—Feliz año, señorita Cecilia.
—Feliz año, Lucinda. ¿Qué tal han pasado las fiestas?
La asistenta se encogió de hombros.
—Pues por aquí, el señor Silvio y yo. El 24 cené con mis hijos y con mi nuera, pero la mañana del 25 me vine aunque tenía el día libre. Me daba pena el viejito, todo el día solo en esta casa tan grande. Ande a verle, que estaba deseando que regresara usted.
Entré en el salón. Me estaba esperando de pie, con la caja de fotos ya preparada encima de la mesa.
—Feliz año nuevo, Cecilia. Me alegro de que hayas vuelto.
Me senté a su lado.
—¿Te acuerdas de dónde nos quedamos la última vez?
—Claro. Usted quería trasladarse a Nueva York para estar cerca de Hannah Bilak, y cambió de idea a última hora. ¿Sabe que le he dado muchas vueltas a lo que me contó? ¿Nunca pensó en seguir adelante, en hablar con Zachary West y explicarle que no quería volver a España?
Me contestó sin apartar la vista de la caja de fotos.
—No podía hacer eso. Zachary contaba conmigo, y ya le había decepcionado una vez. Cuando pensaba en quedarme en América, ni siquiera recordaba mi compromiso, ni pensaba en la Organización, ni siquiera en el pobre Ithzak.
—Pero ¿por qué lo hizo exactamente? ¿Fue por Zachary, por los Sezsmann…?
—Fue por todos… o, más bien, fue por mí. Necesitaba saldar cuentas con mi propia actitud en el pasado. Por eso ingresé en la Organización. Para poder perdonarme a mí mismo.
—Y eso le cambió la vida…
—Pues sí. Pero no sabes hasta qué punto. No, no puedes imaginarte lo que pasó después…
Hannah regresó a Baltimore a la mañana siguiente de la boda de Elijah. Nos despedimos en la estación de tren de Grand Central, y creo que los dos recordamos aquella otra separación que había tenido lugar mucho tiempo atrás, en Varsovia, cuando el mundo y nosotros éramos tan distintos.
—Espero que esta vez no pasen once años hasta que volvamos a vernos —me dijo, risueña. No parecía triste ante la perspectiva de decirme adiós. Recuerdo que se había puesto un sencillo traje de dos piezas y una blusa blanca, y que llevaba el pelo suelto a la espalda. Parecía más joven que la noche anterior, y cuando entró sola en el vagón se me antojó también más indefensa y más frágil. Habría querido abrazarla, pero no me atreví. Le estreché la mano, y ella mantuvo la mía agarrada unos segundos.
—Que tengas un buen viaje de regreso.
—Tú también. Saluda a tu madre de mi parte. Te escribiré desde España.
Esperé en el andén hasta que el tren se puso en marcha. Ella permaneció asomada a la ventana, sonriendo, agitando la mano en un gesto de despedida que me pareció casi infantil. Me quedé allí hasta que el tren se perdió de vista, y luego volví sobre mis pasos diciéndome que jamás sabría qué estaba pensando Hannah Bilak en aquel instante, mientras las circunstancias volvían a separarnos, como ella tampoco sabría lo que estaba pensando yo: que aquella joven que se alejaba en un tren con destino en Baltimore era la única mujer con la que hubiera querido compartir mi destino. Y que nunca, en toda mi vida, me había sentido tan triste como en aquel momento.
Volví a España dos días después. Ni siquiera recuerdo cómo fue el vuelo: la nostalgia, y la autocompasión tienen mucho más peso que el miedo a volar, así que no hice otra cosa que pensar en Hannah Bilak: en sólo cuatro días había conocido y perdido a la mujer de mi vida, y refocilarme en aquella certeza impidió que me angustiase por las turbulencias.
Llegué a Madrid unos días antes de que finalizasen mis vacaciones. Tras llamar a mis padres para decirles que estaba de vuelta y contarles por encima los detalles de la boda —a mi madre le decepcionó mucho mi escasa memoria en lo tocante al vestido de la novia—, dormí una especie de siesta de diez horas, al término de la cual dediqué un buen rato a ordenar el equipaje, a ordenar mi casa y, cómo no, a ordenar también mi futuro inmediato. Me dije que lo primero que debía hacer era romper toda relación con Carmen. Si algo tenía claro tras haber reencontrado a Hannah era que de momento no quería tener nada que ver con ninguna otra chica. No hace falta que te cuente que, pese a estar próximo a los treinta años, mi experiencia en relaciones con mujeres, no digamos ya en el protocolo de las rupturas, era completamente nula. ¿Qué debía hacer uno si había tomado la firme decisión de abandonar a una novia a la que ni siquiera consideraba como tal? ¿Sería correcto enviarle una carta? ¿Un recado por medio de alguien? La sola perspectiva de acabar con Carmen durante una de nuestras meriendas en la cafetería, con sus primas dentonas y bisojas vigilándonos desde una mesa vecina, era suficiente para ponerme los pelos de punta. Me dije que quizá Zachary, que era un hombre de mundo, podría darme algún consejo para hacer bien las cosas. De todos modos, tampoco corría prisa. Carmen ni siquiera sabía que había vuelto a Madrid, de forma que podía tomarme unos días antes de abordar la cuestión.
Tal como Zachary West me había advertido, los responsables de la Organización se pusieron en contacto conmigo veinticuatro horas después de mi llegada. Un tal David Jusseu se presentó en mi casa y, sin perder el tiempo en cortesías, tomó asiento y empezó a contarme todo lo que creía que debía saber acerca de la entrada en España de personajes pertenecientes al entorno nazi.
La Operación Puertas Abiertas había empezado a prepararse antes de que se iniciaran los juicios de Nuremberg. Se trataba de acoger en territorio español al mayor número posible de antiguos miembros de las SS para librarles de la persecución de los tribunales internacionales. Los planes, que habían sido diseñados por un grupo de simpatizantes nazis radicados en España y Sudamérica, contaban con la bendición del gobierno de Franco, que había prometido dar apoyo logístico y legal a los recién llegados. En la operación estaban involucrados un buen número de excombatientes de la División Azul, algunos políticos claramente filonazis y unos cuantos hombres de negocios dispuestos a prestar soporte financiero al entramado.
—Hasta ahora eso era todo lo que sabíamos. Pero hace unos días la suerte se puso de nuestro lado: conseguimos detener en Francia a dos antiguos miembros de la Gestapo. Llevaban encima dinero español y dos billetes de tren con destino a Irún. Entre los papeles que se les incautaron había información acerca de los contactos españoles con los que cuentan los nazis. Tenga, le he preparado una copia de parte de los documentos.
Me tendió una carpeta de cartón azul cerrada con gomas, como las que usaban los escolares. No había nada escrito fuera, así que su aspecto era de lo más inofensivo.
—Aquí están los nombres de las personas a las que los detenidos debían acudir en busca de ayuda una vez se encontrasen en territorio español. Algunos son altos funcionarios del ministerio en el que usted trabaja. Debe intentar acercarse a ellos, ganarse su confianza, incluso su amistad. Si conseguimos colocar a uno de los nuestros en su círculo, habremos dado un paso de gigante. La Organización le proporcionará dinero para los gastos que pueda tener, ya sabe, comidas, regalos… En este sobre hay cinco mil pesetas. Le daremos más cuando lo necesite. Le pido que no se preocupe por cuestiones materiales, eso es cosa nuestra. Sí es importante que los papeles que le entrego estén siempre en un lugar seguro. Vive usted solo, ¿verdad? ¿Hay alguien más que tenga llaves de esta casa?
—La portera sube dos veces por semana para hacer la limpieza. Pero no se preocupe por ella, no acostumbra a fisgar.
—Mejor así. El señor West le habrá advertido de que no puede hablar de esto con nadie, así que no insistiré sobre el asunto. En cuanto a sus honorarios…
—¿Cómo dice?
—Sí, su sueldo, nadie piensa que vaya a trabajar gratis. En cuanto nos traiga información concreta, fijaremos una primera cantidad. Luego todo estará en función del desarrollo de los acontecimientos y también de su grado de implicación. Actúe con discreción y no se precipite. Recuerde que queremos resultados y que no nos importa esperar.
David Jusseu era un hombre de edad indefinida entre los treinta y los cincuenta años. No había nada llamativo en él: era de estatura mediana, piel cetrina y cabello castaño, no demasiado corpulento, ni bien ni mal vestido. En resumen, uno de esos hombres a los que uno olvida nada más conocer. Sólo sus ojos, que eran de un llamativo color verde, parecían salvarle de la vulgaridad. Tenía un tono de voz cortante y neutro, más bien poco apasionado, y apenas gesticulaba al hablar. Parecía, antes que el miembro de una misteriosa organización clandestina, un maestro de escuela aburrido de su suerte.
—¿Hay algo que quiera saber?
Tenía mil preguntas, pero David Jusseu no me parecía la persona más adecuada para responderlas, así que le dije que no.
—Si tiene que ponerse en contacto con nosotros, llame tres veces seguidas a este número de teléfono entre las ocho y las nueve de la mañana. Nadie le contestará, pero sabremos que hay noticias y nos comunicaremos con usted. De todas formas, hablará a menudo con el señor West y podrá recurrir a él en cualquier momento. Ahora tengo que irme. Encantado de conocerle, que tenga suerte y hasta siempre.
Ya estaba en el umbral cuando se dio la vuelta como si hubiese recordado algo.
—Una última cosa: a partir de ahora, recibirá clases de alemán todos los días, y Herr Spiegel le dará también algunas nociones sobre la cultura del país. Verá cómo le viene bien.
Y se fue. Cuando regresé al salón estaba tan horrorizado ante la perspectiva de lidiar diariamente con la espantosa gramática germana, que tardé un poco en darme cuenta de que, en efecto, la Organización ya me había asignado una labor concreta. Allí, sobre la mesa, donde Jusseu la había dejado, estaba la carpeta azul. La abrí con cierta desgana. Había nombres, direcciones, incluso números de teléfono. Al final de la lista había tres líneas marcadas con sendos asteriscos: debían de estar referidas a los colaboradores del ministerio. Cuando leí aquellos nombres, supe que mi vida acababa de dar otro vuelco. Uno de ellos era el de Manuel Valera, un subdirector general al que apenas había saludado en un par de ocasiones. Otro, el de un tal Antolín Prado, un gerifalte al que no conocía. El tercero era el del padre de Carmen.
Aquella noche dormí poco y mal. Me fumé media cajetilla de tabaco americano sentado en una silla, acariciando distraídamente la carpeta de cartón, con las ideas yendo y viniendo del corazón a la cabeza. Recordaba constantemente las palabras de David Jusseu al referirse a los organizadores de la Operación Puertas Abiertas: «Si conseguimos colocar en su círculo a uno de los nuestros, habremos dado un paso de gigante». No sabían hasta qué punto resultaba sencilla la misión que me habían encomendado, ni cómo el aceptarla me obligaba a reconducir mi destino. La ruptura con Carmen estaba descartada: mal iba a poder acercarme a su padre si mediaba un abandono. Al contrario, estaba obligado a estrechar aquella relación, a hacerla más firme a ojos de todos y, en especial, a los ojos de su familia. De acompañante escurridizo pasaría a convertirme en novio ejemplar, de los que mandan flores el día del santo de la madre y están atentos a aniversarios y onomásticas de tíos y primos en distintos grados, de esos que escoltan a la familia en misa de doce todos los domingos y fiestas de guardar y se persignan con el agua bendita ofrecida por la futura suegra.
