Porteliño había sido una sencilla pero hermosa aldea de pescadores colgada al borde del océano. Llena de vida, arrancaba con esfuerzo del Atlántico una existencia digna. Pero de todo eso hoy no quedaba más que el olor a salitre. Hacía tiempo que habían enterrado al último pescador, y de las numerosísimas gamelas que en otro momento flotaban en sus aguas sólo se podía ver algún que otro esqueleto hundido entre las rocas. Acosado por el asfalto de una Coruña que se le venía encima, Porteliño resistía decadente, justificando su existencia como reducto de los que no habían podido marcharse, o refugio de los que no habían encontrado un hogar mejor. Un día de sol podía lucir incluso pintoresco, con sus pequeñas casas de madera coloreadas, o mejor dicho decoloradas, cada una de una tonalidad distinta. Pero con cielo gris, el frío y la humedad se volvían tangibles y la tristeza palpable.
Marina se colocó el fular comprobando en el espejo de la entrada que los colores compaginaban correctamente. Sobre el mismo y con cuidado de no arrugarlo, fue vistiendo la cazadora. Ahora venía el paso más difícil, ajustarse la capucha sin que se le aplastase el pelo. Estaba muy contenta con su nuevo flequillo asimétrico, pues le hacía la cara más misteriosa y al mismo tiempo alargaba el rostro. El problema era que por las mañanas en Coruña, al borde del mar y entrado octubre, el frío, aparte de intenso, era penetrante y untuoso, por lo que la opción de salir con la cabeza descubierta estaba descartada. El otoño había entrado muy lluvioso y desapacible, y ese frío húmedo, una vez que te cogía, no te lo quitabas en todo el día. Además, se le rizaría el pelo. Apuró lo que pudo para salir pronto, y colgando la mochila del hombro se despidió con un simple «Voume[1]». Una vez en el patio de entrada, se dirigió hacia el can que, atado en una esquina, imploraba con gemidos y saltos, vueltas y lágrimas, libertad y juegos. Marina se entretuvo un rato dándole caricias, con cuidado de que Pancho no le manchase con las patas su trenca, ni con las babas sus manos. Alargaba los juegos todo lo que podía y constantemente, con el rabillo del ojo, vigilaba la casa de Xana y la cortina de la cocina.
Xana había sido una auténtica suerte, una alegría en aquella barriada de casas enmohecidas y deterioradas que se resistían a dejarse engullir por los edificios que asomaban amenazantes a menos de doscientos metros. Por fin una amiga con la que jugar, charlar, pasear o soñar. Habían pasado tres años geniales. Pero cuando la Policía vino con Pablo Dios detenido para registrar su casa, cuando descubrieron que estaban metidos en la droga, sus padres le prohibieron que volviera a la vivienda de Xana o a jugar con ella.
—Una cosa es ser furtivo y otra muy distinta ser delincuente —le espetó su padre.
Por eso Marina salía pronto de casa y alargaba el tiempo con Pancho, tratando de detectar la salida de Xana camino del instituto, para hacerse la encontradiza un poco más adelante, donde nadie pudiera verlas. Una ligera oscilación en la cortina de la cocina le hizo sentirse vigilada, y antes de que su madre descubriese que se demoraba y decidiese salir a gritarle, determinó que ya no podía fingir más y dejó al perro.
Con cuidado sacó un pañuelo de papel y se limpió las manos de los lambetazos, al tiempo que aceleraba el paso para girar la esquina y quedar así fuera del campo de visión de su progenitora. Una vez en la calle principal, entrada ya en la ciudad, sacó el teléfono y comprobó que no tenía WhatsApps pendientes de leer. Envió uno a Xana: «¿Dndestas?». Esperó el doble check, y se paró mirando la pantalla. No respondía. Ante la impaciencia decidió enviar otro: «Eo!!!! Ndestas???».
Pero siguió sin respuesta. Miró el reloj y comprobó que se le hacía tarde. O se encontraban ya, o no podrían charlar nada antes de clase. Así que decidió llamar. No había sonado el segundo tono cuando se cortó la llamada. Sorprendida contempló la pantalla en la que oscilaba el mensaje «usuario ocupado». «¡Desagradable!», pensó, y se dispuso a guardar el teléfono en el bolsillo, cuando el terminal vibró un instante. «Vaya, ahora respondes», se dijo con una sonrisa en los labios.
