—¿Lo ha pasado bien en Roma, señorita Cecilia?
—Estupendamente, Lucinda. Por cierto, le he traído una cosa…
Dejé en la mesa una caja de bombones peruginos y un cartucho de pastas de almendra.
—¿Para mí?
Lucinda se acercó y me dio un abrazo tímido. Al tenerla tan cerca pude comprobar lo menuda que era: apenas un metro y medio que se agarraba a mí temblando como un pajarito. Reconozco que aquel abrazo me supo a triunfo: Lucinda no se hubiese atrevido a hacer semejante cosa la primera vez que llegué a aquella casa, aunque hubiese puesto encima de la mesa el mismísimo cuerno de la abundancia.
Entré sola en el salón. Silvio estaba de pie.
—Pero ¿qué es esa cháchara con Lucinda? Lleva seis años conmigo, y no había conseguido sacarle más de dos frases seguidas. No sé cómo lo has hecho.
—Tengo mis métodos.
—¿Qué tal te fue en Roma? ¿Cómo está mi nieto?
—Bien. Dice que vendrá a verle dentro de poco.
—Ya. Pues nada, le esperaré sentado por si acaso. Hace tres años que no aparece por Madrid. Pero eso es cosa suya. —Silvio reparó en el paquete que llevaba en la mano—. ¿Qué tienes ahí?
Le alargué el regalo que había traído para él.
—Nada del otro mundo… pero pensé en usted cuando lo vi en un anticuario de Roma, y se lo compré.
—No es muy alentador eso de que se acuerden de uno a la vista de las antigüedades. —Silvio sonreía, y los años se le escapaban de la sonrisa y salían volando, muy lejos—. No pongas esa cara, es una broma. Sólo siento que te hayas gastado el dinero en una de esas tiendas, los chamarileros romanos son unos perfectos ladrones. A ver qué tenemos aquí…
Era un álbum de fotos de terciopelo rojo, que a pesar de estar algo desgastado en las cantoneras doradas conservaba el aire señorial que tienen las cosas que se han hecho bien, no importa el tiempo que haya mediado.
—¿Le gusta?
—Es precioso. Mil gracias, querida.
Se acercó y me besó una sola vez, en la mejilla, como un novio antiguo.
—Ven, siéntate. ¿Hace frío fuera?
—Un poco. Pero aquí se está bien.
Silvio sacó un par de fotos de la caja, pero no me las enseñó. Se quedó mirándolas con cierta nostalgia, y sin apartar los ojos de ellas continuó con su relato.
Los tres días que permanecí en Nueva York tras saber que Hannah iba a convertirse en esposa de mi hermano se me hicieron largos y pegajosos, como si estuviesen hechos de esos caramelos masticables que se enganchan a las muelas. Por fortuna, Efraín y su prometida no iban a quedarse en la ciudad, pues Hannah tenía que regresar a Baltimore inmediatamente, y mi hermano iba a acompañarla. Sólo compartimos aquella cena en casa de los West, donde supe que los novios se habían conocido tres meses atrás durante un almuerzo organizado por Mary Jo, que «había sido un flechazo», en palabras de Efraín, y que sólo unas semanas después obtenían de la señora Griessmer el permiso para casarse. Iba a ser una ceremonia sencilla por el rito judío —mi hermano era un completo ateo, así que le daba exactamente igual recibir las bendiciones de un cura, de un rabino o del deán de la abadía de Westminster— y, decía Hannah, sólo sentían no poder hacer coincidir la boda con mi estancia en América.
—Tal vez podrías volver en un par de meses…
—Lo siento, no va a ser posible. Tengo mucho trabajo en Madrid.
Mis padres aún no sabían nada. Efraín pensaba escribirles contándoselo todo, pero, ya que yo había sido el primero en enterarme, no estaría de más que les pusiera en antecedentes.
—Sé lo que va a ocurrir: papá se pondrá hecho una furia y mamá llorará, como si lo viese —decía Efraín— y después se darán cuenta de que lo más importante es mi felicidad. Así que haz el favor de decirles que nunca en mi vida había estado tan contento, y que mi futura esposa es la mujer más guapa y más buena del mundo… con el permiso de Mary Jo.
Todos rieron. Yo también. Aquélla fue una noche rara. Intenté no mirar a Hannah de frente ni una sola vez, pero a pesar de todo comprobé que era más bella de lo que yo recordaba. Y ahí estaba mi hermano, el aventurero, el fotógrafo, preparado para convertirla en su esposa. Una vez más, Efraín parecía complacerse en vivir el destino que me estaba reservado a mí. A medida que avanzaba la noche sentía crecer el peso de una tristeza que me impedía participar naturalmente de todas las conversaciones, a pesar de que hice lo imposible para vencer la pesadumbre. Por fortuna, nadie estaba pendiente de mí. Los novios sólo tenían ojos el uno para el otro. Mary Jo se encontraba demasiado imbuida en su papel de anfitriona, y el dolor de cabeza de Elijah no había remitido. Sólo los ojos inquisitivos de Zachary West buscaban los míos. A estas alturas, me resultaba difícil engañarle también a él.
La velada se prolongó hasta la madrugada. Mi hermano y Hannah se despidieron de mí, él con un abrazo, ella con dos besos, los primeros que me daba desde que la conocía: una buena chica judía besa sólo a los miembros de su familia. Prometimos escribirnos, hablar por teléfono. Efraín me dio un sobre con algunos retratos de su prometida «para que se los envíes a mamá y pueda empezar a imaginar lo guapos que van a ser sus nietos». Cuando por fin se cerró la puerta, Elijah dijo que se iba a dormir.
—Lamento ser tan grosero, pero no aguanto ni un segundo más.
Mary Jo fue con él, y Zachary y yo nos quedamos en el salón, como otras veces, dispuestos a tomar la última copa. Pero aquella noche Zachary West no se ofreció para preparar un dry martini ni inició ninguna conversación intrascendente. Se quedó callado, mirándome, mientras yo hacía esfuerzos por no demostrar el efecto devastador que aquella noche había causado en mí. Estuvimos un buen rato así, en silencio los dos. Supuse que Zachary estaría buscando algo oportuno que decir.
—Silvio… —tenía la voz triste y apagada, como si se hubiese hecho viejo—… lo siento mucho, Silvio. Te juro que no lo sabía.
—Claro que no, Zachary. Nadie podía saberlo.
