—Llega tarde, señorita Cecilia. Acabo de servirle la merienda al señor Silvio.
Lucinda reprochándome un retraso… era evidente que se habían producido avances notables en nuestra relación. Silvio me esperaba en la sala. Sobre la mesa había un sobre amarilleado por el paso del tiempo y dos fotografías a las que, en cuanto me vio entrar, dio la vuelta con una sonrisa maliciosa, como si quisiese prolongar el misterio.
—A ver qué te parece esto —dijo, y me tendió las dos imágenes. Una era un daguerrotipo familiar de los Rendón, en el que distinguí los rostros ya conocidos de los padres de Silvio y el de un joven muy guapo, seguramente Efraín. La otra era un fascinante retrato de bodas, donde un detalle llamaba la atención, pero preferí no anticiparme con preguntas a la historia que iba a escuchar.
¿Recuerdas dónde lo dejamos? ¿Sí? Bueno, volví a ver a Zachary West dos o tres días más tarde, cuando le invité a almorzar en una taberna del Madrid de los Austrias. Pensé que iba a darme instrucciones concretas para llevar a cabo mi misión en el ministerio, pero para mi sorpresa sólo me dijo que debía tomar clases de alemán.
—Es un poco tarde para que aprendas a hablar otro idioma perfectamente, pero será bueno que adquieras ciertos conocimientos.
—¿Eso es todo?
—De momento. No seas impaciente, estas cosas son lentas. Además, sabemos que el desembarco de nazis no va a producirse hasta que terminen los juicios de Alemania. Mientras, puedes emplear el tiempo en prepararte para lo que venga. Y ahora, vamos a pedir. Qué bien, tienen pepitoria de gallina… hace años que no la pruebo. ¿Tomarás vino?
Dos días después recibí la llamada de un hombre con fuerte acento germano, Heinrich Spiegel, que se convirtió en mi profesor y también en mi particular pesadilla. A pesar de que Zachary aseguraba que mi dominio del inglés me sería muy útil para las lecciones de alemán, yo tenía la sensación de que aquel idioma terrible era un completo galimatías y me decía a mí mismo, de un modo un tanto frívolo, que no era extraño que Alemania hubiese perdido dos guerras consecutivas: un país con una lengua tan monstruosamente complicada no puede aspirar a dominar el mundo. El señor Spiegel venía a mi casa tres veces por semana a torturar mi pobre cerebro con declinaciones y listas de verbos, y yo hacía lo que podía, pero acababa cada clase bastante descorazonado. Por fortuna, no se me cobraban las lecciones: «Herr West ya se ha ocupado de eso», me dijo mi profesor, y cuando insistí ante Zachary en abonar los honorarios de Spiegel, aquél dijo que «la Organización» corría también con ese tipo de gastos.
«La Organización». No hice preguntas. Intuía que no me serían contestadas, y además me traían sin cuidado lo que yo consideraba detalles menores. Estaba tan contento de haberme recuperado a mí mismo que no tenía tiempo para nada más que para agradecer mi suerte, como meses atrás sólo encontraba ocasiones para rumiar mi amargura.
Cambié completamente, como si aquellos años pasados bajo la sombra de una depresión en toda regla hubiesen dejado paso a una vida nueva. El contacto con mis padres se hizo más fluido, y empecé a telefonearles una vez a la semana. Había escrito a Efraín a la agencia internacional para la que trabajaba, y me contestó enseguida con una carta muy cordial que, si bien no era la de un hermano —ese tren lo habíamos perdido por mi culpa hacía ya mucho tiempo— sí me permitía albergar esperanzas de poder construir en un futuro una buena amistad entre nosotros. Y, por fin, casi un mes después de mi primer encuentro con Zachary, llegó una carta de Elijah, y con ella la tan ansiada amnistía que necesitaba mi conciencia. Mi amigo de la infancia no me hacía reproches ni preguntas, no me echaba en cara mis silencios ni mis desdenes. Sólo celebraba mi regreso y manifestaba sus deseos de volver a verme cuanto antes. Aún conservo aquella carta. Te leeré unas líneas:
«Ha pasado demasiado tiempo, ¿no crees? Tienes que conocer a Mary Jo. Le he hablado de ti y quiere que vengas a visitarnos. Supongo que ya te ha dicho Zachary que nos casamos en primavera. Te esperamos para la ceremonia, y me da igual lo que digas. Además, tienes que ser mi testigo de boda. Mary Jo cuenta con todo un ejército de primos, tíos y parientes lejanos, y yo apenas tengo en la familia adoptiva a media docena de carcamales a los que casi no conozco. Zachary lo arreglará todo para que vengas a Nueva York».
Al principio había descartado la idea de trasladarme a América. Después de tres años de guerra y seis de vida fosilizada en un despacho del ministerio, consideraba que los viajes eran cosa de una etapa anterior. Pero, al leer la carta de Elijah, recordé de pronto el venturoso protocolo de los traslados, el engorro de hacer maletas, la ceremonia de visar pasaportes, de subir y bajar de trenes y de coches, la aventura de descubrir nuevas ciudades incógnitas donde siempre esperaban sorpresas. Sentí una nostalgia amable, y casi inmediatamente el deseo de volver a experimentar aquellas sensaciones que había dado por perdidas.
La boda se celebraría el 14 de abril, y aunque no lo comenté, supuse que no había nada de casual en la elección de la fecha. No había pedido vacaciones en el ministerio en los últimos dos años, y supuse que mis jefes no pondrían objeción alguna a concederme unas semanas libres. Sí me preocupaba el asunto del pasaporte. ¿Tendría dificultades para salir del país? Hablé con Zachary, que me tranquilizó al respecto.
—Tienes un pasado político sin mancha y trabajas para el gobierno. De todas formas, para anticiparte a cualquier contratiempo, habla con tus superiores en el ministerio.
—¿Qué debería decirles?
—La verdad, por supuesto. Que quieres ir a Nueva York a la boda de un amigo de la infancia. Puedes dejar caer mi nombre, son muchos los que presumen de tener buenas relaciones conmigo. En cuanto te den luz verde, sacaré los pasajes.
—¿Vamos a ir en avión?
—Por supuesto. Soy el hombre de Hughes, ¿no te acuerdas? Nadie espera que haga un largo viaje en barco cuando tenemos nuestra propia compañía aérea.
