8

«No existe un dolor mayor que recordar el tiempo feliz en la desdicha». Es un verso de la Divina Comedia. Leí a Dante en la universidad, cuando no tenía más motivos para sentirme desgraciada que el fracaso en un examen o algún batacazo amoroso sin consecuencias. Creí entender aquella afirmación, que atesoré en medio de un mal presagio, segura de que algún día iba a recordarla con el corazón encogido. Cuando llegó mi mala hora, el verso de Dante se me vino a la cabeza muchas veces. Pero esta tarde, después de hablar con Silvio, empecé a pensar que quizá me había equivocado. Que aquel verso, atesorado con cierta sevicia, rememorado entre lágrimas, manoseado por mí quizá para regodearme en mi propia tristeza, podía no tener tanto sentido. Porque Silvio me había dado otra visión de las cosas cuando me dijo que los buenos recuerdos son una especie de tabla de náufrago a la que agarrarnos en los peores momentos, «el único andamiaje para sobrevivir a la pérdida», había sido su expresión. Supongo que debe de ser difícil seguir adelante cuando lo único que uno tiene para apoyarse es una pobre colección de amarguras.

Los buenos recuerdos iluminan la ausencia y aunque a veces agudizan el dolor, en otras ocasiones lo dulcifican y proporcionan al espíritu una serenidad misteriosa, como si se intuyese que el sufrimiento merece la pena. Supongo que uno llega a esa conclusión cuando ha sido capaz de aprender a administrar la tristeza, a manejar el lenguaje cifrado de la pena. Cuando mi madre murió, durante muchas semanas la memoria de lo vivido juntas sólo servía para atizar mi desesperación. Aquellos retazos de un tiempo feliz llegaban a mi cabeza para desestabilizarme, pues lo único que sentía era la conciencia de todo lo que había perdido para siempre, de todo lo que mi madre se había llevado consigo. Me dolía mirar sus fotos, contemplar sus objetos personales, repasar mentalmente algunos momentos felices. Así que intenté arrinconar un montón de cosas buenas en el lado más profundo del cerebro, no sé si para olvidarlas, pero sí con la intención de mantenerlas a raya para que no perturbasen mi tranquilidad, para que no me empujasen hasta la zona peor del territorio de la nostalgia. Ahora he superado esa fase del dolor, e intento recuperar cada recuerdo de mi madre, de los más grandes hasta los más insignificantes, para reconstruir lo que fue nuestra vida, pero, sobre todo, para reconstruir mi vida futura desde la protección de un pasado feliz. Ése es parte de su legado: el armazón de los buenos recuerdos, que me será indispensable para empezar otra vez.

Cuando la enfermedad de mi madre fue diagnosticada y a pesar de que el oncólogo de Madrid fue optimista con respecto a las perspectivas de supervivencia, cada uno de nosotros (mi madre la primera) supo que nuestro tiempo juntos había sido bárbaramente recortado. Nunca hablamos de eso. ¿De qué hubiera servido? Sin embargo, estoy segura de que individualmente firmamos un pacto secreto para aprovechar al máximo los días que nos quedaban. Sinceramente, creo que mi madre, mi hermana y yo sacamos a ese tiempo más partido que nadie, quizá porque las mujeres tenemos una especial capacidad para ese tipo de cosas. Es el sentido práctico que nos regala la naturaleza lo que nos permite sopesar, valorar con un rigor casi matemático algunas coordenadas de difícil medida. Como el tiempo por venir. Como el tiempo que queda y que se va acortando dolorosamente a cada minuto que pasa.

Cuando mi madre fue desahuciada, en el mes de mayo de 2003, el médico que la trataba en Lugo sólo hablaba de muerte inminente, de cuidados paliativos y una sucesión de horrores cuya sola mención nos secaba la boca y enflaquecía nuestro ánimo. Aquellos días fueron espantosos, porque no encontramos en los doctores el menor atisbo de piedad a la hora de hablar con nosotros. No puedo olvidar la forma en que aquel médico me confirmó que mi madre tenía cáncer, mientras caminaba por el pasillo, sin detenerse, yo trotando a su lado, él mirando las notas de su próxima visita, y ahora no entiendo por qué no le obligué a pararse, a mirarme a la cara, pedazo de cabrón, hijo de puta, emplea un poco de tu tiempo en decir las cosas como es debido, en comunicar a una hija que su madre va a morirse, háblame de tratamientos, de fármacos, no quiero que me cuentes milongas pero tengo derecho a exigirte cinco minutos en un lugar tranquilo donde pueda hacer preguntas y recibir respuestas. Pero no hice nada, salvo caminar junto a él llena de mansedumbre, dirigiéndole miradas suplicantes, hasta que se metió en un ascensor. En los hospitales, frente a los médicos, hasta las personas más enérgicas sufren una curiosa variante del síndrome de Estocolmo: sentimos que la vida, la nuestra o la de alguien querido, está en las manos de esos seres de bata blanca, y que sólo de su voluntad depende que cada historia tenga o no un final feliz. Por eso, aquella mañana del mes de mayo, no me enfrenté a aquel tipo. Cuando se cerraron las puertas del ascensor me quedé de pie, en un pasillo que apestaba a lejía, desorientada y triste, espantosamente sola.

