12

Cuando sonó el teléfono supe que era Elena. Pasaba de las doce de la noche y nadie me llama tan tarde excepto ella, que vive a seis horas de distancia y acababa de llegar a casa después de trabajar.

—Hola…

Ni siquiera me devolvió el saludo. Cuando está indignada, Elena se olvida incluso de sus exquisitos modales oxonianos.

—Adivina lo que acaba de ocurrir. La mujer de Sergio le ha plantado.

Conocí a Sergio, el hermano de Elena, en los tiempos de Oxford. Estudiaba en Londres y de vez en cuando venía a pasar con nosotras un fin de semana, o éramos Elena y yo quienes le visitábamos en la ciudad y él aceptaba romper por unas horas su bárbara disciplina de estudio para acompañarnos al teatro o a comer kebabs y pescado con patatas en un banco de Hyde Park.

Elena adora a su hermano. Siempre han tenido una relación extraña, marcada por el cariño ilimitado y el constante choque de dos caracteres que en nada se parecen, y aderezada por la ancestral rivalidad fraterna. Pasaron la mitad de su juventud peleándose a muerte, y reconciliándose la otra mitad. Sólo al llegar a la edad adulta decidieron de común acuerdo dejar de lado sus constantes ordalías para aprender a ser amigos.

Sergio trabaja en Roma para la FAO. Se casó en Italia hace cinco años. Aquella boda fue una sorpresa: ni siquiera Elena sabía que tuviese intención de casarse, y por eso cuando su hermano llamó diciendo que había celebrado una boda civil sin invitados en el ayuntamiento de Ostia, se agarró un enfado monumental y declaró odio eterno a Giovanna, la esposa, afirmando que aquella italiana manipuladora había sido la armadanzas de todo. Elena aseguraba que Sergio nunca hubiese hecho una cosa así, «casarse en secreto, en un ayuntamiento de pueblo, como si fuese un adolescente o una puñetera estrella de Hollywood». Yo no dije nada, pero pensé que en el fondo Elena no tenía ni idea de lo que hubiese o no hubiese hecho su hermano. ¿Qué sabemos, en realidad, de las personas que amamos? ¿Conocemos a aquellos que nos quieren hasta el punto de ser capaces de anticipar sus reacciones? Yo no lo creo. En cualquier caso, hace cinco años, Sergio se casó inesperadamente en la casa consistorial de un pueblecito del Lazio, y todo el mundo fingió sorprenderse porque eso era lo que había que hacer, y culparon a la recién llegada a la familia de tamaño despropósito, porque siempre es más cómodo convertir a un extraño en el chivo expiatorio. Ahora, según me estaba contando Elena, la mujer de Sergio había vuelto a dar la campanada abandonando a su marido.

—Se ha largado y le ha dejado a los críos. A la niña y a los dos de ella, la muy fresca.

—Bueno, será algo temporal…

—No, qué va. Mi excuñada le ha explicado a Sergio que Guido y Lucca estarán mejor con él. Que va emprender un nuevo camino, y que los chicos serían un obstáculo. Dice que se casó muy joven la primera vez, que tuvo hijos demasiado pronto y que ahora se da cuenta de que le hace falta espacio.

Me quedé pensando un momento en esa expresión, «me hace falta espacio». Es relativamente nueva. Hasta bien entrados los noventa, para argumentar una ruptura hablábamos de libertad a secas. Ahora reclamamos espacio, y yo me pregunto ¿cuánto espacio hace falta exactamente y para qué? ¿Qué cantidad de espacio necesita la mujer de Sergio, que se ha marchado de casa dejando tras de sí a una cría pequeña (Giovaninna no debe de tener más de tres años) y a dos adolescentes fruto de su anterior matrimonio que vivían con ella y con Sergio? Supongo que lo bueno de irse sola es que, a partir de ahora, se conformará con un espacio mucho más pequeño, y que será Sergio el que tenga que compartir su espacio con una niña sin madre y dos muchachos que ni siquiera son hijos suyos.

No puedo creer que en el camino hacia su nueva vida, Giovanna —a quien no he visto nunca, pero imagino alta, morena y hermosa como Carla Bruni o Mónica Bellucci— haya dejado atrás a sus dos chicos, eludiendo toda responsabilidad sobre ellos con el absurdo argumento de que estarán mejor con otra persona y cargándose de razón al explicar que en su nuevo periplo los muchachos sólo serían una carga. Me pregunto si todas las mujeres son plenamente conscientes del significado último de la maternidad. Tengo amigas que reconocen sin disimulo que sus hijos se han convertido en un verdadero estorbo para sus carreras profesionales e incluso para su vida social. «Dile a un tío al que acabas de conocer que tienes dos niños de otra pareja y ya verás lo que tarda en salir por pies.» Ya. Pero ¿eso no lo sabían cuando decidieron ser madres? ¿O es que, una vez hecho realidad el deseo que apuntala para siempre la condición femenina, los hijos dejan de ser un objetivo vital para convertirse en un puro y simple estorbo?

Recuerdo a alguien para quien trabajé una vez, una mujer de cuarenta y pocos años que se había convertido voluntariamente en madre soltera. Estaba harta de su empresa, de su expareja, de su existencia en general, y una tarde, tras desgranar ante mí la interminable lista de miserias que conformaban su día a día —mucho trabajo, poco sueldo, noches solitarias, una niña a la que criar, etc., etc.— me dijo, sin bajar la voz: «Yo, si no fuese por ésta, me iría a Australia». «Ésta», que dibujaba a nuestro lado un paisaje de casitas y montañas ocultando la puesta de sol, se volvió y nos miró con un aire interrogante de infinita tristeza. Tenía siete años y su madre la había tenido porque sí, porque no le daba la gana de perderse la experiencia de la maternidad, porque pensó que se avecinaba el climaterio y quería sentirse realizada y completa. Después de nacer la niña, no tardó ni tres meses en darse cuenta de que los críos no son sólo una etapa a cubrir, sino que vienen con todo el lote de problemas, enfermedades e incordios que uno pueda imaginarse. «Me iría a Australia derechita», decía. Supongo que a buscar algo de espacio, como la mujer de Sergio.

—Giovanna no me gustó nunca, ya lo sabes. —Elena seguía a lo suyo—. No me gustó ni un pelo. Pero esto es demasiado incluso para ella. Darse el bote así y cargar a Sergio con la renacuaja y con dos chavales que no son sus hijos…

—¿Y el padre de los niños?

—Ésa es otra. No le ven desde hace años. Creo que se ha casado con una rubia de tetas grandes, o puede que sea morena, y ha tenido tres hijos con ella. A los de Gio ni siquiera les pasa una pensión, así que no creo que esté dispuesto a llevárselos a su casa con la tetona y los mocosos. De modo que mi hermano se ha quedado con Giovaninna y los dos cafres, que por cierto van camino de convertirse en delincuentes juveniles. Yo a Sergio se lo he dicho muy claro: si Giovanna quiere irse, me parece perfecto. Pero que se lleve todas sus cosas, empezando por sus hijos. ¿Qué pasa si un día les ocurre algo grave? Porque, con el historial de esas dos prendas, cualquier cosa es posible, que los detenga la policía o que asalten un furgón blindado cuando se les acabe la paga. No sabes cómo son. A su lado, el hijo de Peter es un verdadero angelito, y aún así, si Peter se largase dejándomelo en casa, no tardaba ni una hora en ponérselo en el felpudo de su nueva residencia, no te jode la del espacio. A mí me iba a decir esa gilipollez. Pues si te has casado joven y te has puesto a parir hijos antes de los veinticinco, ahora te comes el marrón.

No sabía muy bien qué decir, porque además no podía evitar que la situación me pareciese ligeramente cómica, como sacada de una función de revista.

—Siento que lo estés pasando mal. Si necesitas algo…

—Necesito un cerebro nuevo para el imbécil de mi hermano y unas vacaciones para mí. Las últimas dos semanas han sido demenciales. Peter está de un humor de perros. Mi jefe la tiene tomada conmigo y me está dando más trabajo del que puedo sacar adelante. Y ahora que mi padre está mejor, él y mi madre vuelven a tener broncas a diario. De hecho, ella sólo deja de hacerle la vida imposible cuando le apetece pelear conmigo. A veces tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no estrangularla.

