Al poco tiempo de morir mi madre, empecé a ver como una amenaza las primeras Navidades sin ella. Imaginaba la mesa pascual con su silla vacía, me veía a mí misma preparando en soledad la cena de Nochebuena, evocaba otras Navidades, lloraba por anticipado. Y, al aproximarse el adviento, me di cuenta de que había recreado tantísimas veces la Horrible Primera Navidad Sin Mamá, que el miedo cerval que me inspiraba la llegada de diciembre había empezado a deshacerse como la espuma cuando se manosea. El primer día que descubrí a los empleados municipales colocando las guirnaldas de bombillas en las calles de Madrid no se me subió el llanto a los ojos, sino que recordé, casi con una sonrisa, cómo otros años llamaba a mi madre para describirle la iluminación que colocaba el Ayuntamiento en las zonas de Callao y la Gran Vía. A veces, mi madre viajaba a Madrid en las vísperas de Pascua, y juntas visitábamos los tenderetes de la plaza Mayor y la sección de adornos navideños de los grandes almacenes, escandalizándonos en ocasiones con el precio de los objetos de importación. No se me olvida un enorme Papá Noel austríaco, hecho enteramente a mano, que costaba casi cuatrocientos euros: «Por ese precio —había dicho mi madre— deben de haberle cosido la ropa con los pies».
Siendo yo una niña, mis padres habían viajado a Alemania y Suiza a principios del mes de diciembre, y trajeron de allí todo un tesoro para decorar la casa en las próximas fiestas: pequeños santa claus para colgar del abeto, bolas de cristal transparentes y ligeras como pompas de jabón, coronas de acebo, campanas plateadas y hasta una colección de diminutos instrumentos musicales que brillaban entre las ramas del árbol como si estuviesen hechos de oro. Mis amigas habían venido a merendar una tarde, y todas estuvieron de acuerdo en que no había en ninguna otra casa unos adornos navideños tan bonitos como los nuestros. Recuerdo aquella Navidad —creo que fue la de 1981— como una de las más felices de toda mi infancia.
Aquella misma tarde hablé con mi padre para planificar las jornadas supuestamente festivas que se nos venían encima. Me preguntó qué íbamos a cenar en Nochebuena, y decidí poner las cartas sobre la mesa.
—Papá, no creo que sea buena idea pasar esa noche en casa.
Pude escuchar su silencio.
—Ya veremos.
Me aterra esa frase, «ya veremos». Mi padre la utiliza cada vez que quiere aplazar la toma de una decisión crucial, o cuando no desea enfrentarse con algo que verdaderamente le preocupa. Pero esta vez yo no iba a dejar que las cosas se quedaran en un «ya veremos».
—Creo que es mejor que cenemos con los tíos.
Mi padre tiene cuatro hermanos y se lleva bien con todos. Dos están casados y tienen hijos. Una de mis tías me había insistido para unirme a ellos la noche del 24, y la verdad es que cualquier cosa me parecía mejor que encerrarnos en casa mi padre, mi hermano y yo (mi hermana cenaba con su marido y la niña en casa de sus suegros), bajo una espesa capa de tristeza avivada por la conciencia de la fecha.
—A mí no me importa quedarme aquí —dijo.
—Pero a mí sí —contesté. Mi voz sonaba firme, neutra, como cuando estaba en una reunión discutiendo un contrato.
—No sé qué tiene de malo cenar en casa, como siempre…
Esta vez tomé aire antes de responder, e intenté que mi voz fuese cálida: la voz de una hija y no la de una negociadora.
—Papá… ya no puede ser como siempre.
No había más que decir.