Para mi madre, su enfermedad fue también una ocasión de descubrir que sus hijas habían madurado, que ya no eran dos niñas sino dos mujeres a quienes el amor por ella iba a dar el valor necesario para enfrentarse a cualquier cosa. Porque, desde el primer momento, mi hermana y yo tomamos las riendas de todo. Mi padre y mi hermano estaban demasiado aturdidos como para reaccionar. En el fondo, los hombres son mucho más cobardes que nosotras. El dolor físico les aterra, y la idea de ver sufrir a alguien querido produce en ellos un efecto paralizante. En el caso de las mujeres es distinto: todas esas cosas nos galvanizan. Eso fue lo que nos ocurrió a Lidia y a mí. La pena y el propio miedo nos hicieron más fuertes de lo que nunca hubiéramos creído ser.

Mi madre estaba orgullosa de que hubiéramos sabido reaccionar del modo correcto. Cuando, tras muchas pesquisas, Lidia y yo localizamos el sitio perfecto para que fuese tratada, llegó el momento de hablar con ella para plantearle un traslado a Madrid. Recuerdo que era un cálido mediodía de mayo, y ella estaba en Lugo, ingresada en aquel hospital donde le hacían las pruebas a cuentagotas y recogían su orina en un vaso de café. Entramos en su habitación, le explicamos cómo estaban las cosas, la poca confianza que nos inspiraban aquellos médicos, la lentitud exasperante de los exámenes, la escasa esperanza que tenían de encontrar un tratamiento para su enfermedad. Le dijimos, sin decírselo, que los médicos se habían rendido con respecto a su caso, y que nosotras no queríamos hacerlo. Le preguntamos si estaba dispuesta a venirse a Madrid, a ponerse en manos de otra gente, a enfrentarse quizá a un protocolo experimental.

Juro que pensé que íbamos a tener que emplearnos a fondo para convencerla, que habría que combinar la firmeza con las súplicas y las lágrimas, pero no fue así. Mi madre nos dirigió una sonrisa, nos miró a las dos con aquellos ojos luminosos y pacíficos y nos dijo, muy tranquila, yo voy a donde vosotras me llevéis. Recuerdo cada día aquellas palabras mágicas con las que mi madre, Lidia y yo firmamos entre nosotras un pacto secreto, un pacto para pasar juntas todo lo que pudiese venir, para sostenernos mutuamente. Un pacto de fe, un pacto de vida, un pacto de amor y de entrega. El pacto de confianza mutua y ciega entre una madre y sus dos hijas.

—Pues entonces, no hay más que hablar. Nos largamos de aquí.

Mi cuñado, que durante todo aquel proceso había sido para nosotros un apoyo extraordinario —para poner calma siempre es bueno que haya alguien a quien el dolor no le llegue tan adentro— fue el encargado de la logística. Habló con los médicos, pidió los papeles del alta voluntaria y, cuando una de las enfermeras puso problemas para entregarnos las pruebas que habían practicado a mi madre, le explicó sin alterarse que, desde luego, íbamos a salir del hospital con aquellas placas debajo del brazo, le gustara a ella o no. Uno de los médicos que había por allí, supuestamente amigo nuestro, me dijo con un deje de suficiencia, «os la vais a llevar, la vais a marear y no va a servir de nada». Me dieron ganas de llorar, y luego me dieron ganas de darle una bofetada, una de esas bofetadas con la mano abierta que daban a sus hijos las madres italianas en los filmes neorrealistas de los años cincuenta. Un bofetón contundente y al mismo tiempo superficial, del que se da por hartazgo hasta que surja una mejor cosa que hacer, para que un niño deje de dar la murga o un médico imbécil de emitir predicciones apocalípticas. Por supuesto, no abofeteé a aquel doctor. Le dediqué una mueca de desprecio que seguramente le pasó desapercibida, y luego me llevé los papeles del alta para que mi madre pudiera firmarlos.

Mientras, dentro de la habitación, se desarrollaba una escena que luego recordaríamos muchas veces muertas de risa. Mi madre, ya en la silla de ruedas, dirigía las operaciones de recogida de su cuarto: había pasado una semana en el hospital, y aquel lugar estaba lleno de zarandajas inútiles o no. Juana, una amiga que se pidió unos días de vacaciones para trasladarse a Lugo y convertirse en algo parecido a nuestro ángel de la guarda, era el brazo ejecutor de la operación de desalojo. Colocaba la ropa en las maletas, vaciaba el baño de útiles de aseo y preguntaba a mi madre qué hacer con algunos objetos de utilidad dudosa.

—¿Y esto?

Enarbolaba un frasco grande de colonia, lleno hasta la mitad.

—Tíralo —dijo mi madre sin contemplaciones, casi sin mirar el botellón de Nenuco que fue a parar a la papelera.