Te preguntarás si tuve en cuenta a Carmen en algún momento, si me sentí culpable por estar dispuesto a convertirla en víctima de una mentira colosal, en la simple pieza de un entramado al que era ajena por completo. No lo hice. A estas alturas ya te habrás dado cuenta de que soy de naturaleza egoísta. Pensaba que lo que me traía entre manos era mucho más elevado que el futuro de un puñado de personas, incluido yo mismo. Si había sacrificado mi futuro al lado de Hannah para regresar a España y ponerme al servicio de la Organización ¿por qué no iba a sacrificarse también el futuro de otros? En cualquier guerra se producen bajas entre los inocentes. Y aquella guerra, a mi juicio tan sumamente justa, no iba a ser una excepción. Si yo mismo estaba dispuesto a inmolarme, otros tendrían que caer conmigo.
Tenía que incorporarme al trabajo en el ministerio en la tarde del día siguiente. Empleé la mañana en hacer algunas compras, en las que invertí parte del dinero que me había entregado David Jusseu. Visité a un estraperlista cuyo nombre me había soplado Zachary West, y le compré una botella de Bourbon auténtico. También conseguí que me vendiese un frasco de perfume y un estuche de maquillaje muy completo de la firma americana Elizabeth Arden. Al volver a casa, envolví con cuidado todos los obsequios y añadí al lote un cartón de tabaco rubio que había adquirido la tarde anterior a mi marcha.
Así, cargado como el paje de uno de los tres Reyes Magos, llegué a mi despacho de Asuntos Exteriores, y tras el recibimiento que me dispensaron mis compañeros —marcado por la curiosidad que hoy se reservaría a un recién llegado de Cabo Cañaveral— me dirigí al despacho de Salvador Orenes. Su secretaria (una mujer rubia y bajita, extraordinariamente vivaz) dijo que el señor subdirector se alegraría de verme y me hizo pasar.
—No sabía que hubiese vuelto ya, Rendón.
—Llevo dos días en Madrid, pero he pasado durmiendo las últimas veinticuatro horas. El cambio de continente es terrible.
—Eso dicen. ¿Sabe mi hija que está de regreso?
—No, señor. Prefería saludarle antes a usted. Por cierto, me he permitido traerle un par de cosas de Nueva York.
El padre de Carmen trataba de aparentar indiferencia, pero los ojos le brillaron cuando vio el cartón de tabaco y la botella de whisky.
—Muy amable de su parte… estas cosas son difíciles de encontrar en España. Vamos a probar esto. —Cogió un par de copas de un aparador y las llenó generosamente—. Salud, Rendón. Caramba, es bueno de verdad. Estos americanos hacen muy bien las cosas que hacen bien. ¿No le parece? Bueno, cuénteme qué tal le fue por allí. Carmen me dijo que se casaba un antiguo amigo.
—Así es. Fue una de esas bodas por todo lo alto, usted ya me entiende. La verdad es que estaba deseando volver.
No sé por qué solté semejante mentira.
—Como en casa de uno, en ningún sitio —concedió él—. ¿Piensa ver a Carmen?
—Eso me gustaría. En realidad, querría invitarla a comer este fin de semana… con usted y con su esposa, claro. Espero que no se ofenda, pero les he traído a las dos unos regalos… no sé si habré acertado, son útiles de cosmética y no entiendo nada de esas cosas. Déselos usted en mi nombre, ¿le importa?
—Al contrario, se lo agradezco. En cuanto a la comida, estamos libres el sábado.
—¿Le parece bien en Lhardy a las dos y media?
Orenes asintió, satisfecho. Lhardy era uno de esos restaurantes de clientela distinguida donde se podía coincidir con un ministro, un aristócrata o un torero de moda: un buen lugar para ver y ser visto, sobre todo si la factura iba a correr por cuenta de otro.
Como comprenderás, aquella comida sirvió para oficializar las relaciones entre Carmen y yo. Estaba muy guapa aquel día. Le brillaban los ojos y se había hecho en el pelo algo que le sentaba muy bien. Madre e hija me agradecieron los obsequios que les había enviado y se fingieron escandalizadas con la molestia y el gasto.
—No tenía que traer nada, Rendón —me dijo la madre—. Además, en nuestras circunstancias, no necesitamos cosas como ésas. Pero no le voy a negar que ha sido un detalle muy fino y de muy buen gusto.
Carmen asentía, ruborizada. Parecía feliz de estar allí, con sus padres y conmigo, conscientes de que a los ojos de los demás éramos ya una pareja de prometidos que contaban con las bendiciones familiares. Durante el almuerzo apenas habló, y comió como un pajarito, pero cuando su padre levantó la copa para brindar por ella y por mí, se emocionó tanto que me dio lástima. A partir de entonces fui convidado a almorzar en su casa todos los domingos, y a cenar un jueves de cada dos. No me preguntes el porqué de esa secuencia de invitaciones: los Orenes eran así. Carmen y yo salíamos juntos casi todos los días, y a veces ella se cogía de mi brazo para cruzar la calle, mientras me miraba arrobada con aquella sonrisa suya que yo intentaba corresponder al tiempo que hacía lo posible por apartar de mi cabeza el recuerdo de Hannah.
En consecuencia, y tal como yo preveía, mis relaciones con Salvador Orenes adquirieron una cómoda fluidez. Tomábamos café juntos, y me presentó a algunos altos cargos del ministerio que hasta entonces ni siquiera sabían de mi existencia. Una tarde coincidí en su despacho con Manuel Valera, cuyo nombre estaba también en la lista de simpatizantes nazis que me había entregado David Jusseu.
—Así que es Silvio Rendón… aquí su futuro suegro me ha hablado muy bien de usted. Me alegro de conocerle.
—¿Quiere venir a tomar una copa con nosotros dentro de un rato? Carmen me ha dicho que van a ir al cine, pero creo que le dará tiempo a acompañarnos antes de ir a recogerla.
Tuve un instante de inspiración.
—Me gustaría mucho, pero tengo clase de alemán desde las seis hasta las siete y media.
Habría que ser ciego para no darse cuenta de la mirada que intercambiaron Valera y Orenes.
—¿Estudia alemán? Qué curioso… ¿cómo le dio por ahí?
—Bueno, estuve en Berlín cuando era joven y me interesé por la cultura del país. Empecé a recibir clases entonces y las he retomado hace unos meses.
—Qué curioso —repitió Valera—. ¿Y se le da bien?
—Se me podría dar mejor —dije, con modestia—. Y ahora, si me disculpan, no quiero hacer esperar a mi profesor.
Dos días más tarde cené en casa de Carmen. Para mi sorpresa, Valero estaba allí. Mientras nos servían la comida, Orenes me preguntó por mis clases y también por aquel viaje a Berlín que en realidad no había realizado nunca. Agradecí a la suerte el que años atrás Elijah y yo hubiésemos preparado con tanto interés nuestra visita a Alemania, de forma que pude hablar de monumentos, de museos, de edificios emblemáticos y, creo que hábilmente, me las arreglé para lamentar la poca fortuna del destino de los alemanes. Valera y el padre de Carmen volvieron a mirarse. Acababa de pasar mi primer examen.
Volví a tener noticias de ambos sólo veinticuatro horas después. Valera nos invitó a comer en un restaurante cercano al ministerio. Había otros dos hombres en nuestra mesa, situada en un reservado. Cuando hicieron las presentaciones, reconocí uno de los nombres de la lista, el de Antolín Prado, que ocupaba una dirección general en el ministerio. La comida transcurrió en un ambiente extraño, sumida en esa tensión que lo domina todo en una reunión forzada. Aquél no era un almuerzo entre amigos, así que al principio hablé más bien poco y me dediqué a escuchar hasta que se tocó el tema de Alemania.
—El teniente Rendón pasó una temporada en Berlín.
Era evidente que había llegado mi turno. Recordé fingiendo nostalgia mi falso viaje por tierras germanas. Hablé de los paisajes, de la belleza de la capital y, sobre todo, del admirable carácter de sus gentes, expresando mi total convicción de que el pueblo alemán sería capaz, también esta vez, de resurgir de sus cenizas. Aproveché para condenar la extrema dureza de los bombardeos aliados sobre ciudades emblemáticas como Berlín o Dresde, y las muchas bajas civiles que habían provocado.
—Nadie habla de esos muertos —gruñó Valera.
—En cambio —dijo Antolín Prado— en el extranjero no dejan de dar la lata con lo que dicen que les ocurrió a los malditos judíos.
—Silvio acaba de regresar de Estados Unidos —intervino Orenes—. ¿Qué se cuenta por allí sobre ese asunto?
No había previsto una pregunta de ese tipo. Esbocé una media sonrisa.
—Bueno… no había judíos en los círculos en los que yo me moví durante mi estancia en América, y me temo que mis amigos americanos no se dejan inquietar por esa cuestión. Digamos que la suerte de los judíos no está entre sus preocupaciones principales.
Hubo una carcajada general, una carcajada espontánea y despreocupada que hizo que se me encogiera el estómago. Eran hombres como los que se sentaban ante aquella mesa los que habían condenado al horror a Ithzak, a Hannah, a Amos, a cientos de miles de personas que murieron en los guetos y en los campos. Y allí estaba yo, riendo sus bromas, aportando mis chistes, compadeciendo al mismo pueblo que había sido responsable directo de la peor masacre de la historia moderna mientras fijaba en mi rostro la expresión de estúpida complacencia que dibuja el que ha encontrado en el camino a gente de su misma calaña, a bestias pertenecientes a su misma especie. La idea de que pudieran considerarme uno de ellos me estremecía, pero también despertaba en mí una excitante sensación de triunfo.
Mientras tomábamos el café saqué una caja de puros canarios que fueron muy bien recibidos por mis compañeros de almuerzo.
—Todo un detalle, Rendón. —Valera encendió el suyo.
—¿No les había dicho que este muchacho es una joya? —El padre de Carmen me palmeaba la espalda—. Jóvenes así son los que nos hacen falta en España.
—Rendón —era Antolín Prado quien hablaba—: Orenes me ha contado que recibe usted lecciones de alemán. Tal vez podría practicar lo que ha aprendido. Tengo algunos amigos alemanes a los que creo que le gustaría conocer.
—Será un placer —dije, simulando un interés sólo relativo.
