15

—Señorita Cecilia, hoy está muy guapa.

Aquella mañana me había cortado el pelo después de muchos años de llevar una melena que había empezado a parecerme demasiado larga.

—Muy guapa. A ver qué dice el señor Silvio cuando la vea.

—Seguro que ni se entera. Los hombres no se fijan en esas cosas.

—El señor Silvio sí.

—Le hago una apuesta: si no se da cuenta de que me he cortado el pelo, me hace usted un bizcocho para mí sola. Y si dice algo del peinado, yo le compro una caja de bombones. Vamos juntas a verle. Pero no vale hacer señas, ¿eh?

Entramos juntas en el salón, yo muy seria, Lucinda aguantando la risa con muy poco disimulo.

—Buenas tardes, Silvio.

—Buenas… ¿qué demonios te has hecho en el pelo?

Lucinda soltó una carcajada sonora.

—¿Le gustan de licor?

—Me gustan de todos modos. Que pasen buena tarde.

Silvio me miraba con el ceño fruncido y sin entender.

—No haga caso, es una broma entre nosotras. Bueno, supongo que ya sabrá que su hija está a punto de regresar.

—Carmina me llamó ayer para contármelo.

Parecía mustio mientras sostenía entre las manos la caja de fotografías. Me dio lástima verle así.

—¿No se alegra?

—Sí, claro. Sobre todo por Antonio, que está mejor. Pero —carraspeó— bueno, para qué me voy a andar con rodeos, me da pena que no vayas a volver por aquí.

En aquel momento, Silvio me recordó a aquel anciano enfurruñado con el que me encontré la primera tarde.

—No diga tonterías. A menos que usted no quiera, tengo la intención de seguir viniendo a verle.

—Te advierto que la historia está a punto de terminar.

La mirada de Silvio se había iluminado otra vez, y como me había pasado otras tardes, pensé que hubiese sido estupendo conocer a aquel hombre hace medio siglo, cuando su parecido con Gregory Peck debía ser casi una provocación para los cazadores de autógrafos.

—Bueno —contesté— supongo que tendremos que buscar otros temas de conversación. No crea que se van a librar de mí. Ni usted, ni Lucinda. ¿Y dice que la historia está acabando?

—Así es. Y espero que el final te guste. Si el final no es bueno, las historias no valen la pena. Verás…

… para sorpresa mía y desconcierto de todos los que compartían el secreto, las novelas policíacas de Nathaniel Prytchard se convirtieron en uno de los éxitos editoriales del momento. Los beneficios generados por los derechos de autor eran tan jugosos que la Organización me propuso utilizarlos para retribuir mis servicios, sustituyendo así al dinero que me entregaban en mano cada cierto tiempo. La solución era buena para todos, así que acepté. La excusa de mi fortuna como escritor me sirvió también para, en 1950, solicitar la excedencia en el ministerio, para disgusto de mi madre (que veía con mejores ojos un trabajo de funcionario que el oficio de chupatintas) y, por supuesto, de toda la familia de Carmen. Salvador Orenes me dirigió una filípica insoportable y larguísima, haciendo llamadas a la sensatez, al orden y al concierto, al sentido común y a la prudencia, que desaconsejaban el abandono de un puesto fijo y bien retribuido. La verdad es que escuché sus admoniciones como quien oye llover.

Como la actividad de la Operación Puertas Abiertas era ya prácticamente nula, mi trabajo en la Organización también cambió de rumbo. Ya no tenía sentido que ejerciese de agente doble, y por eso me incorporé a otro tipo de tareas. Al haber dejado el puesto en el ministerio, mi disponibilidad para viajar era mucho mayor, así que al menos cuatro veces al año salía del país para hacer seguimiento de operaciones de búsqueda de nazis en países del cono sur, donde previamente se introdujeron los libros de Nathaniel Prytchard para dar cobertura a mis movimientos por Argentina o Chile.

Durante aquellos años fui feliz con Carmen. Nuestra hija, Carmina, nació en el invierno de 1949, un año después de nuestra boda y cuando ya algunas de sus primas empezaban a cuestionarse la capacidad de mi esposa para ser madre. Para Carmen, la maternidad fue el mejor regalo que podía recibir de la vida. En cuanto a mí, mentiría si te dijese que el convertirme en padre supuso un cambio fundamental. Por supuesto que adoré enseguida a aquella niña, y me emocionaba un poco al pensar en su fragilidad, en su indefensión y en que llevaba mi misma sangre. Pero nunca consideré que el hecho de tener un hijo pudiese variar mis postulados vitales. Seguí viajando, seguí ausentándome de casa cada vez que mi trabajo en la Organización así lo requería, y seguí pasando fuera de nuestro hogar diez horas al día, supuestamente para encerrarme en un estudio a redactar nuevas novelas. Carmina estaba bien atendida y llenaba todas las horas de su madre. Siempre pensé que se bastaban la una a la otra, de forma que ninguna de las dos me necesitaba demasiado.

Como si se tratase de una burla del destino, mientras yo renunciaba de forma voluntaria a una parte de la experiencia de la paternidad, Elijah y Mary Jo habían sabido que no podían tener hijos. Mi amigo me lo comunicó en una larguísima carta, y luego no volvió a mencionar el asunto. Zachary, que les veía dos o tres veces al año, dijo que la noticia había supuesto un terrible disgusto para ambos, y que habían rechazado por el momento la posibilidad de la adopción. Mary Jo me enviaba por su suegro multitud de regalos para nuestro bebé, y mientras Carmen contemplaba, alborozada, aquella primorosa colección de vestidos, capotitas y patucos, yo pensaba una vez más en la generosidad de la adorable mujer de Elijah, que compraba para nosotros, en las más exclusivas tiendas de Nueva York, las prendas que hubiese deseado poner a su hija.

—¿No van a venir nunca a España? —decía Carmen, que ni siquiera podía suponer la verdadera razón que impedía esa visita—. Me gustaría tanto conocerles… ¿Cómo es posible que ni siquiera tengas un retrato de tu amigo?

—Elijah detesta hacerse fotos, te lo he dicho mil veces.

—Al menos Mary Jo no tiene ese problema. —La señora West nos había mandado una preciosa fotografía suya, realizada antes de asistir a un baile en algún hotel de Nueva York—. Es tan guapa… Y siempre se acuerda de mandarnos cosas para Carmina. Qué pena que no pueda ser madre.