Lo divertido de aquella operación fue su rapidez vertiginosa. En menos de diez minutos habíamos hecho la mudanza. Aquello no parecía un alta hospitalaria, sino la fuga de Alcatraz. Aquel remedo de huida tuvo un último episodio de comedia de los hermanos Marx: tomamos prestada una silla de ruedas para llevar a mi madre hasta el coche, y mi cuñado entró en el hospital, supuestamente para devolverla. Pero, cuando regresó a donde estábamos, llevaba otra silla, que empujaba a bastante velocidad mientras nos hacía unas señales apremiantes que mi hermana interpretó de la forma correcta. Puso el coche en marcha, como si acabásemos de atracar un banco, guardamos al vuelo la silla en el maletero y salimos pitando de allí.

—Pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Y esa silla?

—La he cogido del hospital. Es plegable. La primera que te dieron era rígida y no se podía meter en el capó, por eso fui a cambiarla.

—¿Has… has robado una silla de ruedas a la Seguridad Social?

—Sí…

Hubo unos segundos de silencio que rompió mi madre.

—Bueno —filosofó—, han tardado seis meses en diagnosticarme una metástasis. Creo que me deben una silla.

Y nos dio un ataque de risa que nos acompañó en el inicio de nuestro camino hacia una oportunidad.

Ahora sé que vinimos a Madrid buscando, no un milagro (no creo demasiado en esas cosas) pero sí un poco de esperanza, quizá una palabra amable que nos permitiese conservar unas migajas de optimismo. Aquel oncólogo de una clínica privadísima y cara nos dio, y sobre todo le dio a mi madre, esas palabras de aliento que necesitábamos para seguir tirando del carro. «Por fortuna, la metástasis no ha llegado a la médula», dijo. Aquella frase fue una inyección de moral. No estábamos en el peor de los escenarios posibles, así que tampoco tenía sentido tirar la toalla. Luego habló de medicamentos que acababan de superar la fase de prueba, de terapias no agresivas: «Esto es como una escalera. Empezaremos en el peldaño más bajo, y luego iremos subiendo. Dentro de dos meses veremos cómo va la cosa, y quizá el año que viene…». Cuando escuché aquello, hubiera querido abrazar al médico: por primera vez en muchos días, alguien hablaba en términos de futuro. Durante la última semana, lo único que nos habían proporcionado los doctores eran motivos para la claudicación. Desapruebo que un profesional mienta a un paciente, pero no creo que sólo deba desplegar ante él todo un abanico de horrores sin dejar una sola salida para los buenos presagios. Si existe una posibilidad entre cien, entre mil ¿por qué no mencionar también esa posibilidad?, ¿tan malo es arrojar al que se hunde una miserable astilla de madera que, si no va a salvarle del naufragio, al menos le va a permitir mantener las fuerzas para seguir a flote un poco más?

Desde el primer momento, aquel oncólogo madrileño se negó a hablar de plazos. Fue un alivio perder de vista el concepto de cuenta atrás. Nadie sabía lo que iba a ocurrir, nos dijo. El cáncer es una enfermedad muy extraña, y resulta muy difícil hacer pronósticos más allá de los tres meses. «Pero usted no se va a morir ahora mismo, ni mañana, ni pasado». Y entonces todos, mi madre y nosotros, pusimos el marcador a cero, entendimos que no estábamos contando hacia atrás, sino hacia adelante. Que cada día que ella viviera era un día más que ganaba, que ganábamos todos. Nunca tuve una conciencia tan clara del presente como en aquellas semanas. Y, aunque sé que es difícil de creer, jamás, en toda mi vida, fui tan feliz como durante aquella época en la que todo tenía un nuevo sentido y cobraba una intensidad mucho mayor. Supimos que se nos estaba regalando un tiempo precioso y teníamos la firme decisión de aprovecharlo.

Multiplicamos las caricias, los besos, los abrazos. No regateábamos las expresiones de afecto, las palabras de cariño, ni tampoco las risas. Nos reíamos mucho. Era una especie de catarsis, de desahogo, y además habíamos leído en alguna parte que la risa genera endorfinas, unas hormonas que tienen eficaces agentes anticancerígenos, así que a diario mandábamos a todo un ejército de aquellos bichitos a luchar contra el monstruo.

Mi madre, mi hermana y yo pasamos muchísimo tiempo juntas durante aquellos días, que fueron raramente dichosos para las tres. Nos conjuramos para que su invalidez la limitase lo menos posible y, con la silla de ruedas, visitamos museos, parques públicos y exposiciones de pintura. Renunciamos a pedir taxis para inválidos, y viajábamos en autobús, organizando un pequeño zafarrancho de solidaridad a la hora de bajarnos y subirnos. Y paseábamos, sobre todo por las noches, cuando la temperatura se suavizaba y era una delicia recorrer los bulevares del paseo del Prado o las anchas aceras cercanas a Rosales, comiendo helados y deteniéndonos en los quioscos para comprar vasos de horchata y granizados de limón.