Zachary West regresó de Nueva York al día siguiente y me llamó al ministerio para citarme en su casa a la hora de cenar. Llevábamos casi dos meses sin vernos, y le encontré cansado pero contento. Traía buenas noticias, me dijo. Había estado recaudando fondos para la Organización, y la respuesta de los judíos americanos había sido tan positiva que en lo tocante a reservas monetarias no habría motivos de preocupación. Me contó que Elijah y Mary Jo habían vuelto de su viaje de novios y que ya estaban instalados en la casa de Central Park que había sido el regalo de bodas del Rey de las mediasuelas. Querría haberle preguntado por Hannah Bilak, pero no lo hice. Me bastaba pensar en ella para seguir sintiendo un dolor agudo en alguna parte, así que prefería no tener noticias suyas.
—Bueno, cuéntame tú. Sé que estás metido en faena. Me dijeron que te habían enviado a Jusseu. Es un tipo raro, ya te habrás dado cuenta, pero no te preocupes por él. A partir de ahora despacharás conmigo. ¿Hay novedades?
—Yo diría que sí. Ayer comí con tres personas que están en la lista de colaboradores que me entregó Jusseu, y creo que ninguno pone en duda mis simpatías por Alemania. De hecho, uno de ellos, Antolín Prado, quiere que conozca a unos amigos de allí que están de visita en España.
—Esto se te da mucho mejor de lo que pensaba.
Le miré con una media sonrisa y decidí ser sincero.
—La verdad es que lo tuve fácil. Uno de los nombres de la lista, Salvador Orenes, es el padre de mi novia.
—De tu ¿qué? Silvio, ni siquiera sabía que tuvieses novia…
—De hecho, no la tenía. Salía de vez en cuando con una chica, pero mi trabajo en la Organización precipitó las cosas. Ahora tengo una prometida, pero también hilo directo con los simpatizantes nazis del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Acababan de servirnos una copa de jerez, pero Zachary no probó la suya.
—Silvio, no estoy seguro de que me guste lo que estás haciendo.
—Pues ya somos dos. Pero lo he pensado mucho y es una ocasión demasiado buena como para dejarla pasar. Esa gente ha empezado a confiar en mí. Es cuestión de días el que me consideren uno de los suyos. ¿Sabes lo que significa eso? Que hablarán en mi presencia de muchos de sus planes. Que conoceré a otra gente involucrada en las operaciones de ayuda a los nazis. Que quizá podré acceder a documentos importantes. Si todo sale bien, voy a estar en condiciones de ofrecer a la Organización informaciones muy valiosas.
—¿Y qué hay de ti? ¿Y de la chica?
—Se llama Carmen.
—¿Estás enamorado de ella?
—Claro que no.
Zachary meneaba la cabeza como si no estuviese del todo convencido.
—Silvio… no te voy a negar la trascendencia de lo que has conseguido. Infiltrar tan pronto a uno de los nuestros entre las cabezas de la Operación Puertas Abiertas era algo con lo que no podíamos ni soñar. Pero quiero que pienses bien en lo que estás haciendo. Hay cosas que no sería justo pedir a nadie. Si tienes una sola duda, la más mínima duda…
En aquel momento, por un segundo, estuve tentado de decirle a Zachary toda la verdad: que estaba enamorado de Hannah Bilak, que lo que de verdad quería era volver a América para estar cerca de ella. Pero no lo hice. Yo también pensaba en que hay cosas que no sería justo dejar de hacer sólo por seguir los dictados del corazón. Por primera vez en la vida tenía entre manos algo de verdadera importancia.
—Tranquilo. Ya he tomado una decisión, y voy a seguir adelante. No te preocupes por mí, ¿de acuerdo? Todo va a salir bien. Venga, brindemos por eso.
Unos días después, el padre de Carmen se presentó en mi despacho.
—¿Tiene un momento, Rendón?
A pesar de que mi noviazgo con su hija estaba oficializado, Orenes seguía tratándome de usted y dirigiéndose a mí por el apellido.
—Claro, señor.
—Antolín Prado quiere que usted y yo asistamos a una cena en su casa mañana por la noche. Mi esposa vendrá conmigo, y estaba pensando en llevar a Carmen.
—Eso sería estupendo. A las mujeres les gustan las fiestas.
—No se trata exactamente de una fiesta. En realidad, es una especie de cena de bienvenida. Unos amigos extranjeros acaban de instalarse en España, y los Prado quieren presentarles gente. Saldremos juntos desde mi casa. Venga a buscarnos a las ocho y media, y póngase el uniforme de gala. Antolín es muy amigo de formalidades.
Me cité a comer con Zachary para ponerle en antecedentes. Parecía que las cosas se precipitaban: ni él ni yo tuvimos la menor duda de que los «amigos extranjeros» de Antolín Prado eran oficiales del ejército del Reich o antiguos capitostes del partido nazi. Aquella tarde no tuve clase de alemán: Herr Spiegel y Zachary West se pasaron varias horas repasando conmigo la historia reciente de Alemania, poniéndome al tanto de la actual situación del país y haciendo hincapié en las circunstancias que rodeaban su ocupación por parte de los aliados. Fue entonces cuando me di cuenta que Spiegel, al que había considerado hasta ahora un simple profesor de idiomas, era también un integrante de la Organización.
—Es importante lo que digas, pero también cómo lo digas —recordaba Zachary—. Debes ser contundente, pero frío. Si expresas indignación, no la exageres. Ten en cuenta que un entusiasmo muy acentuado también puede resultar sospechoso. Tienen que ver en ti a un simpatizante de su causa, pero nunca a un fanático.
Al contrario que yo, Spiegel estaba convencido de que sabía el suficiente alemán como para salir airoso de mi encuentro con ciudadanos germanos.
—Lleva más de nueve meses tomando clases de forma intensiva. Tiene un nivel muy alto de gramática, y su pronunciación es correcta, así que no se inquiete. Hará un buen papel.
—Muy bien. —Zachary consultaba su reloj, que marcaba las doce de la noche—. Pues creo que hemos terminado. Sólo un par de detalles, Silvio: ve al peluquero y al barbero, lústrate los zapatos y antes de ir a la fiesta, haz que envíen en tu nombre un centro de flores a la esposa de ese tal Antolín Prado. Sobre todo, que sea grande. ¿Necesitas dinero?
—No, no. Aún tengo bastante del que me entregó Jusseu.
A pesar de mi inquietud, de mis dudas y mis inseguridades, aquella noche dormí como un bendito —debe de ser lo que llaman «el sueño de los justos»— y al día siguiente me desperté con el ánimo encendido por la inminencia de mi entrada en combate.
No voy a decir que no estaba nervioso mientras me preparaba para recoger a los Orenes. Siguiendo las instrucciones de Zachary, me había cortado el pelo y hecho afeitar con navaja, y había enviado a la señora Prado un ramo de flores pomposo y carísimo acompañado de una nota en la que le daba las gracias de antemano por su invitación.
Orenes aprobó mi aspecto cuando llegué a su casa.
—Está usted hecho un pincel, Rendón. Las señoras están acabando de arreglarse —bajó la voz—. Mi esposa no quería venir, dice que estando de luto no debería hacer vida social… pero hace ya ocho años de la muerte de mi pobre Jaime, y yo no puedo vivir de espaldas a estas cosas.
Le tranquilicé diciendo que alguien de su posición tiene obligaciones que no debe dejar de lado, y que también a su mujer y a Carmen les convenía distraerse un poco. Por primera y única vez, aquel hombre me dio lástima. Los ojos se le habían empañado al recordar al hijo muerto, y se me ocurrió pensar que más de una vez Salvador Orenes habría llorado por aquel muchacho caído en el campo de batalla. En ese momento me pregunté si se habría parado a pensar que los hombres a los que ayudaba a escapar de la justicia habían contribuido a asesinar a seres inocentes que también eran hijos de alguien.
Carmen y su madre entraron en el salón. Llevaban sendos vestidos oscuros, no demasiado elegantes y claramente pasados de moda. La inflexible señora Orenes estaba dispuesta a poner un límite al alivio del luto que la familia seguía llevando por dentro. Carmen parecía triste, consciente seguro de que sus atavíos llamaban la atención, y no precisamente por nada bueno. Sentí una ráfaga de afecto hacia ella, pobre niña, víctima inocente de tantas circunstancias. Le ofrecí mi brazo para salir a la calle.
—¡Qué guapo estás! —susurró, y sonrió por primera vez desde que apareciera con aquel vestido tan feo. Le devolví el cumplido, y no sé si lo creyó o no, pero le brillaban los ojos mientras se aferraba a mi brazo y siguieron brillándole cuando entró junto a mí en aquella casa del barrio del Viso, donde había mujeres mucho mejor vestidas que ella, mujeres que llevaban joyas y que habían pasado horas en la peluquería mientras ella lucía un sencillo recogido a todas luces hecho en casa.
—¡Qué elegante está todo el mundo! —dijo, para que sólo yo la oyera.
—Tú también estás muy elegante.
Me dirigió una mirada de reproche que iba también cargada de ternura.
—Yo no. Mi vestido es muy feo. Era de una tía mía, me lo arreglaron ayer. Pero no me importa. Me alegro de haber venido.
Supongo que por instinto, apreté la mano con la que se agarraba de mi brazo.
—¡Rendón, venga por aquí! —Prado acababa de advertir nuestra llegada—. Hola, Carmencita, guapa. ¿Me prestas a este chico un momento? Mira, querida, este muchacho fue quien te envió las flores.
Una mujer delgada y bajita, enjoyada como un árbol de Navidad, se adelantó a saludarme.
—Las recibimos hace un par de horas. Un detalle delicioso, teniente. Las flores me apasionan.
Tenía el hablar afectado y sus modales eran exageradamente corteses. Podría asegurar que sólo una generación separaba a aquella mujer de la más pura necesidad.
—Un placer, señora Prado.
—Bueno, bueno, dejemos a las mujeres hablar de sus cosas. Acompáñeme, Rendón. Hay unos amigos a los que quiero presentarle.
Me di cuenta de que me sudaban las manos, y me las sequé disimuladamente con el pantalón del uniforme. En una sala vecina, tres hombres bebían una copa de jerez. Uno era Ibáñez, a quien había conocido en el almuerzo del otro día. Los otros dos, altos, rubios, de ojos muy claros, perfectos ejemplares de la dichosa raza aria, eran sin duda los amigos alemanes del anfitrión. Cuando estreché sus manos y clavé mis ojos en aquellas pupilas azules, pude notar que las piernas me flaqueaban.
—Capitán Schiller, capitán Hals… el teniente Silvio Rendón.
Les saludé en su idioma, y ellos correspondieron a mis palabras de bienvenida con un puñado de alabanzas a España y a los españoles. Les pregunté si era la primera vez que visitaban el país y me dijeron que sí, y que esperaban tener ocasión de conocerlo bien durante su estancia entre nosotros. Parecía la conversación propia de un cóctel en una embajada. Los otros no tardaron en utilizarme como intérprete para charlar con los alemanes, que al parecer no sabían una palabra de español. Estaba claro que, pese a lo que Prado me había dicho, no tenían con él una relación demasiado estrecha.