Antes de marcharme a Galicia, fui al piso de Silvio para desearles a él y a Lucinda una feliz Navidad. Me preocupaba que el abuelo estuviese desanimado con la idea de pasar las fiestas en la sola compañía de la asistenta, pero mi amigo estaba hecho de un material muy particular. Me aseguró que las Navidades le resultaban por completo indiferentes. No se ponía triste, no le molestaba el soniquete de los villancicos ni el derroche de la iluminación, le daba igual recibir o no montones de christmas y, por supuesto, no enviaba ninguno («¿y a quién se los iba a mandar?»). Jamás había tomado las uvas al compás del reloj de la Puerta del Sol («me parece una cochinada, todo el mundo engullendo y atragantándose al mismo tiempo»), no adornaba la casa y sólo compraba regalos a sus bisnietos. Lo que sí le gustaba era el turrón («será porque no lo puedo comer»), el sorteo de la lotería del 22 («aunque nunca en la vida me ha tocado nada») y la cabalgata de Reyes («la veo por la tele todos los años»).
Les llevé a él y a Lucinda unos regalos. Para la asistenta, un frasco de perfume que se probó enseguida, dándose toquecitos detrás de las orejas. Para Silvio, una bufanda de punto en tonos tostados que pareció gustarle mucho. Me abrazó al despedirnos. No preguntó cuándo iba a volver pero supe que él también iba a echarme de menos durante aquellos días. De común acuerdo habíamos decidido interrumpir su historia hasta mi regreso —la última semana había sido para mí de constante ajetreo con cenas de celebración y compras de última hora en medio de hordas de consumidores enloquecidos— y me salté nuestras visitas con la conciencia de estar cometiendo una suerte de traición.
Llegué a casa de mi padre en la tarde del 23 de diciembre. Mentiría si dijese que el corazón no se me encogió en cuanto abrí la cancilla del jardín y recordé otras vísperas de Navidad, cuando había recorrido el mismo camino empedrado hacia la casa, bajo la sombra protectora de los robles centenarios. Mi madre y mi padre estaban dentro, esperando la llegada de sus hijos, con el fuego encendido en la chimenea y muchos planes para las vacaciones. Mi madre nunca dejó de salir a la puerta a recibirme, ni siquiera en los últimos dos años, cuando ya necesitaba las muletas para caminar y sus pasos eran lentos y cortos como los de un niño. Vuelvo a ver la expresión radiante de su cara cuando entrábamos diciendo en voz alta, «Feliz Navidad, Feliz Navidad», cuando nos abrazaba para prologar los momentos dichosos que íbamos a vivir en los días siguientes.
Era ella quien ponía el belén todos los años. Incluso cuando éramos muy pequeños permitía que la ayudásemos a formar caminos con el serrín, y convertía en una verdadera fiesta la tradición anual de coger el musgo. Recuerdo aquellas jornadas que empezaban a media mañana, cuando mi padre nos metía en su coche y nos íbamos, los cinco, a algún lugar alejado del casco urbano. Allí buscábamos entre las peñas húmedas y los márgenes de algún arroyo las verdes alfombras de musgo para reinventar un Jerusalén imposible y distinto, una Palestina ideal donde había prados jugosos en mitad del desierto, palmeras nevadas y animales de corral más grandes que los pastores y los camellos de los magos.
Luego nosotros crecimos, y nos fuimos para volver en Navidades. Mi madre y mi padre aprendieron a ir solos a buscar el musgo, y solos también preparaban el tablero del nacimiento que, sin el concurso impertinente de tres pequeños desmanotados, fue ganando en buen gusto y complicándose con nuevos elementos en el paisaje de Belén. En los últimos años, mi madre había asumido la dirección del proyecto, y cada Navidad se retaba a sí misma para levantar un nacimiento mejor y más perfecto que el del año anterior. De forma sumisa, mi padre se convirtió en un simple peón aplicado a las órdenes de su mujer, que era la responsable última de aquel precioso tinglado de montañas, cascadas y grutas misteriosas, caminos de arena y riscos escarpados. Cada año, durante las pascuas, eran muchos los que se acercaban a nuestro hogar para ver el nacimiento que instalaba mi madre. Ahora, dentro de aquella casa, me esperaban los restos de la Navidad, pues ella se había llevado consigo una parte importante del material con el que estaban hechas aquellas fiestas.