Por alguna razón fisiológica que no alcanzo a comprender, mi madre estalló en una belleza sorprendente. Fue como si algún dios generoso conmovido por su valor en la mala suerte hubiera querido regalarle una segunda juventud. Desaparecieron muchas de sus arrugas, su piel cobró un brillo desconocido y su mirada se cargó de una expresividad nueva. Para sacar más partido de aquella bonanza física, ella y yo nos hacíamos limpiezas de cutis conjuntas y tratamientos revitalizadores, y luego yo la maquillaba con habilidad, sacando todo el partido a sus rasgos exquisitos. Estaba guapísima, tanto que mucha gente no podía creer que estuviese enferma. Cuando la veían en silla de ruedas, quienes no la conocían achacaban su situación a algo pasajero, pero ella les sacaba de su error y explicaba lo que ocurría en realidad, sin el menor dramatismo, sin cargar las tintas. Tengo cáncer, decía sin renunciar a la sonrisa. Para ella, también para nosotros, era fundamental el perder el miedo a aquella palabra, que suena de una forma tan terrible la primera vez que se escucha.

Lidia, mi madre y yo lo pasamos muy bien en los primeros días de su tratamiento. Cuando íbamos por la calle, empujando la silla de ruedas en medio del calor pegajoso del mes de junio, había mucha gente que nos miraba con una compasión cariñosa. Sin embargo, yo no me sentía digna de lástima, sino más bien de envidia: nuestra vida había adquirido una intensidad muy grande y desconocida para el resto del mundo. Por eso siempre íbamos sonriendo, incluso a veces riendo a carcajadas, parloteando como cotorras felices. Muchas noches nos quedábamos de charla hasta la madrugada, recuperando viejas historias familiares, intercambiando confidencias y dando secretamente gracias a la suerte por otorgarnos la oportunidad de compartir nuestro tiempo y nuestra vida. Ahora me doy cuenta de que las tres, ni hermana, mi madre y yo, estábamos haciendo acopio de momentos de alegría, de comunión filial, de amor, para echar mano de ellos cuando llegase la ausencia. Cuando la felicidad, la risa, los abrazos, dejasen paso a un vacío cuya magnitud no éramos capaces de imaginar. Ni tampoco intentamos hacerlo: la pena llegaría, la tristeza llegaría. Era el momento de almacenar toda la dicha posible sin pensar en la inminencia de los malos tiempos. Y supimos hacerlo.

Qué días tan perfectos, tan plenos, aquéllos en los que fuimos capaces de estar contentas aunque la sombra de la enfermedad y de la muerte planease sobre nosotras. O quizá precisamente por eso. Porque, aunque no pensábamos en ello, sabíamos perfectamente que la desgracia estaba ahí. En su libro Una pena observada, C. S. Lewis escribió, «el dolor de después es parte de la felicidad de ahora». He tardado diez años en entender esas palabras. Hace falta que pase el tiempo, y también que pasen las lágrimas, para tener ocasión de comprender determinadas cosas.

Mi madre empezó enseguida a tomar la medicación que le habían prescrito: una simple pastilla diaria combinada con tres antiinflamatorios y un protector gástrico. Recuerdo la alegría que nos entró cuando supimos que en principio se había librado de las sesiones de quimioterapia. La pobre ya se había resignado a que la enchufaran a una máquina de veneno, y hasta intentaba ver al asunto el lado positivo: si se le caía el pelo, estaría más fresca en verano. Le propusimos comprar una peluca, pero ni siquiera quiso hablar de ello: le parecían escandalosamente caras y bastante incómodas. Se apañaría con unos cuantos pañuelos, y de hecho hicimos algunas pruebas para aprender a colocarlos de formas diferentes.

—Pareces una actriz —le decía yo—. Una actriz de principios de los sesenta a punto de marcharse de vacaciones a la Costa Azul. Perfecta para la portada del Vogue francés.

Y ella, de buen humor:

—Me sobra la silla de ruedas.

—Qué va, te da un toque destroyer que queda muy bien.

Uno de los tratamientos complementarios que recibía mi madre consistía en unas inyecciones de calcio para reforzar los huesos. Se las ponía una enfermera que se llamaba Pilar. Era de una simpatía arrolladora. Hablaba como un loro, y su charla era parte de la campaña de distracción para las enfermas: escuchando a Pilar, se olvidaban de la goma que empezaba a ceñirles una vena, del pinchazo, de la maquinita que iba derramando algún líquido misterioso destinado a obrar milagros. Y Pilar, con su bata impecable, hablando de cualquier cosa para hacer olvidar a mi madre, o a otras mujeres como mi madre, la razón última por la que estaban allí. Y lo conseguía. Cuando entraba en la consulta, armada con un arsenal de agujas, de frasquitos y de jeringas, nadie miraba a todos aquellos chismes, sino a ella, que tenía una sonrisa espléndida y trufaba su conversación con carcajadas contagiosas capaces de aligerar el ánimo de cualquiera.

Cuando mi madre llevaba once días de tratamiento, fue capaz de caminar unos pasos con la ayuda de las muletas. El oncólogo se lo había dicho, «en dos semanas usted se levanta de esa silla», pero en secreto todos pensábamos que aquellas palabras eran parte de una campaña de buenos augurios destinada a mantener nuestra moral. Pero nos equivocamos, y cuatro días antes de lo previsto mi madre me pidió sus muletas para intentar andar un poco. Yo contuve la respiración. ¿Y si no era capaz de resistir? ¿Y si tenía que volver a sentarse de inmediato? Sin embargo, con una expresión triunfante que no olvidaré mientras viva, mi madre se puso de pie con la sola ayuda de los bastones, y sola también dio los pasos necesarios para llegar al cuarto de baño mientras nosotras estallábamos en un jaleo de vítores y aplausos. Era su victoria, su gran hazaña. Tardó una eternidad en alcanzar la puerta del aseo, pero daba igual: por primera vez en tres semanas, nuestra madre había prescindido de la maldita silla de ruedas. Recuerdo que nos precipitamos al teléfono para dar cuenta del prodigio que acababa de tener lugar delante de nosotras. Nuestra madre caminaba de nuevo, y el mundo se nos desdibujó porque todo lo demás había dejado de tener importancia.

