Los padres de Elena volvieron una semana después. Antonio está bastante recuperado, aunque tendrá que seguir un tratamiento de por vida, y regresar a Nueva York un par de veces al año para hacerse revisiones. Los médicos son optimistas con respecto a su caso, pero también le han advertido que no pueden hacer previsiones a largo plazo. Y yo me digo, ¿es que alguien puede hacerlas?
Elena, Peter y los niños vendrán a España en unos meses para pasar sus vacaciones. Desde que se lo dijeron, Silvio no hace otra cosa que pensar en el próximo encuentro con sus dos bisnietos. Por consejo mío, ha empezado a colocar algunas de las fotos en el álbum que le regalé. Le he dicho que, si en el futuro quiero contar su historia a Eliza y a Alexander, necesitaré de la ayuda de los retratos. Sigo yendo a verle una vez por semana, aunque el constante revoloteo de Carmina alrededor de nosotros entorpece cualquier conversación. Le he pedido que volvamos a repasar todo lo que me contó para que pueda tomar algunas notas y asegurarme así de que no va a perderse ningún nombre ni ningún detalle. No me ha dicho que no. Ahora quiero convencerle de que se haga un retrato. Me gustaría que dentro de algunos años, Eliza, Alexander y Giovaninna me creyesen cuando les diga que su bisabuelo se parecía muchísimo a Gregory Peck.
Por lo que a mí respecta, he vuelto a trabajar. No estoy acostumbrada a tener tanto tiempo para mí sola, así que he aceptado un proyecto para diseñar los decorados de una función de ópera para niños. Silvio y Lucinda han visto los primeros bocetos, y dicen que vendrán el día del estreno. Lucinda, que parece haber olvidado su mutismo, habla ahora mucho con su patrón. Le obliga a hacer los ejercicios para la artritis, le esconde el chocolate y ha dejado de darle bizcocho para merendar. Silvio se desespera con las galletas integrales y la sacarina, y dice que a menos que el racionamiento de azúcar vaya a servir para que viva veinte años más, no merece la pena tanto sacrificio.
Por supuesto, sigo pensando en ser madre. Después de dar vueltas a todas las posibilidades, desde la fecundación in vitro por medio de algún donante anónimo —lo que me da verdadera grima— a pedir el favor descabellado a algún amigo presentable y sensato, he decidido tirar por la calle de en medio y recurrir a la adopción. Llevo dos meses acudiendo a reuniones con una psicóloga que tiene que certificar que no tengo problemas mentales ni ningún tipo de trauma que trate de suplir con la llegada de un hijo. A veces pienso que si hicieran todos esos test a los padres biológicos, sólo podría tener niños el cinco por ciento de la población.
Hace un par de semanas vi a Miguel. Iba en un taxi camino de casa de Silvio, y él esperaba el disco verde para cruzar la calle. Le miré durante unos segundos, buscando dentro de mí alguna de las cosas que había sentido por él en un tiempo que no era tan lejano. No encontré nada, salvo un ramalazo de decepción, un poco de rencor y, por consiguiente, cierta dosis de la amargura que nos deja el tiempo que consideramos perdido.
No es eso lo que quiero sentir por Miguel. La próxima vez que le vea, me gustaría que hiciese en mí el mismo efecto que cualquier extraño. Llegará un día en el que no recuerde el color exacto de sus ojos, como hoy soy incapaz de recordar el tacto de su piel, y entonces sólo sentiré melancolía por todo lo que nos unió una vez y que no supimos conservar para siempre. Y dentro de muchos años, cuando yo tenga la edad de Silvio, quisiera que Miguel fuese un buen recuerdo distorsionado por la nostalgia, y pensar en él como alguien a quien quise mucho, que me hizo feliz durante un tiempo y que luego desapareció, como ocurre con buena parte de las personas y las cosas que nos hacen dichosos.
Ayer hizo un año que murió mi madre. Me acordé por casualidad, al abrir la agenda y tropezarme con la fecha del 20 de marzo. No sentí nada especial. La echo de menos cada día, así que un aniversario no iba a tener la facultad de intensificar mi añoranza ni el tamaño de su ausencia. Ha pasado un año, y el dolor es distinto al del primer día, pero sigue estando ahí. Lo que ocurre es que he aprendido a vivir con ese dolor. A vivir a pesar de él. La falta de mi madre es ahora también una parte de mi vida.
La última vez que estuve en casa de mi padre me traje una foto preciosa: somos mi madre y yo, durante mis primeras Navidades. Ella, vestida con traje de noche, sostiene en brazos a un bebé mofletudo de ojos grandes que la mira, consciente a su manera del profundo amor que despierta en esa joven que sonríe a la cámara. Yo tenía seis meses. Ella, veintisiete años. Ni siquiera había llegado al ecuador de su vida, injustamente corta. Creo que en ese momento mi madre era inmensamente feliz, y también que me consideraba la artífice principal de su constante alegría. A veces me pregunto si después, al crecer, al convertirme en una niña, en una adolescente, en una muchacha, en una mujer, seguí contribuyendo de alguna manera a la felicidad de mi madre. Quiero creer que sí.
He colgado la foto en mi habitación. La miro cada noche antes de acostarme y cada mañana, recién levantada, cuando me asalta la certeza de que mi madre ya no está. Cuando pienso en ella, se me desdibuja la imagen de los últimos tiempos de su enfermedad, cuando estaba demacrada y débil, y sus ojos apagados iban preparándonos a todos para la marcha definitiva. Ahora, al pensar en mi madre, lo primero que se me viene a la cabeza es esa foto, y vuelvo a verla como fue en sus mejores tiempos, joven y bella, con una sonrisa única y la mirada que nos iluminó a todos durante un tiempo que, aunque hubiera vivido un siglo, siempre hubiese sido demasiado corto.
El mismo día en que se cumplió un año de su muerte me pregunté qué haría si se me diese la ocasión de volver a ver a mi madre durante cinco minutos. Imaginé aquella escena con un escalofrío: mi madre regresaba y yo tenía sólo unos instantes para decirle todas aquellas cosas que no había tenido tiempo de hablar con ella durante treinta y cuatro años. Y entonces me di cuenta de que, en realidad, ninguna de las dos se había dejado nada en el tintero. No hubo una cosa que quedase por decir, nada importante de lo que hablar. No había preguntas, no flotaba en el aire ninguna confesión, ninguna respuesta. Yo no necesitaba esos cinco minutos adicionales junto a mi madre. Treinta y cuatro años nos habían bastado a las dos para escribir nuestra historia. Para acumular un montón de recuerdos a los que recurrir, de instantes felices que guardar en la memoria.
Si un dios me hiciese la gracia de concederme esos cinco minutos, lo único que haría sería abrazar a mi madre, y así, aferrada a ella, esperar a que pasase el tiempo y tuviese que dejarla marchar otra vez.