Calculé unos segundos de silencio para dar más consistencia a mi siguiente frase:

—Bueno, ojalá yo pudiese pelearme con mi madre aunque sólo fuese durante cinco minutos.

A través del hilo pude escuchar cómo Elena se daba una palmada en la frente.

—Perdona, Ceci, soy una burra. Pero es que no sabes cómo estoy, y encima me llama Sergio para contarme sus desdichas. —Su tono había cambiado—. Mi hermano puede ser muy listo y muy trabajador, pero se ahoga en un vaso de agua. Yo le he dicho que tiene que reaccionar, empezando por obligar a Giovanna a encargarse al menos de sus dos hijos. Si ella no se los lleva, que avise a Asuntos Sociales y que los metan en un orfanato, en un correccional o en una cárcel para delincuentes precoces. Pero Sergio dice que esos arrapiezos le dan pena.

—Hombre…

—Ni hombre ni mujer. A mí me da pena él. Me gustaría ir a Roma para verle, pero de momento no me puedo mover del trabajo. Ojalá mi jefe me tocase el culo. A él le echarían y a mí me darían una baja psicológica.

Esta vez me reí sin disimulo.

—Oye —la voz de Elena me permitió adivinar que mi amiga había tenido algún ataque de inspiración—: ¿por qué no vas tú a visitar a Sergio?

—¿Yo?

—Me dijiste que estabas tomándote un descanso en lo de los dibujos, ¿no? Bueno, pues te invito a pasar cuatro días en Roma. Tengo un montón de puntos de vuelo acumulados para comprar el billete, y Peter es muy amigo de un tío que tiene hoteles por toda Italia, así que te reservaremos una habitación en algún sitio bonito. No digo que te quedes en casa de Sergio porque entonces no serían unas vacaciones, sino una pesadilla, pero puede hacerte de guía por la ciudad y así se distrae.

—Eres muy amable… pero no creo que a Sergio le haga ninguna falta mi presencia en Roma. Lleva años viviendo allí, y supongo que habrá hecho amigos.

—¿Amigos? Bueno, si quieres llamar así a toda esa colección de estirados que le ha presentado Giovanna, allá tú. Pero hazme caso si te digo que mi hermano no se ha relacionado con nadie normal desde que se casó con la zorra del espacio.

El nombre me pareció perfecto para titular un cómic porno de estética futurista, pero no era el momento de pensar en dibujos para un «manga».

—Elena, no estoy segura de que sea una buena idea.

—Ya, pero es que tú no conoces a mi hermano. Le vendrá muy bien charlar con alguien que tenga más de dos dedos de frente, aunque sólo sea para variar. En cuanto a ti, creo que unas vacaciones te sentarían fenomenal. Y no te estoy pidiendo que te pases el día pegada a Sergio. Bastará con que quedes con él un par de veces, un almuerzo, un café… El resto del tiempo puedes hacer lo que te apetezca. Hay una exposición de dibujos de Leonardo en la galería Borghese…

—No sé, Elena…

—Nada, que no le des más vueltas porque es una idea estupenda. Voy a buscarte los billetes de avión.

—Es que…

Pero mi amiga ya había cortado. Colgué el teléfono algo aturdida. Así que Elena estaba dispuesta a enviarme a Roma para cuidar de su pobre hermano abandonado… después de todo ¿por qué no? Regresar a una ciudad en la que se ha sido feliz es como volver a ver a un viejo amigo. En mi caso, iba a hacer ambas cosas. Había estado en Roma tres veces: una con un grupo de compañeros en la época de la universidad —alojamiento cutre lejos del centro, menú de bocadillo en mitad de la calle, ropa zarrapastrosa y cómoda—; otra cuando me dieron un premio por las ilustraciones de un libro —hotel de cinco estrellas, comidas y cenas por todo lo alto pagadas por los editores italianos, trajes de chaqueta y tacones—; y otra con Miguel, en una preciosa pensione cerca de la plaza de España, paseando por el Trastévere y bebiendo capuchinos en las terrazas de la Piazza Navona, comprando libros en una tienda pequeñita de Campo de Fiore y tirando las monedas de rigor en la Fontana de Trevi junto a una legión de turistas. Eso había sido hace dos años, meses después de que se declarara la enfermedad de mi madre, cuando aún había algo en qué creer. No ha pasado tanto tiempo, pero tengo la sensación de que mi última visita a Roma tuvo lugar hace ya más de un siglo: lo suficiente para que mi mundo de entonces se desmoronara y yo tuviese que aprender a reconstruirlo.

Cuando mi ruptura con Miguel estaba reciente, me autolesionaba pensando en todas las ciudades que habíamos visitado juntos y a las que, pensaba entonces, yo ya no podría volver. Quedaban, pues, descartados para futuros viajes lugares como Roma, Florencia, Venecia, Londres, Lisboa, la costa Dálmata, París, Budapest, la cordillera del Atlas y el valle del Loira. Afortunadamente, el ataque de cursilería nostálgica me duró más bien poco, y una noche, después de volver de casa de Silvio, me dije que Miguel me había arrebatado tres años de mi vida fértil, algunas aventuras amorosas que hubiesen podido ser interesantes y una buena parte de mi autoconfianza, así que no iba a permitir que me privase también del regreso a ciudades que eran tan suyas como mías. A pesar de ello, desde que terminamos —habían pasado ya cinco meses— no había vuelto a emprender ningún viaje, exceptuando la visita a Frankfurt por motivos de trabajo y la estancia navideña en Galicia, que no se parecían en absoluto a lo que yo llamaría unas vacaciones. Elena me estaba sirviendo en bandeja tres o cuatro días en Roma. No es algo a lo que uno pueda decir que no.

En cuanto a volver a ver a Sergio, ese asunto era harina de otro costal. «Tú no conoces a mi hermano», había dicho Elena. Pues resulta que sí le conocía. De hecho, a veces pensaba que mucho mejor que ella. Él y yo habíamos tenido una aventura. Nadie lo supo, ni siquiera la propia Elena. Sucedió hace ocho años. Ella acababa de trasladarse a Nueva York, y Sergio había venido a Madrid a pasar tres meses haciendo un curso de no sé qué antes de incorporarse a su nuevo destino en la FAO. Elena, tan amiga de meterse en la vida de todo el mundo, insistió en que teníamos que vernos. Creo que a Sergio no le apetecía demasiado, y puedo asegurar que a mí tampoco. En aquella época estaba bastante mal de dinero y había reducido mi vida social al mínimo indispensable. Vivía en un pequeño apartamento de alquiler, me pasaba el día dibujando —aceptaba cualquier trabajo que pudiese proporcionarme algún ingreso— y sólo salía de casa para comprar coca cola light y tabaco en el Seven eleven de la esquina. Mis amigos de siempre habían aprendido a respetar mis fases de ermitaña —aunque creo que nunca sospecharon que tuviesen nada que ver con una mala racha económica— y cuando me negaba a participar de sus planes dejaban de llamarme hasta que era yo quien, tras cobrar un encargo y disponer ya de algo de dinero, volvía a dar señales de vida.

El día que Sergio telefoneó, me quedaban sólo seis mil pesetas en el banco. Me propuso ir a cenar y le dije que no: seguramente pensaba en invitarme, pero la sola idea de no poder hacer frente a mi parte de la cuenta si decidía que pagásemos a medias me hubiese hecho morir de vergüenza.

—Podemos tomar un café a eso de las once.

Me pareció que se lo pensaba.

—Muy bien. Un café, entonces. ¿En el Central?

Dije que sí justo antes de caer en la cuenta que los viernes por la noche actuaba un grupo de jazz y había un recargo de trescientas pesetas en cada bebida. Lo malo de tener poco dinero es que siempre hay que estar haciendo cuentas miserables de ese tipo. Pero ya no había vuelta atrás, y maldiciendo mi suerte y mis escasos reflejos —que de haber actuado a tiempo me hubiesen permitido proponer un lugar alternativo donde la consumición mínima no supusiese una notable parte de mi presupuesto para los próximos días— colgué el teléfono y me enfrasqué en lo que estaba haciendo, unos dibujos horribles para ilustrar el catálogo de ofertas de un supermercado.