Creo que fue en aquellos días cuando, por primera vez, empecé a desear firmemente un hijo. Me gustan los niños, pero nunca había escuchado la llamada del reloj biológico ni de nada que se le pareciera. La posibilidad de ser madre estaba ahí, suspendida en el limbo, y era algo que podía aplazarse. Pero entonces mi madre enfermó, y yo la cuidé, y estuve a su lado en los momentos de pánico y en los de la más rotunda alegría, y me di cuenta de que deseaba que un día alguien sintiera por mí lo mismo que yo sentía por mi madre. Al principio pensé que quizá podía ser un deseo pasajero, un efecto secundario de los días tan intensos que, para bien y para mal, había tenido que vivir. Pero pasaron los días, la enfermedad de mi madre se estabilizó, y yo seguía pensando en la maternidad. Quería criar a un niño, verle crecer, educarle, enseñarle a querer a los demás, a quererme a mí. Hacer de él una persona feliz, como mi madre había hecho con nosotros. Inculcarle un puñado de valores elementales, dejarle luego elegir un camino, darle libertad para decidir sobre sí y sobre su vida. Y algún día, cuando llegase el momento, comprobar que ese niño, que esa niña, eran ya un hombre o una mujer capaces de tomar decisiones, de ser independientes, de construir su propia vida. Y capaces, también, de seguir amando a su madre.

Tardé algún tiempo en hablar con Miguel de mi maternidad. En los primeros momentos quise guardar aquel deseo para mí sola, como quien esconde un tesoro. Luego, simplemente, no supe cómo atacar el tema. A Miguel no le gustan los niños, pero tampoco había verbalizado nunca la firme intención de no tenerlos. Ni siquiera se planteaba el concepto de paternidad como algo que tuviese que ver con él. Creo que siempre pensó que tener hijos es algo que les pasa a otros, a los demás. Una de las cosas por las que no hay que preocuparse. Hay gente que nunca se saca el carnet de conducir, que jamás se compra una casa, y no es que hayan tomado la decisión de no hacerlo. Simplemente, dejan pasar el tiempo sin que suceda. Lo malo es que, para las mujeres, el tiempo siempre juega en contra. No podemos dejar algunas cosas para más adelante, y tener un hijo es una de las que no pueden aplazarse eternamente. Llega un momento en que hay que tomar la decisión de hacerlo o la de renunciar a ello para siempre. Para mí, ese momento había llegado.

La primera vez que planteé a Miguel la posibilidad de ser padres se tomó la cosa a broma. No entenderá nunca lo que me dolió aquello, entre otras cosas porque tampoco se lo expliqué. Ahora sé que fue un error no haber reaccionado en ese mismo momento. Debí haber reconducido la conversación, debí haberle exigido una seriedad absoluta a la hora de tratar un asunto que para mí era extremadamente importante. Pero no lo hice. Decidí que a lo mejor no era el momento. Cambié de tema y resolví volver a sacarlo en otra ocasión. Y me pregunto ¿a qué ocasión estaba yo esperando? ¿Qué cataclismo tendría que producirse para que Miguel cambiase de actitud? ¿A qué debía aguardar, a que le cayese un rayo en la cabeza, a que se le apareciese algún santo conocido? Ahora comprendo que, en mi profunda decepción, me resigné a esperar un milagro. Es espantoso esperar algo en lo que uno ni siquiera cree. Un milagro. Ya.

Miguel olvidó el asunto, pero yo no lo hice. Al contrario, aquella idea pasó de ser un plan para el futuro inmediato a convertirse en una especie de obsesión. Atravesé diferentes fases de ilusión y de desencanto, de bonanza y de tormenta. A veces me decía que sólo era cuestión de esperar a que las cosas se recondujeran por sí solas. Otras, sin embargo, me enfadaba conmigo misma y con él, y eso provocaba una amargura que me volvía un ser cerrado, herido y lleno de rencor. Llegaron los silencios, los reproches mudos que se alternaban con peleas y tímidos episodios de reconciliación que no eran más que espejismos. Porque yo, sólo yo, había declarado una guerra sorda al hombre que más he querido en toda mi vida, y empecé a encontrar cierta satisfacción morbosa en hacerle daño, en molestarle, en zaherirle. Nuestra vida juntos dejó de ser perfecta para convertirse en algo mezquino y pequeño, sembrado de ocasiones para el malestar, la protesta y la queja. En una palabra, para el desencanto, que es lo último que debe presidir la relación entre dos personas que se quieren.