Me recibió mi hermano, que intentaba parecer alegre. Es el más joven de los tres, y desde que mi madre no está, se ha echado sobre los hombros la tarea de proteger a mi padre de las sombras de la pena. No se lo he dicho nunca, pero creo que lo que hace tiene un valor extraordinario. De los tres hermanos, él es el menos afortunado: por haber nacido el último vivió con mi madre cinco años menos que yo, de forma que la perdió cinco años antes. A cambio, ella le protegió a él mucho más que a nosotras. A veces pienso que también le quiso un poco más. Y no me importa. Me sentí suficientemente amada por ella como para aceptar que el peso de su amor era más grande con respecto al menor de sus tres hijos.
En el salón, mi padre había instalado un nacimiento sólo relativamente chapucero, y un árbol cubierto de luces cuyos cables intentaba ocultar colgando entre las ramas figuritas de madera y lazos de fieltro rojo. Colocó las guirnaldas de falso acebo que había comprado mi madre años atrás, el tapete con dibujos de casitas nevadas que había confeccionado y los cojines con motivos pascuales que ella misma había cosido. Puedo imaginar lo dolorosa que tuvo que resultarle aquella tarea y su pena al revolver entre tantos objetos cargados de sentido, puedo imaginar lo denso de su soledad en el momento en que hacía sin mi madre las mismas cosas que llevaba casi cuarenta años haciendo con ella. Por eso, cuando entré en la casa y vi las figuras descascarilladas del belén, las luces del abeto y las velas rojas de los candelabros, pensé en cuánto había amado mi padre a mi madre y cómo ahora intentaba conservar ese amor a través de las cosas que habían sido de ambos. Mi padre se negaba a renunciar a ese amor, como tampoco renunciaba a decorar la casa y a celebrar la Navidad incluso sin su esposa.
No hablé de eso con mi padre. Hay cosas que uno prefiere no sacar de adentro. Le abracé, y en silencio le ayudé a rematar su trabajo mientras el recuerdo de mi madre pasaba suavemente sobre el árbol adornado y el musgo húmedo del nacimiento.
Cuando mi madre enfermó y cambió la vida de todos, la vida de mi padre también cambió. Él, que llevaba treinta y tantos años dejándose cuidar por una persona, descubría de golpe que las tornas habían cambiado y que era él quien tenía que cuidarla a ella. Mis hermanos y yo estábamos preocupados por eso. ¿Cómo iba a reaccionar mi padre a la necesidad irrevocable de poner del revés toda su rutina? Para nuestro desconcierto, respondió sorprendentemente bien. Aquel hombre fruto de una educación anticuada y machista, que era incapaz de lavar una taza, prepararse una infusión o freír un huevo sin organizar un zafarrancho monumental en la cocina, se convirtió de la noche a la mañana en un perfecto ejemplo de mayordomo eficiente. Aprendió a poner lavadoras, a seleccionar las prendas que hay que lavar a mano, a hacer la compra diaria y a distinguir los productos de limpieza. Mi madre le enseñó a guisar: se sentaba en el banco de la cocina y le daba instrucciones precisas para ejecutar esta o aquella receta. Demostró ser un buen alumno, y en unos meses fue capaz de preparar un buen número de platos con una habilidad notable.
Mi padre nunca se quejó por esa parte de carga que había tenido que asumir. Los efectos colaterales de la enfermedad de mi madre que le afectaban directamente a él parecían traerle sin cuidado. Le ponía el desayuno por las mañanas, recogía la mesa, planchaba la ropa. Parecía contento de poder hacerlo. Pidió incluso una reducción de su jornada en el trabajo para poder dedicar todo el tiempo posible a cuidar de su esposa. No pudo sacar demasiado partido a aquella situación: mi madre murió sólo cuatro meses después de que concediesen a mi padre una especie de jubilación anticipada. Pero imagino que aquellas semanas de entrega, de tierno cuidado a quien fue su mujer durante treinta y siete años, tienen por fuerza que haberse convertido en otra preciosa fuente de recuerdos.