Al día siguiente pedí a Mary Jo que me acompañase a alguna de las joyerías de la calle cuarenta y dos a elegir un anillo de compromiso para Carmen. La espera había dejado de tener sentido.
Sólo unas horas después de haber llegado a Madrid, sin darme tiempo a descansar ni a organizar mis cosas, me fui a hablar con Salvador Orenes. Se sorprendió al verme, pues Carmen estaba convencida de que mi ausencia iba a prolongarse aún dos o tres días. Ni siquiera le dio tiempo a darme la bienvenida, pues inmediatamente solicité su permiso para fijar cuanto antes la fecha de mi boda con su hija. Creo que se emocionó, aunque disfrazó el momento dándome un abrazo muy masculino con el correspondiente palmeteo en la espalda. Le dije que quería celebrar una ceremonia sencilla, apenas la familia directa y unos cuantos amigos íntimos, y después un almuerzo en algún hotel. Estuvo de acuerdo en todo.
—Entonces, hoy mismo hablaré con Carmen. Le he comprado un anillo en Nueva York… y también algunas prendas de vestir para el ajuar.
—Se va a llevar una alegría. Y mi señora, para qué le voy a contar. Ya andaban algunas amigas envenenándola con comentarios sobre lo mucho que se alargaba el noviazgo de ustedes. Claro que ella, ni caso a los chismes. Pero ya sabe cómo son las mujeres con esas cosas. Hala, muchacho, deme otro abrazo y bienvenido a la familia.
Iba a retirarme cuando la voz de Orenes me detuvo junto a la puerta.
—Por cierto, Silvio… ¿y lo de su hermano?, ¿se arregló?
Necesité unos segundos para recomponer la mentira.
—Sí. Se arregló completamente. Ha encontrado a otra chica.
Creo que nunca vi a nadie tan feliz como a Carmen cuando le entregué el anillo comprado en una joyería de Nueva York. Ella misma se lo colocó en el dedo anular —tenía unas manos preciosas, muy blancas, de muñecas delgadas y quebradizas— y luego me miró con una sonrisa trémula, como si no acabara de creerse que íbamos a casarnos enseguida. Aún no se había repuesto de la sorpresa de la sortija cuando le di el guardarropa que Mary Jo había elegido para ella. Se echó a llorar al ver el traje de noche, el abrigo y los sombreros.
—No pude comprarte los zapatos, no sabía tu número, pero los encargaremos aquí a juego con los bolsos. Mira esto, es una estola de piel. Te la envía Mary Jo.
—Qué cosa tan bonita. —Se la colocó, con bastante gracia, por encima del hombro derecho—. Así vestida ya voy pareciendo una señora. Qué buena es Mary Jo… ¿Crees que podrán venir a la boda? Al fin y al cabo, tú estuviste en la suya…
Recordé lo que había dicho Elijah: ¿Qué dirían los amigos de tu suegro si un hombre de color fuese testigo de tu matrimonio?
—No creo que puedan. Mary Jo ha estado muy enferma hasta hace poco, y no debe hacer desplazamientos largos…
—Qué pena. Me gustaría conocerla, a ella y a…
—Elijah. Elijah West.
Aquella noche, después de haber entregado a mi novia el anillo de compromiso, pasé por casa de Zachary West.
—Bueno, pues ya está hecho. Me he declarado. Nos casaremos en dos o tres meses. Será algo sencillo, la familia y media docena de amigos. Espero que vengas. Me gustaría contar con Elijah, pero ya sé que no sería muy buena idea…
—Pues no. La aparición de un negro en tu boda daría al traste con tu buena fama en los círculos fascistas.
Nos reímos los dos.
—Tendrás que comprar un piso en condiciones. No puedes vivir con tu mujer en ese tugurio de la glorieta de Bilbao…
Ni siquiera había pensado en eso.
—Y también tienes que preparar tu luna de miel.
—Ya… creo que Carmen quiere ir a París.
En el rostro de Zachary West se dibujó una sonrisa maliciosa.
—Pues tienes que convencerla de que no es una buena idea viajar a Francia precisamente ahora. Porque hay otros destinos más apetecibles. Italia puede ser un lugar perfecto para tu viaje de novios… por no hablar de lo bien que iba a venir a la Organización el que hicieses algunas averiguaciones sobre la Vía Romana.
Un par de días después compré el piso en el que estamos ahora. No recuerdo cuánto me costó, pero sí que fue casi la mitad de lo que tenía ahorrado a cuenta de mis ingresos por el trabajo que desarrollaba en la Organización. Lo pagué a tocateja, billete sobre billete, y en cuanto firmé la escritura llevé allí a Carmen y a su madre para que pudieran verlo.
—Vaya suerte tienes, Carmencita —le decía a ella—, con piso propio en el barrio de Salamanca… pero, Rendón, esto habrá que amueblarlo, ¿no?
—Sí, pero eso se lo dejo a ustedes dos. Vayan a la tienda que quieran, elijan lo que les guste y ya pasaré yo a pagar.
—¿Y las cortinas… y las toallas, y la ropa de cama? ¿Y el menage de cocina?
—Lo mismo, doña Sole. Hagan a su antojo y pásenme la cuenta.
—Lo dicho, niña —la madre de Carmen abrazaba a su hija—, que te ha tocado la lotería con este novio tan rumboso.
La fecha de la boda se fijó para el 4 de octubre, día de San Francisco, lo cual encontró muy adecuado Salvador Orenes por coincidir el evento con el santo del Caudillo. A mí me daba igual un día que otro, pero utilicé la excusa del otoño para proponer a Carmen un cambio de destino: París por Roma.
—En París ya ha empezado a hacer frío. Y Roma está preciosa en el mes de octubre. Iremos a Francia más adelante, te lo prometo.
Carmen no protestó. Nunca lo hacía, y además en aquella época parecía andar flotando, feliz de afrontar la tarea de organizar una casa, asistiendo a las pruebas de su vestido de novia, entrando y saliendo con su madre de tiendas de muebles y almacenes de loza. Junto a ella, doña Sole brillaba con luz propia, obligaba a su hija a enseñar el anillo de compromiso y recordaba a amigas y parientes que su futuro yerno les había dado carta blanca para gastar cuanto quisieran en el acondicionamiento de la casa.
—Vamos, que ni en el cine. Y la va a llevar de viaje a Roma, ¿verdad, Carmencita?