La verdad es que tardé mucho en entender y en aceptar lo que de verdad nos pasó, y más aún en asumir que todo fue culpa mía. Quería tanto a Miguel que no me resignaba a ponerme a mí misma en una verdadera encrucijada, y por eso alargaba los plazos y me inventaba falsos motivos para la esperanza que sólo existían en mi cabeza pero no en su ánimo: «Es cuestión de tiempo, ya llegará el momento, tengo que darle un margen». Me inventé mil maneras de eludir la única verdad: Miguel no quería tener hijos. La razón, sólo él la sabe, y no soy yo quién para buscar motivos freudianos en una educación deficiente basada en la falta de cariño, un egoísmo galopante o el tan socorrido complejo de Peter Pan. El caso es que no necesitaba ser padre como yo necesitaba ser madre. Debí haber sido yo quien, desde el primer momento, se dijera a sí misma, lo tomas o lo dejas. Eso nos hubiese ahorrado a los dos una buena sucesión de disgustos y de desencuentros.

Un día me di cuenta de que mi amor por Miguel empezaba a agotarse, como si hubiese abierto una espita por donde empezaron a escaparse todas las cosas buenas que habían servido para construir nuestra relación. Decidí hacer un intento desesperado para arreglar las cosas y después de muchos meses sin tocarlo, volví a poner sobre la mesa el asunto de ser padres para dar a Miguel una última oportunidad. Ahora me digo, ¿una oportunidad de qué?, ¿una oportunidad de cambiar, de volverse otro hombre? Sí, eso precisamente era lo que quería: un hombre a mi medida, un hombre que no era Miguel. Quiero tener un hijo, le dije, quiero tener un hijo cuanto antes y no quiero seguir con esto si no estás conmigo.

Creo que se asustó. A su manera, con sus limitaciones, Miguel también me quería. Me dijo que iba a pensar en ello. Yo le creí, porque otra vez quería creerle. Pero pasó el tiempo y no volvió a decirme nada al respecto. Y entonces le dejé. Sin peleas, sin razonamientos, sin discusiones. Dormí en su casa la noche del domingo, y en la mañana del lunes, cuando se fue al trabajo, recogí las cosas que tenía en el piso, cerré la puerta y dejé mi juego de llaves en su buzón. No he vuelto a verle. Me llamó muchas veces y me dejó decenas de mensajes en el contestador diciendo que no entendía lo que estaba pasando, pero sé que eso tampoco es verdad. Claro que lo sabe. Lo que pasa es que es más cómodo fingir lo contrario, como fue más cómodo echarse a reír el primer día que le dije que deseaba ser madre. En ese momento lo correcto hubiese sido mirarme a los ojos y decirme lo que ambos sabíamos, «no deseo un hijo, no necesito perpetuarme en otra persona, no se me educó para querer a nadie por encima de mí mismo. Esa parte de mí no existe, Cecilia, y no puede surgir de la nada. Tendría que nacer otra vez para que cambiara eso». Pero era más fácil reírse. Como ahora le resulta más sencillo pensar que no entiende lo que ha ocurrido entre él y yo.

Así que aquí estoy. Miguel ya no llama ni me deja mensajes pretendidamente inocentes. No he vuelto a verle. No quiero volver a verle hasta que pasen mil años. Hasta que me olvide de él, hasta que me olvide de lo mucho que le quise, de cuánto deseé que compartiese su vida conmigo. Hasta que no me acuerde de que deseaba un hijo suyo tanto como deseaba un hijo mío.

He empezado a aceptar que quizá nunca seré madre. Intento encontrar ventajas egoístas a esa situación: no tendré que cambiar pañales ni que preparar papillas repugnantes, no pasaré noches en vela mientras un bebé suelta alaridos, no sabré lo que es volverse loca de preocupación por una fiebre de cuarenta, no me veré obligada a meter en cintura a ningún adolescente díscolo —ahora que todos los son—, no tendré que inquietarme por el futuro, porque al estar sola ese futuro me pertenece solamente a mí. Y, después de todo… ¿qué garantías hay de que un hijo vaya a amar a su madre del mismo modo que yo amé a la mía? ¿Por qué damos por hecho ese asunto del amor filial?

Hace sólo unos días recibí la llamada de Berta, una de mis amigas de la infancia. A pesar de que también vive en Madrid, ella y yo llevábamos tres o cuatro meses sin vernos. La verdad es que había quedado en telefonearla, pero lo olvidé, o, para ser sincera, lo pospuse deliberadamente. Berta era alguien con quien no me apetecía estar, y tenía mis motivos. Su vida y la mía, que corrieron parejas durante muchos años, empezaron a diverger hace relativamente poco tiempo, pero con tanta rapidez que daba la sensación de que circulábamos por carreteras distintas.