Durante aquellos días llamé a Silvio, y escuché su voz familiar deseándome unas felices fiestas y un buen año Nuevo. No fueron charlas largas: Silvio detestaba el teléfono, a pesar de lo cual sabía resultar afectuoso, cálido incluso, en sus frases cortas y sus lacónicas respuestas. Me di cuenta de que le añoraba, de la misma forma que todas las Navidades añoro a un puñado de amigos especialmente queridos que están lejos por una u otra razón. Cuando somos niños, el mundo es perfectamente compacto. Todo está cerca, porque en realidad nuestra nómina de verdaderos afectos es mucho más limitada y se reduce a la familia. Pero luego, al madurar, aparecen personas que entran en nuestras vidas para aumentar la lista de añoranzas, y en determinados momentos es imposible no echar de menos a alguien en concreto, a alguien a quien queremos, a quien necesitamos. A alguien que está lejos. O, peor aún, a alguien que ya no está.
La tarde del 26 hablé con Elena, que vivía en Nueva York sus particulares Navidades blancas. Me dijo que llevaba tres días nevando sin parar.
—La ciudad debe de estar preciosa…
—No seas cursi. Cuando nieva, Nueva York es una sucursal del purgatorio. El tráfico se pone imposible y desplazarse es una aventura. Mi madre resbaló hoy en una placa de hielo y se ha hecho un esguince.
—Vaya por Dios.
—Entre nosotras, yo creo que lo que tiene es cuento, pero no voy a discutir. La tengo en el sofá, con la pata chula, atracándose de bombones. Le va a subir el azúcar, pero paso de decirle nada.
—Oye, ¿y Sergio? —Era el hermano mayor de Elena. Vivía en Roma con su mujer y su hija, y dos hijos de un matrimonio anterior de ella.
—Ésa es otra. Dijo que iba a venir, lo cual hubiese sido un detalle teniendo en cuenta que lleva meses sin ver a mis padres. Dos días antes de Nochebuena me llamó para contar que le había surgido un problema en el trabajo y que tenía que quedarse en Italia. Me sentó como un tiro, pero no le dije nada. Me juego el cuello a que ese cambio de planes es cosa de la bruja de Giovanna, que nos odia a todos. Pero mira, que hagan lo que quieran, bastante tengo yo con todo el jaleo de estas fiestas. La familia de Peter comió con nosotros el día de Navidad. Fuimos diecinueve, ¿te imaginas? Tuve que apañarme sola, porque le dimos el día libre a la gente del servicio.
«La gente del servicio». Elena decía esas cosas con tanta naturalidad que te transportaba fácilmente al viejo Nueva York de Edith Wharton. Sí, la Navidad en aquella casa podía haber salido perfectamente de una escena de La edad de la inocencia.
—Tomamos pavo, por supuesto, y la madre de Peter trajo una tarta riquísima. Los niños ensayaron un villancico y a Eliza se le olvidó la letra. Se echó a llorar, la pobrecita. Lo pasamos bien. El último invitado, un primo de Peter que vive en Newport, se marchó a las diez de la noche borracho como una cuba. Casi se mata al bajar las escaleras, tendrías que haberlo visto.
—¿Y cómo está tu padre?
—Un poco depre. El pobre pensaba que iba a pasar la Navidad en España, pero todavía tiene para rato.
—¿No saben cuándo van a volver?
—No… y de eso quería hablarte… no puedo pretender que sigas ocupándote de Silvio si esta situación se prolonga. Ya han pasado tres meses, y no tenemos ni idea de cuándo van a dar a mi padre el alta definitiva. Toda la familia tiene la sensación de estar abusando de tu buena voluntad. Hemos estado hablando de contratar a un asistente social para cuidar del abuelo.
Sentí algo raro en el estómago, como un pellizco de miedo, ante la perspectiva de ser privada de mis visitas a Silvio.
—Ni se te ocurra —conseguí decir—. En primer lugar, creo que echaría a patadas a cualquiera que no fuese yo. Y, además, qué quieres que te diga, me he acostumbrado a él. Sí, no pongas esa cara.