Durante la cena me sentaron al lado de la señora Schiller, una exquisita mujer de rasgos aristocráticos y pelo tan rubio que a la luz parecía blanco. Frau Schiller tenía una hermosa voz de contralto, y me dijo que en su juventud había sido cantante de ópera.
—Dejé la música al casarme. Ya ve, teniente: cambié un amor por otro. Ahora sólo canto para mi marido y me limito a disfrutar de las interpretaciones de otros. Así es la vida: siempre hay algo a lo que renunciar.
Se me ocurrió pensar que quizá aquella dama habría escuchado alguna vez, en grabaciones o quizá en directo, el violín prodigioso del pobre Amos Sezsmann.
La cena resultó agradable. Yo dediqué toda mi atención a las dos parejas de alemanes, oficiando alguna vez de traductor para el resto del grupo. Tal como Zachary me había aconsejado, dejé bien clara mi supuesta germanofilia sin caer en estridencias. Sólo me apasioné cuando fingí escandalizarme al recordar que aquel invierno muchas mujeres y niños habían muerto por falta de alimentos en Alemania, mientras las tropas aliadas derramaban sacos de azúcar en las pistas de baile de las salas berlinesas para poder deslizarse mejor al ritmo de la música. En ese momento me di cuenta de que la señora Schiller tenía los ojos llenos de lágrimas, y que los otros dos hombres se miraban mientras asentían, satisfechos de haber encontrado a un simpatizante de su causa.
Cuando sirvieron las copas de champán, Prado me pidió que hiciese un brindis, y poniéndome de pie repetí el mismo discurso en alemán y en español.
—Brindo por la amistad entre nosotros y entre nuestras naciones hermanas, y hago votos por que el mundo civilizado comprenda algún día la generosa aportación a la historia que han hecho la una y la otra.
Mis palabras fueron acogidas con aplausos. Carmen me miraba con orgullo, y supe que se había olvidado de su vestido viejo y de su peinado chapucero. Era su novio el que sabía hablar en dos idiomas, el que disertaba sobre política y llevaba los zapatos más brillantes de toda la sala, y enviaba costosos ramos de flores, y sabía comportarse en sociedad con la soltura de un experto. Ése era el triunfo de Carmen, y no necesitaba otro trofeo.
Al día siguiente, cuando llegué al ministerio, tenía ya un mensaje de Orenes y de Antolín Prado: querían verme lo antes posible en el despacho del segundo.
—¿Llevan mucho esperando? Por cierto, señor Prado, una cena estupenda.
—De eso queríamos hablarle… Siéntese, por favor. Rendón, hace tiempo que venimos observándole…
Procuré que mi expresión fuera de sorpresa contenida.
—No se moleste, pero era importante que estuviésemos seguros de usted antes de ponerle en antecedentes de ciertas cosas. Orenes nos había hablado muy bien de su persona, pero ésta es una cuestión delicada y teníamos que atar todos los cabos. Verá, Rendón, las parejas que conoció ayer, los Schiller y los Hals… no son exactamente amigos míos.
—Son refugiados políticos. —Orenes intervino en la conversación—. Han tenido que salir de Alemania a causa de la persecución que sufren por parte de los aliados. No hace falta que le explique más, usted sabe mejor que nadie cómo están las cosas allí.
—Comprendo.
—Hay más como ellos. —Prado seguía hablando—. En realidad hay cientos, miles. Hombres con familia que son perseguidos con saña sólo por el hecho de haber pertenecido a las SS o al cuerpo de funcionarios del gobierno de Hitler. Por eso, y siempre desde nuestras posibilidades, hemos constituido un pequeño grupo para… para echarles una mano. Algunos de esos ciudadanos alemanes se instalarán en España, al menos temporalmente y hasta que decidan qué es lo que quieren hacer en el futuro. Éste es un país amigo, y saben que no tendrán problemas. En realidad, el único escollo para su completo bienestar es precisamente la barrera del idioma. Se entienden utilizando el italiano o algunas palabras en francés, pero muchas veces sería un alivio que alguien pudiese hablarles en su lengua. Hemos localizado a un par de personas que saben alemán, pero no nos parecen dignas de confianza. De momento tenemos que actuar con discreción. No crea que a todo el mundo le gusta lo que estamos haciendo. Contamos con opositores incluso dentro del gobierno de Franco y hay varios representantes del cuerpo diplomático que se complacen en ponernos zancadillas, como ese Jacobo Alba al que han sorbido el seso los malditos ingleses. Parece mentira, pero tenemos al enemigo en casa y hay que saber de quién se fía uno.
—Por eso queríamos pedirle que nos echase una mano de vez en cuando. No esperamos que haga de intérprete con todo el que llega… pero de vez en cuando aparecen personajes más significados a los que querríamos dar un trato especial. No se lo hemos contado, pero los dos caballeros que conoció anoche eran destacados miembros de la Waffen SS…
—No podía ni imaginarlo…
—Vendrán más como ellos. Así que, si no tiene inconveniente, le llamaremos cuando haya que dar instrucciones complejas o si es necesario ofrecer a algún recién llegado un tratamiento preferencial.
—Estoy a su disposición. Si necesitan un intérprete, cuenten conmigo. Y si les hace falta ayuda para traducir algún documento, alguna carta importante…
—Pues no le digo que no. —Prado bajó un poco la voz—: Normalmente, las informaciones se mandan en español bajo un código cifrado y se traducen en destino… pero ganaríamos tiempo si las enviásemos directamente en alemán. Ni que decir tiene que su ayuda será retribuida como corresponde.
Volví a dibujar en mi rostro una expresión de inocencia infinita.
—Me ofende, señor Prado… quiero pensar que esto me lo piden como amigo, y así voy a actuar con usted y con las personas que necesiten mi ayuda.
Orenes me echó el brazo por encima del hombro.
—Déjese de cumplidos, Rendón. A los jóvenes siempre les viene bien algún pellizco a fin de mes. Además, estamos bien organizados y tenemos dinero para estas cosas.
Tras despedirnos, Orenes y yo salimos juntos del despacho, él satisfecho, yo intentando contener mi excitación. Ya estaba dentro. Ahora sí. Iba a entrar en mi oficina cuando Orenes me tiró un poco del brazo.
—Rendón… ¿tiene un minuto para mí? Querría saber… en fin, prefiero hablar con usted antes que con mi hija… ¿qué planes tienen usted y Carmen? Me refiero a casarse, claro.
No estaba preparado para aquello. De verdad que no lo estaba. La idea de una boda se me antojaba tan descabellada que había olvidado que sólo para mí lo era. Casarme con Carmen… no, de ninguna manera. Por lo menos, no en aquel momento.
—Señor, su hija y yo no hemos hablado de eso. La familia está de luto y, si me permite que lo diga, creo que su hija es demasiado joven todavía.
—Tiene veinte años. Su madre se casó con veintiuno.
—Las cosas eran distintas. Prefiero esperar a que Carmen me conozca mejor para pedirle que se case conmigo, y estar seguro de que toma la decisión correcta. Usted sabe cuáles son mis intenciones, pero no hay prisa y es preferible no precipitar las cosas.
Orenes frunció el ceño.
—Bueno, un noviazgo largo no tiene por qué ser malo —dijo, como para sí—. Y la verdad es que para mi mujer sería difícil perder a Carmencita… a la pobre le hace mucha falta su hija. Quizá tenga usted razón. Podemos esperar unos meses. Olvide lo que le he dicho y, por favor, ni una palabra de esto a la niña.
—Faltaría más.
Entré en el despacho con cierta sensación de alivio. Aunque la cuestión volvería a plantearse, al menos había conseguido ganar algo de tiempo.
Las cosas fueron mucho más rápido de lo que yo pensaba. En cuestión de días me convertí en intérprete de la Operación Puertas Abiertas, y aunque al principio me llamaban con cierto embarazo y pidiéndome disculpas por las molestias, pronto se oficializó mi papel y fui una figura omnipresente en las recepciones a los nazis recién llegados, a quienes servía de traductor, pero también de guía turístico y hasta de confidente ocasional. ¿Sabes lo más chocante de todo? Que buena parte de aquellos alemanes no eran, en apariencia, los monstruos sanguinarios que yo imaginaba, sino hombres afables y hasta simpáticos, exquisitamente educados, que me trataban con una absoluta cortesía y un profundo respeto y que agradecían mis desvelos. Al principio, la situación me resultaba incómoda, pues no podía por menos que sentirme vagamente seducido por aquellos hombres de apostura impecable, algunos de los cuales tenían una personalidad arrolladora y un nivel cultural muy superior al de la media. Con ellos hablaba de arte, de literatura y de historia antigua (me di cuenta de que pasaban de puntillas por cualquier cuestión relacionada con la política contemporánea), y daba paseos por las calles del Madrid de los Austrias o visitaba las salas del Museo del Prado para que entrasen en éxtasis ante los cuadros de Velázquez, del Greco o de Goya.
Si nunca me encariñé de verdad con ninguno de aquellos hombres, si mi simpatía hacia ellos fue siempre fingida y superficial, si nunca puse en duda la extremada justicia de la operación que se preparaba en su contra, fue porque me empeñaba en recordar obsesivamente que mis pupilos en Madrid habían sido culpables directos, no ya de la muerte de dos amigos entrañables, sino del más horrendo crimen colectivo de la historia moderna. No, espera, déjame terminar. Sé que en el último siglo ha habido historias de genocidios tan terribles como el dirigido por Hitler y los suyos. Yo también sé lo que hizo Stalin. Sé lo que hizo Idi Amin y ese otro chiflado de Camboya, Pol Pot. Pero esto fue peor. ¿Sabes por qué? Porque Hitler no tenía enfrente a un pueblo reprimido, pobre o limitado. No se las tuvo que ver con campesinos aplastados bajo el yugo de los zares, con aldeanos analfabetos o con miembros de tribus africanas tradicionalmente sometidas a algo o a alguien. Alemania era un país desarrollado, rico, culto. La patria de Schiller, de Goethe, de Bach o de Lutero. Los nazis pervirtieron todo eso. Convirtieron a los alemanes en culpables colectivos de un crimen monstruoso que se les seguirá recordando cuando pasen los siglos. Así que, cuando aquellos oficiales de las SS, aquellos gerifaltes de la Gestapo o del partido caminaban junto a mí por las calles del Madrid viejo, intentando envolverme en la tela de araña de su buena educación y de su encanto personal, yo recordaba machaconamente que eran ellos quienes habían torcido, quizá para siempre, el destino de todo un pueblo previamente bendito por la Historia.