—A Roma… ¿Y vas a ver al Papa?
En aquel momento no pensé que aquella pregunta de una prima segunda pudiese resultar providencial para mis verdaderas intenciones en aquel viaje.
—No sé… ¿Vamos a ir, Silvio?
Salvador Orenes intervino en ese momento.
—Eso puede apañarse. Prado tiene en Roma algunos amigos influyentes. Será cuestión de hablarlo con él. Lo malo es que no hay mucho tiempo.
—Mañana mismo pasaré por su despacho, a ver si puede hacernos el favor.
—Silvio —mi futuro suegro había empezado a tutearme—, estoy pensando que le podías pedir a Antolín que fuese tu testigo. Eso le haría mucha ilusión, ya sabes cómo es.
Al día siguiente visité a Antolín Prado, que aceptó encantado firmar mi acta de matrimonio y se ofreció a gestionar la visita a Pío XII.
—Creo que podremos arreglarlo. Además, tengo en Roma algunos amigos a los que le gustaría conocer. Buena gente. Muy comprometidos con nuestra causa, a pesar de que en Italia las cosas no son tan sencillas, usted ya me entiende.
Fui tan consciente de que Prado estaba abriéndome la puerta de acceso al laberinto de la Vía Romana que me costó trabajo mantener la tranquilidad.
—Por eso tiene más mérito lo que hacen —contesté—. Querría tener ocasión de saludarles.
—Hablaré con ellos. Y en cuanto a la visita al Papa, estoy seguro de que no habrá problema, y más tratándose de usted. No crea que me olvido de los servicios prestados, Rendón. La gente de bien debe tener buena memoria.
Zachary West se había ocupado de sacar los billetes para Roma. Cuando le conté que los amigos de Prado iban a servirme de guías durante mi estancia en Italia, estuvo de acuerdo conmigo en que se me presentaba una ocasión de oro.
—Debes comprar regalos para todos. Tienen que ser cosas que puedas llevar fácilmente en la maleta. Déjame pensar… para ellos, cajas de puros cubanos. Yo te los consigo. Para las señoras, abanicos de encaje. Pesan poco y no abultan. Te llevarás dinero de la Organización para pagar almuerzos y cenas; cuanto más generoso seas, mejor. En cuanto al hotel, te alojarás en el Hassler. No te preocupes por el dinero, nosotros correremos con los gastos. Después de todo, tu luna de miel puede considerarse una misión. Por cierto, una cosa más…
—¿Qué pasa?
—Ha ocurrido algo con lo que no contábamos. Se trata de tu novela. —Zachary se rascaba la barbilla—. No me preguntes cómo, pero se está vendiendo muy bien. De hecho, el editor quiere aumentar la tirada. Nos ha cogido un poco por sorpresa, pero no creo que nos cause problemas. Sólo quería que lo supieses, ¿de acuerdo?
Es verdad que la novela había tenido un gran éxito entre mis allegados. Salvador Orenes confesó haberla devorado literalmente en una sola tarde de domingo, y su esposa, que no era lo que se dice una aficionada al género, me dijo que había estado leyendo hasta bien entrada la madrugada para llegar al desenlace del misterio. Esperaba los elogios de Carmen, pero mis compañeros del ministerio también me felicitaron. Un día, uno de ellos llegó con tres ejemplares de El caso Hightower. Quería que se los dedicase a unos amigos.
—En la librería me han dicho que se están vendiendo como churros. ¿Vas a seguir escribiendo?
—Sí… en realidad, ya he entregado al editor otros dos originales.
—Eres un fenómeno. No sé de dónde sacas el tiempo.
Le dirigí una sonrisa que quería ser modesta.
—Yo tampoco, te lo puedo asegurar.
Mis padres viajaron a Madrid sólo unos días antes de la boda. Los Orenes hubieran querido celebrar semanas antes una petición de mano tradicional, con intercambio de regalos y fotos en el ABC, pero mi madre no estaba en condiciones de cruzar media España dos veces en tan poco tiempo, así que las familias respectivas se conocieron en un almuerzo en Casa Botín cinco días antes de la ceremonia. A mi madre le gustó mucho Carmen, que fue con ella todo lo cariñosa que puedas imaginar. Incluso pospuso unos días la última prueba del traje de novia para que mi madre pudiese acompañarla al taller de la modista. Buena como era, Carmen supuso que a una mujer sin hijas tendría que hacerle ilusión participar de ese tipo de preparativos. Iba a ser la madrina de la boda (traía en su equipaje una mantilla española de encaje heredada de su abuela y que había sobrevivido durante más de setenta años a los estragos de la polilla), y esa alegría la compensaba un poco del inusual casamiento del menor de sus hijos, que había tenido lugar en Baltimore, libre de pompa y ceremonia, a miles de kilómetros de distancia, sin invitados ni familia. Sólo Elijah y Mary Jo, que actuaron como testigos, y Edith Griessmer.
—Pero ¿cómo ha podido hacer una cosa así? —Mi madre sollozaba a través del teléfono después de haber recibido el preceptivo telegrama de Efraín. A pesar de que yo ya le había comunicado que mi hermano tenía la intención de casarse, ella y mi padre conservaban la esperanza de que al final Hannah y Efraín aceptasen celebrar la boda en España.
—Ni siquiera conocemos a esa chica, ni a sus padres…
—Mamá, te dije que es una antigua amiga mía y de los West. Es huérfana de padre, y su madre no está bien de salud. Es natural que se hayan casado en Baltimore. Esa mujer, la señora Griessmer, sólo tiene a su hija…
—¿Griessmer? Pero ¿no me habías dicho que se apellidaba… Divak… o algo así?
—Bilak. Se llama Hannah Bilak. Su padre murió hace años, y su madre volvió a casarse.
—¿Y el marido de la madre?
—Murió en la guerra, mamá…
Escuché suspirar a mi madre.
—Pobre gente. Tantos muertos en la familia, tanta desgracia… nosotros hemos tenido suerte. Y la chica es guapa… o eso parecía en las fotos que me mandaste. En fin, tendré que esperar para conocerla. Menos mal que tú estás haciendo las cosas como es debido.