—No sabes qué cara estoy poniendo.
—Pero me la imagino. El caso es que me gusta pasar el tiempo con tu abuelo. Si estás más tranquila contratando a alguien para que se ocupe de Silvio, hazlo… pero yo pienso seguir yendo a verle todas las semanas.
Elena parecía desconcertada.
—No puedo creer que te apetezca que un viejo te dé la murga cada siete días.
—Pues ya ves.
—En fin, si estás segura… figúrate, yo encantada de que seas tú quien se encargue de él…
Mi estómago volvió a su sitio. Me despedí de Elena después de intercambiar toda clase de buenos augurios para el año nuevo y de desearle un poco de paciencia con su pobre madre malherida por el hielo de Manhattan. Instintivamente cerré los ojos y traté de imaginar las calles nevadas de Nueva York, y también la casa del doctor Peter Sheldon, con su esposa española preparada para ofrecer una comida el día de Navidad a todos los miembros de la familia. Sonreí mientras recreaba aquella escena, la chimenea encendida, el árbol fastuoso encargado a alguna tienda, el pavo traído de Dean and DeLuca, mientras el equipo de sonido de última generación desgranaba melodías navideñas clásicas en las voces de Bing Crosby y de Tony Bennet. Me gustó imaginar aquella comida navideña con los distinguidos miembros del clan Sheldon reunidos alrededor de la mesa, besándose bajo el muérdago, entregándose regalos caros y primorosamente envueltos mientras los copos de nieve se arremolinaban tras los ventanales de la casa de Grammercy Park.
Siempre me han gustado esas celebraciones navideñas en las que la casa se llena de gente. En otras Navidades, también a nuestra casa habían llegado alegres visitas de parientes y amigos. Las primas de mi madre, que se habían criado con ella como si fueran hermanas, y sus hijos, e incluso los hijos de sus hijos, venían a pasar la tarde de Navidad para contar junto al fuego viejas historias familiares, tantas veces repetidas que solíamos empezar a reírnos antes incluso de terminar cada chiste. Luego merendábamos chocolate con tostadas (en los últimos dos años hubo que sustituir los picatostes por bollería industrial, porque mi madre ya no podía pasar mucho tiempo de pie para prepararlos, y a mí no me quedaba el pan tan crujiente como a ella) y nos despedíamos bien entrada la noche, plenos de afecto, exudando amor y guardando aquella tarde junto a los buenos recuerdos de otras Navidades. Este año esperé en vano la visita de todos ellos. Como otras veces, compré chocolate y cruasanes envasados, preparé la mesa para una posible merienda y tuvimos el fuego avivado en la tarde del 25, pero nadie vino a vernos. Sólo Carmen, mi prima, y su familia, que en su bondad de nacimiento supieron sobreponerse a la nostalgia que iba a producirles el ver vacío el lugar de mi madre junto al sillón de la ventana.
Yo siento esa nostalgia todos los días, pero el perder aquellas tradiciones venturosas que ella adoraba sirvió para hacer un poco más profunda mi herida. Tiré la bolsa con los bollos y el chocolate casi intacto, asumiendo que esas visitas multitudinarias eran otra parte de las Navidades a la que tendríamos que renunciar para siempre. Confieso que, muy a mi pesar, la ausencia de las personas queridas me dejó dentro un poso de rencor. Quizá no nos querían tanto como yo pensaba. O no nos querían lo suficiente como para dejar de lado su propia pena y ayudarnos a sobrellevar la nuestra. Una de las infinitas caras del dolor es su capacidad para volvernos egoístas, y también, en mi caso, para restringir nuestra capacidad de comprensión. Recordé, amargada, cómo otras Navidades mucha gente acudía a nuestra casa en busca del calor familiar que reinaba en ella, cómo se sentaban junto a la chimenea encendida y olorosa a madera, y picoteaban de la bandeja de los turrones mientras mi madre les ofrecía refrescos y bebidas calientes. ¿Dónde estaban todas aquellas personas? ¿Por qué nos habían dejado solos, si era justo ahora cuando necesitábamos de su compañía y de su afecto? Comprendí que nuestra casa había dejado de ser un refugio apetecible, un reducto de buen humor y de cálidos afectos, para convertirse en un lugar que se suponía ganado por la pena, donde unos cuantos seres se tragaban las lágrimas y vivían de los recuerdos de un tiempo perdido que ya no podía volver. Y la gente huye como de la peste de la tristeza ajena.