Tal como Zachary había previsto, conseguí mi pasaporte sin problemas, y él personalmente se ocupó de visarlo en la embajada americana. El director general se sorprendió cuando le anticipé que iba a tomarme unos días de vacaciones para viajar a Estados Unidos y asistir a una boda.
—Se trata del hijo de Zachary West. Él es padrino de mi hermano, y Elijah y yo fuimos amigos cuando éramos niños.
—Así que Zachary West… le conozco de oídas. Trabaja para una compañía de aviación, ¿verdad? Si algún día viene a verle, me gustaría saludarle. En cuanto a sus vacaciones, no habrá problema. Páseme la solicitud con los días que piensa estar fuera y se la firmaré.
Carmen no podía creerse que estuviese haciendo planes para viajar a Nueva York. Para ella, América no era sólo un país distinto: era otro mundo, ajeno y distante, un mundo inaccesible al que había renunciado de la misma forma que hoy nadie haría planes para viajar a Saturno o a los fondos abisales. Te había hablado de Carmen, ¿verdad? Una chica estupenda, muy guapa, muy joven. Estudiaba mecanografía en una academia polvorienta de la calle de Alcalá, y allí la recogía yo la tarde de los jueves para llevarla a merendar. A ella y a sus dos primas, claro. En 1946, una chica decente no podía salir sin carabina, y en este caso las escopetas eran dos hermanas gemelas, deslenguadas y feúchas, que de vez en cuando nos hacían el favor de sentarse en otra mesa para que Carmen y yo pudiésemos charlar con cierta intimidad.
A Carmen la había conocido porque era la hija de un superior del ministerio. La primera vez que la vi, caminado junto a sus padres por el paseo de Recoletos, me llamó la atención por su tristeza: su hermano había muerto en la guerra, y la familia entera arrastraba desde entonces una pena infinita y un luto orgulloso, pues el chico en cuestión había caído por la patria y en el lugar correcto. Eran familia de un héroe del ejército vencedor, y eso daba a su pérdida una aureola épica, aunque vistiesen todos de negro cerrado, como cuervos tristes, y la madre siguiese prohibiendo a su hija que escuchase música en casa, pues le parecía un desdoro para la memoria del soldado muerto.
La primera vez que salimos juntos, Carmen se presentó a la cita con sus dos primas y luciendo un pañuelo morado alrededor del cuello. Lo tomé como una señal. Aquella chica había visto en mí una posibilidad de redención de la amargura familiar cuidadosamente conservada durante casi ocho años. Ahora sé que hubiese debido reflexionar acerca de todo aquello, sobre aquel pañuelo malva y sobre la infinita responsabilidad que estaba asumiendo al aceptar la condición de acompañante de una muchacha guapa y triste que estaba deseando poner punto y final al luto que llevaba por fuera y por dentro. Pero no lo hice. Tampoco para mí era un buen momento, así que seguí adelante con las citas, las meriendas, los paseos por el Botánico y las sesiones de cine junto a media docena de amigas.
Le hablé de Zachary y de Elijah omitiendo algunos detalles de nuestra relación, y le hice creer que habíamos seguido en contacto epistolar durante los últimos años. No mencioné a Ithzak, ni tampoco a Hannah Bilak, y evité así explicar cómo mis amigos judíos habían sido víctimas de la barbarie de los nazis. Carmen no hubiera entendido esas cosas. Sólo tenía veinte años, un abrigo negro cerrado hasta el cuello y el pobre honor de ser la hermana de un caído por Franco y por España. Y un pañuelo morado que se ponía para acudir a nuestras citas y le iluminaba el rostro. Cuando le dije que estaba a punto de marcharme a América para asistir a la boda del que había sido mi mejor amigo, abrió mucho los ojos. Tenía unos ojos preciosos, de un color marrón muy claro, que a la luz parecía amarillo.
—¿A América? ¿Y no te da miedo?
—No, ¿por qué?
—Porque está muy lejos. —Revolvió su café con leche—. ¿Te vas mucho tiempo?
—Todavía no lo sé. Un par de semanas, quizá un poco más.
—A lo mejor no vuelves… mi madre siempre contaba que un tío suyo se fue a América y nunca más supieron de él. Creen que vive en Buenos Aires, pero ni siquiera de eso están seguros, fíjate tú.
Me eché a reír, y Carmen también se rió.
—Bueno, pero yo no me voy a Buenos Aires. Me voy a Nueva York, y te prometo que no voy a quedarme. Pero la verdad es que tengo ganas de ver a Elijah. Hace casi diez años desde la última vez. Y a ti ¿te gustaría ir a Nueva York?
Se encogió de hombros.
—No sé. Es que está tan lejos… adonde me gustaría ir es a París. Lo he visto en las películas. Debe de ser muy bonito. Cuando nos casemos, tienes que llevarme a París.
Lo dijo tan ingenuamente, con una naturalidad tan conmovedora, que tardé un poco en darme cuenta de lo que significaban aquellas palabras. Como había empezado a sospechar, Carmen no me consideraba un acompañante ocasional que la invitaba a pastel y chocolate en época de racionamiento, sino un novio formal con quien había emprendido un camino que por fuerza culminaría ante el altar de alguna iglesia. Te preguntarás por qué no aclaré las cosas de inmediato. La verdad, yo tampoco sé por qué no le dije en aquel mismo momento que ni siquiera había pensado en la posibilidad de casarme, ni con ella ni con nadie. Carmen me gustaba por su juventud, por su candidez, porque era guapa y tenía unos preciosos ojos amarillos, pero no era capaz de imaginar una vida en común con ella. Sin embargo, no la saqué de su error aquella tarde, ni tampoco ninguna de las tardes siguientes. Para mí, la relación con Carmen ocupaba sólo una parte ínfima de mi vida. Había otras muchas cosas que me preocupaban bastante más que sus planes nupciales.
Aquellas Navidades las pasé con los míos, en Ribanova. Esa foto nos la hicimos el día de Nochebuena. Mi madre estaba feliz: hacía muchos años que no tenía a sus dos hijos juntos bajo el mismo techo durante las fiestas pascuales. A pesar de que la ausencia de mis abuelos, fallecidos al terminar la guerra, hacía imposible que aquellas Navidades pudieran parecerse a las vividas durante la infancia, fueron unas jornadas muy gratas para todos. La casa se llenó de gente: de primos, de tíos, de viejos amigos que acudieron a brindar con nosotros y a recordar otras Navidades pasadas con una mezcla de nostalgia y esperanza en el futuro.