«Cómo es debido». Era una forma de verlo. Eso pensaba mientras mis padres saludaban a los de Carmen. Antes de salir hacia el restaurante, todos estuvimos de acuerdo en que sería mejor no mencionar la particular boda de Efraín delante de nuestra familia política: hablar de un hijo casado casi en secreto con una muchacha polaca no era la mejor forma de empezar a relacionarse con una gente tan conservadora como los Orenes. Y eso que mis padres no sabían que Hannah era judía ni unos años mayor que Efraín.
La víspera de la boda, mientras mi madre ayudaba a Carmen a hacer las últimas compras y mi padre descansaba en el hotel, fui a casa de Zachary West. Allí, cuidadosamente empaquetados, estaban los obsequios que debía llevar a los amigos italianos de Antolín Prado. Dos días antes él me había entregado su regalo de bodas: un marco de plata ostentoso y feo, y la noticia de que Carmen y yo participaríamos en una audiencia privada con Pío XII.
—Mis amigos romanos lo han arreglado todo.
—Supongo que tendré ocasión de agradecerles las molestias… si no están muy ocupados, me gustaría invitarles a almorzar.
—Por supuesto. Les he hablado de usted y del trabajo que ha hecho para nosotros, y están deseando conocerle. Se llaman Enzo Casería y Gaetano Corradini.
—¿Son militares?
—Hombres de negocios. Les he dado el nombre de su hotel y le llamarán en cuanto llegue a Roma.
—Gracias por todo, señor. Y también por su regalo. A Carmen le gustará mucho. Por cierto, yo también he comprado unos detalles para sus amigos italianos…
—Usted siempre tan cumplido, Rendón.
Zachary West me explicó qué era cada cosa. Había cuatro cajas de puros habanos, dos abanicos de encaje y dos mantones de Manila bordados en seda. Me entregó además un sobre con una fortuna en liras italianas.
—Espero que lo gastes durante tu estancia —me dijo.
—¿Quieres que compre toda la ciudad?
—Quiero que les compres a ellos. Que pidas los mejores vinos, que envíes flores a diestro y siniestro, que pagues todas las copas que puedan beberse. Abrúmalos con tu generosidad, Silvio. La mala gente suele ser también codiciosa y mezquina, no importa el dinero que tengan. Si ven en ti a una vaca que puedan ordeñar, olvidarán toda prudencia. Es cierto que partes con ventaja porque te consideran uno de los suyos, pero necesitas impresionarles para que ellos también deseen dejarte con la boca abierta. Y, por cierto, ahí está mi regalo de bodas para Carmen. Creo que le va a gustar.
Me señaló un bulto informe envuelto en una tela blanca.
—Es un abrigo de piel. Mary Jo lo encargó en Nueva York. También llegó esto para ti.
Se llevó la mano al bolsillo del chaleco y me entregó un sobre que contenía a su vez tres cartas de Efraín, Mary Jo y Elijah. La de Mary Jo era un cálido texto, vagamente poético, en el que reiteraba su cariño por mí y me aseguraba que, «a pesar de las dificultades y de los obstáculos que pueda haber» seguiría ocupando un lugar esencial en su vida. Aquellas líneas me hicieron suponer que Elijah se lo había contado todo. El billete de Efraín estaba redactado de cualquier manera y resultaba alegre y afectuoso. Hannah había añadido unas letras al final, con su elegante caligrafía de niña bien educada: «Silvio, te deseo toda la felicidad del mundo. Tu cuñada, Hannah». En cuanto a la carta de Elijah, eran tres folios escritos con su particular estilo epistolar, llenos de intensidad, claramente emotivos:
«Mi querido Silvio, nadie, o casi nadie, sabe de verdad quién eres. Yo sí, y por eso estoy orgulloso de ser tu amigo. Sé que piensas que mi padre y yo te cambiamos la vida, pero fuiste tú quien cambió la mía. Estaba condenado a la soledad más absoluta y tú viniste a rescatarme aquel día, en Ribanova, mientras celebrábamos el bautizo de Efraín. Hemos pasado muchas cosas, no todas buenas, pero han servido para enriquecernos y para hacer nuestra amistad indestructible. Quiero decirte lo mucho que te respeto y te admiro. Vas a hacer algo con lo que no estoy de acuerdo, pero deseo que sepas que es porque no soy capaz de entender que alguien haya puesto un objetivo —en este caso, el de hacer justicia— por encima de cualquier otra cosa en su vida. El día de tu boda, Mary Jo y yo estaremos pensando en ti y rezando una oración, no importa en qué idioma ni a qué Dios. Alguien habrá por ahí arriba que nos escuche y que se encargue de proporcionarte toda la felicidad que te mereces, toda la felicidad que te has ganado, toda la felicidad que has procurado a otros como yo, querido Silvio, mi amigo, mi hermano».
Se me saltaron las lágrimas. Zachary me abrazó, y en ese momento recordé la primera vez que le había visto, en Ribanova, con su traje impecable y sus maneras de aristócrata, cojeando ligeramente, sonriendo a todos aquellos que ni siquiera soñábamos con pasar a formar parte de su privilegiado mundo particular. Ahora, aquel hombre me abrazaba como un padre en la víspera de mi boda.
—Silvio… escucha bien lo que voy a decirte. Esto no es lo que hubiera elegido para ti. Te vas a casar con una mujer sabiendo que quieres a otra… y me siento responsable. Pero… pero sé que, a pesar de todo, puedes llegar a ser feliz. Porque eso es algo que también depende de uno mismo. La felicidad tiene mucho de acto voluntario. Te voy a contar algo que ni siquiera sabe Elijah. Todos pensáis que soy un solterón. Un solitario, a lo mejor incluso un misógino. No es verdad. Estuve casado durante un tiempo. Incluso tuve un hijo, una niña. Se llamaba Rebeca. Ella y mi mujer murieron en un accidente de tren. Ocurrió un año después de que empezara la guerra. Creí que iba a volverme loco, y por eso me gané tantas condecoraciones: olvidé toda prudencia y supongo que hasta busqué la muerte. Un día, al volver de una incursión nocturna en la que me había jugado la vida, mi asistente me preguntó por qué me arriesgaba tanto. Le contesté que no tenía a nadie, y que por lo tanto me daba igual morir o no. Y aquel chico me dijo algo muy raro: cuídese, mayor West, porque vendrá alguien que le necesite vivo. Recordé esa frase el día que encontré a Elijah y decidí adoptarlo. Me propuse ser feliz para él, de la misma forma que, tras perder a mi mujer y a mi niña, había decidido convertirme en el ser más desgraciado de la tierra. Uno tiene que estar siempre predispuesto a la felicidad. Porque un día viene alguien y lo cambia todo. Como yo cambié tu vida, y tú cambiaste la vida de Elijah, y los Sezsmann cambiaron las vidas de todos nosotros. Sé que las cosas no son perfectas, pero éste es el material que tenemos para construir el futuro. Y tienes que arreglarte con eso, Silvio.