El día de Navidad había intentado no pensar mucho en aquel generalizado abandono, pero ahora, tras hablar con Elena y evocar su familiar y ruidosa celebración de la tarde del 25, sentí una opresión en el pecho, una amargura densa, una desoladora sensación de soledad. Me di cuenta de que las lágrimas me estaban mojando la cara. Sentí un violento, un desesperante deseo de abrazar a mi madre, de contarle cómo me sentía y de que ella, echando mano de su particular sentido de la bondad, encontrase una justificación para el comportamiento de aquellas personas por las que siempre nos habíamos creído amados. Fue el peor momento de todas las fiestas. No podía quedarme en casa, así que, aunque el tiempo no era bueno, cogí mi vieja bicicleta y salí a dar un paseo solitario, enfundada en un anorak que me quedaba pequeño, protegida la cara por una bufanda que había sido de mi madre.
Mucha gente prefiere el campo en primavera, pero yo creo que nunca está tan bonito como en los primeros días del otoño o bajo los fríos del invierno. Los árboles desnudos, cubiertas de liquen las ramas quebradizas, pierden su aspecto imponente y parecen seres frágiles a los que cualquiera podría hacer daño. Y el frío, que resulta incómodo, nos ayuda sin embargo a regresar a nosotros mismos, a buscar en nuestro interior una particular intimidad. La cadena de la bicicleta chirriaba con cada pedaleo, y se escuchaba el crujido de las hojas endurecidas por los restos de la helada. El cielo estaba gris. El aire olía ligeramente a humo de algún hogar cercano. No soplaba el viento, tampoco llovía, pero el sol no había salido y era muy posible que al llegar la noche volviese a helar. Es curioso, pero en el campo también el hielo tiene un olor propio y cortante, un olor que se distingue del de la lluvia o el de la nieve.
Recuerdo una Navidad, hace seis o siete años, en que cayó una suave nevada durante la noche del día 29. Al día siguiente, el campo apareció cubierto por lo que parecía una capa de azúcar. Mi madre, mis hermanos y yo salimos a dar un paseo por los alrededores, desafiando a un frío intensísimo que nos sonrojaba las mejillas y convertía en vapor nuestra respiración. Mi hermano nos hizo una foto frente a un prado cubierto de escarcha, que parecía sacado de una imagen de la tundra. Recuerdo que mi madre llevaba un abrigo de piel vuelta con capucha, un poco pasado de moda. Al ver la foto, le convencí para que se deshiciera de él. «Está viejísimo. No puedes ponerte esto, es espantoso». Ella protestó, pero acabó por claudicar y me prometió que tiraría aquella antigualla. Me pregunto qué hizo con él. Ojalá lo hubiera conservado. De ser así, podría ponerme aquel largo abrigo que era capaz de preservar del frío hasta el último centímetro del cuerpo, calarme la capucha y arrebujarme en el forro de peluche, que seguro que guardaba todavía algún recuerdo del olor de mi madre.
Pensando en aquel viejo abrigo, pensando en mi madre, el alma fue liberándose de la amargura, como si soltara un pesado lastre. La bicicleta avanzaba lanzando de vez en cuando algún gemido seco, y el esfuerzo de las pedaleadas me aligeraba la conciencia. Pensé en todos los que no habían querido estar con nosotros aquellas Navidades, y me dije que posiblemente su comportamiento no tenía nada que ver con la falta de amor, sino con una suerte de cobardía que les hizo trazar un particular camino para huir a su vez de las asechanzas del dolor. Ellos también añoraban a mi madre, también habrían notado su ausencia durante aquellas fiestas, y seguramente no fueron capaces de acercarse al lugar donde esa ausencia se haría más evidente, y por ello más dolorosa. No pensaron en nosotros, pero seguro que sí pensaban en mi madre, y la habrían recordado aquella Navidad con una plegaria, con una lágrima, con un lamento que no quisieron compartir con nadie, menos aún con nosotros. Quizá pensaron que su presencia en la casa sólo iba a servir para hacer más profunda nuestra herida. Se equivocaron, pero ¿quién no lo hace? ¿No me equivoqué yo al pedir a mi madre que tirase aquel abrigo?