Efraín había vuelto de Alemania con el tiempo justo para sentarse a la mesa la noche del 24. Mis padres seguían pensando inocentemente que su hijo pequeño regresaba de una prolongada estancia en El Hierro, y ni él ni yo les sacamos de su error. Luego, cuando ellos se retiraron, mi hermano y yo pasamos muchas horas hablando de lo ocurrido en Nuremberg y de que, tal como Zachary West había previsto, la inmensa mayoría de los criminales nazis ni siquiera iban a ser juzgados.
—Han caído los peces más gordos, pero los demás se han ido de rositas. Hay una expresión alemana… deja que la recuerde… «persilschein», eso es. Se refiere al blanqueo de expedientes de los miembros de la Gestapo y de las SS para demostrar oficialmente que no tuvieron nada que ver en la política de persecución de los judíos.
—¿En qué consiste?
Mi hermano describió una mueca de asco.
—Nada del otro mundo. Basta con un par de firmas de vecinos, o de subordinados, en un papel que declare la completa inocencia del tipo en cuestión. Parece una broma. En unos meses, asesinos de niños estarán campando a sus anchas sin que nadie pueda hacer nada.
No sabía si Efraín estaba al tanto de los planes de la organización con la que colaboraba Zachary West, así que preferí no comentar nada al respecto.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté.
—No estoy seguro. Depende de lo que me ofrezca la agencia. La verdad es que no me apetece volver a Alemania. Me gustaría viajar a Japón… supongo que me interesa fotografiar a los perdedores. Ya veremos. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para el resto de tu vida?
—Soy funcionario, ¿no te acuerdas? Se supone que el resto de mi vida, como tú dices, va a transcurrir en una oficina en el Ministerio.
Mi hermano me miró con una sombra de burla en los ojos.
—Silvio… nadie que esté en relación con Zachary West va a pasarse los días encadenado a un despacho. No quiero que me cuentes nada, pero tampoco creas que me chupo el dedo. Y ahora, voy a acostarme. Llevo treinta y seis horas sin pegar ojo.
Le di las buenas noches.
—Me alegro de que hayas vuelto.
Y fue Efraín quien pronunció la frase. Porque era yo y no él quien, aquella Navidad, estaba verdaderamente de regreso.
El tiempo pasa muy deprisa, aunque eso es algo que no hace falta que te diga yo. Es curioso, cuando eres un niño los días y las semanas se deslizan con una lentitud que llega a ser exasperante, pero al llegar cierta edad los días empiezan a volar, y luego vuelan las semanas y los meses, y cuando también comienzan a volar los años uno acepta que ha llegado la edad adulta. Pero no quiero filosofar; el caso es que pasaron las Navidades, y los meses de enero y febrero (que fueron extraordinariamente fríos en aquel Madrid del año 46), y en marzo llegó la primavera y se ultimaron los planes de viaje para asistir a la boda de Elijah. Zachary y yo volaríamos juntos vía Londres diez días antes de la ceremonia, y yo regresaría a España solo un par de días después. Zachary no me acompañaría. Tenía cosas que hacer en Nueva York, y supuse que algunas de ellas estaría relacionada con sus planes para dar caza a los nazis huidos. Por mi parte, empezaba a sentir cierta impaciencia con respecto a mi papel en la tan traída y llevada «Organización», que hasta entonces se había reducido a mi condición de alumno del profesor Spiegel. Alguna vez insinué a Zachary que no veía la hora de hacer algo más que estudiar las malditas declinaciones, pero él sonreía y me pedía paciencia. Y así llegó el momento de emprender nuestro viaje.
Carmen se despidió de mí la tarde anterior, con lágrimas en los ojos, y me regaló una medalla de la Virgen de Covadonga para que me protegiese. Le di las gracias y la guardé, aunque no sabía muy bien por qué se suponía que iba a necesitar protección. Cuando la dejé en su casa, mientras sus dos primas se adelantaban en el portal para concedernos un poco de privacidad, sentí por ella una sombra de lástima y también una oleada de afecto. Pero dejé de pensar en ello en cuanto crucé la calle.
El viaje a Nueva York fue tan largo y tan incómodo como puedas imaginarte. No guardo un gran recuerdo de mi bautismo del aire: me mareé bochornosamente cuando atravesamos una tormenta en mitad del Atlántico y confieso que tuve un instante de pánico en el momento del despegue, pues me pareció que aquella cafetera amenazaba con descuajeringarse y que lo que íbamos a hacer desafiaba todas las leyes de la física. A mi lado, Zachary West se partía de risa.
—Menudo héroe estás tú hecho.
Llegamos a Nueva York de madrugada, con seis horas de retraso sobre el horario previsto. Yo estaba tan cansado como aturdido, y bajé del avión como si caminase en una nube. Y allí, en tierra, a pie de pista, estaba esperándonos Elijah West.
Fue como verme a mí mismo pasado por el cedazo de la edad. Elijah, mi amigo, mi compañero de juegos, mi hermano, el niño hecho hombre, el hombre cuya pista había querido perder, la persona por la cual me había enfrentado en la infancia a lo que era mi mundo, el chiquillo de piel negra a quien tendí la mano, el crío indefenso que había buscado refugio en mi casa y en mi vida, el muchacho capaz de crecer solo y que sin embargo había querido crecer conmigo, Elijah, mi Elijah, la vida veinte años atrás, la vida suspendida por mi culpa, todo el cariño desperdiciado durante aquellos años, y mientras yo flotaba todavía en la niebla de la falta de sueño, de la desorientación y del desfase horario, Elijah me dio un abrazo y fue como recuperar todos los años malgastados y cada segundo perdido.
Elijah, que conducía su propio coche, nos llevó a la ciudad. Dejamos a Zachary en el hotel Plaza, y luego Elijah y yo seguimos camino hacia su casa, donde iba a alojarme. Mi amigo vivía en la avenida Lexington, en el duodécimo piso de un edificio de veintisiete plantas. Recuerdo que, a pesar de mi atontamiento y del cansancio acumulado, la primera visión de aquella ciudad fabulosa me alborotó los sentidos y produjo en mí una excitación casi infantil. Ése era el mundo que seguía existiendo sin mí, ése era el mundo al que había estado a punto de pertenecer para siempre. El mundo de Elijah. Y ahora, yo iba a volver a formar parte de ese mundo, al menos durante unos días.