Dejé de trabajar a las diez menos cuarto. Cené un par de yogures y un sándwich. Luego me arreglé para salir. Recuerdo que no sabía qué ponerme. No me gustaba nada de lo que había en mi armario, pues hacía meses que no podía comprarme ropa nueva, ni siquiera en las rebajas. Ganaba lo justo para pagar los gastos del apartamento, así que malamente podía emplear lo que no tenía en ir a la moda. Me puse unos pantalones vaqueros, unas bailarinas que me pareció que daban el pego y una chaqueta negra. Aquella noche hacía frío, pero no quería que Sergio me viese con el único abrigo que tenía, una reliquia de hacía tres temporadas, visiblemente pasada de moda, a la que habían salido brillos por todas partes.

Antes de tomar el autobús, metí mil pesetas en la cartera. Era todo lo que tenía para gastar esa noche, y me prometí a mí misma que me marcharía a casa en cuanto el billete verde se me terminase. Había sido una pena no elegir para nuestra cita una cervecería de Moncloa, donde en 1999, mil pesetas daban para pagar varias rondas, pero el mal ya estaba hecho.

Cuando llegué al Central, la banda de jazz aún no había empezado a tocar. Sergio parecía llevar allí un buen rato, pues había un par de tazas vacías delante de él. Entré muerta de frío, temblando en mi chaqueta negra insuficiente para el invierno de Madrid, y él se puso de pie cuando vio que me acercaba.

—Cecilia… cuánto tiempo…

—Hola. ¿Llego tarde?

—No, no, me he adelantado yo. ¿Qué quieres tomar?

Pedí un té con leche para quitarme la tiritona. Sergio se tomó otro. Llevábamos dos años sin vernos, desde su estancia en Oxford. Nos pusimos al día, aunque yo no tenía tantas cosas que contar como él, que había ampliado sus estudios con varios cursos especializados y acababa de aceptar un puesto en la sede de la FAO. Parecía satisfecho y feliz. El clásico ejemplo de un ganador amable y agradecido con su suerte, que cuenta las cosas como son, sin darse un lustre excesivo ni adornarse con una falsa modestia. Pensé que hacía dos años Sergio no era así. Le recordaba como un muchacho inseguro, parapetado detrás de aquellas gafas de concha, siempre asustado ante la perspectiva de los exámenes eliminatorios de la London School of Economics, siempre preocupado, como si sobre su cabeza pendiese eternamente la espada de Damocles de un fracaso que sólo él era capaz de presentir. Los demás —Elena, sus amigos, yo misma— veíamos en Sergio a un futuro triunfador, a un profesional exitoso que iba a alcanzar la cumbre fuese cual fuese la meta propuesta. Mientras, él seguía temblando la víspera de los exámenes, y teniendo pesadillas sin sentido que hablaban de expulsiones, becas retiradas y masters que no le permitían terminar.

Todo aquello había quedado atrás. Frente a mí estaba el Sergio que todos habíamos adivinado, el Sergio que esperábamos y del que sólo él mismo había dudado en otro tiempo. Ahora, encauzada ya su vida, se había transformado en una persona igual pero mejor, libre ya del aura de inseguridad que le rodeaba y que acababa por resultar levemente incómoda. Llevaba un jersey de suave cachemira encima de una camisa de rayas y el pelo perfectamente cortado. En el respaldo de su silla se espachurraba un bonito chaquetón de cuero. Tenía unas manos fuertes, de uñas cortas y pulidas. A su lado, me sentí desaliñada y vulgar, e instintivamente coloqué los pies muy juntos debajo de la mesa para que mis bailarinas desgastadas no contrastasen demasiado con los zapatos de Sergio, que eran nuevos y brillaban como espejos.

A pesar de encontrarme en una situación de clara inferioridad, me gustaba estar allí, con él, escuchándole hablar de sus planes para el futuro inmediato. Me contó que se trasladaría a Roma en cuanto terminase el curso que estaba haciendo. Había alquilado un pequeño apartamento en el Trastévere —no sé por qué me gustó tanto aquella frase, «un pequeño apartamento en el Trastévere»— y se había propuesto explorar la ciudad hasta sus últimas piedras. El tiempo pasó muy deprisa. Pedimos otra ronda —con la que se agotaba mi presupuesto— y, bordeando las doce y media de la noche, como una cenicienta sui géneris, expliqué que tenía que marcharme.

—¿Tan pronto? —Sergio parecía decepcionado—. Pensé que podíamos tomar una copa en alguna parte.

Yo deseaba lo mismo. De hecho, de camino al lugar de la cita, había pensado en todos los sitios que me gustaría visitar con Sergio, todos los lugares de moda que conocía sólo por referencias o bien había visitado en otras épocas de bonanza económica, cuando no tenía que hacer números para tomar un café fuera de casa.

—Lo siento. Es que tengo que terminar unos dibujos y aún me queda mucho que hacer.

—Pues… bueno, no pasa nada. ¿Comemos mañana?

Mi sentido común se desplazó, dolorosamente, hacia la cuenta de ahorros donde ya sólo quedaban cinco mil pesetas, y balbuceé una excusa que no recuerdo para justificar mi negativa. Sergio, incapaz de adivinar las oscuras razones que hubiesen explicado una resistencia tan poco cortés, no volvió a insistir. Pidió la cuenta y se hizo cargo de ella a pesar de mis protestas. Al salir, para que no se preocupase al verme marchar caminado, paré un taxi al que hice detener un par de manzanas más allá, para acabar el trayecto hasta mi casa en un autobús nocturno. Al entrar en mi diminuto apartamento, con las ventanas que cerraban mal y perpetuamente agitado por una extraña selección de ruidos, me sentí la protagonista de alguna historia de pobreza y escasez concebida por Charles Dickens, y supongo que hasta invoqué al espíritu de las Navidades pasadas, presentes o futuras, pues sólo una intervención sobrenatural podía servirme de ayuda.

Sin embargo, aquella vez, los dioses se apiadaron de mí. A la mañana siguiente se me ocurrió comprobar mis cuentas en el banco, más que nada para cerciorarme de que no había llegado ningún recibo capaz de desbaratar por completo mi ya maltrecha economía. Para mi sorpresa, el saldo a mi favor era de doscientas setenta y siete mil pesetas. Entré en la sucursal, preparada para enterarme de que había habido algún un error. Pero era yo quien se equivocaba. Acababa de recibir el pago de unas ilustraciones entregadas once meses atrás y cuyo cobro, después de mucha insistencia ante el cliente, había dado definitivamente por perdido. Me había olvidado de aquel dinero y de pronto, como un milagro, la pasta estaba ahí como para darme una oportunidad.

Sin pensarlo dos veces, retiré treinta mil pesetas de la cuenta y llamé a Sergio a su hotel desde una cabina. Habían retrasado la entrega de los dibujos, le dije. Si todavía quería comer conmigo, tenía tiempo para encontrarme con él. Dije que pasaría a buscarle por su hotel a las dos en punto. Mientras, con el dinero caliente en el bolsillo, fui a una tienda Zara y me compré un abrigo de la nueva colección que me costó catorce mil pesetas, y un jersey negro de cuello de cisne por el que pagué otras cuatro mil. Consciente del dispendio, entré en una peluquería del barrio y pedí que me cortaran las puntas de la melena, que llevaba meses creciendo a su aire. Cuando salí de mi casa en dirección al hotel de Sergio, enfundada en mi jersey, protegida por mi abrigo nuevo del frío de Madrid, me sentía una mujer muy distinta a la pobre chica que había dejado plantado a Sergio la noche anterior. Él se dio cuenta nada más llegar. Supongo que por eso me besó en la boca ante la atención indiscreta del personal de recepción. Aquel beso, largo y aplazado, fue sólo el principio de una temporada feliz.

Sergio y yo no volvimos a separarnos en las siete semanas que duró su estancia en Madrid. Dormí en su hotel casi todas las noches, hasta que las miradas de reprobación de los conserjes se volvieron comprensivas, y luego cómplices y hasta cariñosas. No conté a nadie lo que estaba pasando entre nosotros dos. Sabía que era imposible iniciar con él una relación más o menos estable (los noviazgos a distancia no son mi fuerte), así que acepté con gusto la ambigua condición de amante.

