14

Sueño con mi madre muchas noches. Al principio, en mis sueños, mi madre estaba viva pero enferma, y yo era consciente de la inminencia de su muerte, de lo irremisible de su pérdida. Por eso me despertaba agotada y triste, como al regresar de cualquier pesadilla. Luego dejé de soñar con mi madre, y fue un alivio escapar de la tortura de verla cada noche desvaneciéndose ante mí, confinada en su silla de ruedas, víctima del miedo y el dolor.

Ayer volví a soñar con ella, y a diferencia de otras veces me desperté invadida por una cómoda sensación de paz: por primera vez en mucho tiempo, mi madre no se me aparecía torturada por el dolor ni físicamente consumida. No hubo nada excepcional en mi sueño. Mi madre y yo estábamos en el jardín de la casa familiar, recogiendo hojas secas. Eso fue todo. Confieso que, a medida que volvía a la vida consciente, me iba sintiendo también levemente decepcionada. Llevaba meses esperando por un sueño así, del que no tuviese que despertar con los ojos llenos de lágrimas ni el ánimo encogido, y hubiese querido algo más que la recreación de una escena aburrida y doméstica. Tal vez mi madre y yo caminando juntas cerca del mar en una hermosa puesta de sol, o montando a caballo por un prado florido, aunque ni ella ni yo sabíamos cabalgar. Sin embargo tuve que conformarme con volver a verla engolfada en la tarea de barrer hojas muertas, vestida con un pantalón vaquero desteñido y una camisa de leñador que le quedaba grande.

Me di cuenta de que en general mi madre y yo habíamos compartido muy pocas escenas dignas de aparecer en un anuncio de champú. Antes al contrario, nuestras relaciones habían estado siempre presididas por su carácter amablemente vulgar, por la eterna sombra de lo cotidiano. Nunca hicimos grandes cosas juntas. Íbamos de compras, veíamos algún programa de televisión, paseábamos, arreglábamos el jardín. Nada extraordinario, nada que se saliese de lo normal. Nuestra relación estaba dominada por un plácido escenario de rutina. Hasta que se puso enferma, nunca nos pasó nada verdaderamente importante. Fue una suerte que ocurriera así.

Durante la adolescencia, mis amigas se dividían en dos grandes grupos: las que detestaban a sus madres, a las que veían como enemigas frontales, y las que las habían elevado a la categoría de confidentes. Unas madres no entendían nada, otras lo entendían absolutamente todo. A unas se les mentía hasta en lo más ínfimo, a otras se les proporcionaban detalles innecesarios sobre todo lo que rodeaba la vida de sus hijas. Yo no pertenecía a ninguno de los dos grupos.

Mi madre y yo nunca fuimos amigas. Sin haber hablado de ello, ambas estábamos de acuerdo en que la amistad entre madre e hija no podía acabar en nada bueno. Mi relación con mi madre era satisfactoria, pero nunca la convertí en mi confidente, lo que quiere decir que había una larga lista de cosas que ella no necesitaba saber, como los detalles de mi vida sexual, los anticonceptivos que usaba y que no usaba o mis aproximaciones a determinadas drogas blandas. Tenía amigas que, nada más perder la virginidad, habían ido a contárselo a sus madres. A mí jamás se me hubiese ocurrido semejante cosa. Mi madre era mi madre y no mi amiga. Tenía decenas de amigas con las que hablar de preservativos, diafragmas y canutos, pero sólo tenía una madre y no estaba segura de que hubiese ayudado a nuestra buena relación el haberle hecho saber que acababa de acostarme con mi primer novio o que mi experiencia con la marihuana se había saldado con una vergonzosa vomitona en el apartamento de una compañera de clase.

Durante mi juventud, me sentí unida a mi familia por un cordón umbilical invisible que me propuse romper en cuanto iniciase los estudios superiores. Cuando me admitieron en la Facultad de Bellas Artes, en Madrid, supe que había llegado el momento de quebrar ese hilo misterioso cuyas ataduras habían dejado de ser algo grato para convertirse en un completo engorro. El día en que tenía previsto viajar a Madrid, dije a mis padres que prefería ir sola a la estación, librándome así del protocolo de los adioses y las despedidas públicas, que encontraba casi bochornoso. Cuando llegué al autobús, con dos pequeñas maletas y una mochila —el resto del equipaje me lo llevarían en coche unos amigos a la semana siguiente— me felicité por haber tomado aquella decisión: a mi alrededor, una docena de madres llorosas abrazaban a los hijos prestos a volar del nido, en una escena que parecía más bien propia del adiós a los soldados que partían en busca de alguna guerra. Los besuqueos y los pucheros no eran la mejor forma de iniciar la andadura hacia la vida adulta, así que, ignorando aquellas desproporcionadas manifestaciones de afecto, entré sola en el autobús y desde allí, instalada ya en mi asiento, contemplé con indiferencia la estampa ligeramente ridícula de las despedidas ajenas. En ningún momento pensé que quizá mi padre y mi madre hubiesen querido acompañarme en el momento del despegue. La juventud suele llevar implícita una contundente dosis de egoísmo.

Llegué a Madrid por primera vez el 13 de octubre de 1988. Para alguien venido de una ciudad pequeña, que ha crecido bajo el manto protector de su familia y que no ha dormido fuera de su hogar más que para pasar un par de noches en casa de una amiga del colegio, el salto a la universidad tenía todos los ingredientes de una sensacional aventura. Pasé muchos días en un estado de permanente excitación ante las perspectivas que se abrían ante mí. Desde el primer momento decidí que no quería relacionarme con gente «como yo» —chicas y chicos temblorosos venidos de provincias que sentían idéntica emoción al enfrentarse a su nueva vida e igual torpeza al dar sus primeros pasos en territorio independiente— y opté por buscarme un sitio junto a lo que entonces consideraba personas interesantes: un manojo de seres supuestamente atormentados, radicalmente distintos a todos aquellos que habían conformado mi paisaje vital hasta aquel momento.