Elijah me aconsejó que durmiese unas horas. Después, ya descansado y tras hacer una mezcla de desayuno y comida, mi amigo y yo nos acomodamos en el salón con la intención de ponernos al día.
—Siento haberme portado así…
Pero Elijah me detuvo con un gesto que no dejaba lugar a dudas.
—Silvio, no creo que hayas venido para disculparte ni nada de eso. Lo pasado, pasado. Hay cosas más importantes de las que tenemos que hablar…
—Como tu boda, por ejemplo.
—Por ejemplo —sonrió y mostró sus dientes blanquísimos—. Hoy conocerás a Mary Jo. Te advierto que es guapísima, inteligente y muy dulce. Te gustará, ya lo verás. Su padre es muy rico. Ha hecho una fortuna vendiendo suelas de zapatos…
—¿Suelas de zapatos? —me parecía un chiste.
—Sí. Resulta que Jack había inventado hace tiempo una media suela de un grosor especial con cierto poder aislante… y cuando entramos en guerra, el ejército empezó a encargarle a él la fabricación de todos los refuerzos para las botas de los soldados. Así que mi futuro suegro, que era sólo un empresario acomodado, ganó más dinero del que puedas imaginar. Ya ves. —Se puso serio de repente—. Gracias a la guerra, Mary Jo y yo vamos a celebrar nuestra boda en el salón de baile del Waldorf Astoria y a vivir en un piso de lujo con vistas a Central Park. Muchos tipos murieron en Europa, y a mí me ha caído del cielo un apartamento nuevo en Park Avenue. No se puede negar que tengo suerte.
Pero no parecía muy satisfecho.
—Yo tendría que haber estado allí —continuó—. En Normandía, o entrando en Alemania. En lugar de eso me quedé en América, y todo lo que hice fue vender bonos de guerra.
—Hubo suficientes soldados en Europa, suficientes lisiados y suficientes muertos. Me alegro de que tú no seas uno de ellos. La guerra es terrible, Elijah, y puedo asegurarte que no te sentirías mucho mejor de haber estado en las trincheras. Distinto sí, pero mejor no. No pienses más en esas cosas. Por cierto —intenté bromear—: ¿qué tal se te daba lo de los bonos?
Elijah se rió.
—Bastante bien.
—Pues considera que hiciste tu contribución a la causa. Y hablando de otra cosa, ¿qué noticias tienes de Hannah Bilak?
—Pues… que está preciosa, que habla inglés bastante mejor que tú y… sorpresa, sorpresa, que va a venir a la boda. Llegará a Nueva York en unos días.
—¿Cómo se ha tomado la noticia de la muerte de Ithzak?
—Es difícil saberlo. Se lo dije yo, ¿sabes? Fui a su casa de Baltimore, me senté a su lado, la cogí de las manos y le conté lo que había ocurrido. No dijo nada, pero me miró de una forma tan rara… estuvimos un rato así, los dos callados, y luego me dijo, bueno, al menos ahora sabemos cómo ocurrió. A Hannah no se le escapaba que Ithzak estaba muerto. Era imposible que hubiese sobrevivido a las deportaciones o a los campos. Fue una sorpresa saber que había aguantado tanto tiempo. Zachary me dijo que murió en el 44…
—Eso me contó un hombre que le conoció en Mauthausen.
Elijah meneaba la cabeza en un gesto que me pareció de pesadumbre, pero que en realidad era de duda.
—En toda esta historia hay algo que no me encaja. Vamos a ver… si es verdad que Ithzak consiguió escapar del gueto, ¿qué demonios estaba haciendo al otro lado de la frontera austríaca? ¿Por qué no se quedó en Varsovia, oculto en alguna parte? La resistencia ayudó a muchos judíos a permanecer escondidos hasta el final de la guerra.
—Supongo que sólo pensaba en volver a ver a Hannah, quizá también en reunirse con nosotros.
—Ya… Pues lo siento, pero no creo que ocurriera así. Ithzak era un tipo estupendo, pero no me lo imagino huyendo del gueto. ¿Tú sabes cómo funcionaban las cosas allí? Le gente se moría de hambre en plena calle. Había que ser de una pasta especial para seguir vivo, no digamos ya para escapar. ¿Es que no te acuerdas de cómo era Ithzak? Delgado, enfermizo, sensible como un crío, muy poco capaz de cuidar de sí mismo.
Me dieron ganas de contestar a Elijah: también tú y yo éramos así.
—Durante años —continuó— me torturó la idea de que Ithzak pudiese estar pasando por todas las calamidades que los nazis reservaban a los judíos. Pero ahora, al saber que alguien le vio en Mauthausen en el 44, a cientos de kilómetros de Varsovia, sé que las cosas no fueron como imaginamos. Escucha, he llegado a pensar… he llegado a pensar que Ithzak nunca entró en el gueto. Amos era muy rico. Quizá Ithzak sobornó a algún miembro de la Gestapo que le libró del traslado y luego le ayudó a salir de Polonia.
Ithzak comprando los favores de algún oficial del ejército invasor… la idea no me gustaba nada, pero tenía visos de lógica.
—Me resulta más fácil pensar en Ithzak escapando campo a través con la ayuda de un nazi que imaginármelo en el gueto, temblando de frío, pasando hambre y recibiendo humillaciones diarias por parte de los malditos alemanes. No lo hubiera resistido, Silvio. Sé que otros lo hicieron, pero Ithzak Sezsmann no. Ni era valiente, ni decidido, ni tenía arrojo ni nada que se le parezca. Se habría hundido nada más llegar al gueto, y de no ser así los nazis se hubiesen ocupado de eliminarlo. Allí sólo se mantenía con vida a los trabajadores útiles. ¿Qué se supone que iba a hacer Ithzak? ¿Tocar el violín por las calles?
—Bueno, y si es verdad que recibió ayuda para escapar, ¿cómo es que no se puso en contacto con vosotros?
—Quizá no pudo.
—¿En tres años?
El timbre de la puerta sonó, muy poco oportunamente, en ese preciso momento. Era Zachary West, que venía a recogernos para tomar una copa antes de cenar.
—¿Qué tal unos martinis en el Algonquin? Sé que ha llegado hoy el suministro de ginebra.
—Papá, llevas sólo unas horas en Nueva York y ya tienes noticia del aprovisionamiento de los bares. ¿Cómo te apañas?