Efraín y Hannah tampoco tenían hijos. Desde su boda habían viajado a España dos veces, en una ocasión a Ribanova para que Hannah conociese a mis padres —y que coincidió con la última etapa del embarazo de Carmen, lo que impidió que viajásemos al norte— y en otra a Andalucía, pues la agencia de fotos había encargado a Efraín un trabajo en la feria de Sevilla. De paso hacia su destino en el sur, se detuvieron unos días en Madrid para visitarnos. Carmen quería que se quedaran en nuestra casa, pero Efraín dijo que su agencia le pagaba los gastos, y él y Hannah se alojaron en una pensión de la Gran Vía. A mi mujer le disgustó que no hubiesen querido quedarse en el piso de Velázquez.

—Ya son ganas de dormir en una fonda cuando aquí hay sitio de sobra para todos.

—Preferirán estar a su aire…

—Pero, Silvio, es tu hermano…

—Efraín es tozudo como una mula. Si ha decidido dormir en la pensión, lo hará de todos modos y digamos lo que digamos.

En el fondo, para mí fue un alivio que mi hermano y su esposa no aceptasen la invitación de Carmen. Me horrorizaba la idea de vivir bajo el mismo techo que Hannah Bilak pretextando una fraternidad hacia ella que estaba muy lejos de sentir, a pesar de que en los últimos meses había conseguido apartarme de su recuerdo y pensar en ella como la mujer de mi hermano. La primera vez que la vi, cuando fui a recogerles en aquella pensión húmeda y mal iluminada, me di cuenta de que el amor que había sentido por ella mucho tiempo atrás había evolucionado hasta convertirse en algo mucho menos puro: me avergüenza decirlo, pero al verla experimenté algo que tardé un tiempo en darme cuenta de que era una suerte de rencor, como si no pudiera perdonar a aquella mujer el que hubiese elegido a otro hombre y mucho menos que ese hombre fuese precisamente mi hermano menor.

Durante su corta estancia, salimos todos los días a cenar y a comer con Efraín y su esposa. Afortunadamente, mi mujer ignoraba por completo los rudimentos del kosher, y confundió con una simple manía la insistencia de Hannah para que le confirmasen que la paella que nos sirvieron no llevaba nada de marisco, su rechazo al jamón serrano o su negativa a tomar un helado después de haber consumido un entrecot de buey.

—La verdad es que estos americanos son raros, pero raros de verdad…

Recuerdo aquellos tres días en Madrid como unas jornadas largas y algo tensas. Hannah y Carmen no podían hablar entre sí, y Efraín y yo teníamos que oficiar de traductores. No pude por menos que recordar, una vez más, aquel verano en Varsovia, cuando éramos Hannah y yo quienes teníamos dificultades para entendernos, y Elijah e Ithzak nos servían de intérpretes. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que el problema entre las dos mujeres no tenía nada que ver con sus diferencias idiomáticas: Carmen y Hannah se habían detestado nada más verse. La mutua antipatía que desarrollaron (y que fue haciéndose más evidente a medida que pasaban los días) me pareció provocada por un misterioso proceso químico o quizá, simplemente, por un particular sexto sentido que tienen casi todas las mujeres. La última noche, cuando nos preparábamos para ir a cenar, Carmen esgrimió una disculpa para no acompañarnos.

—Estoy un poco mareada y me duele la cabeza.

—¿Has tomado una aspirina?

—Sí, pero no se me va. Si me paso la noche escuchándoos hablar en inglés y esperando a que me traduzcas lo que dice tu cuñada, la jaqueca me durará tres días. Id sin mí.

Cuando Hannah supo que Carmen se había quedado en casa, dijo que tampoco cenaría con nosotros.

—Estoy muy cansada, y mañana tenemos que madrugar. Además, creo que en los últimos años no habéis tenido ni un minuto para estar solos.

Hannah tenía razón pero, en el fondo, yo me preguntaba si Efraín y yo necesitábamos de esa intimidad y si había cosas que deseásemos comentar libres de la presencia de terceras personas. Sea como fuere, mi hermano y yo entramos juntos en una marisquería cercana a la plaza del Callao, y nos dispusimos a pasar mano a mano nuestra primera velada juntos después de mucho tiempo. Empezamos hablando de cosas sin importancia: nuestros padres, algunos amigos ribanovenses a los que ambos habíamos perdido la pista, sus planes para hacer nuevos trabajos en su agencia, la inminencia de la publicación de mi octava novela… íbamos a pedir el postre cuando la mirada de Efraín cambió de repente, y entonces me di cuenta de que nuestra conversación anterior había sido un simple preámbulo, una forma de hacer tiempo hasta llegar a la cuestión que mi hermano quería atacar.

—Háblame de Ithzak.

Tardé unos segundos en reaccionar. El nombre de Ithzak Sezsmann nunca había sido pronunciado entre nosotros, ni Efraín se había referido a él en las cartas que nos intercambiábamos de vez en cuando. Entonces ¿a qué venía ese interés repentino por su persona?

—Pues… no sé qué quieres que te cuente. Y, de todos modos, tú le conocías. ¿Recuerdas aquel verano en San Sebastián, con papá y mamá, cuando estrenaste la cámara que te había regalado Zachary West?

—Ya, pero entonces yo era un niño y ni siquiera pude hablar con él porque no sabía inglés. Recuerdo mejor a su padre, ¿cómo se llamaba?

—Amos.

—Eso. Me parecía un hombre fascinante, tan corpulento, con las cejas pobladas y aquellas manos que no parecían suyas… pero no te vayas por las ramas. Hablábamos del hijo.

Me invadió una sensación de fastidio. ¿Qué demonios le pasaba a mi hermano? No esperaba que alguien como Efraín pudiese sentir celos retrospectivos, y menos aún de alguien que llevaba nueve años muerto.

—¿A qué viene esto?

—Es por Hannah. Ella nunca me había hablado de Ithzak. Si no es por Elijah y Mary Jo, ni siquiera hubiera sabido que estaban comprometidos cuando ella dejó Varsovia. Le pregunté por qué me había ocultado ese detalle y se echó a llorar. ¿Tú lo entiendes? Hannah no es una de esas mujeres que gimotean por cualquier cosa. Desde entonces he querido saber algo más de ese tipo, pero Hannah no parece muy por la labor.