Uno era Jorge, un chico que había tenido problemas con las drogas —experiencias, las llamaba él— y que vivía en un piso compartido junto con un divorciado, una mujer cuyo nombre ni siquiera conocía y —lo que yo encontraba más emocionante— un tipo que acababa de salir de la cárcel. Otra de mis compañías era una muchacha que se había escapado de casa para vivir con su novio, quien la había dejado tirada después de dos meses de convivencia, y que ahora se alojaba temporalmente en el piso de una tía lejana. Según Nuria, su tía, menopáusica y aficionada al alcohol, discutía con ella de forma descarnada, y un par de veces cada día amenazaba entre insultos con echarla de la casa.

—Pero no lo hará —aseguraba Nuria— porque soy lo único que tiene.

Le cambiaba la cara cuando decía eso, y yo intentaba no pensar que aquella muchacha de aspecto aniñado y dulce era capaz, llegado el momento, de ser una persona extremadamente cruel.

Por fin estaba Salva, un chico homosexual que acababa de salir del armario ganándose así el repudio de toda su conservadora familia. Aquel trío me fascinaba. Estaban los tres en mi clase de Bellas Artes (Salva era dos años mayor que nosotros, porque había pasado un par de cursos fingiendo estudiar ingeniería para complacer a sus padres y, mientras tanto, empezar lejos de su ciudad natal sus escarceos con ejemplares de su mismo sexo), y compartí con ellos los primeros meses de curso, rendida a las circunstancias particulares de cada uno y a lo que yo consideraba una evidente superioridad intelectual con respecto a mí. Los tres habían viajado por Europa, exhibían un notable conocimiento de las vanguardias artísticas y habían leído a Seamus Heaney y a Harold Pinter mucho antes de que nadie pudiese imaginar que acabarían dándoles el premio Nobel. Admití, con cierto disgusto, que mi formación no estaba a la altura de la suya. Pensaba que toda mi generación había estado condenada a ver en pantalla pequeña los grandes clásicos del cine, pero Salva, Nuria y Jorge eran habituales de la filmoteca, y habían asistido a proyecciones de Casablanca, Metrópolis o Muerte en Venecia en un ambiente de silencio sepulcral y respeto absoluto, cuando yo estaba acostumbrada a ir al cine acompañada de un montón de gente, vasos de palomitas y latas de coca-cola.

Pensaba que mis nuevos amigos eran seres extraordinarios y que dadas mis circunstancias debía considerarme afortunada por el solo hecho de haber sido admitida en su universo particular. Nunca antes había tenido ocasión de tratar a personajes como aquéllos, asaetados de continuo por problemas reales: falta de dinero, falta de perspectivas materiales, falta de comprensión, falta de afecto. Mientras, yo vivía en un colegio mayor y recibía un par de llamadas semanales de mis padres, que me habían dado una tarjeta de crédito por si tenía alguna emergencia en lo tocante a mis gastos. Mucho tiempo después me daría cuenta de que, más allá de su constante ejercicio de malditismo, no había nada en aquellos chicos que me pudiera interesar y, lo que es peor, no había nada en mí que les interesara a ellos. Pero, al principio, ni se me ocurrió pensar en esa posibilidad.

Un día discutimos. Nuria, la chica fugada de su casa, dijo que debería avergonzarme de aceptar dinero de mis padres y que nunca llegaría a nada si seguía negándome a romper mis ataduras con la familia. Jorge, a pesar de estar fumado, le dio la razón. En cuanto a Salva, no dijo nada, pero al salir los dos solos de la cafetería de la facultad me comentó que en realidad Nuria era «una pobre envidiosa muerta de hambre», y Jorge, un descerebrado que no tardaría mucho en tocar fondo por culpa de las drogas. No debía hacerles caso: eran dos personas mediocres y bastante limitadas, que no tenían demasiado que ofrecer.

—No se parecen a nosotros, ¿entiendes? Son dos desgraciados. Nuria nunca conoció a su padre, y Jorge se mete de todo porque sus dos hermanos mayores son yonquis y lleva media vida viéndoles comprar papelinas.

Aquellos comentarios susurrados a espaldas de quienes eran nuestros amigos debieron haber sido suficiente para ponerme en guardia contra Salva y comprender que era uno de esos seres venenosos y cobardes de los que uno debe huir como de la peste. Pero no lo hice. Al contrario, decepcionada por la actitud de los otros dos, busqué su protección y su cariño para descubrir, demasiado tarde, que Salva era una especie de sanguijuela que, una vez se había adherido a la piel, no se despegaba hasta haber succionado hasta la última gota de sangre.