—Veinte años en el servicio secreto dan para mucho. ¿Has descansado, Silvio? Tienes mejor aspecto, esta mañana parecías un muerto en vida.
—Zachary… ¿sería posible renunciar a esa copa para dar una vuelta por la ciudad? No he podido ver nada… y la idea de sacudirme el estómago con una ginebra me pone los pelos de punta.
—La verdad es que los jóvenes de hoy estáis hechos de mantequilla. ¿Te ha contado que se mareó en el avión? Bueno, ahora hablaremos de eso. Tenemos un par de horas antes de la cena. Mary Jo y sus padres nos esperan a las ocho en el 21.
No puedo decirte la impresión que me causó aquel paseo por las calles de Manhattan, sombreadas por los edificios altísimos, como colosos desafiantes. Recuerdo las calles llenas de gente y de vida, el paso rápido de los neoyorquinos, los escaparates tentadores donde era imposible encontrar la sombra de la escasez en que vivía aún la vieja Europa. Hasta los bocinazos de los coches parecían cargados de energía. Pensé que en aquella metrópolis rutilante casi cualquier cosa podía ser posible, y también que debía de ser muy fácil acostumbrarse a vivir allí, como es fácil sucumbir al encanto de una mujer hermosa.
Llegamos al 21 un poco antes de la hora de la cita, y tomamos una copa en el bar mientras esperábamos a Mary Jo y a los suyos.
—Ah, ahí vienen. Puntuales, como siempre.
Tuve que hacer un esfuerzo supremo para disimular mi sorpresa. Delante de mí estaba una joven muy guapa, de largos cabellos cobrizos y ojos oscuros… y una piel blanca como la leche. Elijah me miraba, divertido y consciente de mi desconcierto. Había dado por hecho que la familia del rey de las mediasuelas era de raza negra…
—Mary Jo, éste es Silvio.
—Menos mal que has venido —dijo, mientras me estrechaba la mano—. Temía que Elijah se negara a casarse si no estabas tú también en la iglesia… Dice que eres como su hermano, así que supongo que tú y yo vamos a convertirnos en una especie de cuñados…
Mientras avanzábamos hacia la mesa, Elijah se dirigió a mí en un susurro.
—Dime la verdad, ¿qué posibilidades habría de que los padres de una chica blanca le permitieran casarse con un negro? ¿Una entre un millón? No me negarás que soy un tipo con mucha suerte.
En los días siguientes, la familia de Mary Jo organizó toda una batería de actividades sociales en mi honor y en el de otros parientes desplazados a Nueva York para asistir a la boda. El tiempo se nos iba en cenas, tés danzantes y picnics en Central Park con canapés de salmón ahumado y champán servido en copas de cristal. Los Connors componían un nutrido y aristocrático clan extendido por ambas costas estadounidenses, aunque, tal como me había advertido Mary Jo, los Connors del sur poco o nada tenían que ver con los Connors de Pennsylvania, Maryland o Massachusetts. Era divertido observarles a todos juntos pues, a pesar del tiempo transcurrido desde que el primero de ellos se bajara del Mayflower, todos conservaban un inequívoco aire de familia en el particular color del cabello y el aire de languidez en las maneras aprendidas en alguna escuela privada.
No todos los parientes de Mary Jo habían recibido a su prometido negro con la misma franca calidez con que lo habían hecho el magnate del calzado y su jovial esposa. En aquellos días, aguzando el oído pude escuchar comentarios despectivos venidos de primos y tíos más o menos lejanos. Elijah era consciente de la situación, pero no le quitaba el sueño.
—Supongo que no se puede esperar otra cosa. Me imagino lo que dicen: «Debe de ser muy decepcionante para Jack y Eunice: tienen una sola hija, la envían a un internado suizo y luego a Vassar… y resulta que la chica termina casada con un salvaje». La verdad es que no pienso mucho en ello. He encontrado a tanta gente para la que mi color de piel era un motivo de disgusto, que me he acostumbrado. Incluso en Harvard tuve problemas por ser negro…
La intensa vida social de los días previos a la ceremonia no nos había dejado a Elijah y a mí muchos momentos para hablar sin testigos. Él no había vuelto a mencionar a Ithzak, pero yo no podía quitarme de la cabeza nuestra conversación del primer día. Y cuantas más vueltas daba a las sospechas de Elijah, más visos de realidad encontraba en ellas. La certeza de que nuestro amigo había conseguido salvarse del traslado al gueto y de las deportaciones era vagamente tranquilizadora pero, en mi fuero interno, me parecía detestable la idea de que Ithzak hubiese sido capaz de trapichear con los nazis. Claro que, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Entrar en el gueto como una oveja camino del matadero? ¿Malvivir allí en unas condiciones miserables y completamente solo? Si alguien, quienquiera que fuese, había ofrecido a mi amigo una sola oportunidad de salvación, hizo bien en aceptarla. Cuando llegué a esa conclusión, me avergonzó un poco haber tenido la osadía de juzgar el comportamiento del joven Sezsmann. Había hecho lo correcto, aquello a lo que todos estamos obligados: sobrevivir. En Polonia y en 1940, un muchacho judío no podía aspirar a mucho más.
Hannah Bilak llegó a Nueva York cuatro días antes de la boda, con el tiempo de asistir a una cena de gala en el hotel Plaza, a un té de damas en la residencia de los Connors y al baile que se celebraría la noche previa a los esponsales. El programa era tan apretado que temí no tener tiempo para hablar con ella, pero Elijah me tranquilizó.
—No te preocupes, he organizado las cosas para que Hannah sea tu pareja en todas las fiestas. No creas que ha sido fácil: las primas de Mary Jo estaban deseando que las acompañase un joven y apasionado español.
—No soy muy buen partido…
—Ya, pero ellas sí. Y estos americanos ricos encuentran distinguido todo aquello que viene de Europa.
Hannah iba a alojarse en casa de una tía de Mary Jo, una anciana viuda que vivía en la avenida Madison. Nos encontraríamos un poco antes de la cena para tener oportunidad de charlar a solas. Confieso que dormí mal la noche previa al reencuentro, y me desperté malhumorado y sin poder entender qué era lo que me ponía nervioso. Hannah y yo sólo habíamos pasado juntos cuatro semanas hacía once años, y en aquel tiempo los dos éramos unos niños que sólo podíamos hablar por señas. ¿Qué era entonces lo que me inquietaba? ¿Algún presagio inexplicable? ¿La intuición de que había cosas a las que debía tener miedo?
