacerle la vida imposible por haber rehecho su vida.
—Pues como me pareció que el problema era de inmadurez y que se podría solucionar antes de que pasase a mayores, llamé al abogado del exmarido para que me ayudase a solucionar el enfrentamiento mediando entre las partes.
—¿Y?
—Pues que el letrado es el fiel reflejo del cliente. En cuanto le dije que podía hablar con el exmarido para hacerle entender que acosar a su expareja no le va a causar más que problemas, me soltó una risotada soez. Y comenzó con un prepotente, «Mira, neniña, se ve que eres novata. Si quieren pelearse, pues mejor. Cuanto más se peleen, más pleitos y más cobramos». «¿Y si la cosa pasa a mayores y le agrede en serio?», le pregunté. «Pues entonces pasaremos una minuta enorme, pues un caso de sangre no es una cosa cualquiera». Y otra risotada. «Mira, compañera, no todo el mundo tiene estómago para soportar los problemas que vemos en esta carrera. Si ves que te afectan los dramas de los clientes, te aconsejo que dejes esta profesión. Ahora tengo mucho trabajo, del de verdad, no de hermanita de la caridad, así que no estoy para tonterías. Si le agrede, ya me enteraré cuando me llamen desde comisaría para que le asista, y, por supuesto, iré con la factura preparada. En serio, piensa en dedicarte a otra actividad, que te veo muy blandita para esta profesión». Dios mío, Bea, ¿cómo pueden quedar todavía diplodocus como ese en la abogacía? Y lo peor es que no puedo dejar de pensar en Yesi; lo está pasando fatal, sin poder salir a la calle tranquila, con la niña asustada, pendiente de dónde le puede aparecer ese loco. Un horror. Será que no sirvo para esto, o que soy una ilusa, pero yo lo veo tan sencillo…
—Tranquila, Nuri. En todos los colectivos hay ratas. Precisamente tú sí que sirves para esto. Bestias como ese son los que le dan mala fama a los abogados. Si no queda otra vía, habrá que denunciar al acosador y luchar para conseguir justicia. Será más difícil y lento, pero qué le vamos a hacer. Anda, anímate.
—¿Pero si no estamos para solucionar problemas para qué estamos?
—Sí que estamos para solucionar problemas. Sólo que algunas veces, si el contrario quiere, se solucionan por la vía del diálogo; y si el contrario no quiere, con más gastos y tiempo, por la vía del litigio, y que el juez decida.
—Lo sé. Pero entiéndeme, ahora me siento inútil, impotente y defraudada. No es justo tener que pelear para poder vivir tranquila nada más. No tengo fuerzas para llamar a Yesi y decirle que su infierno va a durar hasta que su marido quiera, o hasta que un juez le asuste de verdad.
—Ahora no pienses en llamar. Serénate. Ponte con otra cosa y ya hablarás cuando tengas fuerza.
De vuelta a su despacho, Beatriz volvió a mirar al castillo de San Antón antes de sentarse y le sonrió con complicidad. Ciertamente, son muy pocas las veces en que la verdad y la razón se imponen, reflexionó; en general, gana la fuerza, pero eso no es excusa para dejar de seguir luchando, y tras revisar una pila de expedientes, eligió uno para ponerse a trabajar.