Para él yo era una víctima perfecta: joven, insegura, tonta como una mata de habas y fascinada por su personalidad transgresora, que le empujaba a hablar a gritos en el autobús para dejar bien clara su faceta de reinona o a vestirse de chaqueta y corbata para asistir a una clase en la universidad y epatar así al resto de los alumnos, que llevaban —llevábamos— vaqueros raídos y camisas con manchas de pintura al óleo hechas deliberadamente para acentuar nuestro aspecto de artistas bohemios. Salva y yo nos convertimos en inseparables, y él acabó tejiendo en torno a mí una invisible tela de araña hecha de un material capaz de separarme de todo el mundo, incluso de Jorge y de Nuria, a quien dedicaba a veces duros calificativos que yo encontraba llenos de ingenio. Además, la agudización de su conflicto familiar —su padre le había expulsado de casa y retirado definitivamente la generosa asignación mensual que hasta entonces le estaba enviando— le convirtió ante mis ojos en un ser necesitado de calor y de afecto. Para poder pagar el alquiler de su estudio, una buhardilla en Malasaña que había decorado con muy buen gusto, había empezado a trabajar de camarero en un bar de la zona, y por las noches pinchaba discos en un pub. Cuando acabó el trimestre, Salva iba más bien poco por la facultad, pero había adquirido un cierto estatus dentro del mundo de la noche madrileña. Le dejaban entrar sin pagar en casi todos los locales de moda, y tenía copas gratis en una docena de garitos, aunque lo cierto es que sus trabajos apenas le permitían hacer vida social. Yo solía acompañarle al pub en el que trabajaba de disc-jockey y me quedaba toda la noche allí, junto a la cabina, dándole conversación y yendo a la barra a buscarle copas. Bebía bastante, pero el alcohol no parecía afectarle. Luego, a las cinco de la mañana, le acompañaba en su peregrinar por otros locales donde los porteros nos franqueaban la puerta, y permanecía a su lado hasta que Salva encontraba a alguien con quien acabar la velada. Cuando eso ocurría, yo me marchaba sola al colegio mayor, aturdida por el ruido de la música y las luces estroboscópicas de las discotecas, acompañada de una rara sensación de derrota que nunca quise diseccionar.

Cuando regresamos de nuestras vacaciones navideñas —que Salva, para mi consternación, había pasado en su buhardilla, lejos de cualquier entrañable ambiente familiar— dijo que necesitaba hablar conmigo. Había contraído algunas deudas, me explicó. Su padre seguía sin pasarle dinero, y su sueldo como camarero y pinchadiscos apenas le daba para cubrir sus gastos que, sólo ahora —al darse cuenta de que su padre no estaba jugando de farol al retirarle la paga—, había empezado a reducir. Yo, que acababa de recibir de mi familia algunos regalos en forma de dinero, puse a su disposición la pequeña fortuna reunida —unas cincuenta mil pesetas— y que, de acuerdo con mi concepción burguesa de la vida, había previsto ahorrar para poder hacer algún viaje en la época estival. Salva agradeció mi gesto exageradamente, me abrazó y me dijo varias veces que era la mejor amiga que había tenido nunca, y también que me devolvería el dinero «con intereses» en cuanto se aclarase su situación material.

Pasaron los meses. Jorge y Nuria se fueron a vivir juntos, y nos propusieron a Salva y a mí que nos trasladásemos con ellos a un enorme piso lleno de corrientes de aire que habían encontrado por medio de un anuncio. Pero Salva dijo que quería seguir viviendo solo, y en cuanto a mí, mis padres no hubiesen autorizado mi traslado a un piso compartido. Sus instrucciones cuando llegué a Madrid habían sido muy claras: los dos primeros años, en una residencia universitaria. Luego, ya veremos. Nuestra negativa encolerizó a Jorge y a Nuria, que al no contar con nuestro concurso tuvieron que renunciar a aquel piso destartalado e inhóspito para irse a vivir a un apartamento, igualmente desolado pero más pequeño, y por ende más barato. Salva ignoró su reacción, que calificó de «extemporánea» —yo ni siquiera sabía qué significaba aquella palabra—, y luego me dijo que, el curso siguiente, él y yo podríamos alquilar juntos un piso agradable cerca de la universidad: «Ni muerto viviría con esos dos, y menos en una casa que se pareciese a ellos». Yo le reí la gracia. Estaba subyugada por Salva, por su personalidad arrolladora, por su forma de vivir al margen de las conveniencias sociales, incluso por su promiscuidad. Estábamos a finales de los ochenta, y sabíamos e ignorábamos tantas cosas sobre el sida, que lo normal era adoptar una actitud cuando menos prudente con respecto a las relaciones sexuales. Él no lo hacía. Cambiaba de pareja, se enamoraba todos los días de los tíos más variopintos y alardeaba de su faceta conquistadora, cuyo trabajo en el mundo de la noche había contribuido a consolidar. A mí sólo me preocupaba que usase preservativos, y a veces los compraba por mi cuenta y se los dejaba, bien visibles, sobre la mesa de noche de su habitación.

Un día, Salva llegó exultante a una clase de dibujo. Me dijo que había tenido un golpe de suerte: su abuela, una viuda rica que le adoraba —y que debió de quedarse de una pieza al saber que su nieto mayor era homosexual— había decidido unilateralmente romper el bloqueo económico al que estaban sometiéndole sus padres. La buena señora iba a mandarle cien mil pesetas al mes, una cantidad que hace casi veinte años era más que respetable y con la que cualquiera hubiese podido vivir con cierta holgura. Cualquiera excepto Salva, que acostumbrado como había estado a nadar en la abundancia, y amargado tras sobrevivir malamente durante aquellos meses de escasez, tardaba un abrir y cerrar de ojos en gastar cada céntimo que su abuela le enviaba. No puedo reproducir la lista de cosas prescindibles que Salva compró aquel trimestre, pero recuerdo con especial alarma una camisa de seda transparente —que jamás se puso porque, según él, «le hacía parecer más gordo»—, un guardapolvos firmado por un diseñador emergente —que no llegó a estrenar porque se lo regaló a uno de sus amiguitos— y una tetera de plata que adquirió porque, dijo, le recordaba a una que había visto expuesta en una muestra sobre la secesión vienesa abierta en el Reina Sofía. Hubo más cosas, por supuesto, pero no recuerdo cuáles. Sólo que todas eran caras e inútiles. Mientras tanto, yo me apañaba como podía con la magra asignación que me enviaban mis padres, y me preguntaba —sin hacerle partícipe de mis componendas— cuándo se avendría Salva a devolverme las cincuenta mil pesetas que le había prestado cuatro meses atrás.