Berta y yo nos conocíamos desde que éramos dos crías. Fuimos juntas al colegio y al instituto, nos mudamos a Madrid al mismo tiempo. Ella se casó hace ocho años con Aitor, un tipo despreciable, uno de esos gallitos de corral que están en el mundo porque tiene que haber de todo. Le tomé ojeriza desde el primer día, y el hecho de que sea adicto a la cocaína y haya dislocado la vida de mi amiga no ayuda mucho a hacer más fluidas nuestras escasas relaciones. Berta se ha pasado el último lustro acompañando a su marido en un peregrinaje demencial por clínicas de desintoxicación, convenciendo al director de su banco de que los números rojos de su cuenta son sólo producto de una serie de coincidencias catastróficas, disculpando a Aitor ante sus jefes, disculpándolo ante sus vecinos (la última psicosis cocaínica se saldó con destrozos por valor de tres mil euros en el portal del edificio), disculpándolo ante las familias de ambos y disculpándolo, cómo no, ante sus amigos y ante mí. Berta cuenta todas las aventuras de ese pedazo de mierda iniciando el relato con la frase «el pobre Aitor», y a mí se me revuelve el estómago. El pobre Aitor, que te ha hipotecado para los restos. El pobre Aitor, que ha convertido al hijo de ambos en un crío medroso, triste y eternamente desconfiado. El pobre Aitor, que aunque te empeñes en negarlo te ha soltado más de un sopapo aprovechando el subidón. El pobre Aitor, que, según tú, es cariñoso, inteligente como pocos, sensible y refinado. Claro, este mundo nuestro es poca cosa para un ser tan excepcional como el Aitor de los cojones, y por eso tiene que crearse universos paralelos con ayuda de la farlopa. Si mientras tanto un hogar se tambalea, un crío se traumatiza y se arruina la vida de dos o tres personas, es preferible mirar hacia otro lado y compadecer al pobre Aitor.

Lo curioso es que nunca le había dicho a Berta lo que pensaba de su marido. Mi silencio, mi hipocresía, es sólo la consecuencia indeseable de una educación pretendidamente civilizada. Nos enseñan a respetar a los demás. Nos enseñan a no inmiscuirnos en las vidas ajenas, y al llegar a la edad adulta entendemos ese comportamiento como una muestra suprema de buena educación. Me pregunto si estamos en lo cierto. Si en realidad sólo hemos aprendido a disfrazar de respeto una forma de cobardía. Yo jamás le dije a Berta lo que opinaba de Aitor, pero creo que tampoco lo hizo ninguna de sus amigas. Todas nos hemos contentado con menear la cabeza y, en privado, poner a parir al cocainómano de las narices. Y eso ha sido todo.

Somos tan correctos, tan discretos, tan medidos, que preferimos presenciar la destrucción de una persona querida antes que hacer nada por lo que pudiesen acusarnos de imprudentes. ¿Y si me hubiese enfrentado a Berta hace diez años, en cuanto supe que Aitor se drogaba? ¿Y si el primer día que Berta apareció con un ojo amoratado contando una historia demencial sobre una puerta mal cerrada le hubiese dicho que no me tragaba el cuento y que pensaba ir a la policía para denunciar a su novio? ¿Y si, cuando me dijo que se casaba con Aitor, en vez de darle la enhorabuena, le hubiese dicho lo que estaba pensando, ese tipo te va a destrozar la vida? ¿Qué hubiese pasado entonces? Probablemente nada distinto. O quizá sí. El caso es que han transcurrido diez años desde que me di cuenta de que el pobre Aitor era un miserable con todas las letras, y desde entonces he estado cenando con él, riéndole las gracias y haciéndome la loca cuando mi amiga llegaba a una cita con señales de haber llorado o recibido un bofetón.

Aquel mediodía Berta no tenía en la cara signos de llanto, ni tampoco de accidentes domésticos. Buen comienzo, pensé.

—No te puedes imaginar el cabreo que tengo —dijo, en cuanto nos sirvieron el primer plato, y yo crucé los dedos, esperando escuchar que después de diez años se le habían hinchado las narices y que iba a dejar a su marido. Pero los tiros no iban por ahí.

Una hermana de Berta se había casado en Lugo en el mes de septiembre. Ella pidió unos días de vacaciones, Aitor estaba de baja (¿…?), y el niño no tenía clase, así que se quedaron en la ciudad para pasar una semana después de la boda, instalados en la casa que los padres de Berta tienen a la orilla del río. Allí, al parecer, la recepción al drogadicto no había sido todo lo calurosa que se esperaba. Berta empezó a hablarme de la poca consideración que sus padres y sus hermanos habían demostrado hacia su marido, y cómo, en su exquisita sensibilidad, él había percibido el escaso entusiasmo que despertaba su presencia en la casa.

—¿Y sabes quién fue la peor? Pásmate: mi madre. Sí, hija, sí. Mi madre, tan modosa, tan mosquita muerta, que no dice ni media, ha escogido estas vacaciones para abrir el tarro de las esencias y decirme a la cara no sabes cuántas salvajadas. Que si el pobre Aitor es un vicioso, que si es un degenerado, que si me está hundiendo en la miseria, que si es una mala influencia para el niño… Mira, de Aitor se podrán decir muchas cosas, pero como padre es una maravilla. No hay otro más cariñoso ni más simpático con los críos. Si hasta los amigos de Javi se mueren por venir a casa, porque a Aitor le encanta jugar con ellos.