—¿Por qué no le preguntaste a Elijah?

—Oh, ya lo hice. Pero me contestó que no le gustaba hablar mal de los muertos.

Pensaba que Elijah había enterrado ya para siempre sus viejos rencores y esas ideas absurdas sobre lo adecuado o no del comportamiento de Ithzak y los suyos durante el sitio de Varsovia.

—Mira, Efraín, Ithzak era una persona excepcional y uno de los mejores amigos que uno pueda tener. Tenía talento, sentido del humor y era generoso y muy inteligente. Tuvo la mala suerte de nacer judío en la época y el lugar equivocado, y su pecado fue ése. Cuando los alemanes invadieron Polonia no quiso salir del país para no dejar abandonado a su padre, y tres años después murió en un campo de concentración. No hay mucho más que contar.

—¿Y por qué Elijah…?

—A Elijah no le hagas ni caso. Se le ha metido en la cabeza que Ithzak y todos los judíos de Polonia tenían que haberse rebelado contra Hitler, y no perdona que no lo hicieran. En cuanto a las lágrimas de Hannah… bueno, supongo que no fue fácil para ella perder a su novio a los veinte años, y que durante este tiempo ha debido de intentar no pensar demasiado en él. Yo no le daría importancia. Si no quiere hablar de Ithzak, respétala. Bastante trabajo cuesta olvidar como para que te obliguen los demás a hacer memoria.

Habíamos pedido un flan con nata y una copa de coñac. Mi hermano parecía satisfecho con las explicaciones obtenidas, y de pronto recordé algo.

—¿Sabes qué? Ithzak fue el primero en darse cuenta de que tenías un talento especial para la fotografía. Fue aquel verano, en San Sebastián, cuando te vio medir la luz para hacernos una foto. Tu hermano es un artista, me dijo. Eras sólo un niño con una cámara que te habían regalado, pero él supo ver que había un don en ti… Quédate con eso, Efraín.

Unos meses después de aquel encuentro con mi hermano, Zachary me dijo que debía preparar las cosas para un viaje a Londres.

—Algunos miembros de la Organización van a celebrar allí un encuentro, y supongo que te gustará asistir. Yo iré contigo… y habrá una feliz coincidencia. Elijah y Mary Jo viajarán también a Londres desde Nueva York. Van a firmar un convenio de colaboración con un estudio de arquitectura inglés, y al saber que tú ibas a estar en el país han adelantado el viaje.

Hacía casi cinco años que no veía a mis amigos, y la idea de encontrarme con ellos me hizo incluso perder interés por los detalles de la reunión en la que iba a participar. Zachary seguía hablando, pero yo casi no le escuchaba. Elijah… desde mi conversación con Efraín no podía quitarme de la cabeza las palabras que había dedicado a Ithzak: «No me gusta hablar mal de los muertos», dijo cuando mi hermano quiso que le contase algo del primer amor de Hannah.

Zachary se dio cuenta de que no estaba prestando atención a sus explicaciones.

—¿Sé puede saber en qué estás pensando?

Es muy complicado engañar a un espía, así que decidí ser sincero.

—En Elijah. El otro día Efraín me contó algo que no me gustó. Le preguntó por Ithzak y le contestó con una frase terrible.

Zachary dejó sobre la mesa los papeles que estaba revisando y me miró.

—Silvio… si hay alguna herida que cierra mal es la que causa el rencor. Ya sé que ha pasado mucho tiempo, pero mi hijo no perdona a Ithzak. No le perdona que se quedara en Varsovia, no le perdona que no plantase cara a los alemanes, no le perdona que aceptase la colaboración de algún nazi para escapar de Polonia, y supongo que tampoco le perdona por haber dado con sus huesos en Mauthausen. Pensé que se le pasaría, ¿sabes?, como cuando se enfadó conmigo por haber impedido que se alistase. Pero la cosa va a peor. Siempre que nos vemos, insiste en que por culpa de Ithzak tu vida y la mía también han cambiado. Que estamos dando la cara por el joven Sezsmann y por todos los judíos que, según él, vendieron barato el pellejo. Que nos dedicamos a buscar venganza y que ése es nuestro único objetivo.

Zachary se quitó las gafas, las limpió y volvió a ponérselas con un gesto muy suyo, golpeando el puente de los lentes con la falange del dedo índice.

—Lo peor de todo —añadió— es que a mi hijo no le falta razón. No, no pongas esa cara. Tú más que nadie has puesto tu vida al servicio de esta causa…

—Zachary, no hay en mi vida ni un solo motivo de queja. Tengo una mujer estupenda, una niña preciosa y un trabajo… bueno, digamos que más que interesante.

—Ya. Supongo que, tratándose de ti, Elijah quería algo más. Lo cierto es que no has tenido mucho donde elegir. Pero ya hemos hablado de esto alguna vez, así que no volveré sobre ello. En cuanto a mi hijo, confiemos en su buena suerte y dejemos que aparezca alguien que le quite de la cabeza esas ideas tan retorcidas.

—Eres muy optimista.

Zachary volvió a sus papeles.

—Bueno, vamos a lo nuestro. Para que puedas justificar tu viaje, te he conseguido una invitación para dar una conferencia en un club de lectura londinense.

Zachary siempre estaba en todo. Le miré con detenimiento mientras revisaba el contenido de una carpeta, y por primera vez caí en la cuenta de que el tiempo también había pasado para él. Acababa de cumplir los setenta y cuatro años, y a pesar de que conservaba su andar elástico y la elegante apostura militar de su pasado como héroe de guerra, era evidente que sus movimientos se habían vuelto un poco más torpes. Ahora necesitaba lentes para ver de cerca, y la vieja herida de combate le dolía con más intensidad en las vísperas de los días de lluvia. Aquella tarde, mientras Zachary West seguía hablándome con su entusiasmo habitual de nuestra próxima visita a Inglaterra, fui consciente por primera vez de que mi amigo era mortal y mucho más viejo que yo, y que un día, en un futuro que esperaba todavía lejano, tendría que verle morir y aprender a vivir sin su presencia. Es curioso, pero nunca había pensado algo semejante acerca de mis padres, que tenían la misma edad que Zachary e incluso peor salud que nuestro amigo americano. Ahora sé que lo que sentí aquella tarde fue el primer pánico ante la certeza de la pérdida, no de un ser querido, sino de la persona que me había servido de guía durante mi ingreso definitivo y real en la etapa de la madurez.