Llegaron los últimos días de curso, y Salva ni siquiera hizo mención a la deuda que tenía conmigo. Mientras un grupo de compañeros que había conocido en el trimestre previo a las vacaciones pergeñaba unos atractivos planes para pasar el verano en el sur de Portugal, mis perspectivas vacacionales se reducían a recluirme con mis padres en la casa del campo, pues no tenía dinero para viajar a ningún sitio. Salva pensaba irse a París: unos amigos suyos —Salva tenía amigos en todas partes del mundo— estaban viviendo en un apartamento en Montmartre, y le habían invitado para los meses de julio y agosto.

Yo nunca había estado en París. En realidad, nunca había estado en ningún sitio que a mi entender mereciese la pena. Escuchar los planes de los demás, no digamos ya hojear las guías que Salva dejaba desparramadas encima de la mesa, producía en mí una rara mezcla de melancolía y envidia. Después de saborear durante nueve meses la tan ansiada libertad, ahora me veía obligada a regresar al nido para ceñirme, una vez más, a una larga lista de obligaciones familiares, por no hablar de horarios y otros horrores en relación a la vida bajo el techo paterno. Una noche, después de volver del cine, y tras escuchar el parloteo incesante de Salva acerca de sus expectativas veraniegas —visitar el Louvre y el museo de Orsay, patinar por los Campos Elíseos, comer baguettes y croissants auténticos, buscar gangas en el mercado de las pulgas— murmuré, creo que un poco resentida, que ojalá yo también pudiese permitirme unas vacaciones así. Confieso que fue una indirecta torpe, pero esperaba que Salva recogiese el guante y me hablase del dinero que me debía y que, al menos en aquel momento, marcaba la diferencia entre un verano aceptable y otro mortalmente aburrido. Pero no hizo ningún comentario acerca de la deuda. Se limitó a decir que, si pudiese, estaría encantado de invitarme a ir a París con él «pero el apartamento de Michel y Jean Marc es demasiado pequeño». Eso fue todo. Dos días después vacié mi habitación en el colegio mayor y, tras un deprimente y largo viaje en autobús, regresé a Lugo.

Había recogido mis papeletas de la universidad antes de marcharme, y las calificaciones obtenidas habían sido decepcionantes. Había suspendido dos asignaturas, y merecido aprobados miserables en todas las demás. No es que esperase otra cosa —no había dado golpe en todo el curso, excepto los quince últimos días antes de los exámenes finales— pero las malas notas fueron algo así como el toque de gracia: el último ingrediente para el cóctel amargo de un verano infeliz.

Cuando llegué a mi casa estaba de mal humor, y culpaba de mi situación a todo aquel que se cruzaba en mi camino, empezando por mis padres, que de haber sido ricos hubieran podido sufragarme unas vacaciones agradables en el extranjero o, en su defecto, en alguna playa. Mi amargura llegó hasta tal punto que me pasaba el día encerrada en mi habitación, de la que sólo salía para quejarme de todo y de todos —del tiempo, de la comida, del ruido de la casa, de las visitas intempestivas de parientes que venían a tomar el sol en nuestro jardín— o paseando, sola y ceñuda, por los alrededores de la finca de mis padres.

Mis hermanos decidieron tomarse a chacota mi mal genio, y se complacían en zaherirme con unas bromas que entonces considerable crueles. Mi padre optó por ignorar mi pésimo talante diciéndose, supongo, que ya se me pasaría. Pero mi madre estaba hecha de otra pasta, y una tarde en que sólo estábamos en casa ella y yo, me cogió por banda y lanzó una feroz perorata acerca de mi «incalificable comportamiento» durante aquellos días de verano. No era propio de mi madre hablarme así, mucho menos ser tan dura en sus juicios. Aunque aquella tarde subí a mi cuarto echando sapos y culebras sobre las vacaciones, sobre aquella casa y sobre mi familia, la riña de mi madre sirvió para que mi conciencia diese la voz de alarma. Estuve seis horas encerrada en la habitación —ni siquiera quise bajar a cenar— pero, ya a medianoche y después de un severo examen de la actitud mantenida durante aquellos días, llegué a la conclusión de que estaba metiendo la pata al dirigir mis malas vibraciones en la dirección equivocada.

Antes de acostarme me senté delante de mi escritorio, y de un solo golpe escribí a Salva una carta incendiaria en la que le reprochaba su escasa consideración para conmigo, haciendo alusiones concretas al dinero que me adeudaba desde hacía más de seis meses. Metí aquel folio en un sobre sin releerlo —no quería caer en la tentación de atenuar ninguna de mis acusaciones— y al día siguiente le pedí a mi padre que lo echase al correo cuando fuese a la ciudad, esperando que llegase cuanto antes al coqueto apartamento de Montmartre donde mi supuesto amigo vivía, en parte a mi costa, su particular versión de la vie en rose.

Ese verano aprendí, entre otras muchas cosas, que el correo en España no funciona tan mal como podemos pensar. Una semana después de que le enviase la mía, llegó desde París una carta de Salva. Recuerdo que tardé unos minutos en abrir aquel sobre, consciente de que su contenido iba a marcar un antes y un después en muchas cosas. Cuando por fin me decidí a leer aquellas páginas, me encontré con una violenta diatriba acerca de mi deslealtad, mi desinterés, mi ingratitud. Salva me hablaba del «profundo disgusto» que mi carta le había provocado, y de lo mucho que le había dolido descubrir que, para mí, nuestra amistad «valía sólo cincuenta mil pesetas». Podía imaginar a Salva redactando indignado aquellas líneas mientras consumía indolentemente pedacitos de brioche o un eclair de chocolate adquirido en alguna pastelería de postín —era un sibarita, además de un incorregible goloso— tras comunicar a sus amigos franceses que iba a romper para siempre su amistad con una estúpida que tenía la poca delicadeza de hablar con él de cosas de dinero. En las últimas líneas, Salva daba por zanjada para siempre nuestra relación. Y, por cierto, no hacía la mínima alusión a mis posibilidades de recuperar la pasta que seguía debiéndome.