Tal como estaba previsto, Sergio dejó Madrid a mediados de diciembre para tomar posesión de su puesto en Roma. La víspera de su marcha él y yo cenamos en un restaurante indio que nos gustaba a ambos, y ninguno de los dos habló de la inminencia de la despedida ni tuvo el mal gusto de preguntar al otro ¿qué va a pasar ahora? Demasiado bien sabíamos los dos lo que iba a pasar. Nos despedimos a la mañana siguiente, en la misma puerta de su hotel, cuando estaba a punto de tomar el taxi que le llevaría al aeropuerto y a la siguiente etapa de su vida. Hacia una etapa definitiva en la que yo no tenía sitio, ni pretendía tenerlo.

Nunca le conté a nadie lo que había pasado entre Sergio y yo, mucho menos a Elena. Creo que de haber tenido noticias de nuestra aventura, mi amiga se hubiese sentido herida, y seguramente también algo desplazada. Su hermano y yo éramos entonces las personas a las que más quería en el mundo, y ambos habíamos establecido entre nosotros una nueva intimidad a la que Elena nunca podría tener acceso. Así que guardamos silencio. En realidad, sólo hubo una persona que estuvo un poco al tanto de lo ocurrido. Fue mi madre.

Dos días después de la marcha de Sergio, mi padre tuvo que venir a Madrid por algo relacionado con su trabajo, y mi madre le acompañó. Llevaba casi tres meses sin verles, y en cuanto aparecí por el vestíbulo de su hotel, pude notar que mi madre se había dado cuenta de que algo me había ocurrido durante todo aquel tiempo: yo misma era consciente de caminar como flotando en una nube —los restos fehacientes de un enamoramiento fugaz— y de llevar en la cara las huellas de los amores imposibles: la mirada distraída, el gesto esquivo, la sonrisa triste y ausente porque va dirigida a alguien que no está. Por lo demás, me sentía irritable e incómoda en todas partes, y llevaba conmigo unos irrefrenables deseos de salir corriendo, como un niño que debe guardar un secreto y no soporta la presencia de quienes supuestamente pretenden hacerle hablar.

Recuerdo que mi madre me miró de una forma muy particular, y aunque en su gesto había también un compromiso de silencio —ella no hubiera preguntado nunca delante de mi padre «¿qué demonios te pasa?», como sí hubiera hecho él de haber reparado en mi metamorfosis— supe que estaba necesitando saber algo más sobre lo que me había sucedido en las últimas semanas.

Recuerdo que me entró una especie de pavor absurdo ante la perspectiva de quedarme a solas con ella. Le presencia de mi padre se me antojó entonces como un parapeto que podía protegerme, pero llegó el momento en que él tuvo que marcharse a sus reuniones y nos dejó a mi madre y a mí sentadas ante la mesa de una cafetería inhóspita —la primera que encontramos al principio de la Gran Vía— donde olía a fritanga y había sospechosas manchas de cualquier cosa sobre las mesas de formica azul. Ella me miró en silencio, y yo, después de rehuir unos segundos aquella expresión que tan bien conocía, me eché a llorar.

Mi madre no dijo nada. Despachó al camarero pidiendo dos cafés —que en realidad no nos apetecían a ninguna de las dos— y luego me dejó llorar hasta que, entre hipidos, le conté por encima —y sin ahondar en detalles ni dar nombres concretos— las razones últimas de mi estado de ánimo: alguien había llegado, había estado, se había ido para no volver nunca más. Ella escuchó en silencio y luego me acarició la cara.

—Son cosas que pasan —dijo al fin—. Cosas que pasan, y ya está. No lo pienses más, Cecilia. Dentro de un año ni siquiera te acordarás, así que es mejor que empieces a olvidarlo ahora mismo.

El camarero trajo los cafés —ácidos y aguados, como hechos con la borra de otros— y nos fuimos sin tomarlos. Pasamos la tarde sin hacer referencia a nuestra breve conversación, mirando escaparates, probándonos ropa que no teníamos intención de comprar, buscando gangas inexistentes en la sección de oportunidades de El Corte Inglés y hojeando volúmenes de cuentos ilustrados en la Casa del Libro y en la FNAC. Cuando mi padre llegó al hotel, ya por la noche, yo había perdido parte de mi expresión ausente y mi sensación de incomodidad. Como mi madre había aconsejado, si tenía que olvidar lo ocurrido era preferible comenzar a hacerlo de inmediato.

En estos últimos años no sólo no había vuelto a ver a Sergio, sino que ni siquiera había pensado en él. Elena, ignorante de lo acontecido entre los dos, me sugirió que le llamase cuando viajé a Roma a recoger el Premio. Quizá lo hubiese hecho de haber tenido tiempo, pero el caso es que hasta mi último minuto estaba ocupado. Después, aquella vez que Miguel y yo fuimos juntos a la ciudad para pasar allí un fin de semana, habría tenido muy poco sentido concertar una cita con Sergio, a pesar de que Miguel —a quien le encanta conocer a personas instaladas en las ciudades que visita, creyendo que ellos pueden entregarle la llave maestra para toda una selección de lugares misteriosos que no vienen en las guías— me sugirió que le telefonease: «¿No vive en Roma el hermano de Elena? ¿Por qué no quedas con él?». Le dije la verdad: que no me apetecía. No quise explicarle por qué, y supongo que lo achacó a mi intención de monopolizarle durante todo el fin de semana. Lo cierto es que no tenía el menor interés en encontrarme con mi antiguo amante quien, dicho sea de paso, no había tenido la deferencia de llamarme ni de mandarme un miserable correo electrónico en los seis años que habían transcurrido desde nuestro último encuentro en la puerta de un hotel de Madrid. Ahora, ocho años después, las cosas habían cambiado tanto que recordaba como un espejismo la aventura entre Sergio y yo. A veces me costaba trabajo reconocer como propia aquella historia, que se me antojaba redonda y bien rematada, como sacada de una novela o de una película romántica de los años cincuenta.

Unas horas después de haber hablado conmigo, Elena me envió por correo electrónico un localizador de vuelo, la dirección de un hotel cerca de la plaza de San Ignazio y la copia del correo electrónico que había enviado a Sergio:

«Sergio, mi amiga Cecilia va a pasar en Roma tres o cuatro días. Su madre murió hace unos meses y acaba de romper con su novio, así que necesita unas vacaciones y te sugiero que te preocupes un poco de ella. No sé si hace falta que te recuerde que Cecilia lleva un montón de tiempo yendo a hacer compañía al abuelo una vez por semana mientras tú y yo nos lavamos las manos como Poncio Pilatos, aunque yo, al menos, estoy cuidando de papá y mamá, que tú ni de eso tienes que preocuparte, y ya hablaremos del asunto la próxima vez pero que sepas que lo de las Navidades me sentó como un tiro y a mamá ni te cuento. Ya sé que tienes problemas, pero no eres la única persona del mundo que lo pasa mal. Así que deja de mirarte el ombligo y haz el favor de atender a Cecilia y procurar que lo pase bien durante su estancia en Roma o cuando vuelvas a verme tendré tantas cosas que echarte en cara que será mejor que esperemos al cambio de siglo para encontrarnos».

Qué agradable. Es decir, que para mi antiguo amante yo era una pobre huérfana traumatizada por una ruptura a la que —bajo amenazas— había que entretener y rescatar del pozo de la depresión. Envié un correo a Elena pegado al de Sergio:

«Creí que era tu hermano el que tenía que distraerse :)».

Y ella me contestó:

«Ya, pero es que Sergio es más tontaina que tú y no quiere aceptar la ayuda de nadie, por eso es mejor que crea que el favor lo hace él. Por cierto, Peter te ha cogido asiento de primera clase y el hotel está que te cagas, así que no te quejes :) :) :)».

Sonreí al leer el correo. Por mucho colegio privado, mucha universidad elitista y mucho rango de consorte de un médico para millonadas del Upper East Side, Elena seguía conservando notables ramalazos barriobajeros. Imprimí el código de vuelo y los datos del hotel, llamé a Silvio para informarle de mi viaje por si necesitaba localizarme y no lo conseguía y, dos días después, tomaba un vuelo rumbo a Roma.