—No sé en qué estás pensando, pero olvídalo —me dijo aquella tarde, y acepté con alivio su sugerencia—. Nos vamos a Londres dentro de diez días, así que arregla todo lo que tengas que arreglar y cómprate un paraguas. Por cierto, tu editorial ha recibido una oferta de un productor que quiere hacer una película basada en una de las novelas de Nathaniel Prytchard.

—Vaya por Dios…

—Pensé que te alegrarías. El cine da mucho dinero.

—Ya, pero… no sé, cada vez me gusta menos toda esta farsa del escritor misterioso. No niego que me ha resultado muy útil durante todos estos años, pero no deja de ser un engaño.

—Con un fin de lo más noble. Ahora sólo tenemos que encontrar a alguien capaz de hacer un buen papel como guionista… porque el productor se empeña en que sea el propio Prytchard quien haga el guión.

—Sólo faltaba eso…

Zachary se echó a reír. Al hacerlo, tuve la sensación de que se hacía un poco más joven, porque su risa sonaba igual que hacía treinta años. No volví a pensar en su muerte. No hasta que no tuve más remedio que hacerlo.

Aunque no protestó, sé que a Carmen no le hizo ninguna gracia la perspectiva de mi conferencia en Londres.

—Es el tercer viaje en lo que va de año.

—Ya lo sé, pero no tengo más remedio que ir. Mis libros se venden muy bien en Inglaterra, y esa conferencia es parte del compromiso con el editor inglés. Y además… bueno, no sé si decírtelo porque aún es un secreto.

Carmen tenía veintisiete años, y a pesar de su condición maternal, a pesar de su sensatez y su buen juicio, seguía siendo una niña capaz de entusiasmarse ante un misterio.

—¿Qué es? Vamos, cuéntamelo… no se lo diré a nadie…

—Pues existe la posibilidad de que hagan una película basada en una de mis novelas. Es también por eso por lo que voy a Londres. El productor quiere conocerme porque pretenden que me encargue del guión.

A Carmen se le olvidó de un golpe la inminencia de mi viaje. Me abrazó, feliz y orgullosa, y mientras me besaba prometía que no diría nada de aquel proyecto, ni a su madre, ni a sus primas, ni a ninguna de sus amigas, a pesar de que sabía lo mucho que iban a envidiarla cuando supieran que no estaba casada sólo con un escritor, sino también con alguien relacionado con los peces gordos del cine. Carmina, que nos observaba en su sillita, empezó a palmotear al percibir la alegría de su madre. Cuando recuerdo aquella escena sólo lamento no haber sido consciente en su momento de lo intensamente dichoso que fui durante aquella etapa de mi vida. Eso es lo malo de la felicidad: que resulta demasiado fácil acostumbrarse a ella.

Llegamos a Londres en uno de los primeros días del otoño de 1952. Como Zachary había supuesto, estaba lloviendo cuando el avión aterrizó, y no dejó de llover durante los siete días que pasamos en la ciudad. No sé por qué me acuerdo de la lluvia. No cuando durante aquella semana sucedieron cosas tan extraordinarias y tan decisivas para la vida de todos. Pero prefiero ir por partes.

Zachary había reservado dos habitaciones en un hotelito discreto en la zona de Gloucester Road, muy cerca del Museo de Historia Natural. Elijah y Mary Jo ya estaban allí. Habían llegado la noche anterior y nos esperaban para hacer una cena temprana.

—¡Silvio!

Habían pasado cinco años desde la última vez, pero me dio la sensación que Elijah había envejecido casi un siglo. Tenía mi misma edad, treinta y ocho años, pero parecía mucho mayor que yo, y mucho mayor también que Mary Jo, que se había instalado en una edad indefinida en el paso entre la juventud y la madurez. La encontré tan guapa como siempre, igual de dulce y un poco más triste. Supongo que la maternidad frustrada presta una particular melancolía a la mirada de una mujer. Les abracé a ambos, y supe que seguíamos queriéndonos igual, a pesar de la distancia y del tiempo transcurrido.

—¿Cómo estáis?

—¿Cómo estás tú? ¿Has traído alguna foto de la niña? Oh, es una pena que no podamos conocerla. —Mary Jo apretó el brazo de Elijah—. A veces querría que este marido mío fuese blanco…

Era un chiste cruel, pero todos nos reímos. Almorzamos juntos, y durante la comida nos quitábamos la palabra los unos a los otros. Había demasiadas cosas que contar. Elijah me hablaba del estudio. Mary Jo había empezado a trabajar en una especie de liga feminista organizada por un grupo de antiguas alumnas de Vassar. Zachary les habló de la novela que podía ser llevada al cine, y el entusiasmo de Mary Jo me recordó al de Carmen. Era estupendo volver a estar entre amigos.

—¿Cuándo es la primera reunión?

—Mañana por la mañana, en un club de caballeros de la calle Piccadilly.

—Había olvidado vuestras malditas reuniones. —La voz de Elijah había adquirido un tono extrañamente desabrido—. Mary Jo quería ir a Hampstead a pasar el día.

Zachary me miró fugazmente.

—Podéis ir sin nosotros. Nos veremos a la hora de cenar.

Al día siguiente, un coche vino a buscarnos a la puerta del hotel. Hubiese querido ir caminando hasta el lugar de nuestra cita, pero seguía lloviendo a cántaros. La reunión empezó a las nueve en punto. Se habló de muchas cosas: de éxitos y de fracasos, de búsquedas que habían culminado satisfactoriamente o no. Se habló de dinero, de donaciones, de los trabajos en colaboración con los servicios secretos ingleses y americanos. Lo cierto es que no había nada de especial en aquel encuentro, pero supongo que el tener ocasión de charlar con otra gente que estaba dedicada en cuerpo y alma a lo mismo que nosotros era una forma de mantener la moral. Muchos ya nos conocíamos. Habíamos coincidido en otras ocasiones, y supongo que por eso me llamó la atención aquel hombre de pelo cano que se había sentado en una esquina. No le había visto nunca. Debía de tener algunos años más que yo. Lucía un traje anticuado que parecía quedarle grande y una poblada barba blanca, y me pareció que miraba a su alrededor como si estuviera buscando algo. Sus ojos eran grandes y acuosos, tenía la piel muy blanca y los labios pálidos y una expresión inteligente y pacífica. Recuerdo que pensé que era uno de esos hombres que no se parecen a nadie.