Sí, claro, jugar con ellos. Aitor se pone hasta arriba de perica, y luego, a mitad del viaje, se tira al suelo con los chavales para hacer el indio y ellos, que no saben de la misa la media, se quedan tan contentos con ese adulto capaz de ponerse una tarta de sombrero, o meterse en la ducha vestido, como hizo una vez durante una fiesta de cumpleaños. Berta no quiere darse cuenta de que, a pesar de los pesares y del rol de padre enrollado que tanto le gusta a Aitor, cada vez hay menos niños a quienes permiten a ir a jugar a su casa. La gente habla, los padres hablan, y a nadie le agrada que sus hijos se pasen las horas confraternizando con un adicto a la coca.

—… Pero claro, eso a mi madre no le importa. Es el problema de quedarse en provincias, que todo es muy limitado, todo es sota, caballo y rey, todo es blanco o negro. Mi madre no ve más allá de sus narices. El pobre Aitor tiene problemas, sí, pero eso no es motivo para tratarle como a un pervertido. Es un enfermo, Cecilia. Lo que pasa es que hay que haber vivido mucho para entender esas cosas. Y mi madre, qué quieres que te diga: la casa, la casa, y la casa, limpiar culos, hacer la compra, aguantar a mi padre, cocinar, y en un exceso, aprender macramé. Y así no se puede comprender a alguien como Aitor. Es una persona muy inteligente, pero también muy complicada. Tiene una sensibilidad distinta, percibe la realidad de un modo que no está al alcance de todo el mundo, y mucho menos de mi madre, que no lee más que el Hola, y su concepto del arte es colgar en el comedor una lámina de Monet de las que se regalan con el periódico. Claro, para ella Aitor es sólo un drogadicto. Nunca se le ha ocurrido pensar en él como un artista con talento, que es tan distinto a las demás personas que, no te voy a decir que no, a veces tiene que recurrir a… a otros estímulos. Pero él controla perfectamente. No es un yonqui de las Barranquillas, por el amor de Dios. Y mi madre, dale que te pego, hablando de él como si fuese un heroinómano. Ella, que ni siquiera es capaz de entender la diferencia entre las distintas drogas.

La sangre había empezado a golpearme en las sienes con tanta fuerza que pensé que se me iba a nublar la vista. Pensaba en la madre de Berta, una mujer tímida, muy agradable, sin ínfulas, que se pasó la vida sacrificándose para que no tuvieran que hacerlo sus cuatro hijos. Una vez, cuando éramos muy pequeñas, nos hizo a Berta y a mí unos disfraces de don Quijote. Qué curioso, llevaba años sin acordarme de aquel disfraz que tenía incluso un yelmo con la visera móvil, pero ahora la imagen de la madre de Berta confeccionando aquellos cascos lo llenaba todo y se superponía a la imagen de mi propia madre. La madre de Berta. Mi madre. La enfermedad de mi madre, el dolor de mi madre, la muerte de mi madre, su ausencia tangible. La madre de Berta, protestando débilmente por la visita de su yerno mientras su hija desgranaba ante ella horribles acusaciones de provincianismo, de ausencia de sensibilidad, de burramia. Era Berta quien le estaba haciendo despreciar la vida modesta y sin pretensiones que, seguramente, ella siempre había considerado satisfactoria y feliz. Frente a mí, Berta seguía echando sapos y culebras sobre la figura de su madre, y yo no fui capaz de contenerme más. Llevaba diez años mordiéndome la lengua, haciéndome la tonta, echando mano del concepto de respeto para no decir a Berta lo que pensaba de su marido. Pues había llegado el momento de lanzar los fuegos artificiales. Miré a mi amiga con los ojos duros de una extraña.

—¡Ay, Berta —me costó trabajo identificar mi propia voz, y tuve la sensación de estar sacándola del fondo de un pozo profundísimo—, me das tanta lástima!

Berta soltó la cucharilla del café. Tenía los labios muy pálidos.

—No, Cecilia, ahora las cosas son distintas. Aitor está mejorando. Ya casi no consume… Si acaso una raya, cuando no puede con el trabajo en el estudio… es que está hasta arriba de encargos, sabes…

Levanté la mano para detenerla.

—No van por ahí los tiros, Berta. Yo creo que cada uno es muy libre de joderse la vida como quiera, con un marido drogadicto, jugando al bingo o montando una casa de putas. Pero lo que le has dicho a tu madre…

—Cecilia…

—No, no, escúchame. —El corazón había dejado de latir con fuerza, y ahora me sentía sorprendentemente tranquila—. El día que tu madre se muera (y se va a morir antes que tú, a no ser que al pobre Aitor se le vaya la mano en la próxima paliza) vas a recordar una por una todas las cosas horribles que le has dicho. Y te puedo asegurar que las seguirás recordando toda la vida. Y ¿sabes qué? Te va a doler tanto cada insulto, cada falta de respeto, vas a tener unos remordimiendos tan tremendos, que es muy posible que te vuelvas loca. Por eso me das lástima. No porque estés colgada de un miserable.

Me levanté, cogiendo el bolso de un zarpazo, y pagué la cuenta de ambas en la caja del restaurante. Berta se quedó allí, asombrada y sola, sin entender muy bien lo que había pasado. Algún día lo comprenderá todo. Sólo espero que no sea demasiado tarde, ni para su madre ni para ella.