Entré la última en el avión: embarcar cuando ya se han encendido los motores es uno de los placeres que se reservan a los que viajan en primera clase. En esa zona, los pasajeros suelen mirarse entre sí con un aire de familiar complicidad, como si se supiesen uncidos por un destino común que les separa de los otros, la desdichada grey de la clase turista, donde yo había realizado la práctica totalidad de mis viajes. Allí había aprendido a distinguir a los viajeros frecuentes de los turistas accidentales; éstos viajan con mucho equipaje —repartido en varias bolsas que evitan facturar, pues no se fían del sistema de las compañías aéreas— y comprueban media docena de veces que han apagado el teléfono móvil. Mientras aquéllos se mueven por los aeropuertos con una elegante languidez, incluso cuando tienen prisa, los viajeros ocasionales siempre parecen abrumados por las circunstancias y el ambiente, por el cambio de puertas, por las pantallas que anuncian las salidas de los vuelos, por las colas frente al finger y la colocación de los bultos en el compartimento superior. Los viajeros frecuentes ignoran las explicaciones de la azafata sobre cómo actuar en caso de emergencia —porque saben perfectamente que si el avión se cae no hay instrucciones que valgan— y se enfrascan en la lectura del periódico. Los pasajeros excepcionales ponen sus cinco sentidos en el soliloquio gesticulante y localizan, aterrándose antes de tiempo, todas las salidas marcadas con un piloto rojo. Unos se dejan ganar por la indolencia; los otros, por la preocupación exagerada que llega a dibujar en sus rostros una permanente mueca de angustia, como si no pudiesen quitarse de la cabeza toda la amplia sucesión de contratiempos que pueden arruinar el viaje, tal vez el primero y último que realizan en su vida. No vería a ninguno de esos viajeros bisoños en la zona de primera clase. En realidad, no vi a nadie: me quedé dormida antes incluso de que el avión despegara, renunciando así, de forma voluntaria, a los canapés de salmón y la copa de champán que pretendía subrayar la diferencia supuestamente abismal entre nosotros, los privilegiados integrantes de la clase preferente, y el resto del pasaje.

En otoño, el aire de Roma huele bien, a una mezcla de castañas asadas y piedra húmeda. Eso fue lo primero que pensé al salir de la estación Términi. Igual que en mi primer viaje a Roma —ya se sabe, presupuesto limitado, bocadillos, etc.—, había elegido el tren para llegar a la ciudad desde el aeropuerto de Fiumiccino, prescindiendo de los delirantes taxis romanos, con sus conductores irresponsables corroídos por la impaciencia y las malas maneras. Así que, al bajar del avión, mis afortunados acompañantes en la zona de privilegio de la primera clase se sorprendieron al verme enfilar la salida que me unía al colectivo menos agraciado que tenía que llegar a la ciudad haciendo uso del transporte público. Me hubiese gustado explicarles que entrar en Roma por la estación Términi es como llegar a Venecia en el vaporetto de San Marcos: un placer adicional a los que nos aguardan en la ciudad.

Como me había advertido Elena, mi hotel en Roma era cualquier cosa menos un motivo de queja: el Albergo della Pace estaba situado en un callejuela cercana a la plaza barroca de San Ignacio, y contaba con un diminuto patio romano que daba a las habitaciones interiores la tranquilidad de una abadía. La ventana de mi cuarto parecía haber sido abierta en mitad de la hiedra rojiza que trepaba por las paredes, y a las horas en punto escuchaba, como llegado de muy lejos y tamizado por la piedra, el sonido de las campanas de una iglesia.

No vi a Sergio hasta la noche. Dediqué mis primeras horas en Roma a caminar por la ciudad que tan bien conocía, buscando adrede algunos rincones para mí cargados de sentido: un pequeño café donde Miguel me había besado, la diminuta tienda de ultramarinos en la que había comprado pasta de colores y tomates secos, una gelatteria que despachaba helados de color azul con sabor a chicle… Aquella tarde, mientras caminaba, me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que estaba sola en Roma, y deseé poder prolongar la rara sensación de libertad que proporciona el encontrarnos en un país extranjero donde la mayor parte de las cosas nos son ajenas, empezando por el idioma, que es la particular música de fondo de cada ciudad. Estaba sola, sola y conmigo, disfrutando del limpio otoño romano, buscando entre mis recuerdos aquellos que ocupaban un lugar de honor en el territorio de la memoria.

Sergio me llamó al móvil cuando caminaba de regreso al hotel. Confieso que, por unos segundos, pensé en la posibilidad de no responder y prolongar así un poco más el placer de la soledad. Pero me pudo mi sentido del deber: Elena me había enviado a Roma en primera clase para hacer compañía a su hermano, no para que me solazara en mi independencia.

—¿Cecilia?

Qué raro se me hizo escuchar aquella voz que fue familiar durante un corto espacio de tiempo, y qué raro también apreciar en ella nuevos matices aportados por el paso de unos cuantos años y muchas cosas vividas.

—Sí…

—Soy Sergio. ¿Hace mucho que has llegado? Escucha, ahora estoy en una reunión, pero si te parece puedo recogerte en el hotel a las nueve para ir a cenar.

—Muy bien.

—Hasta entonces.

Aquella conversación apremiante me hizo sentir un poco molesta. Tuve la sensación de que —como yo había previsto— mi llegada a Roma no constituía un aliciente para Sergio, sino más bien un completo incordio. Él tendría su vida, sus amigos, su rutina, sus rituales diarios, y ahora quien fuera mi amante estaría convencido de que había llegado a Roma para desbaratar sus planes. ¿Por qué pensé que, en efecto, podía precisar distracción o apoyo y, más aún, que era yo la persona adecuada para proporcionárselos? La culpa, desde luego, era de Elena, que estaba empeñada en que su hermano necesitaba de un ángel de la guarda o una señorita de compañía… pero, al fin y al cabo, yo me había dejado arrastrar por el empecinamiento de mi amiga, así que tampoco era del todo inocente.

No debería haber venido, pensé, y se me encogió el corazón. Pero en ese momento me di cuenta de que en el cielo de Roma el atardecer había dejado un singular color violeta rasgado por nubes blanquísimas en forma de jirones que ocultaban sólo a medias los últimos rayos de sol de un precioso atardecer invernal. Estaba parada frente a una pizzería callejera de la que se escapaba un olor familiar a mozzarella derretida y salsa de tomate, y podía escuchar el rumor de una modesta fuente de piedra: la boca de un fauno derramaba un chorro de agua sobre una concha cubierta de limo. ¿Qué más quieres?, me dije. Definitivamente, había hecho bien en emprender aquel viaje. Mi error —o el error de Elena— había sido involucrar a Sergio en una mínima parte de la aventura.

Decidí que aquella noche vería a Sergio por primera y única vez durante mi estancia en Roma. Sería bueno para mí, pues en los días siguientes podría disfrutar por completo de la libertad conquistada, y aún mejor para él, que quedaría libre de la obligación de ejercer de hermanita de la caridad.

Volví al hotel, puse bastante esmero en arreglarme —por si acaso Sergio se estaba temiendo que iba a recoger a una solterona desmañada con gafas de culo de vaso y granos en las aletas de la nariz— y luego me tomé un Bellini en el pequeño bar que había junto a la recepción. No sé por qué pedí un Bellini, pero me pareció más apropiado al escenario que un mojito o un whisky sour. Sonreí al pensar que, al menos desde lejos, debía emitir una pasable imagen de sofisticación, con mi abrigo nuevo, los zapatos italianos y sorbiendo, displicente, el cóctel que me acababan de servir. Debería encender un cigarrillo, me dije, si no fuera porque llevo cinco años sin fumar y bastante me costó dejar el vicio como para caer en él sólo para completar una estampa de cine negro: la rubia que bebe y fuma en soledad esperando la llegada de un tipo que sabe que no le conviene.

—Hola, Cecilia. Caramba, te hubiera reconocido en cualquier parte; estás igual…

Al girarme derramé la copa de Bellini. Ninguna heroína cinematográfica hubiese sido tan torpe, pensé mientras saludaba a Sergio y me daba cuenta que el tiempo le había tratado bastante bien. La vida diplomática había servido para multiplicar su aire de hombre de mundo, y la otra vida —la que está hecha de victorias y decepciones, de heridas que hacemos o que nos hacen— se había limitado a encanecerle un poco el cabello y colocar estratégicamente algunas arrugas alrededor de los ojos grises.