No tuve ocasión de saludarle hasta dos días después, cuando nuestro anfitrión en Londres —un misterioso gentil de antepasados judíos que había luchado en las dos guerras y financiaba de su bolsillo buena parte de las actividades de la sección inglesa de la Organización— hizo las presentaciones.

—Quiero que conozca al señor Nalewki.

El desconocido me sonrió antes de estrecharme la mano.

—Llámeme Karol.

—Soy Silvio Rendón. Encantado.

—¿De dónde procede usted?

—El señor Rendón ha viajado desde España. Les dejo para que hablen. Por cierto, no les recomiendo que prueben el café. Es repugnante.

Nalewki sirvió una taza de té para cada uno.

—Así que español. Yo soy polaco. De Varsovia.

—Conozco su ciudad. Estuve cuando era joven. Tenía dos buenos amigos viviendo allí, y pasé un verano en su casa. Quizá les conozca… se llamaban Sezsmann. Amos e Ithzak. El padre era un violinista famoso.

Nalewki abrió mucho sus grandes ojos húmedos.

—Sé quién era Amos Sezsmann. Teníamos discos suyos en nuestra casa. Mi madre era muy aficionada a la música. Recuerdo que decía siempre, ese hombre hace hablar a los violines. Ahora ella está muerta, y supongo que Sezsmann también lo está.

—Falleció unos días antes del traslado al gueto.

—Mi madre no tuvo esa suerte. Murió allí. De hambre. Al menos se libró del viaje a los campos.

Confieso que me costó hacer la pregunta.

—¿Y… y usted?

—Yo también me libré.

Justo en ese momento nos pidieron que entrásemos de nuevo en la sala, pero yo no pensaba dejar así mi conversación con Nalewki.

—¿Tiene algún compromiso para comer? ¿No? En ese caso, déjeme que le invite. Usted, yo y un amigo americano.

—Será un placer.

La siguiente reunión se me hizo eterna, y creo que pasé buena parte del tiempo vigilando a Nalewki, como si temiese que pudiera escapar. Pero el desconocido no tenía intención de zafarse de mí, y en cuanto acabó la sesión acudió a mi encuentro. Le presenté a Zachary West y entramos juntos en un restaurante cercano. Allí, resguardados los tres de la lluvia y del frío, Nalewki nos confirmó que era un superviviente del gueto de Varsovia.

—Entré allí con mi madre y mi hermano. Ella murió a los tres meses, y eso fue lo que nos salvó la vida a Janek y a mí. Los dos ingresamos en la Organización Judía de Lucha. Mi hermano murió durante la insurrección del 43. Yo conseguí escapar y me incorporé a la resistencia. Cuando acabó la guerra, mis parientes ingleses consiguieron localizarme y me establecí en Londres. Puse un negocio de baldosas. Suena vulgar, pero da mucho dinero.

Sonrió otra vez, y fue entonces cuando me di cuenta de que Karol Nalewki era mucho más joven de lo que había supuesto. A menudo olvidaba que el sufrimiento físico y las verdaderas privaciones tienen la facultad de arrojar años encima de hombres y mujeres.

—¿Cuántos años tiene usted? —le pregunté.

—Treinta y nueve.

—La misma edad que tendría ahora Ithzak… me refiero al hijo de Amos Sezsmann. —Karol asintió—: Ya sé que es muy improbable, pero tal vez le conoció usted. Estaba en Varsovia cuando tuvo lugar la invasión.

Nalewki meneó la cabeza.

—Seguro que no. Su apellido me hubiese llamado la atención. Pero no es de extrañar. Piensen ustedes que éramos muchos miles en el gueto…

Ni Zachary ni yo nos atrevimos a confesar nuestras sospechas acerca de la huida de Ithzak. ¿Cómo íbamos a hablar de algo así con una persona que había visto morir a dos de sus seres queridos, que había participado incluso en la quijotesca lucha armada contra los invasores alemanes?

Fingimos prestar atención a la carpa asada que acababan de servirnos.

—¿Llevan mucho tiempo colaborando en la Organización?

—Zachary es uno de los fundadores de la rama española —aclaré yo.

—Y Silvio fue un agente doble que se infiltró entre los simpatizantes de los nazis.

Me pareció que Karol Nalewki se acobardaba.

—Pues debo decir que mi concurso se reduce a la ayuda financiera. El negocio de las baldosas, ya saben. Hubiera querido hacer más… pero tengo mala salud y no puedo participar en operaciones físicas.

En un gesto muy suyo, Zachary West le dio una palmada amistosa en un brazo.

—Usted ya hizo lo suficiente en favor de la causa durante el levantamiento del 43.

Nalewki volvió a sonreír. Su expresión cambiaba sorprendentemente cuando lo hacía.

—Me gustaría invitarles a cenar en mi casa de Richmond. ¿Qué tal esta noche? Mandaré un coche a recogerles donde estén alojados.

Zachary pareció dudar.

—¿Puedo abusar de su hospitalidad? Mi hijo y mi nuera se encuentran en Londres… y me gustaría que él le conociera. ¿Tiene algún inconveniente en que se unan a nosotros?

—Será un placer. Díganme dónde quieren que les envíe el chófer.

Como era de esperar, Elijah puso el grito en el cielo ante la perspectiva de cenar en casa de un desconocido: «Sólo tenemos unos días para estar juntos, y lo único que se os ocurre es citaros con un judío chiflado». Eso fue lo que dijo. Por fortuna, la siempre conciliadora Mary Jo dijo que ella «no» creía que nuestro nuevo amigo estuviese chiflado, y que, además, nunca había estado en Richmond y todo el mundo hablaba de las hermosas casas eduardianas de la zona. Elijah se dio cuenta de que se había quedado solo en sus reticencias, y no volvió a abrir el pico.