Recuerdo aquel instante, en el despacho de Zachary West. El jardín que se veía desde la ventana empezaba a teñirse con los colores magníficos del otoño, y la casa entera estaba en silencio. Había muchos objetos a nuestro alrededor: el abrigo de Carmen, embutido en su bolsa de loneta; los regalos para los italianos; todos los cachivaches de escritorio que se acumulaban sobre la mesa; los libros, los muebles, los recuerdos materiales de la vida de Zachary. Y allí estaba yo, en la víspera de mi boda, escuchando los consejos de un hombre que me quería como a un hijo y al que yo, aun sabiéndome un traidor a mi sangre, quería más que a mi propio padre.
—Gracias por todo, Silvio. Y que tengas mucha suerte.
—Ya la tengo. Carmen es una persona estupenda.
Zachary me dio un tímido golpe en el hombro.
—Me refiero a tu misión en Italia…
Mira, aquí tienes el retrato de mi boda. Carmen estaba muy guapa. Ésta es mi suegra. Mi padre está muy serio, ¿verdad? Bueno, todos lo estamos. Antes la gente se ponía así para las fotos. En cuanto a mí, creo que tengo un aire algo ausente. Pasé así toda la ceremonia. Pensaba en Hannah, en Elijah y en Mary Jo, y con especial intensidad en Ithzak Sezsmann. De vez en cuando, Carmen buscaba mis ojos con aquella mirada suya, tan limpia, y yo correspondía con una sonrisa. Creo que nunca dudó de que yo era tan feliz como ella.
Fue, como habíamos previsto, una celebración sencilla. Por mi parte vinieron sólo mis padres, dos de mis tías con sus esposos y un hermano de mi abuela que, a sus ochenta años, estaba como un roble y se negó a perderse el festejo. Por parte de Carmen vinieron unos treinta familiares. Acudieron también algunos amigos de mi suegro —todos con cargo público en el gobierno de Franco— y mis compañeros del ministerio. Zachary West firmó como testigo al lado de Antolín Prado y luego, durante el cóctel, les presenté oficialmente.
—He oído hablar de usted —le dijo Prado—. ¿Sigue trabajando para el señor Hughes?
—Es una de mis principales actividades. —West lucía su mejor sonrisa.
—No me dirá que tiene otras…
—Se sorprendería si le hablase de ellas.
Y se echó a reír, en una carcajada que Prado, aun sin entenderla, no tardó en secundar.
Carmen y yo salimos en dirección a Roma a la mañana siguiente. Quien ya era mi esposa estaba guapísima. Al subir al avión me di cuenta de lo elegante que podía resultar, libre ya de la tutela de su madre y de las sombras del luto, pues por decisión propia había renunciado para siempre a los colores de la muerte. Era como si su condición de mujer casada le franquease las puertas a otra vida, donde no cabían los malos recuerdos ni los compromisos anteriores. Tuvimos un vuelo plácido y tranquilo. El comandante del avión —que supongo que tendría algún contacto con Zachary West— nos envió una botella de champán, y Carmen brindó conmigo «por lo felices que vamos a ser, y por Roma, y por todo».
Nuestra habitación en el Hassler tenía unas vistas maravillosas. La Organización había debido de pagar una fortuna por aquel alojamiento, y pensé que ojalá el esfuerzo mereciese la pena. Aún no habíamos acabado de instalarnos cuando sonó el teléfono de nuestro cuarto. Era el señor Corradini, que en una mezcla de español e italiano me daba la bienvenida a Italia y me proponía una cita para cenar «si usted y su esposa no están tan cansados».
—Sería un placer verles. Podemos encontrarnos en el restaurante del hotel.
Quedamos a las ocho y media. Mientras yo me ponía de acuerdo con nuestro contacto romano, Carmen suspiraba de emoción, pues una camarera había entrado para deshacer nuestro equipaje y planchar las prendas arrugadas.
—Ay, Silvio, es como estar en una película… estoy tan contenta…
Carmen brillaba en su traje nuevo, brillaba en su anillo de bodas, brillaba al mirar por la ventana y ver las escaleras de la plaza de España, al abrir los grifos dorados del cuarto de baño, al probar las chocolatinas que habían dejado en la mesilla de noche.
—Toma una. Es el chocolate más rico que he tomado en mi vida.
Y cerraba los ojos para saborear el dulce. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que sería fácil ser dichoso junto a una persona así, capaz de entusiasmarse con una vista hermosa, con una copa de champán, con un bombón, con un vestido nuevo. Me acerqué a ella y la abracé. Ahora que no está, me gusta recordarla aquel día, sentada en la cama, con las piernas cruzadas, luciendo unos zapatos de tacón y quitando el papel de plata que recubría los chocolates. Nunca estuve enamorado de Carmen, pero fue tan sencillo quererla durante veinticinco años que creo que la vida me hizo un gran favor al cruzarla en mi camino.
Dimos un breve paseo por Roma antes de volver al hotel para cenar. Me disculpé con Carmen por el incordio del encuentro con Caserta y Corradini.
—Ya sé que citarse con unos italianos no es el mejor plan para una luna de miel…
—Oh, no te preocupes. Además, seguro que resulta interesante. Nunca he conocido a gente extranjera… excepto a ese amigo tuyo, Zachary West. ¿Has visto el abrigo que me envió como regalo? Casi me desmayo al sacarlo de la bolsa. Por cierto, tendrás que decirme qué me pongo para la cena. No quiero quedar como una pobre paleta que no sabe vestirse.
Aquella noche, Carmen se puso el vestido negro que le había comprado en Nueva York y unos pendientes de oro que habían sido de su abuela. Yo llevaba un traje oscuro con una corbata que me había regalado Elijah. Cuando bajamos al vestíbulo, el espejo de la entrada nos devolvió la imagen de una pareja joven y atractiva, y Carmen se dio cuenta, porque me pareció que crecía un poco más sobre sus zapatos de raso.