—Tú tampoco has cambiado mucho, que digamos. ¿Cómo estás?

—Bien… oye, antes de nada, siento lo de tu madre… y mil gracias por ocuparte del abuelo.

—No hay por qué darlas. Es un tipo encantador.

—¿Nos vamos? He hecho una reserva en un restaurante que está por aquí cerca. ¿Te gusta la casquería?

Por mi cabeza pasaron, en un segundo, una docena de imágenes repugnantes de platos de riñones, tripas fritas, guisos de rabo de vaca y toda esa colección de horrores que constituyen uno de los motivos de orgullo de la cocina del Lazio.

—No mucho, la verdad.

—Pues no te preocupes, porque donde vamos no sirven nada de eso…

El restaurante estaba abarrotado. Un montón de camareros salían y entraban de las cocinas cargados con bandejas atestadas de platos de pasta y enormes pizzas de masa delgada como el papel de fumar. Había un grupo de músicos que interpretaba tarantellas de mesa en mesa. No cabía duda de que Sergio había escogido un local para turistas. La comida era deliciosa pero poco arriesgada: fettucini, lasagna, ravioli y salsas de hongos con mucho parmesano. El hombre con el que había tenido una aventura seleccionaba como marco para nuestro primer encuentro después de ocho años una trattoria perfecta para obsequiar a una cuñada o una anciana tía de visita en Roma. Confieso que cuando me di cuenta me picó un poco en el amor propio. ¿Y qué esperabas, Cecilia? No lo sé. Todas las mujeres, incluso las que no lo reconocemos, tenemos dentro un yo peliculero que nos hace fantasear con escenarios más apropiados. Con los escenarios que creemos merecer, y yo no me consideraba acreedora de un restaurante típico y tópico con guitarristas disfrazados de campesinos sardos y platos de macarrones con salsa boloñesa. En fin, esto es lo que hay. Esto es lo que queda, pensé, y me concentré en mi plato de rigatoni all’arrabiata preparada para cualquier cosa que pudiese ocurrir a continuación.

Aquella noche, en contra de lo que yo esperaba —y de lo que Elena hubiese deseado—, Sergio no me habló de sus problemas familiares, ni del quebranto doméstico que le había supuesto el repentino abandono de su esposa. No mencionó a los dos hijos de ella, ni a la pequeña Giovaninna, ni lamentó su suerte delante de mí, ni me hizo partícipe de sus preocupaciones de aquellos días. Para mi sorpresa, se pasó toda la cena haciéndome preguntas acerca de mi madre, sobre su carácter, sobre sus reacciones ante determinados acontecimientos. Quiso saber cómo se vestía, qué música le gustaba, incluso cuáles eran sus platos favoritos. Él, que no se llevaba demasiado bien con su madre, parecía sentir una particular curiosidad acerca de la relación que yo mantenía con la mía.

—La verdad, no entiendo cómo podíais congeniar tanto. Mi madre y yo sólo hablamos media docena de veces al año, y casi siempre me cuesta encontrar algo que contarle.

—Bueno… con mi madre fue sencillo. Era inteligente, y conciliadora… y esencialmente buena. Le gustaba la gente. En realidad, le gustaba casi todo. No resulta sencillo pelearse con alguien así. Y además era muy simpática y tenía una risa preciosa. Se reía con toda la cara. Con la boca. Con los ojos. Incluso con la nariz. No sé, a lo mejor entre mujeres las cosas son más fáciles…

—De eso nada. Mi madre y Elena no pueden estar juntas más de cinco minutos sin empezar a pelearse. Me das mucha envidia. Para mí, mi madre es una extraña.

—Pero está viva —dije, y Sergio sonrió con mi perogrullada. Luego pareció concentrarse en su risotto, bebió un poco de vino (un tinto toscano bastante bueno) y me miró con una seriedad alarmante.

—Cecilia… a ver cómo te lo explico… Tuve una madre histérica, incapaz de entenderme y a la que disgustaba cada cosa que hacía. Siempre me cuestionó, nunca consideró que tuviese algún motivo para estar orgullosa de mí. No importaba lo que yo hiciese, porque ella siempre quería algo más, o algo distinto. Hubo un tiempo en que pensaba que era culpa mía, que no era capaz de hacer las cosas a su gusto. Luego entendí que lo que ocurría entre mi madre y yo no tiene nada que ver conmigo. Carmina es una mujer egoísta incapaz de preocuparse por nadie que no sea ella misma. Tuvo hijos porque tocaba, porque todas las mujeres de su generación los tenían, y ella no iba a ser menos. Una vez que cubrió la papeleta de parir a la parejita, descubrió que Elena y yo le estorbábamos. No tenía paciencia con nosotros. Cualquier cosa que hiciésemos la sacaba de sus casillas. Siendo un crío, me llevé más cachetes yo solo que todos mis amigos juntos. Cuando me ponía pesado, cuando empezaba a ponerla nerviosa, me daba un coscorrón, y punto. ¿Por qué te crees que empezó a mandarnos a internados a los catorce años? Pues para tenernos delante la menor cantidad de tiempo posible. Fue muy duro darnos cuenta de que nuestra madre pasaba de nosotros como de comer sobras. Luego, ya sabes, te acostumbras y se acabó. Por eso ahora puedo tirarme semanas sin hablar con ella, y hace casi dos años que no la veo. No digo que no la quiera. Es mi madre, y punto. Pero no hay nada más. Ojalá hubiese podido tener, no digo ya durante treinta y cinco años, sino sólo por unos cuantos, una madre como la que tú tuviste.

Tuve la impresión de que Sergio había empezado a hablar para sí mismo.

—A veces pienso cómo me sentiré cuando muera mi madre. Y ¿sabes qué? Me entra miedo. Miedo a no ser capaz de notar nada distinto dentro de mí. A quedarme tan tranquilo.

No supe qué decir. Llevaba toda la vida escuchando a Elena quejarse de su madre, pero pensaba que simplemente se llevaban mal, que sus enfados de aluvión eran sólo producto de desencuentros puntuales, y no de un rencor justamente acumulado durante los años de la niñez. Aquella noche, en la trattoria para turistas a la que Sergio me había llevado, acababa de enterarme de que él y su hermana, mi adorada Elena, eran en realidad mucho más huérfanos que yo.

Era casi media noche cuando salimos a la calle. A pesar de que hacía frío, Sergio y yo caminamos hacia el hotel. La puerta del Albergo de la Pace estaba iluminada por un foco que derramaba una cálida luz amarilla, tamizada por la hiedra que crecía en la pared. Tuve que llamar para que me abrieran.

—Bueno, Sergio, pues muchas gracias por la cena… me alegro de haberte visto.

—¿Qué vas a hacer mañana?

—Hay un par exposiciones que quiero ver. Quizá me acerque a Villa Borghese.

—Pues te llamo para comer.

Había llegado el momento de relevar al pobre Sergio de sus funciones de buen samaritano.

—Escucha… no te preocupes por mí. Ya sé que Elena te ha coaccionado para que me atiendas bien y todo ese rollo. Pero puedo apañármelas sola perfectamente.

—¿Estás loca? Olvídate de mi hermana. No me preocupo por ti. En realidad hace tiempo que he decidido no preocuparme por nadie, pero ésa es otra historia. Mi mujer se ha marchado, lo cual quiere decir que ahora soy una especie de padre soltero de tres críos, dos de los cuales ni siquiera son mis hijos. De la noche a la mañana, mi vida se ha convertido en un desastre. Es por mí por quien me preocupo. Me paso el día dándole vueltas a la cabeza. Quiero poder hablar con alguien que esté al margen de toda esta puta historia. Con alguien que no me diga que, en el fondo, la culpa de que Giovanna se haya marchado la tengo yo. Te llamo a mediodía, ¿de acuerdo?