Volví a ver a Hannah Bilak en el vestíbulo del hotel Plaza, la tarde del 10 de abril de 1946. Llegó del brazo de Zachary West, que había ido a recogerla a la casa donde se alojaba, y no sé por qué pedí a la suerte que me permitiese poder observarla durante unos segundos sin que ella me viera. Hannah ya no era la niña que había conocido en Varsovia, sino una mujer espléndida que atraía las miradas de todos los hombres presentes. Llevaba un vestido de fiesta de color verde agua y el pelo recogido, y no lucía más joyas que unos sencillos pendientes de oro. Hannah avanzó hacia nosotros indiferente a la expectación que había despertado su entrada, y me di cuenta de que al caminar se aferraba al brazo de Zachary West. Como yo, ella también estaba asustada.
—Silvio…
Los ojos grises se le empañaron, y yo no supe qué hacer, salvo estrechar la mano que me ofrecía y mirarla, once años después de que nos despidiésemos, en aquella estación de tren en Varsovia. Busqué en Hannah algunos rasgos que me recordasen a la niña que había sido, y descubrí que seguía teniendo la misma piel que entonces, y conservaba un aliento adolescente en la sonrisa tímida. Pero eran detalles menores, porque en realidad Hannah había cambiado: en toda ella se había obrado una metamorfosis fabulosa de la que pensé que deberían haberme advertido, porque ahora me costaba disimular la sorpresa. Mirándola recordé a su madre, y el corazón se me alborotó al darme cuenta del asombroso parecido entre Edith Griessmer y su hija, que, supuse, iría intensificándose con el paso de la edad.
—¿Cómo estás, Hannah? ¡Dios mío, cuánto has cambiado!
—Tú también has cambiado un poco. Muchos años para los dos ¿eh? Muchos años para todos, creo.
Hablaba inglés con un delicioso acento eslavo.
—Menos mal que has llegado. —Elijah la abrazó como hubiese hecho con una hermana, y por un segundo envidié a mi amigo, que había llegado con Hannah a semejante grado de confianza—. ¿Qué tal el viaje desde Baltimore?
—Horrible. El tren se paró tres veces. Creí que iba a tener que llegar andando…
—¿Y tu madre? ¿Cómo está?
—Un poco mejor. El invierno es malo para ella. Se quedó triste, hubiera querido venir, pero sigue sin tener mucha fuerza. Por cierto, Elijah, te envía esto…
Hannah abrió su bolso, una pequeña limosnera de encaje bastante desgastada que debió de haber pertenecido a su madre, y sacó un paquetito envuelto en papel de seda. Elijah lo abrió: eran unos gemelos de oro.
—Fueron de mi padre. —Los ojos se le volvieron a humedecer—. Mi madre quiere que sean su regalo para ti.
Elijah pareció dudar durante unos segundos: era un presente excesivo, sobre todo viniendo de una mujer sola y con pocos recursos, pero mi amigo se dio cuenta del hondo significado del obsequio, así que se despojó alegremente de los gemelos que llevaba y se colocó los que Hannah acababa de entregarle.
—Los llevaré el día de la boda. Díselo a tu madre, Hannah.
Se abrazaron otra vez.
—Bueno, bueno, el cupo de emociones está agotado. —Zachary West acarició la mejilla de Hannah—. Por cierto, querida, estás preciosa con ese vestido. Claro que estás preciosa con todo, pero eso ya lo sabes. Vamos a tomar una copa rápida, ¿de acuerdo? Cuando lleguen los invitados se llevarán a Elijah y no volveremos a verle en toda la velada.
Puedo decirte que aquella noche no hice otra cosa que mirar a Hannah. Creo que nuestros compañeros de mesa debieron de decirse que éramos dos perfectos groseros, pues apenas intercambiamos con ellos unas cuantas frases de cortesía obligada. No hablamos del pasado, sino que empleamos aquella cena en conocernos otra vez. Hannah me habló de su sencilla vida en Baltimore, de cómo había obtenido su título de enfermera y de lo mucho que le gustaba el trabajo en el hospital. Yo le hablé de mi cargo en el ministerio, de mi hermano fotógrafo, incluso de mi familia en Ribanova. De quien no le hablé fue de Carmen. Después de todo, no sabía muy bien qué debía decir acerca de ella.
Después de la cena, mientras servían el café en otro salón, Hannah y yo nos instalamos en un rincón discreto, y allí la conversación rodó hacia otros asuntos. Habían ocurrido tantas cosas terribles durante aquellos años que era imposible eludirlas: hacerlo hubiera sido como volver a empezar desde una mentira, pretender que nuestras vidas (y, sobre todo, la vida de Hannah) habían estado marcadas por la tranquilidad y la bonanza. Ella me contó cómo su madre había sido abandonada por su marido ario, que se llevó a los hijos de la pareja y la dejó a expensas de su suerte. Me sorprendió que no hablase de aquel hombre con demasiado rencor.
—Eran tiempos difíciles para todos —dijo— y quizá el señor Griessmer sólo quería proteger a mis hermanos. Ahora los tres están muertos. Ocurrió cuando los aliados bombardearon Dresde. De no ser porque Zachary movió cielo y tierra para embarcar a mi madre en el Saint Louis, ella tampoco habría sobrevivido. Consiguió hacerla llegar a América, y se ocupó de cuidarla hasta que pude hacerlo yo. Ha seguido ayudándonos durante todos estos años. —Señaló el vestido que lucía—. ¿Crees que una enfermera podría comprarse un traje así?
La abuela de Hannah había muerto en el año 37, cuando ya Amos Sezsmann estaba muy enfermo. Con el permiso de su madre, ella se había trasladado a vivir a la casa de la calle Trebaka para poder ayudar a Ithzak en sus cuidados al anciano músico. A pesar de todo, aquéllos habían sido unos años felices. Los Sezsmann y Hannah formaron una pequeña familia. Ithzak seguía con sus estudios, aunque ya no dedicaba tanto tiempo a hacer prácticas con el violín y el piano, y Hannah se ocupaba del gobierno de la casa y de mimar al enfermo. Ithzak y ella hablaron de casarse en una ceremonia íntima con la sola presencia del rabino y un par de testigos, pero las tímidas esperanzas de que Amos recuperase su salud les hacían retrasar sus proyectos de boda. Luego llegó la ocupación nazi, y casi de inmediato los planes para sacar a Hannah del país.