A pesar de mi buena memoria he olvidado a casi todos aquellos hombres. Ahora, al pensar en ellos, se me vienen a la cabeza en conjunto, como si fuesen las extremidades de un enemigo común al que tenía que enfrentarme. Sólo hay uno al que soy capaz de recordar en solitario. Se llamaba Franz Müller. Era militar y miembro del partido. Debía de contar unos cuarenta años, estaba casado y tenía tres hijos, los tres rubios y guapos como él. No sé por qué, aquel Müller me tomó afecto, y a pesar de que intenté zafarme de sus atenciones y sus muestras de consideración, pensé que era imposible hacerlo de una forma contundente sin despertar sospechas. Así que, tras muchas excusas, acabé aceptando una invitación para comer con su familia. Los Müller vivían en una casita situada en Puerta de Hierro. Era un lugar precioso, rodeado de un pequeño jardín, con una enredadera de rosas trepando hasta las ventanas y macetas con flores en los balcones. Franz y los suyos me recibieron con tanto afecto que me sentí incómodo. Su esposa me dijo que estaba feliz de conocer «al único amigo que mi esposo tiene en España», y los niños me besaron como a un pariente próximo hacia el cual se les ha inculcado un cariño sin reservas. Durante la comida abrieron una botella de vino del Rin, «la última que nos queda. La reservábamos para una ocasión especial», y me sirvieron una selección de platos alemanes cocinados por la señora Müller, rematados por un exquisito strudel de manzana.
Formaban una familia perfecta. Se trataban unos a otros con amor y respeto: los hijos querían a los padres, los padres a los hijos, los hermanos se adoraban y era evidente que los esposos seguían estando enamorados. Aquella estampa familiar, con el jardín y las rosas trepadoras, estaba sin embargo libre de cualquier cursilería: todo en aquella casa era completamente espontáneo, desde el comportamiento de los críos hasta el tono cariñoso que usaban los Müller para hablar entre sí, pasando por la ternura que demostraban al escoger disimuladamente para mí las mejores porciones de cada plato o su insistencia en que me sirviese otro trozo del pastel que habían preparado en mi honor.
Al terminar de comer, Franz y yo nos quedamos solos. Tomamos café en su despacho, y me di cuenta de que sobre la mesa, colocada sin ningún cuidado, había una Cruz de Hierro. Para mi sorpresa, el militar no hizo referencia alguna a la condecoración ni me dio detalles acerca de la acción heroica que le había hecho merecedor de tal honor. Tampoco yo se los pedí. Fue como si ambos hubiésemos hecho un pacto secreto para no escarbar en el pasado. Es curioso: cuando tomaban confianza conmigo, la mayoría de los militares con los que trataba acababan hablando de su intervención en la contienda, de las heridas de guerra y de brillantes episodios de combate en los que habían participado. Franz Müller no lo hizo. Quizá aquel hombre había intuido que, muy en el fondo, él y yo estábamos en bandos distintos. O, a lo mejor, es que él tampoco sabía ya en qué bando estaba.
Al margen de mi pequeña flaqueza al simpatizar íntimamente con alguien a quien debía considerar un antagonista, el trabajo que realicé aquella temporada fue de gran ayuda para la Organización. Pronto pude proporcionar informaciones suculentas sobre el paradero de muchos de los nazis afincados en España, de su situación personal e incluso de sus planes para el futuro, pues aquellas personas acababan confiándome hasta sus proyectos de vida. Muchos de ellos pensaban utilizar España como trampolín para pasar a Sudamérica, donde iban a contar con ayuda para vivir sin sobresaltos hasta el fin de sus días. Para algunos de aquellos nazis, acostumbrados a la opulencia del Berlín de los años treinta, la vida pequeñoburguesa que les esperaba en nuestro país resultaba poca cosa, y se imaginaban que en el cono sur podrían aspirar a llevar una existencia más acorde con lo que creían merecer.
Al principio no entendía muy bien para qué iba a utilizar la Organización todos los datos que les proporcionaba sobre los alemanes huidos, si de todas formas en nuestro país no podrían detenerles legalmente. Zachary West me decía que no me preocupara de eso. De momento les bastaba con tener controlados a los que llegaban a España. El éxito de la Organización se vería a medio y largo plazo, cuando los nazis aquí radicados actuasen de imán para otros como ellos y se produjese una entrada constante de supuestos refugiados.
En sus inicios, la Operación Puertas Abiertas estuvo marcada por el absoluto descontrol. Las llegadas de alemanes se producían sin orden ni concierto, y la mayor parte de las veces de forma inesperada: sonaba un teléfono y alguien pedía ayuda desde dentro de la frontera española. Fui yo quien convenció a Prado de hacer las cosas de otra forma, y quien hizo germinar en su cabeza la necesidad de crear una serie de rutas fijas y supuestamente seguras para trasladar a los alemanes hasta España desde los lugares en los que estaban escondidos. Gracias a mis funciones de traductor de documentos, pude saber cuáles iban a ser esas rutas, y muchos de los nazis que se preparaban para un agradable exilio en territorio español fueron interceptados por miembros de la Organización en su camino a la frontera.
No todas las operaciones se abortaban: hubiese resultado demasiado sospechoso que la totalidad de los alemanes que habían anunciado su llegada inminente desapareciesen sin dar señales de vida. Por eso la Organización dejaba entrar en el país a algunos de ellos, y aquí se les seguía controlando. Al principio yo pensaba que éramos sólo un puñado de colaboradores, pero no tardé en darme cuenta de que estaba implicada mucha más gente de lo que había creído, o aquella complicada operación de vigilancia y seguimiento no hubiese sido posible.
Por mi parte, seguía asistiendo a los nazis que se habían instalado en Madrid. Tal como Prado y Orenes me habían anunciado, empecé a recibir retribuciones tan generosas como irregulares que me entregaban en mano una o dos veces al mes. Zachary me dijo que no se me ocurriese rechazarlas: es raro encontrar a alguien que hace las cosas a cambio de nada, y no era bueno que me tomasen por un altruista o por un imbécil. Como en el fondo consideraba que aquél era un dinero sucio, no me atrevía a gastarlo, y lo fui dejando en un cajón del armario, sin sacarlo siquiera de los sobres que lo contenían.
No era lo único que recibía. Muchas veces, aquellos correctos oficiales de las SS, aquellos educados funcionarios del gobierno del Reich, correspondían con regalos a mi amabilidad para con ellos, y me hacían llegar al despacho del ministerio botellas de buen brandy, cajas de cigarros o dulces difíciles de encontrar en el Madrid de los años cuarenta. Nunca aproveché aquellos regalos. Una especie de pudor antiguo me impedía encender los puros, servirme una copa de licor o saborear los bombones. Solía regalar el tabaco a mis compañeros de trabajo y las botellas de alcohol al marido de la portera, y cada vez que recibía alguna golosina la enviaba a un colegio de huérfanos que había cerca de mi casa, donde seguro que nadie iba a preocuparse de averiguar su procedencia: unas pastas de chocolate eran casi un milagro en la España de la escasez y las cartillas de racionamiento.
Transcurrieron dos años en los que mi tiempo estuvo tan ocupado como puedas imaginarte. Pasaba las mañanas en el ministerio, y por las tardes me dedicaba a mis funciones como pieza fundamental de la Operación Puertas Abiertas. Seguía encargándome de los alemanes recién llegados, facilitando las salidas del país de todos aquellos que habían decidido radicarse en Sudamérica y traduciendo documentación que era enviada a quienes seguían esperando el momento para entrar en España. De todas formas, y pasados los primeros tiempos en los que hubo verdaderas avalanchas de recién llegados —muchas frustradas por las detenciones que se producían cuando estaban a punto de cruzar la frontera— los alemanes arribaban ahora a cuentagotas.
El tiempo libre lo dividía entre mis encuentros con Carmen y mi trabajo en la Organización. De ser un simple infiltrado en el grupo rival, evolucioné hasta convertirme en alguien con ciertas responsabilidades. Estaba en contacto directo con otros grupos que se dedicaban a la caza de nazis fuera del país, y solía preparar para ellos largos informes sobre la marcha de la Operación Puertas Abiertas. Aquellos documentos salían de España por valija diplomática a través de las embajadas de Inglaterra y Estados Unidos, donde habíamos conseguido introducir a algunos de nuestros colaboradores, e iban a parar a manos de otros buscadores de asesinos que trabajaban en Francia, en Holanda, en Austria o en Bélgica.
Carmen y yo seguíamos llevando nuestro noviazgo con tranquilidad. Salíamos juntos todos los días, y mis cenas en casa de los Orenes habían pasado de ser quincenales a celebrarse cada siete días. Los almuerzos del domingo seguían respetándose (a veces era yo quien les convidaba a comer fuera), y también se contaba conmigo para las celebraciones señaladas, a saber, el día del Carmen, el de San Isidro Labrador y las fiestas nacionales de Santiago y el Pilar. En Navidades viajaba a Ribanova para ver a mis padres, que tuvieron un pequeño disgusto cuando Efraín les comunicó que estaba decidido a trasladarse a Estados Unidos, pues la agencia americana para la que trabajaba quería tenerle instalado allí. Fui yo quien consoló a mi madre:
—Después de todo, parece que tu destino era el de tener un hijo viviendo en el extranjero. Ya ves, de no haber sido por la guerra, yo me hubiese ido a estudiar a Boston y quizá ahora estaría trabajando en cualquier ciudad de Norteamérica.
Se secó las lágrimas sonriendo.
—Me da pena que tú también vivas lejos… pero me gusta verte bien situado, de funcionario en el ministerio y con novia formal… que, por cierto, a ver cuándo me das una alegría.
Supongo que forcé una sonrisa. Aunque procuraba no pensar en el asunto, la cuestión de una próxima boda seguía gravitando sobre mi cabeza. Carmen acababa de cumplir 22 años, y en la España de la época la mayoría de las chicas se casaban en torno a esa edad. Yo ya no podía esgrimir ante su padre argumentos tan peregrinos como la necesidad de que Carmen me conociese mejor ni de querer respetar el luto de su familia. A veces yo mismo pensaba ¿y por qué no?, ¿qué había de malo en el matrimonio? No estaba enamorado de Carmen, pero sentía por ella un afecto sincero. Era dulce, cariñosa y jamás pedía nada. Varias amigas suyas se habían casado ya, e incluso una acababa de ser madre. Hasta entonces yo no había pensado demasiado en la paternidad, pero había empezado a darle vueltas después de leer una carta de Elijah informándome de que él y Mary Jo iban a tener un hijo.
Mi amigo y yo nos escribíamos al menos una vez al mes. Sus cartas me recordaban a aquellas que redactaba cuando los dos éramos niños: misivas llenas de entusiasmo que describían una vida atractiva y feliz. Su trabajo en el estudio de arquitectura iba viento en popa, y le llegaban encargos de otras partes del país, lo que le obligaba a hacer frecuentes viajes. Mary Jo solía acompañarle, y a veces visitaban a los miembros de la familia de su esposa. Algunos todavía tenían que tragar saliva cuando un negro se sentaba a su mesa, y en una eterna cantinela compadecían a los pobres Connors, tan orgullosos de su hija, debutante de éxito, estudiante privilegiada y participante habitual en el Daisy Chain, que teniendo tantos chicos para elegir había seleccionado a un salvaje como marido.