El coche enviado por Karol Nalewki nos recogió a las siete en punto. Desde nuestro hotel hasta Richmond había unos cuarenta minutos de camino, que hicimos casi sin hablar. Seguía lloviendo con una lluvia mansa y persistente, una lluvia impávida y retadora que amenazaba con volverse eterna. El coche avanzaba por una carretera secundaria bordeada de árboles sombríos (creo que eran plátanos) que aún conservaban algunas hojas muertas agarradas a las ramas. Ojalá pudiese recordar lo que sentía al avanzar hacia la casa de Nalewki, en qué estaba pensando exactamente mientras nuestro coche recorría el camino bajo una densa cortina de agua. Pero lo he olvidado. Quizá porque no notaba nada especial. Ahora me pregunto cómo hubiese abordado aquel viaje de haber sabido que iban a ocurrir cosas capaces de marcar en mi vida un antes y un después.

La casa de Nalewki tenía un frondoso jardín delantero protegido por una verja de hierro cubierta de una hiedra que, mojada por la lluvia, brillaba como si también estuviese hecha de metal. El coche avanzó por un sendero de gravilla hasta dejarnos en el porche. Karol Nalewki nos esperaba allí, y, quizá por contraste con la imponente fachada de la casa, se me antojó más pequeño y más débil que la primera vez que lo viera.

—Karol, éste es mi hijo Elijah… su esposa, Mary Jo.

—Me alegro de que hayan venido. Vamos a entrar, hace una noche horrible.

Nalewki nos dijo que vivía solo en aquella casa. No sé por qué, se me ocurrió que aquel hombre estaría mucho más a gusto en uno de aquellos cottage que habíamos visto a la entrada de Richmond que en una mansión a todas luces llena de habitaciones inútiles. Como si me hubiese leído el pensamiento, nuestro anfitrión hizo un comentario al respecto.

—He pensado en mudarme muchas veces… pero necesito espacio para el archivo… y además, no quiero hacer traslados hasta que terminemos la clasificación de todos los documentos. Está siendo más complicado de lo que había creído.

—¿Un archivo, dice usted?

—Sí. Los papeles Ringelblum.

Ni Elijah, ni Mary Jo, ni yo mismo sabíamos a qué se refería Nalewki, pero la cara de Zachary West había cambiado de color.

—¿Dice que tiene usted…?

Nalewki parecía sorprenderse de nuestra ignorancia.

—Pensé que lo sabían. Después del hallazgo, en 1946, trasladaron aquí toda la documentación. Así que llevamos más de seis años trabajando en la catalogación y la copia de los originales. Lo malo es que hay que ir con cuidado. Algunos están muy deteriorados. Es como tener en las manos un papiro egipcio o algo así, de forma que estamos tardando más de lo previsto.

—Perdón —fue Elijah el primero en reaccionar—. ¿De qué están hablando?

Fue Zachary quien le contestó.

—Los archivos Ringelblum son algo así como la memoria escrita de los años del gueto. Un hombre, Emmanuel Ringelblum, se propuso levantar acta de las cosas que iban sucediendo desde que los judíos fueron obligados a trasladarse allí. Escribió cientos de páginas sobre la vida en el gueto, y también conservó cartas, fotografías, cartillas de racionamiento… Fue guardándolo todo en cajas, y escondiéndolo cuidadosamente. Cuando el gueto fue destruido, todo el mundo pensó que los papeles nunca se localizarían…

—Pero, por fortuna, no sucedió así —añadió Nalewki—. Tuvimos que rastrear las ruinas casi centímetro a centímetro hasta dar con esas benditas cajas. Fue el 19 de noviembre de 1946. Yo estaba allí.

—Así que es aquí donde están clasificando el archivo…

—Dadas las circunstancias, intentamos hacer las cosas con la mayor discreción. Incluso en los países aliados queda gente interesada en que los documentos Ringelblum no salgan a la luz. Pero pensé que usted sabía que los tenía yo, entre la gente de la Organización no es ningún secreto. ¿Quieren pasar a la sala de catalogación? Creo que ya no hay nadie trabajando, los chicos suelen marcharse a eso de las siete.

Seguimos a Nalewki por un pasillo largo y bien iluminado hasta llegar a una sala cerrada con llave. Al abrir, vimos una media docena de mesas de trabajo y centenares de papeles en aparente desorden.

—Tengo que pedirles que no toquen los originales. Las copias de los documentos están en esas otras mesas. Pueden mirar cuanto quieran, hay más de una.

Pero ninguno se movió. Supongo que estábamos demasiado conmovidos: allí, en torno a nosotros, se encontraban las pruebas que daban fe de una de las grandes ignominias de la historia. Aquellas cuartillas irregulares, escritas con tinta de colores diferentes, algunas desleídas, otras medio devoradas por el tiempo, la humedad o los insectos, habían sido redactadas desde el miedo y el espanto, pero también desde la necesidad de dejar constancia de todo el horror vivido. Aquellas páginas se escribieron para ser leídas mucho después, para que las viesen personas como Elijah, como Zachary o como yo, pero también para que, dentro de muchos años, pudiese leerlas mi hija, y los hijos de mi hija, y los hijos de sus hijos. En aquellas hojas había pánico y rabia, pero también una profunda esperanza en el tiempo por venir.

Intentando sacudirnos la primera sorpresa, empezamos a prestar atención a algunos de los documentos que nos señalaba Nalewki. A Mary Jo le llamó la atención un texto que estaba enmarcado en la pared.

—Es un poema de Wladyslaw Szlengel —dijo Nalewki—. Nuestra Marsellesa particular.

—¿Qué dice la letra?

Nalewki se puso sus gafas y empezó a traducir del polaco.

—«Escucha, dios alemán, escucha / los rezos judíos en los refugios / armados con armas y bastones. / Ante la nada y la noche / antes de que abandonemos la vida / pon armas en nuestras manos ¡Dios Todopoderoso! / ante la muerte, ante la noche /ante la caída y el aniquilamiento / haznos luchar como hombres libres».

Instintivamente miré a Elijah.

—Pero —dijo mi amigo— no puede decirse que ustedes peleasen demasiado.

—Elijah, no empieces…

Pero Nalewki detuvo a Zachary con un gesto.