—Yo no quería marcharme, ¿sabes? Prefería permanecer en Varsovia con Ithzak y con el pobre Amos… estaba inválido, y necesitaba ayuda hasta para comer. Pero fue Ithzak quien me obligó a dejar Polonia. Dijo que no podía cuidar de su padre y de mí al mismo tiempo, que Amos le necesitaba y que volveríamos a reunimos antes de lo que yo podía imaginar. Le dije que sí a todo, pero no le creí. La noche que vinieron a buscarme para salir del país, yo sabía que era la última vez que veía a Ithzak. No me preguntes cómo, pero lo sabía.
Cuando llegó a Estados Unidos, su madre estaba esperándola. Llevaban seis años sin verse, y sólo cuando la abrazó, allí, en el muelle, agotada y triste, desorientada y llena de miedo, se dio cuenta de cuánto la había echado de menos, de cuánto había necesitado su ayuda, sus consejos, su amor. Recuperar a su madre fue un tibio consuelo para el dolor que sentía, y la idea de cuidar de ella, un acicate para superar la pena y seguir viviendo.
Zachary West las instaló en Baltimore, donde poseía una casa que había comprado tiempo atrás como inversión y que nunca había llegado a estrenar. Hannah aprendió inglés con relativa rapidez —su dominio del alemán, el francés y el polaco le facilitó el estudio de un cuarto idioma bastante más sencillo que los que ya manejaba— y luego se matriculó en una escuela de enfermería. Zachary se hizo cargo de todo.
—Fue como un padre, como un hermano. Y actuaba con tanta discreción, con tanta elegancia, que a veces ni siquiera nos dábamos cuenta de algunas de las cosas que hacía por nosotras.
Y mientras Hannah y su madre intentaban recomponer sus vidas, las noticias sobre lo que ocurría en el gueto habían llegado hasta círculos judíos de América del Norte. Se hablaba de las deportaciones, de los campos de exterminio, de los experimentos científicos con hombres y mujeres llevados a cabo por los alemanes…
—Cada cosa que me contaban era peor que la anterior, así que la idea de que Ithzak estaba muerto acabó convirtiéndose en una esperanza. Qué raro, ¿verdad? Llegué a rezar el kaddish por él. Prefería creer que la muerte le habría librado de todo aquel horror. Pero a veces pensaba que quizá estuviese vivo y sufriendo. El día que Elijah me contó lo que había pasado me puse triste, pero también fue como si me liberase de un peso. La verdad, por mala que sea, siempre es mejor que hacerse preguntas que no puede contestar nadie.
Rechazó una copa de champán que le ofrecía un camarero, y pidió en su lugar un vaso de agua mineral.
—¿Quieres saber algo que resulta ridículo? —me dijo—. Los Sezsmann eran unos judíos bastante atípicos. Ni siquiera observaban el sabbath, y en su despensa había suficientes productos de cerdo como para condenar a media colonia judía de Varsovia. Yo fui la primera persona que encendió en aquella casa las luces de Hannukah. Ellos no lo habían hecho nunca, y sin embargo tenían dos árboles de Navidad. Conocían nuestras tradiciones, pero no las respetaban. La abuela Bilak se escandalizó al saber que la cocinera de Amos ni siquiera estaba al tanto de las reglas del kosher. Creo que los Sezsmann le parecían un par de herejes. Sin embargo, a ellos les mataron por ser judíos, y yo sigo viva. Es una ironía ¿a que sí?
Me sonrió, como resignada a su suerte. A su mala suerte, que la había hecho nacer en un país destinado al aplastamiento y a la opresión. Supuse que estaría pensando en Ithzak, y me pregunté cuántas veces se habría torturado elucubrando acerca de lo que había ocurrido. Decidí compartir con ella las teorías de Elijah, que estaba seguro de que nuestro amigo había conseguido evitar el ingreso en el gueto.
—De haberse encontrado en Varsovia, Ithzak jamás hubiese acabado en un campo de concentración situado en Austria. No es descabellado pensar que logró escapar de la Gestapo, y que estaba intentando llegar a territorio neutral ayudado por alguien. —Hannah me miraba con el ceño fruncido, como concentrada en lo que estaba diciéndole—. Sé que sólo es una posibilidad pero… pero quizá Ithzak nunca llegó a entrar en el gueto.
Hannah estuvo callada un buen rato, dando vueltas a lo que acababa de escuchar.
—¿Sabes qué? —me dijo por fin—. He estado triste los últimos seis años. Me pasaba los días preguntándome dónde se encontraría Ithzak, y para encontrar consuelo sólo podía pensar en su muerte. Hay que aceptar que nunca sabremos lo que de verdad le ocurrió, así que podemos elegir qué es lo que queremos creer. No sé si Elijah está en lo cierto o no, pero yo prefiero pensar que Ithzak no pasó por el gueto, que no fue deportado en uno de esos trenes horribles y que no pasó los últimos tres años de su vida siendo un esclavo de los nazis. He tenido seis años para imaginar tantos horrores, que me doy por satisfecha sabiendo que Ithzak sólo estuvo unas semanas en Mauthausen.
Nos miramos en silencio. Una orquesta en la que no había reparado hasta entonces empezó a tocar Mientras el tiempo pasa, y me pareció que aquélla era una buena música de fondo para aquel momento. Hannah movía suavemente la cabeza al compás de aquella canción que años más tarde se convertiría en inmortal pero que en 1946 era solamente un tema de moda popularizado por el cine. Hubiera debido sacarla a bailar entonces, para subrayar su firme voluntad de empezar una nueva etapa libre de pesadillas y de incógnitas, pero no lo hice. Me quedé sentado, mirándola, mientras ella parecía ir recobrando una tranquilidad perdida al tiempo que tarareaba la canción del mismo modo que Ingrid Bergman lo hacía en Casablanca.