Al acabar de leer aquella carta hiriente, me sentí a la vez molesta y tranquila: las palabras de Salva eran sólo la prueba fehaciente de que, como llevaba algún tiempo sospechando, mi supuesto amigo era un ser egoísta y taimado, cuya idea del afecto estaba ligada al concepto de servidumbre voluntaria. En su particular código de conducta, las cosas funcionaban así: Salva era el centro del universo, y los demás, pobres planetas condenados a girar para siempre alrededor del astro rey. Porque ésa era nuestra obligación: servir a Salva, con nuestra pleitesía, con nuestro afecto, con nuestro dinero si era preciso. ¿Cómo me había atrevido yo, simple súbdito, a importunar las bien ganadas vacaciones de Salva reclamando el pago de una deuda? ¿Cómo no había caído en la cuenta de que aquellas miserables cincuenta mil pesetas eran mucho menos de lo que valía el estar incluida en su nómina de favoritos? De pronto me pregunté con cuántas personas se habría comportado así antes de que yo apareciese en su vida. Probablemente había habido otras víctimas que, fascinadas por su personalidad seductora, se habían dejado seducir por el canto de sirenas de su amistad de cartón piedra. Al pensar en que todo aquello había acabado, sentí una profunda sensación de alivio y una tranquilidad interior que llevaba muchos meses sin experimentar.

Dispuesta a dar completo carpetazo a aquella historia, y también a mi actitud de las últimas semanas, decidí hablar con mi madre para ofrecerle una explicación sobre lo ocurrido. Al principio pensé en organizar una especie de consejo de familia —algo que había visto en algunas teleseries americanas— donde todos los miembros de la mía tendrían ocasión de hacerme reproches mientras yo, humildemente, escuchaba sus recriminaciones y les pedía perdón. Pero me dije que, a pesar de que mi actitud habría exasperado a todos por igual, había sido mi madre la única en coger el toro por los cuernos y cantarme las verdades del barquero. Mis hermanos se habían limitado a defenderse de mis desdenes con burlas de todo tipo, y mi padre, a ignorar mi conducta a la espera de la llegada de tiempos mejores. No, no merecían en absoluto una explicación, puesto que tampoco se habían tomado la molestia de demandarla.

Así que a la mañana siguiente, en la primera ocasión que tuve —mi padre había ido a la ciudad, y mis hermanos a darse un chapuzón en la piscina— me acerqué a mi madre. Llevaba puestos unos vaqueros descoloridos y una camisa que había sido de mi padre, y estaba limpiando el jardín delantero. No importa que sea verano o invierno, en Galicia siempre hay hojas secas que recoger, rastrojos que arrancar y malas hierbas que eliminar, y mis padres no podían permitirse un jardinero, así que solían acometer ellos mismos aquellas tareas de las que nosotros, sus hijos, procurábamos escaquearnos en la medida de lo posible. Por eso mi madre debió de extrañarse cuando me ofrecí a echarle una mano.

—¿Te ayudo?

—Claro. Así acabaré antes.

Mi madre empuñaba una especie de escoba de metal con la que rastrillaba las hojas antes de depositarlas en una carretilla, donde ya había un montón de abrojos y zarzas extraídas de raíz. Busqué otro rastrillo y recogí algunas hojas, y mientras lo hacía, sin levantar la vista del suelo, se lo conté todo, sin dejarme nada en el tintero. Le hablé de Salva, y también de Jorge y de Nuria, de hasta qué punto me había sentido halagada cuando me incluyeron en su círculo —sólo unos meses después no entendía qué había de atractivo en semejante situación— y mis posteriores dificultades de adaptación a un entorno que no se parecía al mío. También le describí cuidadosamente mi relación con Salva, que sólo ahora me doy cuenta de que era una especie de noviazgo enfermizo sin sexo de por medio. Y, por fin —sintiéndome, eso sí, bastante despreciable— le hablé de mi deseo de pasar unas vacaciones como es debido, en lugar de estar condenada a recluirme en la casa familiar, lejos de todo contacto con mis contemporáneos y haciendo las mismas cosas que hacía en los veraneos de mis doce, trece o catorce años, y de cómo el dinero que Salva me adeudaba hubiese sido bastante para proporcionarme siquiera unos días en la playa, junto a mis compañeros, o un sencillo viaje solitario a alguna capital europea. Luego, para completar la historia, le enseñé la carta de Salva, y, en una buena muestra de mi estupidez, todavía sentí un ramalazo de orgullo al ver una vez más el matasellos de París: mi vida conservaba un evidente toque de sofisticación, pues incluso aquella carta cuajada de insultos llegaba nada menos que de la capital de Francia, de la ciudad de la luz, del refugio de la generación perdida, de los pintores impresionistas y los carteles de Toulouse-Lautrec.

Mi madre, lejos de fijarse en el origen de la carta —ni me escuchó cuando le dije «me la ha mandado desde París. Está pasando allí el verano, en el apartamento de Michel y Jean Marc». Pronuncié aquellos nombres como si conociese a sus portadores y marcando ligeramente el acento francés, en lo que me pareció una buena muestra de cosmopolitismo— la leyó por encima y luego me la devolvió. Ni siquiera parecía enfadada, mucho menos indignada.

