7

La tarde siguiente llegué a casa de Silvio un poco antes de la hora acostumbrada. Llevaba dos libros para regalar a Lucinda: la enciclopedia de mitología para niños y una edición de Peter Pan.

—Aquí tiene… a ver si le gustan.

—Gracias, señorita Cecilia, pensé que no se iba a acordar. Qué bien, tienen la letra grande… como ando mal de la vista…

—Los dibujos los he hecho yo.

En la mirada de Lucinda había una incredulidad ofendida.

—Quite allá, no me mienta.

—Es verdad. Ése es mi trabajo, dibujar para los libros.

Lucinda hojeaba el ejemplar de Peter Pan y meneaba la cabeza como si no diera crédito.

—Qué cosas, señorita Cecilia. —No supe a qué se refería—. Ande adentro con el señor Silvio. Hoy les he traído tarta para la merienda, se me van a hartar del bizcocho. Pero tendrán que esperar un poco porque es temprano todavía.

Por las ventanas de la sala entraba un sol dorado que iluminaba la figura de Silvio. El abuelo dormitaba en su sillón, con una manta de viaje sobre las piernas y la cara vuelta hacia la luz de la tarde, como si estuviera buscando el calor del otoño. Intenté acercarme sin hacer ruido, como hacía Lucinda, y me deslicé hacia el sillón vecino en el que me sentaba todas las tardes. Silvio no se despertó. Pude observar la pureza de aquellos rasgos seniles, la perfecta simetría de su cabeza de patricio, el gesto suavemente contraído por efecto del sueño. Le dejé dormir durante unos minutos. Daba gusto ser testigo de aquella siesta pacífica: ni siquiera roncaba, no se movía… y de pronto se me pasó por la cabeza la idea de que mi amigo estuviese muerto. Por todos los santos. Ocurre muchas veces: un viejo se echa a dormir y ya no se despierta. Todo el mundo, empezando por mí, asegura que es la mejor forma de morirse: una cabezada y hala, directo al limbo. Pero yo no quería que Silvio se muriese, ni siquiera así, de una forma tan envidiable.

—Silvio… —susurré, y en cuanto abrió los ojos me sentí aliviada y también un poco estúpida al haberle arrancado del sueño por pura aprensión.

—¿Estaba roncando?

—No, no —me eché a reír.

—¿Qué hora es? —miró él mismo su reloj—: Ah, las cuatro y media. Hoy has venido antes.

—Sí… perdone que le haya despertado.

—Has hecho bien. No ibas a estar aquí viéndome dormir, ¿eh? Mirar a un viejo que se echa la siesta no es la mejor forma de pasar la tarde.

Dobló la manta que le protegía las rodillas y se levantó —por cierto, con una agilidad notable— para guardarla en un cajón. Creo que era la primera vez que le veía moverse. Lo hacía de forma pausada y elegante, como los ancianos de las películas antiguas. Antes de sentarse tomó la caja de las fotografías, que descansaba sobre un mueble vecino.

—Muy bien. ¿Quieres que siga contándote? ¿Por dónde íbamos? No, no me lo digas…

¿Recuerdas el telegrama que había escrito a Zachary West? Un día después de enviarlo, recibí en mi despacho la llamada de un hombre con acento americano. Me dijo que el señor West me esperaría aquella tarde, después de las siete, en el bar del hotel Palace. Antes de colgar, como si hubiese recordado súbitamente aquella indicación, me dijo, «vaya usted de uniforme».

No puse objeciones a la indumentaria que debía lucir, ni tampoco al lugar de la cita, aunque el bar de un hotel de lujo me parecía el lugar menos apropiado para hablar de cosas serias. En 1945, el bar del Palace estaba tomado por hombres de negocios, extranjeros con aspecto de agentes secretos —seguramente lo eran—, políticos en ejercicio, nuevos ricos y prostitutas caras que bebían champán a cuenta de otro.