Había anochecido cuando volví de mi paseo. Traía la cara helada por el aire de diciembre, y el alma algo apaciguada por el ejercicio y la paz del paisaje. También por los recuerdos de aquel paseo que había dado con mi madre por los campos nevados, muchos años atrás. Dentro me esperaban los míos. La chimenea estaba encendida, como todas las tardes del invierno, y también las luces del árbol y las de la guirnalda de la entrada.
—¿Dónde estabas?
—Dando una vuelta en bici.
—¿Con este frío?
Ni siquiera contesté. Me dirigí al armario de la entrada para colgar el anorak que llevaba puesto, y entonces, cuando buscaba una percha, vi que el viejo abrigo de mi madre seguía estando allí, medio oculto por cazadoras y chubasqueros, como queriendo esconderse de algo o de alguien, como intentando escapar de la expulsión definitiva. O, quizá, con la intención de desafiar todas las cosas que estaban en su contra, su vejez incontestable, su corte anticuado, la piel desgastada a la altura de los codos y del cuello. Mi madre no había querido tirar aquel abrigo. Aunque —al menos en mi presencia— no se lo había vuelto a poner después de aquella tarde, debió de considerar una deslealtad deshacerse de algo que le había sido útil, que le había dado cobijo y calor durante mucho tiempo, sólo porque ya no estuviese en perfecto estado de revista.
Me acerqué un poco y acaricié el forro, hundí la nariz en el cálido interior de aquella prenda que yo misma había desahuciado, y la presencia de mi madre lo llenó todo, el armario de madera, el vestíbulo de la entrada, el salón, la casa. En aquel preciso momento, su recuerdo se hizo tan vivo que no pude pensar nada más que en ella, y me di cuenta de que, igual que aquel abrigo, mi madre también seguía allí. Tenía lágrimas en los ojos cuando volví al salón, pero nadie me preguntó nada. En aquellos días, intentábamos no interferir en la forma de enfrentar la pena de cada uno de nosotros.
Pasamos el resto de las Navidades en una lucha sin cuartel contra la tristeza y resguardándonos en mi sobrina de la amenaza de las lágrimas. Aquel bebé largamente deseado por su abuela era ya una personita de un año y medio, que corría por la casa descubriendo que, al llegar determinadas fechas, el mundo cambia para volverse luminoso y distinto. Ella nos ayudó a sobrellevar la desdicha. La memoria de las Navidades pasadas y perdidas estaba allí, pero la niña simbolizaba las Navidades presentes y todas las Navidades futuras. Sin decirlo, todos estuvimos de acuerdo en que ella tenía derecho a ser feliz, a no crecer consumida por la pesadumbre ajena. A recordar, dentro de mucho tiempo, una Navidad radiante, sin sombras que la nublasen. Una Navidad como la que, junto a mi madre, habíamos vivido mis hermanos y yo. Fue precioso verla descubrir de nuestra mano las luces titilantes del árbol de Navidad, ser testigos de su sorpresa ante el aluvión de regalos de la mañana del 25 de diciembre, contarle de forma sencilla la historia del nacimiento de Jesús y la adoración de los Magos. No sé qué hubiésemos hecho esta Navidad de no estar ella con nosotros, reclamando nuestra atención, exigiendo nuestras sonrisas y nuestra alegría, contagiándonos de su inocencia, de su curiosidad y recordando que teníamos un motivo para plantar cara a nuestra pena. Mi madre decía siempre: «En Navidad, debería ser obligatorio tener un niño en casa». Ahora que ella no está, nosotros tenemos a nuestra niña recordándonos nuestro deber de seguir viviendo y celebrando la misma Navidad que mi madre adoraba y que siempre intentó que fuese para sus tres hijos lo más feliz posible.