—Hay que ver qué gente anda por el mundo.

Me sorprendió aquella frase; nunca había pensado que mis amigos —menos aún Salva— pudiesen ser reducidos por nadie a la tibia y vulgar categoría de gente. Luego, en una muy previsible filípica maternal, me dijo que es muy difícil conocer a las personas que uno va encontrándose en el camino, y que las decepciones con los amigos son el pan nuestro de cada día, lo cual no debe inducirnos a desconfiar de la gente, pero sí hacernos más prudentes en nuestras nuevas relaciones. Era el discurso que yo esperaba: el de cualquier madre afectuosa y comprensiva. En realidad, no me estaba descubriendo nada nuevo con sus bienintencionadas disquisiciones. Cada cosa que mi madre me dijo aquella mañana ya la había pensado yo, pero fingí que sus consejos iban a servirme de mucho, porque era lo menos que podía hacer.

Cuando ya había dado aquella charla por terminada y estaba a punto de sellar con un beso nuestra reconciliación, mi madre añadió algo más. Dijo, muy tranquila, que lamentaba no estar en condiciones de proporcionarme un verano mejor, que nada le hubiera gustado más que poder sufragar un curso de idiomas o un viaje por alguna región europea, pero que por más números que hiciesen mi padre y ella, no podían ir más allá de pagarme la matrícula en la universidad y la estancia en el colegio mayor. De todas formas, concluyó, tenía un poco de dinero ahorrado, y me lo cedía con mucho gusto en el caso de que todavía estuviese a tiempo de reunirme con mis compañeros en su visita al Algarve.

Ahora, casi veinte años después, todavía soy capaz de reproducir en mi interior la intensa vergüenza que despertó en mí la oferta de mi madre. Pensé que, de estar en un telefilm, habría llegado el momento de lanzarme a sus brazos, llorando y pidiendo perdón por mi vergonzoso proceder de los últimos días, acentuado ahora por su magnanimidad al poner a mi alcance aquel dinero ahorrado y destinado, con toda seguridad, a alguna reparación casera no del todo necesaria, o simplemente a, como dicen los americanos, «un día de lluvia». Pero eso no era lo que ella esperaba de mí. Mi madre era enemiga de numeritos sentimentales y escenas emotivas. Así que me limité a darle las gracias y a rechazar su concurso en mis vacaciones. De todas formas, le dije, tenía que estudiar para aprobar en septiembre las dos asignaturas que había suspendido.

Ella y yo pasamos el resto de la mañana retirando la maleza del jardín que había delante de nuestra casa. Encendimos una pequeña hoguera en el suelo enlosado cercano al garaje, y allí fuimos quemando los desperdicios que afeaban la hierba y los parterres de flores. Recuerdo aquella fogata, y el humo azulado que dejaban los rastrojos al quemarse, y cómo mi madre y yo regresamos a casa, acabada ya la tarea, con la cara tiznada, las manos llenas de ampollas y el pelo oliendo a humo.

No habría vuelto a recordar aquella escena de no ser por mi sueño de hoy, en el que mi madre volvió a aparecer con sus vaqueros y su camisa de cuadros, limpiando el césped y deshaciéndose de todos los elementos indeseables que por allí había. Es ahora cuando me doy cuenta de que fue precisamente aquella mañana, pasada entre rastrillos y hierbajos, cuando mi madre y yo empezamos a hacernos amigas. Amigas de verdad. No confidentes ocasionales, ni mutuas depositarias de secretos que perderían trascendencia con el paso del tiempo.

Mi madre murió sin saber todo de mí, y yo la perdí sin haber llegado a saber todo de ella. Pero no me importa lo más mínimo: eran asuntos menores, pequeños pecados veniales, diminutas porciones de intimidad a las que habíamos decidido negar nuestro mutuo acceso. Pero aquella mañana, en el jardín, ayudándola a llenar la carretilla de hojas sin vida, pasando afanosamente el rastrillo por el césped liso del jardín, mi madre y yo pusimos, sin necesidad del trasfondo de fuegos artificiales, los cimientos de una amistad que habría de consolidarse en los años venideros.

Nuestras vidas fueron completamente independientes. Conservamos las dos muchos espacios de privacidad en los cuales no había cabida para la otra. Pero supimos crear entre ambas un hilo de mutua compresión y de verdadero afecto, que nada tenía que ver con el hecho de compartir un mismo código genético. Amaba a mi madre por ser mi madre, pero también porque era buena, porque escuchaba, porque sabía reírse y respetar mis secretos y mis silencios. Porque nunca quiso saber nada que yo no deseara contarle. Porque jamás me preguntó. Porque, cuando le confiaba algo, era porque sentía la necesidad de hacerlo y no porque me sintiese obligada a ello. Porque sabía que siempre habría cosas que no tenía por qué contarle, y que ella jamás se sentiría herida por quedar al margen de una parcela de mi vida. Y, sobre todo, porque nunca me juzgó, porque me aceptó como soy y jamás interfirió en mi vida ni intentó moldearme. Y así se forjó entre ambas una verdadera, una sólida amistad capaz de superar cualquier cosa. Incluso una enfermedad grave. Incluso el sufrimiento. Incluso la muerte.

Amar a mi madre más allá de su condición maternal sirvió, no voy a negarlo, para complicar las cosas cuando la perdí. No sólo me quedé sin una madre. Perdí también a alguien especial con quien había trabado una relación particular, muy diferente a la que tenía con ninguna otra persona en el mundo. Por eso ahora que el dolor por su muerte va cambiando de forma, lamento cada vez más el que no esté.