«Vte a la Grdia Civil!!!!».
Marina se quedó helada. Releyó varias veces para asegurarse que no se podía interpretar de otro modo. Decidió llamar otra vez, pero el auricular no dio tono, directamente dio señal de apagado. No sabía qué hacer ni a quién acudir. Si volvía a casa, podían incluso echarle una bronca por haber desobedecido sus órdenes. Pero no podía dejar tirada a su amiga. Así que echó a correr y con la angustia en el pecho no paró hasta la puerta del colegio. No se detuvo ni a devolver los saludos y se fue directa a la jefa de estudios. Ella sabría qué hacer.
Al grupo de personas de la Guardia Civil le faltaba poco para que le sobrase la «s». Con la baja de un agente, al sargento le quedaban sólo un cabo y dos guardias. Manolo, el cabo, era todo empuje y corazón. El subordinado perfecto para un jefe enamorado de su trabajo como el sargento Marcos. Begoña era inteligente y a la vez dulce cuando había que serlo; y Gabi, irónico y astuto. Los tres eran altos, y atléticos, lo que se agradecía mucho en un grupo reducido que estaba siempre en acción.
El sargento Marcos releía en su oficina la toma de manifestación de la menor, mientras, en el pasillo, la agente Begoña y la jefa de estudios trataban de distraer a Marina. Pasada la hora de entrar en clase sin que Xana apareciese, ni en su casa dieran señales de vida, el director y la jefa de estudios habían decidido acudir al cuartel para dar parte y que Marina enseñase el mensaje. Los agentes del grupo habían intentado comunicar con Xana o con sus padres varias veces sin resultado. Habían comprobado los antecedentes de Pablo Dios y habían descubierto un amplio historial de entradas y salidas de la cárcel por drogas. Hacía pocas semanas que acababa de quedar libre con fianza, en espera de juicio por un cargamento de cocaína. Para excluir que no se tratase de una chiquillada, Marcos había mandado dos hombres de paisano para que, de forma discreta, echasen un ojo a la casa por si apreciaban algo. Sonó el teléfono.
—Dime, Manolo.
—A sus órdenes, mi sargento. Hemos llamado varias veces y no abre nadie. No hay signos de forzamiento ni de violencia. Todo parece normal. Eso sí, del perro no hay ni rastro.
—¿Se habrá soltado?
—Bueno, eso es lo extraño. La correa está intacta, pero el perro no aparece. Y hay unas ligeras marcas como si desde la caseta arrastrasen algo hacia la casa.
—¿Algo?
—Sí. En la parte de tierra que se ve pisada por el chucho al estar atado se aprecian como unas marcas de arrastre. Podría ser perfectamente de tirar del propio animal. Pero el resto aparece cerrado y normal.
—Vamos a llamar otra vez a la niña, por si el teléfono suena dentro. Espera, no cuelgues.
—Vale.
Marcos tecleó el teléfono en el fijo y esperó tono, pero no dio señal.
—Dejad, sigue apagado o fuera de cobertura. Volved al cuartel.
—A la orden, mi sargento.
Cogió la declaración de Marina y volvió a comprobar el calendario de guardias. Luego se levantó y salió al pasillo para hablar con la niña y su profesora.
—Marina, estate tranquila. Por ahora no vemos nada inquietante. Vamos a intentar comprobar la casa y localizar a Xana y a sus padres. No te preocupes, pequeña. Puedes irte al instituto y si necesitamos algo, te volvemos a llamar. —Luego se dirigió a la profesora—: Todavía no creemos que haya motivos para la alarma. Vamos a iniciar las comprobaciones. Lo dicho, muchas gracias por su colaboración y seguiremos en contacto. Begoña, acompáñelas al coche.
Marcos cruzó el pasillo hasta la zona de oficiales, y llamó a la puerta del teniente Murias.
—¿Da su permiso, mi teniente?
—Pasa, Marcos. ¿Qué tienes?