Cuando éramos pequeños, mis padres organizaban un verdadero espectáculo para entregarnos los regalos de Navidad. Solíamos hacerlo en la mañana del 6 de enero, cuando, tras una noche inquieta, avanzábamos con los ojos cerrados hacia el salón de la casa donde sus majestades de Oriente habían dejado los presentes de cada año, condicionados siempre por nuestro buen comportamiento. Recuerdo a mi madre, fingiendo sorpresa cuando entraba en el salón y encontraba las dádivas regias cuidadosamente colocadas sobre la mesa, sobre los sillones, en el suelo. En ocasiones, los Reyes se tomaban incluso la molestia de esconder alguna parte del botín, que no aparecía hasta que pasaban unas horas, incluso unos días. Una vez, un Scalextric permaneció casi una semana oculto tras el sillón grande del salón, hacia donde tuvo que guiarnos mi madre para que el juguete no se quedase allí hasta las Navidades siguientes. Mis hermanos y yo nos reímos al recordar la historia. Fue algo que hicimos constantemente: rememorar las fiestas pasadas con una nostalgia amable, como aquella vez que un pequeño terremoto sacudió la comarca en la tarde del día 24 y por alguna razón misteriosa nuestro árbol de Navidad quedó inclinado, como una torre de Pisa doméstica. O aquella vez que, en contra del consenso general, mi padre —que se encargaba de la luminotecnia del nacimiento— se empeñó en poner una luz roja parpadeante dentro del castillo de Herodes, y yo coloqué un cartel en la torre convirtiendo la fortaleza del rey en un puti-club de carretera. Se lo enseñé a toda la casa menos a mi padre, culpable del efecto lumínico y creador del escenario de la broma. Cuando mi madre vio el cartel, se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.
También nos acordamos de una Nochebuena en que se fundieron los plomos justo cuando íbamos a empezar a cenar, y tuvimos que hacerlo completamente a oscuras, iluminados sólo por la luz de las velas. Y otra en que pensamos que se había quemado el asado. Estuvimos a punto de tirarlo, pero cuando lo probamos resultó que estaba más rico que nunca. Aunque a veces nos temblaba la voz, aunque a veces se nos humedecían los ojos, nos dábamos cuenta de que aquellas conversaciones nos sentaban bien: hablar alegremente de todas aquellas cosas era también una forma de hacer presente a mi madre.
De todos los recuerdos de los que echamos mano durante aquellos días, uno de mis preferidos tiene que ver con la madrugada del día de Año Nuevo. Sucedió hará ocho o nueve años. Mi hermana y yo regresábamos de una fiesta, con los zapatos de tacón en la mano y los trajes largos salpicados de papeluchos, y antes de acostarnos tomamos un bocado en el salón. Recordamos que una cadena de televisión había programado para aquella hora Qué bello es vivir, y decidimos ver alguna escena antes de acostarnos. Estaba casi al principio, cuando el pequeño George Bailey salva a un niño de morir envenenado y a su anciano patrón de la ruina y la cárcel. Mi madre entró sin que nos diésemos cuenta, y se sentó con nosotras a ver el resto de la película. Las tres conocíamos de sobra cada secuencia, cada diálogo, y eso nos permitía anticiparnos a lo que iba a pasar a continuación. Vimos las tres juntas todo el film de Capra, emocionándonos y riendo a la vez. Con la última escena, cuando el ángel que ha conseguido sus alas hace sonar las campanillas del árbol de Navidad, y los Bailey se abrazan mientras alguien toca al piano el Vals de las Velas, a las tres se nos saltaron las lágrimas mientras el sol del invierno empezaba a iluminar nuestro salón con las primeras luces del año nuevo.