Mi madre. Mi cómplice. Mi socia, algunas veces. La mejor interlocutora para un puñado de cosas. Alguien que dominaba el arte de la conversación y la particular disciplina de la risa. Una mujer que atesoraba recuerdos ínfimos de asuntos sin importancia y se construía con ellos su memoria particular. Conozco al dedillo la infancia de mi madre, pues ella se preocupó de hacerme llegar su personal colección de momentos dichosos. Sé cómo celebraba las Navidades y los juguetes que tenía, conozco los nombres de sus compañeras de clase, sé quiénes eran sus amigas y quiénes no. Ella evocó para mí su primer viaje con mi abuela —una fabulosa aventura que las llevó de Lugo a Cádiz en tren, y de allí en barco a Gran Canaria, para que pudiese conocerlas a ambas la familia insular de mi abuelo—, su primer traje largo, las pruebas de su vestido de novia, los primeros tiempos de recién casada. Han llegado hasta mí algunos de sus libros, una caja de lata llena de muñecas recortables con su colección de vestidos de papel, un diminuto juego de café de porcelana que me permitió utilizar siendo yo muy pequeña sin decirme «no lo rompas». Fue ella quien se preocupó de que mis hermanos y yo conociésemos la historia de cada uno de los miembros de nuestra familia, incluso de aquellos parientes lejanos a quienes nunca conocimos. Cuando yo era niña, aquellas historias me hacían pensar que procedía de una fabulosa estirpe de hombres y mujeres excepcionales. Supongo que no lo eran, pero mi madre nos hablaba de sus vidas y daba a la narración un tono épico que engrandecía cada acontecimiento y lo hacía más atractivo para la curiosidad de una niña impaciente de seis, de siete, de ocho años.

Mi madre sabía administrar la nostalgia. Qué suerte es poder acordarse de tantas cosas buenas, me dijo una vez cuando ya estaba enferma. No recuerdo qué le contesté, pero sí que tuve que volver la cabeza porque los ojos se me habían llenado de lágrimas. Pensé si, cuando ella ya no estuviese, sería capaz de quedarme con eso, de considerarme afortunada por haber tenido la ocasión de vivir a su lado momentos que merecían recordarse y si algún día sería capaz de echar mano de ellos sin perder el dominio de mí misma, sin abandonarme a un llanto que me obligase a detener el mecanismo de la memoria. Ahora, al pensar en mi madre se me vienen a la cabeza muchas cosas, casi siempre en un amable desorden, como en una tormenta de buenos recuerdos que invaden mi memoria. De todos, uno de mis preferidos es el de un viaje a Londres que mi madre, mi hermana y yo hicimos en las vísperas de la Navidad de 1998. Yo había sido comisionada por el resto de nuestro pequeño grupo para encargarme de la logística, así que me ocupé de comprar los billetes de avión y de reservar una habitación triple en un hotel del centro. Eran los tiempos previos a internet, así que tuve que recurrir a una agencia para conseguir nuestro alojamiento londinense. Me aseguraron que era un hotel «moderno y tranquilo», muy agradable y de categoría superior, pero cuando llegamos a la ciudad nos encontramos con un tugurio monstruosamente grande, oscuro y mal ventilado, donde grupos de turistas escandalosos tiraban al suelo los envoltorios de las chocolatinas y las latas de refrescos. Yo, que me sentí responsable de todo, entré en nuestra habitación cochambrosa y pequeña hecha una auténtica furia. Pero mi madre, a quien no iban a arredrar unos cuantos papelotes en el suelo ni la luz fluorescente que iluminaba el vestíbulo, se sentó en la cama y se echó a reír.

—Ay, Cecilia, no le des más vueltas. No es para tanto. Todo lo que tenemos que hacer es pasar en este sitio la menor cantidad de tiempo posible. No hemos venido a Londres para estar metidas en una habitación.

Al margen del hotel repugnante, ni un solo contratiempo entorpeció aquel viaje. Fueron cinco días de intensas caminatas, de compras, de alegres visitas a los museos y a los mercados callejeros de Portobello Road y Candem Town. Comimos bocadillos de pastrami y compramos mermeladas en Fortnum and Mason, y tomamos el té en Covent Garden y medias pintas de cerveza en pubs que se llamaban Los Hombres del Rey o La Rosa y el León. Entramos en la abadía de Westminster y en la catedral de San Pablo, y tuvimos que reprimir un ataque de hilaridad al contemplar el túmulo funerario que Al Fayed había levantado en Harrod’s en honor de su hijo y de Lady Di. Nos reímos mucho en aquellos días. Estábamos las tres juntas y éramos felices, cada una a su manera.

Una noche, al volver al «Hotel Pesadilla», nos encontramos con un concierto improvisado junto al Eros de Piccadilly Circus. Un joven muy delgado, de larga y rizada melena castaña cantaba, acompañado de una guitarra, antiguos éxitos incontestables de Lennon y McCartney, John Denver, Phil Collins y Cat Stevens. Atraídos por la voz poderosa del cantante y su virtuosismo con la guitarra, a su alrededor se fue congregando un grupo cada vez más nutrido de paseantes y noctámbulos. Hacía mucho frío y era bastante tarde, pero permanecimos más de media hora allí, acompañando canciones que mi hermana y yo conocíamos tan bien: Annie’s Song, Yesterday, Father and son. Aquella noche, en Piccadilly, se creó una atmósfera de rara camaradería entre un centenar de desconocidos liderados por un músico anónimo que nos hacía seguir la letra de Penny Lane o Perhaps love y romper con nuestras palmas la cadencia del tráfico en la noche de Londres. A nuestro alrededor brillaban los neones de Piccadilly Circus y las luces de Navidad de Regent’s Street, y mientras escuchábamos la guitarra de aquel muchacho, mi madre, Lidia y yo nos sentimos unidas y dichosas, conscientes de estar viviendo juntas un momento que acabaría ocupando un lugar de privilegio en nuestra memoria, uno de esos momentos que uno conserva celosamente y que se mantiene vivo a través de los años. Hoy, al evocarlo, vuelvo a ver al cantante melenudo, y escucho su voz de cristal cantando Woman y Another day in paradise y pienso, como mi madre, que es una suerte poder acordarse de tantas cosas buenas.