—No estoy seguro, señor. Tenemos la declaración de una niña asustada, porque cree que a su vecina y amiga le ha pasado algo. —Entregó el escrito al oficial, que lo ojeó mientras escuchaba—. Cuando esta mañana la llamó para ir juntas a clase, la pequeña le contestó con un mensaje: «Vte a la Grdia Civil!!!!». La amiga no ha acudido a clase. Hemos llamado a su teléfono y al de sus padres, y todos dan apagados o fuera de cobertura. La supuesta desaparecida es hija de Pablo Dios, un narco que acaba de caer con un cargamento de cocaína muy grande. No hemos podido contactar ni con los padres ni con la hija. He mandado a Gabi y a Manolo a la casa y está cerrada.
—¿Dónde está la vivienda?
—En Porteliño, una vieja vivienda de pescadores. Todo parece normal, salvo que no está ni el perro.
—¿Qué crees que ha pasado?
—Es muy pronto para saberlo, pero el mensaje de la niña parece de auxilio.
—¿Has pensado qué hacer?
—Lo más inmediato sería pedir los geoposicionamientos de los terminales telefónicos de la niña y de los padres. Así podríamos saber dónde están. O al menos dónde estaba la niña cuando mandó el mensaje. Por otra parte, no estaría de más poder entrar en la casa por si hay algo anormal. Sobre todo si el teléfono sitúa a la menor dentro en su último contacto. Y si la situación persiste, controlar las cuentas bancarias por si hay movimientos. De algo tendrán que vivir.
—¿Y a qué esperas? ¿No es urgente?
—Verá, señor, he comprobado el calendario de guardias y creo que será mejor que vaya usted con el informe y la solicitud e intente hablar con su señoría; y no estaría de más que fuese el capitán. Disculpe, señor.
—No me digas que está de guardia… el Manco.
—Sí, señor.
—Vale, voy a hablar con el capitán. Prepara el oficio inmediatamente. Ahora lo recogemos y nos los llevamos.
—A la orden, teniente.
El apodo del Manco se lo habían puesto no porque el magistrado en cuestión adoleciese de defecto físico alguno en sus extremidades superiores, sino porque nunca se había podido comprobar si funcionalmente su extremidad derecha en concreto era hábil para firmar concesión alguna a la Policía judicial. Jamás lo había hecho. Amargado de su profesión, sólo esperaba turno para un destino más tranquilo, y mientras no llegaba, convertía el que tenía en unas vacaciones. Tras un par de horas de pasillo, por fin, sobre las doce y media de la mañana, los dos oficiales, con respeto, tomaban asiento frente a la mesa.
—¿Qué tenemos aquí…? —comentó el magistrado para sí mismo, como si estuviese solo.
El capitán abrió la boca con intención de exponer sus intenciones, pero decidió esperar un gesto de receptividad en su interlocutor.
—Vaya, vaya, una jovenzuela que no acude a clase…
Antes de que el capitán tuviese siquiera tiempo de iniciar la aclaración, una leve oscilación con la cabeza del teniente le indicó que no se esforzase. Y por un momento volvió el silencio.
—¡Hombre! ¡Y de casta le viene al galgo! Si el padre es un contrabandista, qué va a ser la hija…
En esta ocasión, el arqueo de cejas fue simultáneo. Parecía mentira que fuese el mismo informe que habían traído.
—¡Señor Todopoderoso! ¿Qué me están pidiendo? ¿Geo… qué? ¿Autorización para entrar en la vivienda? ¿Se han vuelto locos?
—Con permiso, señoría… Verá, la amiga de la menor, que es la que la conoce bien, está muy asustada. Los profesores nos confirman que son dos niñas muy responsables y ordenadas. No hay ningún antecedente de ausencia de clase.
—Mire usted, capitán —interrumpió el magistrado—, siempre hay una primera vez para todo. Desde luego, el barrio donde viven no es un centro cultural.
—Cierto, señoría, pero es que el mensaje parece pedir auxilio.
—Le diré una cosa, agente. En mi pueblo teníamos un dicho: «Vete a darle la lata a un guardia», para mandar a la gente a paseo. Eso de que el mensaje es de auxilio lo dice usted y sólo usted. A mí lo que me parece es que estas mocosas se han peleado por un mozo, y la que ustedes dicen desaparecida se lo está pasando en grande por ahí con el chaval.