Hannah y yo apenas nos separamos en los dos días siguientes. Tuve ocasión de comprobar que el tiempo no sólo la había convertido en una mujer hermosa, sino también en una persona inteligente y buena que se negaba a dejarse vencer por la desdicha. Había algo extraordinariamente vivo en los ojos de Hannah Bilak, aquella muchacha indefensa que cruzó la Europa ocupada con la muerte suspendida sobre la cabeza, aquella novia que se separó del hombre al que amaba con la conciencia de que su despedida era para siempre. Hannah, que había llegado sola a América, y allí había recompuesto su vida sabiendo que nunca, jamás, iba a poder recuperar nada de todo aquello que había dejado tras de sí al salir de Polonia. Sé que fui injusto, pero la comparé con Carmen y su abrigo negro míseramente animado con un pañuelo de alivio de luto. Hannah, que lo había perdido todo, que se había convertido en una apátrida, que había tenido que empezar otra vez en otro país, en otro idioma, que había sobrevivido al pánico y a la incertidumbre. Hannah, que era hermosa y llevaba un traje del color del agua. Carmen, que parecía pedir perdón por ser tan guapa teniendo como tenía la obligación de llorar a diario la muerte del hermano. Fue entonces cuando supe que no quería a la que todos consideraban mi novia. Que no la querría nunca, o al menos no del modo que ella esperaba hacerse querer.
En aquellos días no sólo descubrí a Hannah, sino también Nueva York. A pesar de la sucesión de cenas y bailes, ella y yo encontramos tiempo para explorar una metrópoli que en nada se parecía a ninguna otra ciudad que yo hubiera visto. Pensé que, quizá en su momento, la Roma de Augusto hubiese jugado en la historia el mismo papel que ahora le tocaba desempeñar a Nueva York: el de convertirse en capital de un nuevo mundo, en punto de partida, en un lugar donde se mezclaban culturas y razas. Me pareció notar que el corazón me latía más fuerte al pasear por las calles de Manhattan, al elevar la vista y comprobar qué cerca estaba el cielo de aquellos edificios magníficos. Era la ciudad de la opulencia, de las posibilidades, de las expectativas. La ciudad del presente o, aún mejor, la del futuro inmediato. No sé en qué momento empecé a fantasear con la idea de mudarme allí. Hablaba inglés perfectamente, y aún no era demasiado viejo para encontrar un empleo. En aquella ciudad asombrosamente viva, en perpetuo estado de transformación, parecían quedar muchas cosas por hacer. ¿Por qué no iba a ser yo uno de aquellos ciudadanos que caminaban con la cabeza más alta que en cualquier otro lugar del mundo? ¿Por qué renunciar a vivir en aquella urbe fabulosa donde había tantas historias por escribir? Y, además, estaba Hannah. Ahora que la había encontrado, me espantaba la idea de alejarme de su lado. No lo puedo explicar, pero la sola idea de no volver a verla me producía, más que tristeza, algo parecido al pánico. No tenía la menor idea de qué podía esperar de ella, y tampoco me atrevía a acariciar la idea de proponerle que fuese mi esposa. Lo único que sabía es que no quería perderla del todo. Sí, Cecilia, me había enamorado de aquella chica judía que tan cerca había estado de casarse con uno de mis mejores amigos. Y cuando me decía a mí mismo, tengo que volver, tengo que volver cuanto antes y quedarme aquí para siempre, quizá no estaba pensando en Nueva York. Quizá sólo pensaba en Hannah.
Decidí hablar con Zachary West. Contarle lo que me había ocurrido en aquellos tres días. Confesar que deseaba con todas mis fuerzas dar un nuevo vuelco a mi vida, que estaba dispuesto a todo, a dejar mi trabajo, a renunciar a mi patria, a volver a poner tierra de por medio entre mi familia y yo. Después de todo, el mío era un deseo legítimo: había encontrado el camino a la felicidad, y necesitaba de él para seguirlo. Zachary, mi amigo, mi hermano, mi padre, sólo querría apartar cada uno de los obstáculos que pudieran entorpecer ese camino.
La boda de Elijah fue exactamente como yo esperaba: una ceremonia larga y pomposa con una novia radiante y un novio feliz cuya piel negra parecía desafiar el origen anglosajón de los parientes de su mujer, seguida de un banquete excesivo y una fiesta que duró hasta el alba. Los novios se habían marchado mucho antes, rumbo a su luna de miel en Barbados. Me despedí de Elijah con un abrazo y la promesa de volver a vernos pronto.
—Mientras tanto, intenta escribirme.
—Lo prometo. Buen viaje y hasta pronto.
Le vi alejarse de la mano de su mujer, entre una lluvia de granos de arroz y pétalos de flores que les arrojaban las damas de honor. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Zachary West puso su mano en mi hombro.
—Bueno, pues ya está. Ahora podemos volver a la vida normal.
Era el momento perfecto para hablar con él. Hannah estaba con las otras chicas curioseando los regalos de boda que estaban expuestos en un salón adyacente, y Zachary se había librado por fin de toda la tropa de familiares de Mary Jo que deseaban estrechar la mano del antiguo héroe de guerra.
—Zachary, ¿podemos tomar una copa en algún sitio más tranquilo? Me gustaría hablar contigo.
—Sí, yo también tengo algo que contarte. Vamos al bar de la segunda planta, no creo que a esta hora haya demasiada gente.
Como Zachary había previsto, el bar estaba desierto. Pedimos dos brandys.
—Por Elijah y Mary Jo —dijo Zachary— y también por ti, Silvio. Tengo una sorpresa que te va a alegrar. Sé que llevas meses esperando este momento y que has tenido mucha paciencia.
—No entiendo…
A Zachary le brillaban los ojos.
—Los alemanes comienzan a moverse. Estábamos seguros de que ocurriría en cuanto se confiaran. Las detenciones han empezado hace días. Hemos localizado en Francia a dos altos oficiales de las SS, y a un montón de antiguos miembros de la Gestapo que estaban a punto de establecerse en Austria. Y sospechamos que hay varios capitostes del partido nazi que tienen planes para cruzar la frontera española.
Zachary West me miraba con aire triunfante mientras sostenía su copa de coñac.
—El baile ha empezado, y ahora te toca a ti. En cuanto llegues a España recibirás las primeras instrucciones. Bienvenido a la Organización.
Balbuceé algo ininteligible. Zachary debió de pensar que estaba tan emocionado que no me salían las palabras.
—Bueno… ¿y tú? ¿Qué querías decirme?
Noté algo raro en la boca.
—Nada… que… que no he hecho ningún regalo de boda a Elijah y Mary Jo. Soy… soy un desastre… ¿sabes si hay alguna cosa que quieran?
Zachary apuró la copa de coñac.
—Puedes comprarle un abanico a Mary Jo. Yo se lo traeré la próxima vez que venga a Nueva York.