Al día siguiente me levanté muy pronto, como me ocurre siempre que estoy en una cama distinta a la mía. Estaba amaneciendo. Eran las siete y media cuando salí del hotel para disfrutar del cálido espectáculo del despertar de la ciudad. Es un momento hermoso, un fenómeno que se repite todos los días aunque dura demasiado poco. Las calles vuelven a la vida, las tiendas se abren en un alegre estruendo de verjas y cerrojos, se preparan terrazas para los desayunos, se barren las aceras. El silencio de las primeras horas del día multiplica los ruidos. El tráfico es aún medianamente controlable: el atasco empezará en media hora, pero de momento los coches ruedan sin prisa y sin ansia, en la seguridad del que sabe que va a llegar a tiempo. Los puestos ambulantes de comida están cerrados, los quioscos de prensa acaban de abrirse. La luz del sol romano es todavía pálida, y no ha adquirido el tono dorado de las horas centrales del día. No hay turistas en las calles, y eso es casi un milagro en una ciudad como Roma. Por eso es tan importante conquistar esas primeras horas de la jornada: porque pertenecen enteramente a aquellos que viven en la ciudad y de la ciudad.

Cuando paso unos días en un sitio que me gusta se apodera de mí una suerte de nostalgia anticipada: empiezo a pensar que quisiera formar parte de este universo compacto, y me molesta la sensación de saberme allí de prestado, de ser una integrante de la masa antipática de turistas que pervierten las ciudades y les hacen perder su espíritu original para acabar convirtiéndolas en una especie de parque temático. Pienso que me gustaría vivir en ese lugar, que quisiera quedarme allí, tener un piso céntrico, comprar una vez a la semana en el mercado, frecuentar un restaurante en concreto donde al entrar los camareros me llamasen por mi nombre. Querría tener un café favorito, un bar de referencia, un puesto de flores donde supiesen que me gustan las gerveras, que el dueño de un quiosco me dejase llevarme la prensa el día que hubiera olvidado la cartera en casa, desearía conocer los callejones que vienen sin nombre en los mapas de la ciudad, de una ciudad que comparo con Madrid y que encuentro más amable, más hermosa, más hospitalaria. Más apta, en una palabra, para hacerme feliz que el lugar en el que vivo, donde apenas quedan vestigios de un pasado mejor, donde se han arrasado palacios y jardines en nombre de la fealdad y el progreso.

No fui a Villa Borghese. Comí con Sergio cerca de su despacho, en un bar ruidoso donde nos sirvieron el menú del día junto a una legión de oficinistas que, como mi amigo, disponían de unos escasos cincuenta minutos para comer y regresar al trabajo. Me gustó el lugar: comer allí era una forma de acentuar mi sensación de estar en casa, de eludir la sensación de provisionalidad que acompaña a los turistas.

—Ha sido visto y no visto —se disculpaba Sergio—, lo siento, pero se me ha complicado la tarde. Tengo una reunión dentro de diez minutos…

—No hay problema. Además, he comido muy bien.

—Sí, alcachofas y lasaña recalentada. Esta noche te lo compenso. Te recojo a las ocho y media.

El lugar elegido por Sergio era bien distinto a la trattoria donde habíamos estado la noche anterior. Era un restaurante ultramoderno y sofisticado, con vistas al castillo de Sant’Angelo y camareros vestidos por algún diseñador italiano. Allí no servían pizzas ni tallarines, sino platos franceses en raciones diminutas, en claro desafío al buen apetito de cualquier comensal. Para tranquilidad de Elena, Sergio abrió su particular caja de Pandora y me habló de lo sucedido con Giovanna.

—Supongo que mi hermana te habrá contado algo.

—Bueno…

—No, si no me importa. De cualquier forma, todo el mundo sabe ya lo que ha pasado. Mi mujer se ha ido de casa sin previo aviso. No teníamos problemas, no habíamos discutido y, que yo sepa, no habían aparecido terceras personas. Una noche, después de cenar, Giovanna se sentó conmigo en el salón y me dijo que estaba harta. Harta de no tener un minuto libre en todo el día, harta de los chicos, harta de la casa y harta de mí. Que llevaba mucho tiempo sin ser feliz, que acababa de cumplir los cuarenta y uno y que no se resignaba a pasar el resto de su vida aburriéndose soberanamente. Me soltó que tenía derecho a empezar de nuevo. Luego se fue a la habitación, recogió sus cosas y se marchó.

—¿A dónde?

—A un apartamento amueblado que sólo tiene un dormitorio y cuesta 1400 euros al mes.

—Caray. Así da gusto.

—Los niños se han quedado conmigo. Al principio, Giovaninna lloraba todas las noches porque echaba de menos a su madre, pero la cosa duró poco. Ahora está más tranquila. No comprendo nada, pero los críos son así. En cuanto a Guido y a Lucca… en fin, la cosa es complicada. No son hijos míos, así que imagina lo que es lidiar a diario con dos adolescentes que cada dos por tres te sueltan aquello de «tú no eres mi padre».

El panorama era tal y como Elena me lo había descrito: terrible. Pensé muy bien qué debía decir a continuación, pues no sabía qué era lo que Sergio esperaba de mí: palabras de aliento, consejos, quizá una bronca que le obligase a reaccionar…

—¿Qué dice Giovanna?

—Que necesita tiempo. Pero me temo que se va a tomar las cosas con calma. Ha alquilado el apartamento para todo el año. —Sergio me miró—: ¿Qué te parece a ti?

—Yo qué sé, Sergio. Es que todas estas cosas me quedan tan lejos… un matrimonio, tres hijos… no me cabe en la cabeza que una madre pueda marcharse como lo ha hecho tu mujer, pero me temo que no entiendo mucho de esas cosas.

—¿Y tú? ¿Por qué no tienes hijos?

Vaya por Dios. Así que había volado hasta Roma para escuchar la misma pregunta que podía hacerme cualquiera sin necesidad de salir de mi barrio. Pensé en dar a Sergio una respuesta convencional, pero en el fondo es mucho más cómodo decir la verdad.

—Porque el tipo con el que pensaba tenerlos se rajó después de estar tres años conmigo mareando la perdiz.

Ahora era Sergio el que no sabía qué decir.

—Bueno, aún puedes…

Le detuve con un gesto.

—Ya lo sé. Y, por favor, no me hables de esa italiana que tuvo trillizos a los cincuenta y tres.

Nos reímos los dos. Me pareció que Sergio estaba de mejor humor, y durante el resto de la cena no volvió a mencionar su condición de marido abandonado, ni yo hablé de mi frustración maternal.

—Tienes suerte de vivir en Roma.

—¿Tú crees?

—¿Estás de broma? Cualquiera se moriría por instalarse aquí. Es como vivir en un museo. Y el tiempo es tan bueno… por no hablar de la vida en la calle, y de la comida…

Sergio se encogió de hombros.

—Pues múdate. No, no me mires así, estoy hablando en serio. Elena me dijo que seguías trabajando como ilustradora, y eso es algo que se puede hacer en cualquier parte del mundo. Conozco gente en un par de editoriales italianas, podría conseguirte buenos contactos.

—No hablo el idioma…

—Te pedirán que hagas dibujos, no que les des conversación. Y, de todas formas, en Roma uno puede entenderse usando el español y las manos. Un amigo mío va a dejar su apartamento durante un año, se va a dar clase a Georgetown todo el curso que viene. No piensa alquilarlo a menos que encuentre a alguien de confianza. Sería perfecto para ti. Está junto a la Academia de España.

«Un pequeño apartamento en el Trastévere». El corazón empezó a latirme con fuerza pensando en Roma, en la vida de Roma, en las calles romanas, las iglesias, los museos, las terrazas, los mercados.

—Puedes alquilar tu casa de Madrid y viajar a España una vez al mes para conservar a tus clientes. —Sergio seguía trazando sus planes para mí—. Considéralo como algo temporal. Una especie de paréntesis… no tienes por qué quedarte en Roma para toda la vida, pero unos meses aquí pueden ser una buena experiencia. Piénsatelo. O mejor, no te lo pienses mucho y hazlo. Las mejores cosas surgen así.

Aquella noche, después de que Sergio me dejase en el hotel, hice algo un poco raro: esperar a que se marchase y salir otra vez. Era más de medianoche, y las calles romanas estaban desiertas. Hacía frío y el aire del Tíber dejaba mucha humedad en el ambiente. Estuve paseando sola durante un rato, pensando en que aquella ciudad ahora inmóvil, iluminada sólo a medias por la luz desvaída de unas cuantas farolas, podía acabar siendo el escenario de una nueva parte de mi vida. Sergio tenía razón: ¿qué me impedía hacer un alto en el camino? Si Giovanna, que tenía unos cuantos años más que yo, un marido y tres hijos, estaba dispuesta a empezar de nuevo, ¿por qué yo no?