Elijah solía bromear con esas cosas, incluso aquella vez que acudieron a Alabama para firmar el proyecto de un edificio y ningún hotel quiso alojarles. Se quedaron en casa de una prima de la madre de Mary Jo (por suerte, la sangre de los Connors había llegado a todos los rincones del país) pero el viaje resultó ser hecho en balde pues, en cuanto vieron a Elijah, los propietarios del solar donde iba a construirse el inmueble le informaron de que el contrato quedaba rescindido «porque no querían trabajar con un negro». Elijah me refirió el episodio sin acritud ni rencor: «La culpa fue mía. Sé perfectamente cómo están las cosas en el Sur. Teníamos que haber enviado a Gillian, que es pelirrojo y descendiente de irlandeses».
En cuanto a Hannah Bilak, después de escribirnos con cierta asiduidad durante unos meses, nuestras cartas se habían espaciado. No niego que fui el culpable de aquel distanciamiento, pero me había dado cuenta de que aquellos sobres con su letra alteraban mi ánimo y me hacían soñar con cosas imposibles, así que empecé a convertir mis cartas en simples notas de cortesía y dejar pasar mucho tiempo entre un envío y otro. Hannah debió de entenderlo, y también dejó de escribir. Me dije que era mucho mejor así.
A medida que pasaba el tiempo, las llegadas de refugiados iban espaciándose, y mi concurso dentro de la Operación Puertas Abiertas fue haciéndose cada vez menos necesario, pues los alemanes instalados en España habían formado ya una pequeña colonia solidaria encantada de prestarse apoyo entre sí. A pesar de que cada vez me llamaban menos para utilizarme como intérprete, seguían invitándome a muchas reuniones sociales, supongo que porque me consideraban un ejemplar de español presentable: culto, políglota y de buena presencia. Yo seguía mandando flores a las esposas anfitrionas, contribuyendo con botellas de champán al éxito de las fiestas y mostrándome encantador con todo el mundo.
Fue en una de aquellas fiestas donde me enteré de que el nuevo santuario para los nazis huidos estaba radicado en territorio italiano. Desde finales de 1946 funcionaba en el país la llamada «Vía Romana», una bien trazada ruta que llevaba a los alemanes hasta Roma, y de allí a un exilio definitivo, bien en los países del Próximo Oriente (si se trataba de ayudar a simples funcionarios o militares de baja graduación) bien en Sudamérica. No tardé más que unas horas en poner aquellos datos en manos de la Organización.
—Es una información muy valiosa. Lástima que nuestros colaboradores italianos no funcionen demasiado bien —se lamentó Zachary West—. Sería perfecto que fueses a Italia para obtener más detalles sobre esa nueva ruta de huida.
—Imposible —contesté—. No puedo salir de España sin dar una explicación, y podría parecer sospechoso que me trasladase a Italia precisamente ahora.
—Ya lo sé. De todas formas, hace ya tiempo que la cúpula de la Organización me reclama que encontremos la forma de permitirte realizar algunos viajes. Tu trabajo ha sido tan bueno que hay algunas personas que quieren conocerte.
—Pues, la verdad, de momento no creo que eso sea posible.
—Oh, no te preocupes —dijo Zachary West empleando el tono indiferente que usaba para hablar de asuntos que en realidad tenían verdadera trascendencia—. Estamos en ello desde hace semanas. Ve diciendo a la gente de tu entorno que llevas bastante tiempo escribiendo.
Miré a Zachary como si pensase que se había vuelto loco.
—Escribiendo ¿qué?
—Novelas policíacas.
Ni que decir tiene que mi falsa faceta de escritor aficionado sorprendió a todos los que me conocían. A pesar de que hablaba de mis escritos con verdadera modestia, más de uno me pidió que le permitiese leer las cuartillas terminadas. Carmen fue quien más insistió, pero me escudé en la inseguridad y los prejuicios para justificar mi negativa. Siguiendo las instrucciones de Zachary, comuniqué a todo el mundo que había mandado un manuscrito terminado a una editorial, y sólo quince días después llevé unas botellas de vino al ministerio para festejar la respuesta del editor, a quien había gustado tanto mi novela que había comprado los derechos para publicarla, no sólo en España, sino también en Italia, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Carmen estaba radiante: su novio no sólo era un héroe de guerra bendecido con el don de lenguas, sino que además se había convertido en escritor.
—Te vas a hacer famoso —decía—. Como Carmen de Icaza o Marcial Lafuente. Qué pena que te haya dado por historias de crímenes, con lo que a mí me gustan las novelas de amor… Por cierto, ¿cómo se llama lo que has escrito?
—El caso Hightower.
No hace falta que te diga que el título de marras y todos los detalles sobre mi supuesta actividad literaria me habían sido proporcionados por Zachary West. La editorial que iba a publicar mis novelas se llamaba Tinta Roja, y en contra de lo que pensé en un momento, existía de verdad. Se trataba de una antigua firma al borde de la quiebra, a quien la Organización había contratado una edición discreta para esta y otras novelas mías. A cambio de una cantidad que suponía respetable, se habían comprometido a imprimir la novela en rústica y a colocarla en algunas librerías madrileñas. En Inglaterra, Italia, Francia y Estados Unidos las tiradas iban a ser simbólicas y ni siquiera las haría una editorial, sino alguna imprenta especialmente contratada para sacar a la calle medio centenar de volúmenes que pudiesen servir de coartada a mi presencia en aquellos países.
—Eso sí, el editor se ha empeñado en ponerme un nombre inglés, porque los autores anglosajones son muy apreciados y dice que así venderé mucho más. —Se lo estaba explicando a la familia de Carmen, tíos y primos incluidos, en el transcurso de un almuerzo dominical—. Las novelas van a ir firmadas por Nathaniel Prytchard.
—Sí que es una lástima —decía Carmen—. Si ponen otro nombre en los libros, nadie se va a creer que los hayas escrito tú…
—Pues a mí me parece bien, para qué nos vamos a engañar —aseguraba Orenes—. Eso de escribir novelas no es muy serio… dicho sea con todos los respetos, Rendón… pero usted es un oficial condecorado por el Generalísimo, tiene un puesto de responsabilidad… en fin…
—Yo pienso lo mismo. La verdad, nunca pensé que esas historietas que escribo pudieran interesar a alguien, pero ya ve.
—Vale usted mucho, Silvio. —No sé por qué, la madre de Carmen estaba encantada con mi nueva actividad—. Y, diga lo que diga Salvador, a mí lo de la literatura me parece muy bonito y nada impropio de un militar.
Te estarás preguntando quién escribía por mí aquélla y todas las otras novelas que fueron publicándose a lo largo de los años y que supusieron el mejor salvoconducto para moverme fuera de las fronteras españolas. Lo cierto es que no supe nunca el nombre de mi «negro». Cuando insistí delante de Zachary West en conocer la identidad del autor de aquellas historias, se negó a revelármelo. Me puse bastante pesado, pero no valió de nada. Me aclaró que era alguien a sueldo de la Organización y que estaba generosamente remunerado. Eso sí lo di por cierto, pues mi trabajo allí se pagaba muy bien. Mientras, los sobres de papel de estraza que recibía por las labores de intérprete en la Operación Puertas Abiertas se acumulaban ya en otro cajón de mi cómoda. Cuando me di cuenta de que era una estupidez tener guardado tanto dinero, y como seguía negándome a gastarlo, empecé a entregar mis honorarios a Zachary West como donativo para la Organización, formándose así una curiosa corriente de entrada y salida de billetes.
Acababa de publicarse El caso Hightower —había entregado el primer ejemplar a la madre de Carmen, que lo agradeció entre lágrimas— cuando Zachary West me dio la primera mala noticia que recibía en muchos meses: Elijah y Mary Jo habían perdido el bebé que esperaban. Había sucedido durante el parto, y la propia Mary Jo estuvo al borde de la muerte por una hemorragia masiva.
—Elijah está destrozado. Deseaba tanto ese hijo… Estoy arreglando las cosas para volar a Nueva York y pasar unos días con ellos.
—Iré contigo. —Lo dije sin pensarlo, pues ni siquiera sabía si me darían permiso—. ¿Te ocupas tú de los pasajes?
Habían pasado más de dos años desde mi primer viaje, pero estaba seguro de que en el ministerio iban a ponerme problemas para hacer otro desplazamiento largo. Decidí no arriesgarme y pedir la ayuda de Orenes, pues revocar una negativa siempre es más complicado que preparar las cosas para obtener un sí. Llamé a la puerta de su despacho a primera hora de la mañana, cuando aún no había demasiada gente en el ministerio.
—Señor, ¿puedo hablar con usted un momento?
—Claro, Rendón. ¿Pasa algo malo? Tiene usted cara de no haber pegado ojo. ¿Algún problema con mi hija? Ella no me ha dicho nada.
—No, no, no es eso. Carmen está bien. Se trata de mí. Tengo que pedirle que me ayude a obtener permiso para viajar a Estados Unidos dentro de unos días.
—¿Otra vez? Mire, Rendón, no le voy a ocultar que esas idas y venidas no me gustan nada, y no van a favorecer la opinión que de usted se tiene por aquí. Hace sólo dos años que viajó a América, y ahora me dice que tiene que volver… ¿qué negocios se trae usted en Estados Unidos? Porque no creo que se trate de otro compromiso social…
Salvador Orenes había tenido la reacción que esperaba.
—Comprendo lo que dice, señor, pero tengo un motivo para solicitar su colaboración. Voy a contarle algo… Sólo le pido que no diga nada de esto a Carmen ni a su esposa…
—Tiene mi palabra. Me está usted asustando.
—Se trata de mi hermano, Efraín. Vive en América desde hace unos meses. Es un chico un poco… bueno, un poco irresponsable. La oveja negra de la familia, ya sabe a qué me refiero. Mis padres están muy preocupados por él. Me he enterado de que piensa casarse con una chica que no le conviene en absoluto. Una americana protestante de padres divorciados, que tiene un hijo de un matrimonio anterior.
—Virgen Santa…
—Puede imaginarse cómo reaccionaría mi madre si llegara a celebrarse esa boda. La pobre ya está delicada de salud, y esto la llevaría a la tumba. Por eso quiero ir a Norteamérica. Mi hermano es un botarate, pero no un mal muchacho. A lo mejor, si hablo con él, consigo abrirle los ojos. Comprenderá que es un viaje penoso, pero…
—No me diga más, Rendón. Está todo justificado. Déjeme a mí los detalles, y usted preocúpese sólo de lo que le espera allí. —Movió la cabeza en un ademán de compasión infinita—. Menudo trago. Menudo trago, hijo.