Caserta y Corradini venían con sus esposas. Eran dos parejas entradas en años y en kilos, raramente parecidas entre sí, algo vulgares en su fisonomía y sus atavíos. Nos saludaron con un afecto ruidoso, y las mujeres besaron a Carmen y se empeñaron en que diese una vuelta completa para ver bien su traje de noche. Mi esposa se reía, cohibida por la aplastante naturalidad de las dos italianas. Cuando nos sentamos a la mesa, las señoras formaron un grupo aparte, dejando claro que no pensaban intervenir en nuestra conversación. Enzo y Gaetano no hablaron de nada especial. Les agradecí sus gestiones con el Vaticano que iban a permitirnos asistir a la audiencia papal, y les transmití los saludos de Antolín Prado.
—La verdad —Caserta hablaba español con bastante corrección— es que apenas conocemos a su amigo. Pero nos contó que usted había trabajado por nuestra causa, así que…
Pensé que si en ese momento hubiese pedido detalles sobre la constitución de la Vía Romana, los dos italianos me los hubiesen dado sin dudar. Pero consideré que era mejor no precipitar las cosas. Así que cambié de conversación, disfruté de la cena y pedí con el postre dos botellas de champán Taittinger, observando, divertido, que Caserta y Corradini tensaban el gesto: sin duda tenían previsto pagar la cuenta, pero yo ya me había ocupado de eso, y el maître la cargó a mi habitación ante las débiles protestas de mis supuestos anfitriones.
—Por favor, permítanme invitarles… —les dije, mientras dejaba una buena propina con muy poca discreción—. Es lo menos que puedo hacer…
Los italianos se miraban entre sí, imagino que un poco confundidos.
—¿Les parece que tomemos una copa en el bar de abajo? ¿Sí? Pues, si no les importa, vayan ustedes hacia allí. Tengo que recoger una cosa.
Puedes imaginar cómo recibieron Caserta y Corradini las cajas de puros, pues en esa época era casi un milagro encontrar tabaco cubano. En cuanto a sus esposas, agradecieron mil veces la entrega de los abanicos. Carmen les enseñó a manejarlos a la española, e incluso les dio lecciones sobre su lenguaje secreto. Pedí otra botella de champán —me pareció que Caserta estaba ya un poco piripi— y no consentí que pagase nadie más que yo. Los dos matrimonios estaban felizmente abrumados con tantas muestras de generosidad. Tanto es así, que Corradini se ofreció para organizar al día siguiente un recorrido por Roma.
—Vendré a buscarlos con el chófer a las diez de la mañana. Podemos ir a los jardines de Villa Borghese, que gustarán mucho a la señora Rendón.
—No me gustaría molestar, pero será un lujo tener a un romano como guía.
—Yo considero un honor acompañarle a usted y a su bella esposa en su primera visita a la ciudad. Después, si quieren, podemos almorzar todos juntos.
Y así fue como los amigos italianos de Antolín Prado se convirtieron en nuestra sombra durante la luna de miel. Les veíamos no ya todos los días, sino a todas horas. Carmen, dando muestras de una paciencia franciscana, no hizo un sólo comentario acerca de lo incómodo de llevar una perenne compañía durante nuestro viaje de novios. Al segundo día, Caserta y Corradini dejaron de lado las sutilezas y empezaron a tratarme con una franca camaradería que incluía frecuentes palmadas en la espalda y algún que otro golpe en las costillas. En cuanto a sus esposas, asediaban a Carmen con preguntas indiscretas acerca de nuestra luna de miel, nuestros planes de futuro y la inminencia de los hijos.
Yo seguía pagando todas las comidas, aunque de vez en cuando permitía a los italianos que nos invitasen a un helado o a un capuchino. Siguiendo con mi estrategia de esplendidez absoluta, compraba flores a los vendedores ambulantes, daba limosnas absurdas a los pobres de las iglesias y me empeñaba en alquilar coches de caballos para ir de un sitio a otro.
—No haga eso, amigo Silvio. Los conductores son ladrones. Todos.
—Da igual. ¿No ve lo mucho que les gusta a las señoras?
Desde nuestra llegada, ni una sola vez habíamos hablado de política. Después de cinco días de paseos, comidas pantagruélicas y gastos desmesurados en regalitos y finezas, empezaba a pensar que había perdido mi oportunidad de obtener la información que necesitaba. Pero la ocasión llegó, como llega todo lo que uno sabe esperar. Una noche, Enzo Caserta dijo que podía conseguir entradas para la ópera.
—Un reventa que conozco puede procurarnos un palco a buen precio.
—Pues tendré mucho gusto en invitarles. ¿Cuál es el programa?
—Madame Butterfly. ¿Le gusta Puccini?
—Mucho. Pero, por varias razones, prefiero escuchar ópera en alemán.
Los italianos sonrieron.
—Es cierto. El español, Prado… nos dijo que hablaba usted el idioma con mucha corrección.
—Lo suficiente para haber resultado útil a nuestros amigos alemanes trasladados a España. —Y añadí, con total tranquilidad—: ¿Tuvieron ustedes problemas para encontrar intérpretes?
—No. Por fortuna, varios frailes son de origen austríaco y pueden atender a quienes no hablan italiano.
Mis anfitriones hablaban con tanta naturalidad que debían de suponerme al corriente de muchos detalles que ignoraba por completo. Sólo hacía unos meses que tenía noticia de la red de fugas del Camino Romano, y no disponía de información alguna sobre su funcionamiento. Decidí que había llegado el instante de arriesgarse. Estábamos cenando en un restaurante cerca del Foro. Ya habíamos tomado el café, pero no podía interrumpir la conversación, así que pedí unas copas de Amaretto.
—Salute. Y díganme… ¿cómo organizaron la llegada de refugiados? En España, el escenario es muy favorable para recibir a ciudadanos de Alemania, pero supongo que aquí el asunto será mucho más complicado.
—Bueno, capitán, eso es muy relativo… claro que contamos con opositores… pero estamos en Roma. —Caserta se echó a reír—. Y en Roma, si uno tiene de su parte a alguien como Alois Hudal, no hay puertas cerradas. Ya ve que podemos llegar al mismísimo Papa…
A pesar de mis esfuerzos, la expresión de mi rostro debió de reflejar un completo despiste.