Podría estudiar italiano. Hablo inglés malamente —lo justo para entenderme sin problemas con los editores extranjeros, los maîtres de los restaurantes americanos y los vendedores de las tiendas de outlet en Nueva York— y siempre he querido aprender otro idioma. No hay nada que me ate a Madrid. No tengo un trabajo estable, no tengo una familia que dependa de mí. Nadie me necesita. La soledad nos hace libres. Tengo treinta y cinco años y todavía no es demasiado tarde para ninguna cosa. Ni siquiera para empezar otra vez, en otra ciudad, en otro país, en una lengua distinta a la mía. En un lugar extraño donde no tengo nada pero pueden esperarme muchas cosas buenas. Y en ese momento, algo alarmada, me di cuenta de que no estaba pensando en Roma, sino en Sergio.

Apenas dormí aquella noche. Escuché dar las horas en el campanario de la iglesia, y aunque el tañido parecía llegar de muy lejos, fui capaz de identificar cada campanada marcando las dos, las tres, las cuatro de la madrugada. ¿Iban a ser las campanas de Roma la música de fondo de mi próxima vida? ¿Estaba de verdad dispuesta a levantar el campo para instalarme en la ciudad de los césares? Y si era así ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué quería encontrar allí? No eran, desde luego, las tiendas lujuriosas de Vía Condotti, las terrazas de Piazza Navona, las piedras milenarias del Coliseo ni las esculturas de Bernini. Aquella noche, en mi habitación del Albergo de la Pace, me di cuenta de que trasladarme a Roma era intentar recobrar aquella oportunidad perdida hace ocho años, cuando me despedí de Sergio en la puerta de un hotel madrileño después de pasar juntos siete semanas felices que fueron como un paréntesis en las vidas de ambos. Y entonces, sentándome en la cama, me di cuenta de que ésa era la misma palabra que había utilizado Sergio para referirse a mi estancia en Italia: «considéralo una especie de paréntesis».

Eso era todo lo que podía ofrecerme. Una tregua en la vida. Un interregno. Unos puntos suspensivos en la Ciudad Eterna. Dieron las cinco en el campanario cercano. Me di cuenta de hasta qué punto puedo ser estúpida, y en ese mismo momento me quedé dormida.

—Llego tarde, lo siento.

Sergio y yo nos habíamos citado en el mismo restaurante del día anterior, y yo llevaba un buen rato atracándome de palitos de pan.

—He hablado con Nicola.

—¿Con quién?

—Con mi amigo, el del apartamento. El que se va a Washington. Dice que puede fijar un alquiler simbólico, para cubrir los gastos de mantenimiento…

El camarero nos trajo el menú del día y yo fingí estudiarlo detenidamente al tiempo que hablaba.

—Pero, Sergio, ¿de verdad pensabas que iba a trasladarme a Roma así, de un día para otro y sin venir a cuento?

—No sé… ayer te vi decidida.

—Ya, bueno, es que lo pintabas tan bien que era difícil resistirse. La verdad es que me encantaría hacer algo así, ya sabes, empezar de cero y todo eso… pero no puedo. Aunque te parezca raro, me gusta Madrid. Y mi casa, a pesar de que está en un barrio complicado. Mi padre y mis hermanos están en España, mis amigos también. Roma es un sitio fantástico… pero siempre puedo venir de visita. Oye, yo voy a pedir alcachofas otra vez. Estaban muy buenas. En Madrid siempre las ponen de bote.

Aquella noche, como despedida, Sergio y yo volvimos a salir a cenar. Reservó mesa en un pequeño restaurante en el barrio judío. Pensé que era el tipo de sitio al que hubiese querido que me llevara desde el primer momento: acogedor, tranquilo, con pocas mesas y velas medio gastadas protegidas con una campana de cristal.

—He hablado con Gio esta mañana.

—¿Y?

—Me ha pedido una moratoria de dos meses para llevarse a Guido y a Lucca. Giovaninna se queda conmigo.

—Bueno, es lo mejor, ¿no?

Sergio hizo un gesto ambiguo.

—¿Sabes qué es lo malo de cumplir años? Que uno termina por no saber nunca qué es lo mejor.

Fue una cena muy agradable. Hablamos de muchas cosas, de la época de Oxford, de sus primeros pasos en Roma, de mi trabajo, de Silvio.

—Es un hombre sorprendente.

—Me temo que le conoces tú mejor que yo. Hace siglos que no le veo. ¿Sigue bien de aquí?

Sergio se tocaba la sien con el dedo índice.

—Bastante mejor que tú y que yo. Pero nadie sabe cuánto va a durar eso. No te pierdas a tu abuelo. Ve a verle antes de que ya no podáis deciros nada. Antes de que no esté en condiciones de contarte algunas de las cosas que me ha contado a mí.

De postre pedí un tiramisú, como cualquier turista. Mientras tomábamos el pastel me di cuenta de que Sergio me miraba de una forma rara.

—¿Qué pasa?

—Hay una cosa que quiero preguntarte… ¿recuerdas aquella vez, en Madrid?

Me di cuenta de que me ruborizaba, y eso hizo que me sintiese rematadamente torpe.

—Sí, claro… bueno, no sé a qué te refieres en concreto.

—Cuando estuvimos tomando café en aquel sitio de la banda de jazz… ¿por qué no quisiste quedarte conmigo después? Recuerdo que prácticamente saliste corriendo. Te metiste en un taxi casi sin despedirte. Pensé que te había molestado alguna cosa y que no volvería a verte… y luego, al día siguiente, me llamaste como si tal cosa…

Le sostuve la mirada unos segundos mientras meneaba la cabeza y recordaba, sonriendo, aquella escena en el café Central, que se aparecía en mi imaginación envuelta en el humo de los cigarros y la música de la banda de jazz, como un fotograma de cine negro.

—Me fui a casa porque no tenía dinero para pagar una copa.

—No me lo puedo creer.

—Ya ves. Así de tonta era entonces. Al día siguiente descubrí que me habían hecho un ingreso y, como ya era solvente, te llamé para comer. Y, por cierto, hablando del asunto… déjame que hoy te invite a cenar. Llevas dos días pagando tú.

Me marché de Roma al día siguiente. Sergio quiso acompañarme al aeropuerto, pero no le dejé. Aquello le trastocaría la mañana, y además no me gustan ese tipo de despedidas. Aun así, se presentó en el hotel a las ocho y media para desayunar conmigo. Es un buen tipo. Le he deseado suerte con sus cosas y le he prometido volver en alguna ocasión. Roma siempre es un buen sitio al que regresar.

Llegué a mi casa de Madrid a las seis de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse, y me asomé a la ventana para ver los tejados de Lavapiés y recordar los tejados de Roma, que a la luz del último sol son de un rojo encendido, como si estuviesen cubiertos de brasas o de virutas de cobre. En un gesto de traición los comparé con los tejados de Madrid, tan distintos, tan desordenados, tan escasamente poéticos, tan proletarios, tejados ocres, tejados pizarrosos, tejados de azoteas descubiertas, de modestas cúpulas tímidas que avanzan entre las antenas de televisión y a veces entre la ropa tendida, las sábanas al viento, los tejados vulgares de la ciudad en que vivo, los queridos tejados similares que veo apuntar desde mi ventana en Lavapiés, los límites precisos de la ciudad. Aquí están los tejados de Madrid, trepando hacia un cielo lejano que a veces, al atardecer, se vuelve más hermoso que el cielo de Roma.

Sé que alguna vez —sobre todo cuando las cosas se pongan difíciles— pensaré en que quizá debí haber aprovechado la oportunidad que tuve: cambiar de ciudad, cambiar de vida, aprender italiano. Pero, hoy por hoy, creo que no necesito ninguna de esas cosas. Mi inglés no es muy bueno, pero me apaño con él. Pasa igual con mi vida: tampoco es perfecta, pero he aprendido a arreglármelas.