—Sé que eso es lo que opina mucha gente. Que nuestro pueblo se abandonó en manos de los nazis. Puede que tengan razón. Es terrible sufrir dos castigos: primero, la opresión de los alemanes. Luego, los reproches del mundo entero y las acusaciones de cobardía. Pero no nos metan a todos en el mismo saco. Algunos luchamos. Peleamos aun sabiendo que no teníamos posibilidades de ganar. Yo entré en la asociación judía de lucha en el invierno de 1941. ¿Sabe cuántas armas teníamos cuando empezamos a prepararnos para la insurrección? Diez pistolas. ¿No es de risa? Conseguimos más, por supuesto, pero a cuentagotas. Cuando nos levantamos contra los nazis, en abril del 43, ni siquiera había armas para todos. Algunos se defendieron a pedradas. Los alemanes mataron a casi todos, y deportaron a los prisioneros. Sólo unos cuantos conseguimos escapar.

—¿Cómo se las arreglaron? Quiero decir, para salir del gueto…

—Había una cloaca en la calle de los Franciscanos que terminaba en la calle Bielanska. Yo salí por allí. Me oculté en una casa en ruinas hasta que me localizaron algunos miembros de la resistencia polaca. Me ofrecieron un escondite en el sótano de una casa de Varsovia, pero yo quería seguir luchando, así que empecé a colaborar con ellos.

Se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo de la chaqueta. Volvió a parecerme un ser indefenso al que resultaba difícil imaginar empuñando una pistola.

—En la Organización de Lucha no sólo preparábamos la revuelta —siguió contando—. Hacíamos más que eso. Intentábamos mantener viva la moral de la gente que vivía en el gueto. Obteníamos noticias del exterior y las hacíamos circular. Organizábamos representaciones de títeres para los niños. ¿Saben que, en la clandestinidad, funcionó incluso una facultad de medicina? La puso en marcha el doctor Hirzsfeld, un célebre inmunólogo que había sido candidato al Nobel. Él no sobrevivió. Casi nadie lo hizo. Al principio, yo mismo me sentía culpable por haber salido vivo del gueto. Pero creo que me lo gané…

—A eso me refería —Elijah volvió a intervenir—. Usted y otros, al menos, lo intentaron. Por eso me parece imperdonable la actitud de los que se rindieron sin luchar.

Karol Nalewki se volvió hacia mi amigo y le miró con un aire que no sé si era de condescendencia o de pura compasión.

—No juzguéis y no seréis juzgados.

Por fortuna, Elijah guardó silencio. Yo sabía que estaba pensando en Ithzak, en su huida, en el posible soborno a algún nazi, en su torpeza al escapar. «Incluso eso lo hizo mal», me había dicho una vez.

—¿Quieren ver algunas fotos? Éstas ya están clasificadas. Vengan. Miren, éste es el orfanato de la calle Krochmalna. Llegó a haber catorce hospicios. Eran tantos los niños que se quedaban sin padres… esta foto es del día que empezó a levantarse el muro de separación entre el gueto y la ciudad. Vean ésta, es de un teatro. Y ésta ni siquiera sé cómo la tomaron. Esta gente estaba en la Umschlagplatz esperando a los trenes para ser deportada.

—Parece un milagro que hayan podido conservarse tan bien.

—Bueno, las fotos que están aquí son las mejores. Muchas se perdieron. Fíjense en éstas, son mis preferidas. Las sacaron durante algunas de las reuniones de la Organización de Lucha. Éste soy yo, el segundo por la derecha. Tenía veintisiete años. —Sonrió con nostalgia—. Casi me cuesta creer que un día tuve esa edad.

Nos acercamos a ver aquel retrato. Había media docena de hombres muy jóvenes, todos delgados y mal vestidos, y con idéntica expresión decidida, casi desafiante, en la mirada que dedicaban al fotógrafo. Estaban enfadados e indignados, estaban hartos, justamente llenos de odio. Pero no parecían oprimidos, ni siquiera infelices. Karol Nalewki estaba a punto de enseñarnos otra foto cuando Elijah se lo impidió poniendo la mano sobre la que acababa de mostrarnos. La mirada de mi amigo se había vuelto distinta: tras unos segundos de inquisición, de concentración absoluta en la imagen que brindaba el retrato, sus ojos se volvieron vidriosos y buscaron los míos.

—Silvio, este chico de aquí… —su voz había perdido fuerza—… es Ithzak, Silvio.

Sin ninguna ceremonia, Zachary y yo nos precipitamos sobre la foto y observamos la figura que nos señalaba Elijah: un muchacho espigado, de cabello muy claro y grandes ojos subrayados por unas profundas ojeras. Ninguno tuvo dudas. Era Ithzak Sezsmann, con más años encima y mucha más vida sobre sus espaldas, zarandeado por las desdichas, obligado a crecer por las circunstancias. Era nuestro amigo, el futuro director de orquesta, aunque ya no tenía la mirada plácida del adolescente melómano que habíamos conocido, del hijo de papá que vivía en una hermosa casa de Varsovia y viajaba por Europa escuchando las notas del violín de su padre y soñando con los aplausos futuros. Aquellos ojos habían perdido la inocencia para ganar una fuerza desconocida. Era un hombre quien nos miraba, y creí ver en aquellos ojos duros un reproche al destino o, tal vez, a nosotros mismos, que habíamos perdido la fe en él durante tantos años.

—Es Ithzak Sezsmann. No hay ninguna duda.

Nalewki parecía desconcertado.

—No entiendo… estoy seguro de que nunca conocí personalmente a nadie que se apellidase así… ¿a quién se refieren? ¿A ese chico del centro? Su nombre era Janek… De todas formas, casi todos los miembros del grupo de lucha ocultábamos nuestra verdadera identidad, sobre todo para proteger a nuestras familias y también para dificultar la investigación si éramos detenidos. Así que Janek era hijo de Amos Sezsmann… debí haber imaginado que pertenecía a una estirpe de músicos. ¿Sabe que formó un pequeño coro de niños en la sinagoga del gueto? Deberían haberle visto dirigir a aquellos pequeños. Les parecerá absurdo, pero el simple hecho de hacer un poco de música, de escuchar cantar a los críos, significaba mucho para todos nosotros. Era como si tuviésemos un motivo para esperar algo del futuro.

En ese momento, para mi desconcierto, me di cuenta de que Zachary estaba llorando. Ni siquiera hacía nada por secarse las lágrimas que le resbalaban por la cara y caían en el suelo de la habitación. Seguía teniendo la foto entre las manos, y miraba el rostro de Ithzak con los ojos empapados.

—¿Sabe qué fue de él?