—No ponga esa cara, teniente Rendón… ¿quién cree que le consiguió la audiencia con el Pontífice? Fue el propio obispo Hudal… tiene una gran amistad con Su Santidad Pío XII.
Fue así como lo supe: Alois Hudal, obispo de la ciudad austríaca de Gratz, representante ante Italia de la Conferencia Episcopal Alemana y rector del Colegio Pontificio de Santa María dell’Anima, era uno de los pilares básicos de la llamada «Operación Ratline», destinada a ayudar en su huida a través del Camino Romano a los criminales de guerra nazis. Hudal, un religioso de tendencia antisemita, había colaborado en la creación de una serie de rutas seguras para la circulación por el país de los alemanes que escapaban de la acción de la justicia. Se habían establecido refugios en los pasos fronterizos de los Alpes, y desde allí se hacía llegar a los prófugos, bien a Génova, bien a Milán. De esas ciudades pasaban a Roma, donde, tras una estancia en el colegio de Santa María dell’Anima o en el de San Girolamo, se les proporcionaba documentación falsa para salir con destino a otros países desde Venecia o desde el cercano puerto de Ostia. Los pronazis italianos contaban con la colaboración de destacados miembros de la curia vaticana y de sacerdotes jesuitas, que brindaban alojamiento a los alemanes a su paso por las distintas localidades del camino a Roma.
—Aunque no crea que no recibimos coces por parte de los curas. Hay muchos que complican de verdad las operaciones de ayuda. El bueno de Hudal cuenta con opositores de peso que se encuentran incluso en el entorno del Papa. Últimamente las cosas se han puesto un poco más difíciles. Dicen que el servicio de inteligencia americano empieza a sospechar… pero los muros del Colegio Pontificio son inexpugnables incluso para Eisenhower.
Nos reímos, volvimos a brindar, ellos por mí, yo por el éxito de la misión que me había traído hasta Roma. Aquella noche, mientras Carmen dormía, elaboré un informe sucinto de la conversación mantenida con mis contactos romanos —teniendo buen cuidado de anotar nombres e incluso alguna dirección— y, tal como me había enseñado Zachary West, oculté el papel en el pomo de jabón de afeitar que llevaba en mi maleta.
Reconozco, que en aquel viaje, Roma no fue para mí la ciudad luminosa y alegre que había descubierto años atrás junto a los West y los Sezsmann. La lluvia del otoño, los días cortos y grises y el descubrimiento de que la ciudad había sido convertida en un santuario para los nazis, hicieron de la Roma eterna un lugar distinto al que visité durante mi adolescencia. Una tarde, paseando junto a los Corradini, Enzo me hizo notar que estábamos junto al Colegio de Santa María dell’Anima. Recuerdo aquel edificio amable y recoleto de la Vía Sicilia, y también el escalofrío que me recorrió la espalda cuando pensé que detrás de los muros del convento podría estar escondido alguno de los asesinos de Ithzak Sezsmann.
La audiencia con el Papa tuvo lugar la tarde anterior a nuestra marcha. Vestida enteramente de negro, oculto el cabello por una mantilla de blonda, Carmen caminaba a mi lado temblando de emoción ante la perspectiva de recibir las bendiciones del vicario de Cristo. Yo, que me había puesto mi uniforme de gala, me notaba extrañamente indiferente al momento excepcional, incluso al soberbio protocolo vaticano. En la sala de la recepción había sólo otras seis personas, privilegiadas como nosotros por sus buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica. Recuerdo que el Papa entró envuelto en un aroma a lavanda que tuve metido en la cabeza durante muchos días. Nos saludó uno por uno, nos bendijo. Carmen se echó a llorar cuando sintió en su cabeza las manos del Pontífice. Y yo contemplaba a aquel hombre delgado, enjuto, de sonrisa difícil y mirada esquiva tras los lentes redondos, y era incapaz de sentir nada. En ese momento me di cuenta de que había dejado de creer en la Iglesia, y que a partir de entonces preferiría entendérmelas directamente con Dios.
La audiencia duró unos veinte minutos. El Papa nos regaló a cada uno un rosario bendito que Carmen se apresuró a colocarse alrededor del cuello. Todavía estaba limpiándose las lágrimas, cuando otro religioso de aspecto pacífico se nos acercó como si hubiese surgido de la nada y se dirigió a mí hablándome en alemán.
—¿Son ustedes los españoles? ¿El teniente Rendón y su esposa?
Le dije que sí, y me tendió un anillo para que se lo besara.
—Soy Alois Hudal. Me alegro de conocerle.
—Y yo de poder agradecerle el honor que nos ha hecho. Ha sido un momento inolvidable, excelencia.
Hudal me miraba con una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. Tenía las pupilas de un raro color gris.
—Me han hablado muy bien de su persona, teniente. Quizá, si tiene tiempo, usted y yo podríamos compartir un almuerzo ligero.
A mi lado, Carmen escuchaba sin entender nuestra conversación, que se desarrollaba en alemán. Estaba claro que Hudal no contaba con ella para comer.
—Tendría que acompañar a mi esposa a nuestro hotel.
—No se preocupe por eso. Quizá frau Rendón encuentre de interés visitar una parte de los museos vaticanos. Le asignaremos a un guía que hable su idioma y después un chófer la llevará a donde guste. ¿Le parece?
Me volví a Carmen y, con cierto embarazo, le expliqué la oferta de Hudal. Ni siquiera pareció sorprenderse; dijo que estaría encantada de ver el museo y que luego almorzaría por su cuenta en el restaurante hotel.
—No te preocupes por mí. Además —sonrió— será divertido comer sola. Acabo de darme cuenta de que no lo he hecho nunca.
La besé en la frente antes de marcharse, y ella se giró para saludarme otra vez. Hudal, que había adoptado una expresión de esfinge mientras yo hablaba con Carmen —a quien apenas había mirado mientras estuvo con nosotros—, me pidió que le siguiera hasta una pequeña habitación escasamente amueblada, de un elocuente rigor conventual.
—Ahora nos servirán. ¿Quiere beber vino?
—Si va a tomarlo usted…
—No, sólo bebo agua. Cuénteme, ¿le ha gustado Roma?
—Mucho. En realidad, ya había estado aquí. Quería traer a mi esposa, acabamos de casarnos y le hacía ilusión.
—Habla usted muy bien el alemán.
—Lo suficiente para entenderme… y para haber resultado de utilidad en su momento.