Zachary West y yo partimos seis días después. Hicimos la preceptiva escala en Lisboa, y luego un vuelo nocturno bastante tranquilo. Zachary dormía pacíficamente a mi lado, pero yo no tenía sueño. Pensaba en el dolor de Elijah y Mary Jo y en qué posibilidades habría de brindarles consuelo. Y también pensaba en Hannah. Estuve a punto de enviarle un telegrama para avisarla de mi llegada, pero cambié de idea. Ella y los West estaban en contacto, y de todas formas ni siquiera estaba seguro de que pudiera trasladarse desde Baltimore para encontrarse conmigo… Me moría de ganas de verla, pero por otro lado quizá no fuese una buena idea el promover un encuentro entre ambos. Ya me había dolido bastante decirle adiós la última vez. En cuanto a Efraín ni siquiera sabía si estaba en Nueva York. Según su última carta, fechada tres meses atrás, iba a iniciar un viaje por el país para preparar una colección de fotos sobre estaciones de ferrocarril. A pesar de todo, le había mandado un telegrama a su apartamento de Manhattan informándole de mi visita.
Aquella vez no había en el aeropuerto nadie para recibirnos, así que Zachary y yo alquilamos un coche con chófer que nos llevó a casa de Elijah. Un criado nos abrió la puerta.
—Los señores duermen todavía…
—No les despierte. ¿Pueden servirnos un café?
Zachary y yo estábamos disfrutando de un generoso desayuno cuando Elijah entró en la habitación. Acababa de levantarse y llevaba un batín mal anudado y el pelo revuelto.
—Cuánto me alegro de que hayas venido…
Elijah y yo nos abrazamos. Me di cuenta de que mi amigo se agarraba a mí no con la franca camaradería de los buenos tiempos sino con la desesperación de un náufrago. Fui consciente de la carga de pesadumbre que llevaba por dentro, y también de que era la primera vez en la vida que el destino ponía a prueba al siempre afortunado Elijah West.
Mary Jo llegó algo después, ya vestida y peinada. La encontré hermosa y triste, mucho más delgada, con las huellas de la pena en un rostro que había perdido su aire aniñado. La desdicha nos hace madurar, nos vuelve adultos en cuestión de horas. A pesar de todo, la esposa de Elijah me recibió con el afecto que se reserva a un hermano —pues, como bien había dicho ella, eso éramos su marido y yo— y me agradeció, con los ojos llenos de lágrimas, el que hubiese hecho un viaje tan largo para estar a su lado en un momento difícil.
—Bueno, bueno, ya está bien de dramas. —Zachary besó en la frente a su nuera—. Mary Jo, sigues siendo preciosa, pero te estás quedando en los huesos. Siéntate y desayuna. Y tú, Elijah. Ahora que estamos todos juntos, Silvio, ponles al corriente de las novedades.
—¿Novedades? En tus cartas no me has contado nada demasiado emocionante.
—Ya sabes cómo es Silvio: no le gusta hablar de sí mismo. Pero acaban de publicar en España una novela suya, y el libro saldrá también en Estados Unidos.
—¡Pero bueno…!
—Las cosas no son exactamente como las cuenta tu padre…
Entre risas, Zachary explicó a Mary Jo y a Elijah las circunstancias en las que se había producido mi ingreso en la república de las Letras. Los dos celebraron ruidosamente la ocurrencia de la Organización.
—Así que harán de ti un escritor de renombre internacional. Es estupendo. Ahora podrás moverte a tus anchas…
—Bueno, no tanto. Pero será menos sospechoso el que pida licencia para viajar. Esta vez tuve que inventarme una historia para que mi suegro me arreglase los papeles en el ministerio.
—¿Tu suegro? Así que lo de esa chica, Carmen, empieza a ir en serio.
Zachary bajó los ojos en un gesto que no le era habitual. Supuse que nunca había hablado a Elijah de los detalles que rodeaban mi noviazgo.
—Más o menos… lo cierto es que ya tengo una edad y que debería ir pensando en sentar la cabeza.
A Mary Jo le brillaban los ojos.
—Ay, Silvio, eso sí que es una buena noticia. Cuando te cases, iremos a España a la boda. ¿Verdad, Elijah? Cuánto me alegro por ti… ya verás qué cara pone tu hermano cuando lo sepa… porque ¡él también va a casarse!
—Mary Jo… le prometimos no decir nada. ¡Era una sorpresa!
—¿Casarse? Pero ¿con quién?, ¿cuándo?
—Ni una palabra más. Mi querida esposa ya ha sido suficientemente indiscreta, y Efraín quiere contártelo personalmente. Ahora está en Filadelfia, pero volverá antes de que regreséis a España y te dará todos los detalles. Se puso loco de contento al saber que venías.
Aquella semana en Nueva York fue mucho más tranquila que la que precedió a la boda de Elijah y Mary Jo. Si la otra vez mis amigos estaban permanentemente agobiados con preparativos y compromisos sociales, esta vez pudieron dedicarse sólo a mí. Ellos, Zachary y yo dimos largos paseos por las calles neoyorquinas y los bosques de Central Park, asistimos a un par de estrenos de teatro y visitamos museos y galerías de arte. Los padres de Mary Jo nos recibieron en su casa de Sutton Place y dieron en nuestro honor una cena a la que también asistieron los consabidos parientes Connors que vivían en Connecticut, Boston y Rhode Island. En aquella reunión, nadie trató a Mary Jo con un especial afecto, ni le prodigaron los mimos que merece una mujer que acaba de perder a un hijo. Hubiera jurado que aquellas personas no acababan de lamentar la muerte del bebé West. Después de todo, la idea de que un mulato llevase la sangre de los Connors era demasiado incluso para los miembros más progresistas de la familia.
Dos días más tarde, Mary Jo se empeñó en que fuese de compras para Carmen.
—La ropa y los complementos son aquí muchísimo más baratos que en Europa… iré contigo para ayudarte. Además, me hacen descuento en algunas tiendas.
Estuve a punto de hacerme el remolón, pero entonces recordé el viejo abrigo negro de Carmen y la pobreza de sus vestidos heredados y aquello me decidió. Hasta la fecha no le había hecho demasiados regalos, y no debía desperdiciar la oportunidad de ser asesorado en mis compras por una elegante neoyorquina. Fue una jornada muy divertida. La esposa de mi amigo y yo —Elijah y Zachary prefirieron, con buen criterio, quedarse en casa— recorrimos la planta de señoras de los almacenes Macy’s y una docena de tiendas de los alrededores de la Quinta Avenida. Allí, dejándome guiar por el gusto de Mary Jo, compré para Carmen un traje de noche, un abrigo, blusas, faldas y dos vestidos de diario. Elegimos también tres sombreros con los bolsos y los guantes haciendo juego, y si no me llevé también zapatos fue porque no tenía la menor idea del número que calzaba mi novia. En la última tienda Mary Jo seleccionó una preciosa estola de piel que pidió que cargaran a su cuenta.
—Llévasela de mi parte, ¿lo harás? Ay, Silvio, estoy tan contenta por ti… debe de ser una chica estupenda… y me daba miedo que te quedases solo. Elijah te quiere mucho, y yo también… y nada nos hace más ilusión que el saber que tendrás pronto tu propia familia, aunque vivamos tan lejos unos de otros.
Creo que pocas veces en mi vida fui tan consciente del cariño que me profesaba una persona. Miré a aquella joven preciosa, a aquella madre frustrada que se había sobrepuesto al desencanto para hacerme compañía durante unos días, y vi en ella a una mujer valiente y fuerte, que no sólo había desafiado los atavismos de su clase casándose con un hombre de color, sino que además era capaz de apreciar a las personas que formaban el círculo inmediato de su marido. Eso debe de ser el amor, pensé, y sentí por mí mismo algo parecido a la lástima. Como aquella vez con Zachary, tuve la tentación de abrir mi alma a Mary Jo y explicarle que estaba dispuesto a casarme con una mujer a la que no amaba mientras estaba enamorado de otra. Fue una suerte que el sentido común refrenase mi lengua, pues sólo Dios sabe qué hubiese ocurrido de haber hecho semejante confesión. En ese momento, infeliz de mí, pensé que quizá ella y los otros podían sospechar algo acerca de mis sentimientos por Hannah, pues ni siquiera habían pronunciado su nombre en la semana que yo llevaba en Nueva York, y la única vez que me atreví a preguntar por ella me respondieron con evasivas, como si llevasen meses sin noticias suyas.
Aquella noche, Elijah y yo salimos a cenar solos. Zachary tenía un compromiso anterior, y Mary Jo pretextó estar agotada después de la tarde de compras, aunque yo sabía que sólo quería proporcionarnos un poco de privacidad a su marido y a mí. A diferencia de otras noches en que Elijah había reservado mesa en caros restaurantes de la parte alta de la ciudad, en aquella ocasión buscamos refugio en una casa de comidas del barrio italiano, donde no corríamos el peligro de encontrarnos con ningún conocido de los West que pretendiese unirse a nosotros. Cenamos una ensalada de queso y unos enormes platos de pasta con albóndigas, y hablamos de épocas pasadas, que es algo que suelen hacer los viejos amigos. Nos habían traído una botella de un vino tinto áspero y no demasiado bueno, y cuando la acabamos, Elijah pidió otra frasca, de la que se sirvió generosamente. Se me hizo raro, porque normalmente bebía bastante poco, pero no dije nada y tendí mi vaso para que volviese a llenarlo. Al acabar el postre, nos sirvieron una copa de aguardiente de limón.
—Bueno, Silvio… Zachary dice que eres el mejor agente doble que ha conocido en toda su dilatada trayectoria como espía.
—Tu padre exagera.
—No, qué va. Me lo ha contado todo. Decenas y decenas de nazis atrapados antes de cruzar la frontera gracias a tu labor como topo… por no hablar de todos los alemanes que tienen perfectamente controlados en Madrid. Eres un fenómeno, sí, señor… y estoy muy orgulloso de ti.
Elijah me palmeaba el brazo con torpeza. Empezaba a revolver la lengua al hablar, así que me dije que era el momento de iniciar la retirada y levanté la mano para pedir la cuenta.
—¡No tengas tanta prisa! Hace dos años que no te veo y nadie sabe cuánto tiempo pasará hasta que vuelvas de visita.
—Mary Jo dice que vendréis a mi boda.
—Mary Jo no se entera de nada. ¿Qué crees que dirían los amigos de los nazis si viesen entrar en la iglesia a un cochino negro como yo? ¿Qué diría el padre de Carmen? ¿Iban a seguir tragándose el cuento del joven fascista que adora a los alemanes? Zachary me lo ha explicado bien: si me ven contigo, empezarán a sospechar. Y no podemos permitir eso, ¿verdad? Hay que seguir trabajando para hacer justicia, para acabar con los asesinos de judíos inocentes. Claro que es una distribución de tareas un poco rara: ellos se dejan exterminar, y luego mi padre y tú dedicáis media vida a buscar venganza. Qué reparto tan poco equitativo.
—Sí, sobre todo porque me temo que fueron los judíos los que se llevaron la peor parte. ¿Ya no te acuerdas de Ithzak?
—Cómo olvidarlo. El pobre Sezsmann, que quería ser director de orquesta, y acabó muerto en la cantera de Mauthausen.
Me extrañó el tono empleado por Elijah: era como si su amargura naciese del rencor. Como si, en el fondo, considerase que Ithzak merecía lo que le había pasado.