—Claro. Participó en la insurrección, como todos los demás. Y salió con vida. Luego, igual que yo, se incorporó a la resistencia. Los nazis le capturaron en mitad de una misión. No hay pruebas de qué pasó con él, pero estamos casi seguros de que Janek y los otros miembros de su grupo murieron en Mauthausen.

—Así fue —dije yo—. Un español estuvo con Ithzak en ese campo. Él le dio su verdadero nombre y le pidió que nos informase de su muerte.

Nos quedamos todos callados. Nalewki volvió a colocar la foto al montón.

—Es curioso, ¿verdad?, cómo las piezas de un rompecabezas van encajando a medida que pasa el tiempo. A todos nos faltaba una porción de la historia de Janek. Y esta noche hemos completado el acertijo. Es curioso —repitió— es muy curioso…

Aquella noche no llegamos a cenar. Karol Nalewki comprendió que no estábamos en condiciones de sentarnos a una mesa, y en una sala contigua al archivo hizo servir algo de carne fría y pescados ahumados. Luego, y aunque él no bebía, abrió una botella de champán y nos pidió que brindásemos a su salud y a la de sus camaradas. Pasamos el resto de la noche escuchándole referir fascinantes historias acerca de la resistencia en el gueto, la organización del levantamiento del 43, las huidas, las magras victorias contra pequeñas facciones del ejército alemán. Karol buscó para nosotros más fotos en las que estuviese Ithzak, y encontró otros dos o tres retratos de nuestro amigo, todos en grupo. En uno estaba junto a los niños de su coro. En otro, accionando la palanca de lo que debía de ser una rudimentaria imprenta. Y en otro sostenía un fusil. Pero no lo empuñaba como los demás. En esa foto Ithzak aparecía menos fiero, casi sonriente. Se había colocado el arma con la culata debajo de la barbilla y sujetaba el cañón con el brazo extendido. Desde lejos, cualquiera hubiese dicho que nuestro amigo estaba tocando un violín.

¿Tú también lloras, Cecilia? No, no llores. Aquel viaje a Inglaterra, aquella noche en casa del querido Karol Nalewki, me sirvió para cerrar definitivamente una puerta del pasado y una vieja herida que dolía de vez en cuando. Habíamos llegado a Londres pensando que Ithzak Sezsmann era algo parecido a un cobarde, y nos fuimos sabiendo que nuestro amigo era un héroe y que nunca, ni siquiera tras los muros del gueto, tras las alambradas de Mauthausen, había dejado de ser un hombre libre.

Es posible que quieras saber qué fue del resto de los protagonistas de mi historia. Zachary West murió a principios de 1962. Lo hizo de forma envidiable. Se metió en la cama y no despertó más. Estaba a punto de cumplir los ochenta y tres años y conservó sus facultades y su buena forma física hasta el mismo día de su muerte. Ante la complicación de trasladar su cuerpo, le incineramos, y luego yo llevé a París sus cenizas, donde las recogieron Elijah y Mary Jo. Esta vez, incapaz de negarle la ocasión de visitar la ciudad con la que había soñado, Carmen viajó conmigo y pudo por fin conocer a los West… No lo creerás, pero me dijo que ya sabía que mi amigo era negro. Ella, Elijah y Mary Jo se adoraron desde el primer momento. No sabes cuánto me reproché el no haber confiado más en la bondad natural de Carmen para haber compartido con ella tantos secretos que le oculté celosamente durante demasiados años. Nunca me alegraré lo bastante de haberla llevado conmigo en aquel último viaje. Durante las etapas más duras de su enfermedad, que se declaró unos años después, siempre recordaba aquellos días pasados en París como parte de las mejores jornadas de su vida.

Yo dejé la Organización, y también mi falsa actividad como escritor poco después de la muerte de Zachary. En cuanto a la adaptación de mi novela, alguien se preocupó de escribir por mí un guión deleznable que dio lugar a una película espantosa y digna de olvidar. Eso sí, me proporcionó unos ingresos inesperados que, redondeados con lo ya obtenido a cuenta de mis derechos de autor, me vinieron muy bien para hacer algunas inversiones inmobiliarias que proporcionaron a mi familia una existencia acomodada. Una vez que abandoné la Organización me dediqué a mi esposa y a mi hija, a quien no hablé nunca de mi trabajo como espía, de mis contactos internacionales ni de mis viajes por Europa y América. Carmina creció pensando que su padre era un escritor mediocre y un afortunado rentista. Siempre pensé que era mejor así.

Mi hermano y Hannah se separaron en 1958. No volví a saber nada de ella. Sé que Zachary le contó toda la verdad sobre Ithzak, y también que aquellas revelaciones la dejaron indiferente por completo. «¿Cambia eso algo?», dijo, «¿no sigue siendo cierto que Ithzak murió en Mauthausen y que no volvimos a verle?». Elijah se indignó al escuchar sus palabras. Yo, al principio, también. Después, a medida que el tiempo fue haciendo su trabajo, entendí que quizá de todos nosotros era ella quien más había querido a Ithzak Sezsmann y la única que no le había juzgado. Diez años atrás la habían separado del hombre que amaba, y nunca le había importado si ese hombre pertenecía a la categoría de los héroes o a la de los villanos. Ahora lamento haber interrumpido el contacto con Hannah y también, cómo no, haber interpretado su reacción bajo mi punto de vista personal.

En cuanto a Mary Jo y Elijah, murieron a finales de los ochenta en un absurdo accidente de coche cuando iban a visitar a alguno de los parientes Connors. Llevábamos años sin vernos, pero seguíamos en contacto por medio de las cartas y el teléfono. A pesar del tiempo transcurrido, sigo echándoles de menos y no pasa un solo día en que no piense en ellos.

¿Y yo? Pues ya me ves. Esperando a que me llegue el turno mientras miro otra vez estas viejas fotos. Todavía me resulta muy fácil recordar cuando las tengo delante, pero sé que algún día llegará el olvido. Por eso te he contado esta historia. Nadie, salvo tú, la conoce por completo. El día que yo no esté, puedes decidir qué es lo que deseas hacer con ella. No llores, Cecilia. O hazlo, si quieres. Son buenas lágrimas. ¿Sabes una cosa? Cuando me dijeron que alguien vendría, nunca creí que iba a ser una persona capaz de escucharme, y luego llorar. No sé qué pensarás tú, pero creo que éste es un buen final para mi historia.