Hudal no me miraba. Tenía los ojos fijos en la mesa, mientras tamborileaba en ella con sus dedos que eran largos, finos y tan blancos como si los hubiesen pasado por cal viva.
—Ha trabajado usted para la red española.
—Como intérprete y traductor. Aunque últimamente mi concurso ya no es tan necesario.
—Por culpa nuestra. —El obispo sonrió al fin—. El Camino de Roma se ha convertido en el mejor trayecto para los refugiados alemanes.
Una monja de toca impecable entró a disponer la mesa. Hudal no la miró. Me pareció una situación algo incómoda, pues actuaba como si ella no existiera.
—Me han hablado de su labor aquí —le dije—. Confieso que estoy impresionado.
—Con la ayuda de Dios…
—Y, si me lo permite, con la eficacia de su trabajo… no sea modesto, excelencia. Por cierto… espero que no se ofenda… ¿cuentan con bastante ayuda económica?
El rostro de Hudal se contrajo levemente.
—No nos falta de nada, si eso es lo que quiere decir.
—No, yo… bueno, me gustaría hacer una pequeña contribución a su causa.
Me llevé la mano a la guerrera y extraje un sobre que entregué al obispo. Revisó el contenido sin ningún disimulo, me dirigió una mirada de aprobación y en ese momento se relajó. Sus manos adoptaron otra postura, dibujó una sonrisa por fin clara e incluso cambió de posición en la silla.
—Cualquier donación es bienvenida. Por supuesto que no podemos quejarnos de nuestros benefactores. Cáritas colabora con nosotros, y también la Cruz Roja internacional.
Hice lo que pude para disimular mi sorpresa. La Cruz Roja, radicada en la muy neutral Suiza, adalid del respeto a la vida humana, trabajaba con los herederos de Hitler. Hudal, que ya había abandonado toda reticencia con respecto a mí, me contó que la organización fundada por Henri Dunant les había facilitado, sobre todo, pasajes gratuitos para distintos países hispanoamericanos.
—Algunos alemanes han decidido radicarse allí. Brasil, Argentina, Paraguay y Chile son buenos lugares para empezar otra vida.
Hudal empezó a contarme con pelos y señales la huida de algunos de los prohombres del régimen nazi y su paso por el Camino Romano. Sabía que no podría memorizar todos aquellos nombres, así que decidí elegir sólo algunos de ellos para seguir su trayectoria e informar después a la Organización. Puse en alerta mis cinco sentidos cuando Hudal citó a un personaje del que había escuchado hablar: Adolf Eichmann, uno de los principales impulsores del exterminio de los judíos, y al que se había facilitado una nueva identidad. Eichmann se movía por el mundo con pasaporte croata bajo el nombre de Ricardo Klement, y Caritas acababa de pagarle el viaje a Argentina. Se habló también de Walter Rauff, de Franz Stagl… a veces me pregunto qué hubiera pasado si aquel día, en el Vaticano, se me hubiese permitido tomar notas escrupulosas de toda la conversación que mantuve con Hudal.
Nos sirvieron un almuerzo muy frugal: macarrones con tomate y un plato de carne de vaca guisada con zanahorias. De postre, una naranja. Hudal comió muy poco.
—No suelo almorzar, ¿sabe? Hoy he hecho una excepción en honor a su visita.
Lo decía con orgullo, satisfecho de su ejercicio de dominio de una pasión tan baja como el apetito. Han pasado casi sesenta años, pero recuerdo con repugnancia a aquel hombre melifluo y cortés que revolvía los macarrones como si le diesen asco y masticaba una docena de veces cada trocito de carne, como alardeando de la austeridad que dominaba su vida. Me despedí de él en torno a las cuatro y media de la tarde, cuando ya la conversación había dado un giro hacia temas que no tenían que ver con el Camino Romano, y entendí que nada más iba a sacar de aquel almuerzo miserable. Hudal pidió un coche para mí y me acompañó a la salida. Volví a besar su anillo antes de despedirnos.
—Gracias por todo, excelencia. Ha sido usted muy amable conmigo.
—Un placer conocerle. Que Dios le bendiga, teniente.
Dejamos Roma al día siguiente, por la mañana. Los Caserta y los Corradini nos acompañaron al aeropuerto, y allí les hice entrega de nuestros regalos de despedida: mantones de Manila para las señoras y más tabaco para Gaetano y Enzo. La imagen de las dos parejas diciéndonos adiós, emocionadas, frente a la sala de embarque, es la última imagen que guardo de mi falsa luna de miel.
Ya en España, no tardé ni veinticuatro horas en reunirme con Zachary West para pasarle toda la información que había conseguido obtener. La magnitud de la operación italiana era muy superior a lo que se había previsto, como también el grado de implicación de la Iglesia y de algunas organizaciones humanitarias. Zachary se llevó los informes que traía escondidos en mi maletín de aseo, y se entusiasmó al conocer las noticias sobre Eichmann.
—Llevamos meses buscándole. El conocer su nueva identidad nos allanará el camino. —Me dio un abrazo—. Silvio, no sabes el valor que tiene la información que has traído.
—Sí que lo sé. Vale dos mil pesetas. —Zachary me miró sin entender—. Lo siento, pero fue la limosna que tuve que dar a Hudal para soltarle la lengua.
Seguro que te preguntarás si los datos que proporcioné a la Organización sirvieron para algo, y la respuesta es sí, aunque todos esperábamos mucho más. Los servicios secretos americanos se implicaron en la operación, hubo detenciones y se frustraron algunas salidas de Italia. Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka, fue detenido en Brasil varios años después. Y, en 1962, la inteligencia israelí capturó en Buenos Aires a Adolf Eichmann, que fue trasladado a Jerusalén, juzgado y ejecutado. Y ¿sabes? Yo, que no creo en la pena de muerte, brindé con champán el día que le ahorcaron. Sé que es terrible, pero para entonces ya sabía lo suficiente como para asumir que algunas reglas, incluso las que tocan a la moral y a la ética, pueden transgredirse en contadísimas ocasiones. A mi juicio, Eichmann merecía la muerte. Otro castigo, Cecilia, no habría sido suficiente para él.
En cuanto a las fugas de los nazis por el Camino Romano, se interrumpieron definitivamente a finales del año 1949. Al parecer, la vía que protegían Hudal y los suyos había dejado de ser segura.