—¿Por qué lo dices así?
Elijah encendió un cigarrillo.
—No lo sé. O sí. Es difícil de explicar. He pensado en eso muchas veces…
—¿En lo que le ocurrió a Ithzak?
—Más bien en lo que les ocurrió a los judíos polacos. Los nazis los llevaron al matadero como a un rebaño de ovejitas bien educadas. Les dijeron: ¡todos al gueto!, y allí se fueron uno detrás de otro. Luego empezaron a liquidarlos, y ellos se resignaron a su suerte. De vez en cuando, los metían en vagones de carga y empezaba el viaje a los campos de exterminio. Y los judíos, tan dóciles ellos, se apretujaban en aquellos trenes, bajaban en orden y se dejaban marcar como animales antes de ponerse a trabajar como esclavos…
—No sé a dónde quieres llegar.
—¿Sabes cuántos judíos había en Varsovia cuando se produjo la invasión? ¿No? Yo te lo diré. Cuatrocientos mil. Te dejo eliminar del grupo a los niños, a las mujeres, a los ancianos y a los enfermos, y aún nos quedan cien mil personas que hubiesen podido desafiar a los nazis o al menos vender caro el pellejo. Pero claro, el pueblo elegido debía de estar esperando un milagro. Que bajase del cielo un rayo vengador para acabar con Hitler, por ejemplo. Y entretanto se dejaron hacinar en un barrio miserable para ser diezmados o conducidos a campos de concentración. En ese aspecto, tengo que reconocer que nuestro Ithzak demostró tener al menos un poco de sentido común.
—Elijah, nunca supimos lo que pasó con él…
—Oh, vamos, Silvio, no te hagas el tonto. Mientras los suyos permitían que los nazis les pasaran por encima, él espabiló lo suficiente como para salvarse de la quema. No digo que aceptar favores de la Gestapo sea algo de lo que uno puede estar orgulloso… pero en la guerra vale todo ¿a que sí? Poner la otra mejilla o sobornar al enemigo… partiendo del deshonor, cada uno puede elegir lo que más le convenga.
Hice una seña a la patrona que se acercaba otra vez con la botella de aguardiente, y la mujer volvió sobre sus pasos. Elijah seguía hablando, pero no se dirigía a nadie en particular.
—Eso sí, el pobre Ithzak ni siquiera fue capaz de rematar la jugada. A veces me pregunto por qué le atraparon. Quizá se le acabó el dinero de su padre y sus protectores le dejaron abandonado a su suerte. Quizá se equivocó al orientarse y acabó llamando por voluntad propia a las puertas del campo. ¿Te imaginas? «Toc, toc, toc». «¿Quién va?». «Soy un pobre músico judío que se ha perdido y busca un lugar para pasar la noche».
Aquella burla me dolió.
—Elijah, ya es suficiente.
—Pero ¿qué te pasa? Reconoce que es gracioso…
—He dicho que ya está bien. Vámonos a casa.
Pagué la cuenta y Elijah abandonó el local sin mí. Iba tambaleándose. Nunca había visto a mi amigo en semejante estado: el graduado de Harvard, el inquilino de Park Avenue, el esposo de una descendiente de colonos, víctima de una melopea y diciendo aquellas cosas tan crueles… me dije que no se le podía tener en cuenta. Elijah estaba pasando por una etapa difícil, por la primera etapa realmente difícil de toda su vida. Cuando salí a la calle, mi amigo estaba vomitando protegido por las sombras de un callejón lleno de gatos que rebuscaban en los restos de comida. Me acerqué y le sujeté la cabeza durante el resto de la vomitona.
—¿Mejor?
—Yo qué sé…
—Espera aquí.
El restaurante aún no había cerrado, y la dueña me dio un paño húmedo y un vaso de agua. Se lo llevé a Elijah, que acababa de sentarse en un escalón mugriento.
—Límpiate, anda. Se te ha ido la mano con el vino. Y mira que era malo.
Me acomodé a su lado y así estuvimos un buen rato, Elijah restregándose el trapo por el cuello y por la frente, yo callado y esperando no sé a qué. En el callejón, los gatos seguían hurgando en los cubos de basura. Pasó una mujer pintarrajeada que a punto estuvo de dirigirse a nosotros, pero cambió de opinión y siguió su camino, pasó un niño corriendo, pasaron dos borrachos felices cantando Yankee Doodle a grito pelado. Tuve envidia de ellos. Ojalá Elijah y yo hubiésemos acabado la noche de la misma manera.
—Elijah, deberíamos volver a casa. Es tarde.
—Dame cinco minutos, ¿de acuerdo?
Mi amigo hundió la cabeza en el paño húmedo.
—Zachary me lo ha contado todo. Lo de tu novia. Llevas tres años con ella para poder ayudar a la Organización, y ahora vas a casarte. ¿Qué será lo siguiente, Silvio? ¿Qué más estás dispuesto a hacer por ellos? ¿Te ofrecerás para ejecutar a algún nazi?
—No digas tonterías. En cuanto a Carmen… no estoy enamorado de ella, pero la quiero mucho y creo que será feliz conmigo.
—¿Y tú? ¿Tú vas a ser feliz? Cuando me casé con Mary Jo, deseé que encontrases a alguien que te hiciese sentir como yo me sentía. Es lo que uno quiere para sus hermanos, ¿no? Tengo pocos amigos. Ningún amigo de verdad, si quieres que sea sincero. Vivo en un mundo de blancos, y en el fondo sigo siendo el negrito adoptado por el señor Zachary West. Creo que tú y Mary Jo sois las únicas personas que nunca han pensado en el color de mi piel.
—Te olvidas de Ithzak.
Me pareció que reflexionaba unos segundos antes de seguir hablando.
—¿Es por él, Silvio? ¿Es por él que has renunciado a casarte con alguien a quien quieres, que llevas años arriesgando tu vida como infiltrado de la Organización? ¿Que te rodeas a diario de simpatizantes nazis, que tu círculo habitual está formado por fascistas?
Me quedé callado buscando una buena respuesta.
—Es por muchas cosas, Elijah —dije al fin—, pero, sobre todo, lo hago porque me parece justo. Porque creo que es lo que tengo que hacer, y porque se lo debo a mucha gente.
—Eso no es verdad. No le debes nada a nadie.
—Cuestión de opiniones. —Le palmeé el brazo—. Venga, Elijah, volvamos a casa. Aquí huele que apesta.
Le ayudé a levantarse y caminamos un buen rato en silencio.
—Siento haberte hablado así. —La voz de Elijah sonaba pequeña y distinta.
—Ya lo sé.
—No le cuentes nada a Zachary. Ya nos hemos peleado esta tarde… le dije que estaba abusando de tu buena fe.
—Olvídalo. Mira, ahí hay un taxi. No pareces tan borracho como para que no quiera llevarnos.
Elijah pasó el día siguiente disfrutando las consecuencias de una fastuosa resaca, entre vasos de zumo de tomate y cafés bien cargados.
—Pues más vale que te repongas para esta noche. —Mary Jo parecía divertida—. Porque tenemos invitados.
—¡Por el amor de Dios! ¿No puedes anularlo? La cabeza me va a estallar.
—Pues tómate otra aspirina. Además, se trata de Efraín.
—¿Mi hermano está aquí?
—Llegó anoche de Filadelfia. Te llamó a casa, pero ya os habíais marchado, así que le dije que viniese hoy a cenar.
No veía a Efraín desde las pasadas Navidades. Me había escrito una vez contándome su proyecto para fotografiar estaciones, pero no había vuelto a tener noticias suyas. Y ahora iba a casarse. ¿Quién sería ella? ¿Una americana rica como Mary Jo? No, mi hermano era demasiado bohemio como para buscarse a una afortunada heredera. Le imaginaba con una chica como él, alguien amante de la vida desordenada y las aventuras, capaz de seguirle en su peregrinaje por el mundo para captar la mejor instantánea. Intenté que Mary Jo me contase algo de mi futura cuñada, pero no tuve mucho éxito con mis pesquisas.
—Ya he dicho mucho más de lo que debía. Esta noche podrás preguntar a Efraín todo lo que quieras, pero entretanto ten la bondad de no interrogarme.
Mary Jo disfrutó organizando una cena suntuosa. A pesar de su diplomatura en Vassar y su mentalidad abierta, la sangre de los Connors corría por las venas de aquella muchacha, que parecía encantada de ejercer de anfitriona. Hizo poner la mesa con la mantelería de Holanda y la vajilla inglesa que una de sus tías le había enviado como regalo de bodas, mandó limpiar la cubertería de plata y dispuso las copas de Bohemia que reservaban para las grandes ocasiones.
—No deberías molestarte tanto por Efraín. Es un pobre fotógrafo que ha pasado media vida vagabundeando por ahí con los zapatos rotos y la camisa sucia.
—No seas pesado, Silvio. ¿Sabes si le gustan las ostras?
—Supongo que habrá comido cosas peores durante la guerra. Vaya, espero que se acuerde de afeitarse o a la dama de Park Avenue le dará un infarto cuando lo vea entrar cubierto de pelos.
—Deja de incordiar y alcánzame los candelabros.
Hace ya muchos años de aquella tarde, pero la recuerdo con un cariño especial. Mientras ayudaba a Mary Jo a elegir los platos de la cena y la veía preparando las flores para el centro de la mesa, me invadía la amable sensación de estar protegido por la calidez del hogar de mis amigos: allí estaba yo, participando en los preparativos de una agradable reunión de camaradas, lanzando puyas cariñosas a la esposa de Elijah, que seguía suplicando que no hiciésemos ruido entre las brumas de su dolor de cabeza. En ese momento me di cuenta de que nunca podría reproducir en mi hogar una escena parecida: iba a casarme con una mujer a la que jamás podría hablar de la naturaleza de las personas a las que quería, que en efecto no estaba preparada para recibir en su círculo a un hombre de color, ni para saber que uno de mis mejores amigos había sido asesinado por los nazis a los que su padre escondía de la justicia. A pesar del efecto que en él había ejercido el alcohol, el discurso de Elijah no estaba falto de sentido: mi entorno vital, ahora y en el futuro, estaría integrado por hombres a los que despreciaba: germanófilos prepotentes y otros adeptos al régimen que doblaban el espinazo en las recepciones de El Pardo. Hasta entonces no lo había pensado, pero mi trabajo en la Organización me impedía también contar con un verdadero grupo de amigos.
Mary Jo había citado a Efraín a las ocho en punto.
—Has puesto seis cubiertos en la mesa…
—Lo sé. Para nosotros tres, para Zachary, para Efraín… y para su novia.
—¿De verdad va a traerla?
El timbre de la casa sonó en ese momento. Mary Jo y Elijah se miraron divertidos, como pendientes los dos de mi reacción. La puerta de la sala tardó sólo unos segundos en abrirse para dar paso a mi hermano, que venía acompañado de su prometida. Nada más verla sentí que el suelo acababa de abrirse bajo mis pies.
Era Hannah Bilak.