—Pero, señoría, ¡si sólo tiene trece años!
—Hoy en día las jovenzuelas son muy precoces. No se puede imaginar lo que vemos por aquí.
—Sinceramente, señoría, teniendo en cuenta las circunstancias del padre…
—¡Esa es otra! —volvió a interrumpir—. Lo que me estoy oliendo es que la Policía les ha enviado a ustedes para que yo, incauto de mí, les autorice a fisgonear en la casa porque se les ha escapado el contrabandista delante de las narices, y quieren buscar alguna pista porque no tienen ni idea. Y eso del geoposizonamento, o lo que sea, ¡una barbaridad! No saben qué inventar para vulnerar los derechos del ciudadano.
—Se trata de la localización geográfica del terminal telefónico, señor. La posición nada más, sin inferir en sus comunicaciones.
—Eso da igual. Las leyes le confieren a la gente privacidad. Y si no quieren que se sepa dónde están, pues tienen derecho. Permítame una indicación. Si lo de la niña es una excusa y lo que verdaderamente quieren es encontrar a los fugados, no tienen más que mandar unas parejas a la estación de autobuses y al aeropuerto, y hacer como se hizo siempre, tocando a las personas que se deben tocar y ustedes saben cómo tocar. Con enseñarles unas fotos de esta gentuza, en un par de horas habrán averiguado con qué destino se les han largado. Lo siento, pero esta solicitud es impresentable. Y no puedo seguir perdiendo el tiempo con ustedes.
Conteniendo el gesto y de la forma más digna posible, los dos oficiales abandonaron el despacho de la guardia. Salieron al hall de los juzgados y, liberados de la mirada censora, no pudieron contenerse más.
—Aquí querría ver yo al profesor de delitos telemáticos —dijo el capitán, e impostando la voz, añadió—: «Con inteligencia y las nuevas tecnologías, el esclarecimiento de los ilícitos se volverá una labor eminentemente técnica». ¿Cómo es posible que un juez nos mande a repartir hostias por la estación para que la gente nos cante adónde se han largado los padres de la niña? ¿Pero este señor qué se cree que somos?
—Entre los que de tanto ver CSI se creen que podemos sacar ADN de una flatulencia y los que se han anclado en las series de Chuck Norris debiera haber un término medio —respondió el teniente—. En resumen, mi capitán, como la niña esté en peligro, puede darse por muerta.
—A ver qué puede hacer la gente de Marcos…
Al día siguiente, los padres de Carmen y la madre de Pablo formalizaron la denuncia por la desaparición de sus hijos y nieta en el cuartel de Vilanova de Arousa. Carecían de explicación para una ausencia tan repentina. Igual sorpresa mostraron los compañeros de trabajo de Carmen o los amigos y conocidos de la pareja. Era como si se hubieran volatilizado. Pasados unos días sin dar señales de vida, cuando la realidad era incontestable, con un informe más minucioso y detallado, los oficiales volvieron a dar cuenta al juzgado, encontrándose con que la causa se había archivado. Y lo que les sorprendió todavía más es que, a pesar de los nuevos datos, el archivo se mantendría. Les despidieron con un «Hasta que encuentren ustedes unos cadáveres no hay delito, no vengan a que los busquemos nosotros y les hagamos su trabajo». Sin posibilidad de comprobar la posición de los teléfonos o sus contactos, sin opción para controlar las cuentas, ni resquicio para soñar siquiera en poder inspeccionar la vivienda, a Marcos se le ocurrió una pequeña posibilidad. Le pidió a la familia fotos de los desaparecidos en las que saliesen con joyas. Si se encontraban en apuros económicos, podrían verse en la necesidad de empeñarlas. Una vez obtenidas imágenes de las más significativas, las registró como sustraídas a ver qué pasaba.
Sin saber qué más hacer, Marcos se quedó mirando en la pantalla del ordenador una imagen de los tres desaparecidos. Parecía una instantánea de una celebración. Pablo sonreía con el rostro marcado por las drogas y la cárcel, mientras su esposa y la niña miraban a la cámara melancólicas. Pobres mujeres, que no les haya pasado nada.