Otro de mis recuerdos no es tan idílico como el de aquella noche entre música y adornos navideños. Fue algo que nos ocurrió a mi madre y a mí un año antes de que se declarara su enfermedad. Ella había venido a Madrid para asistir a la última prueba del traje de novia de mi hermana, y creo que nos dirigíamos juntas hacia el estudio del diseñador. La convencí para tomar el metro y escapar así de los atascos. El vagón, que estaba medio vacío cuando nos subimos, se llenó en la siguiente estación. Entre los que se montaron viajaba una joven marroquí muy guapa, de ojos oscurísimos y pelo suelto a la espalda. Llevaba una blusa de inspiración árabe y una falda larga y ajustada que le marcaba las caderas. Cuando entró, muchos hombres la miraron. Ella fingió no darse cuenta, pero esbozó una media sonrisa y se atusó la melena rizada y sedosa con cierta coquetería. Uno de aquellos hombres no apartó la vista de ella. Me dio la impresión de que también era magrebí, y había en la mirada que dirigía a la chica una extraña mezcla de deseo y orgullo de raza. De vez en cuanto vigilaba la existencia de otras miradas, como si la joven fuese una especie de trofeo patrio a defender de la curiosidad ajena. El convoy se detuvo y la muchacha se dispuso a bajar. Y entonces, el hombre que la había estado mirando durante todo el viaje, su posible compatriota, le pasó la mano por el culo.

La chica le miró, pero no dijo nada. En su rostro se dibujó una expresión resignada que me pareció más de un profundo hastío que de indignación, como si no fuese la primera vez que un desconocido le manoseaba las nalgas sin su consentimiento. Mucha gente se dio cuenta de lo que había ocurrido, pero nadie intervino. Yo tampoco lo hice. Cambié una mirada de disgusto con mi madre, y ella meneó la cabeza con aire reprobatorio. Me pregunté qué hubiese pasado si la muchacha agredida hubiese sido una española. ¿Hubiésemos reaccionado igual? Quiero pensar que sí. La vida en las ciudades nos ha enseñado a evitar conflictos, de forma que procuramos escapar de todo aquello que no nos incumbe de forma directa. Y, para colmo, aquella chica a la que habían magreado ni siquiera era uno de los nuestros, sino una extranjera, igual que su agresor. De pronto me dio la impresión de que al ver lo ocurrido muchos pensaron algo así como «es cosa de ellos». Ellos y nosotros. Dos mundos distintos, el nuestro y el de los que vienen de prestado. Que se maten entre ellos, escuché decir a alguien cuando, cerca de mi casa, dos ecuatorianos golpearon a otro hasta abrirle la cabeza en mitad de una pelea. Pues eso. Que se peleen, que se insulten, que se ofendan. Que se hagan daño. De todas formas, no es cosa nuestra. Intenté pensar en qué estaría haciendo la chica a la que acababan de manosear.

Quizá ya habría olvidado el incidente. Quizá no. Quizá estuviese llorando de rabia. Quizá no tenía a nadie a quien contar lo que le había ocurrido. A lo mejor estaba sola en mitad de la tierra prometida. Frente a mí, el tocaculos había vuelto a enfrascarse en la lectura de un diario deportivo. Era un tipo asqueroso, o al menos eso me pareció, alto, de espaldas cuadradas, con un lunar junto al ojo derecho y unos labios gruesos que se habían curvado en una sonrisa mientras agarraba el trasero de su víctima, pero que ahora habían recobrado una expresión adusta y desagradable.

Era verano y hacía mucho calor. Algunos pasajeros se abanicaban con más bien poca fe, otros resoplaban. En Madrid, el mes de julio es terrible. Yo también tenía calor, y sentí alivio al ver que se aproximaba nuestra parada. Íbamos a bajar de aquel vagón que olía a sudor reconcentrado donde la temperatura era insoportable, íbamos a perder de vista para siempre a aquel tío repugnante que iba por ahí metiendo mano a mujeres que no podían defenderse. A las que nadie podía defender, pensé.

Estábamos a punto de salir del tren cuando me di cuenta de que aquel hombre llevaba unas sandalias por las que asomaban unos pies enormes de dedos peludos y mugrientos. Yo también llevaba sandalias, de tiras y con un discreto tacón afilado. Así que, tras ceder el paso a mi madre, cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, cuando sólo unos centímetros me separaban del andén, clavé el delicado tacón de mis sandalias nuevas en los dedos desnudos de aquel hombre, que lanzó un aullido de dolor. Fingiendo sorpresa, le lancé una disculpa desapasionada y me bajé del convoy. Él me llamó puta a gritos. Y entonces, desde fuera, cuando las puertas se cerraban y él todavía podía vernos, mi madre le hizo un corte de mangas. Nunca, en toda mi vida, la había visto describir un gesto así. Ni siquiera sabía que fuese capaz de colocar los brazos en la posición correcta, y sin embargo, cuando hizo caer la palma de la mano sobre su antebrazo desnudo, consiguió hacer un ruido que sonó como un tiro en el andén. Un ruido que apostaría a que llegó hasta dentro del vagón y que yo saludé con una carcajada. A su modo, mi madre tampoco se había privado del deseo de venganza. Aunque aquella tarde, en el metro, ambas estuvimos de acuerdo en que nos habíamos limitado a hacer justicia.