Zachary llegó antes que yo, y se sentó en la mesa esquinada que me pareció perfecta para hablar discretamente. Le observé durante unos segundos antes de hacer notar mi presencia: habían transcurrido seis años desde nuestro último encuentro, pero no pude advertir en él cambios notables. No había ganado peso, no había perdido el pelo y conservaba el aire de hombre de mundo que llamaba la atención de todos cuando paseaba por la plaza Mayor de Ribanova arrastrando su cojera de héroe de guerra.

Se puso de pie al advertir mi llegada, y me tendió la mano como anticipándose a cualquier intención de abrazarle. Sentí un relámpago de espanto, pues pensé que la imposición de un saludo formal podía ser un signo de distanciamiento, pero la mirada de Zachary West seguía transmitiendo el afecto de otros tiempos. Supuse que, al estrecharme la mano, mi antiguo amigo sólo pretendía dar a nuestro encuentro un matiz oficial de cara a quienes pudieran observarnos.

—Estás igual —le dije torpemente, mientras el camarero tomaba la comanda.

—En cambio tú pareces distinto. Has cumplido los veintiocho, ¿no es así?

—En mayo. El tiempo pasa para todos —y bajando la voz—: Tengo noticias, pero no sé si es un buen sitio para…

—No te preocupes. Cualquiera que nos vea pensará que estamos haciendo negocios. A eso me dedico ahora, ¿sabes?

—¿Has dejado la embajada?

—¿La embajada? Por favor, ésa fue una etapa que acabó hace siglos… Trabajo en una compañía aeronáutica. La política nunca me ha interesado lo más mínimo.

El camarero nos sirvió las bebidas. West había pedido un combinado para cada uno, y el sabor de la ginebra me vino bien para calmar mi desazón.

—Escucha… se trata de Ithzak Sezsmann.

Mi amigo no cambió su gesto, pero las manos se le crisparon sobre los brazos de la silla que ocupaba.

—Murió en Mauthausen hace más de un año. Recibí la noticia por un preso del campo que consiguió volver a España al acabar la guerra.

Esta vez fue Zachary West quien liquidó su vaso de un solo trago, y luego se pasó por la boca cuidadosamente la servilleta de encaje. Pensé que, observándonos desde lejos, cualquiera hubiera jurado que manteníamos una conversación libre de toda trascendencia.

—Bien —dijo, y me di cuenta de que estaba intentando asimilar la mala nueva—. Bien. Suponíamos que Ithzak estaba muerto. Era casi imposible que hubiese sobrevivido a las deportaciones. Amos murió unos días antes del traslado al gueto… Ithzak consiguió hacerme llegar la noticia. Luego perdimos el contacto… pero ¿has dicho Mauthausen? ¿Cómo fue a parar allí? Normalmente, los habitantes del gueto de Varsovia eran enviados a Treblinka o a Lublin…

—Ese hombre, Font, me contó que pensaba que le habían detenido a pocos kilómetros del campo.

—Debió de escapar del gueto… o quizá de otro campo. Tal vez intentaba llegar a Suiza…

Una voz correosa sonó a nuestras espaldas.

—Miren quién está aquí… si es el hombre de Hughes en persona…

Zachary West necesitó sólo una fracción de segundo para recomponer el gesto y adoptar una expresión de alegre sorpresa social al descubrir a aquel desconocido, un hombre gordo y desagradable que sudaba copiosamente y sostenía con poca gracia una copa de martini.

—Don Sancho Lazaga… le debo una llamada desde hace tiempo.

—Me debe varias —gruñó el otro, que acababa de advertir mi presencia—. ¿No va a presentarme, West?

—Por supuesto. El teniente Rendón, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es hijo de unos viejos amigos. Llevábamos años sin vernos.

—Asuntos Exteriores ¿eh? —Me tendió una mano blanda cuyo contacto me dio verdadera grima—. Tengo algunas amistades por allí. Ya sabe, ahora hay que estar a bien con todo el mundo. En estos tiempos, nunca se sabe quién va a poder abrirte una puerta. ¿No le parece?

El tal Lazaga me guiñaba un ojo como para buscar mi complicidad, pero yo no era tan ducho como Zachary West en el arte de la improvisación, y no sabía muy bien qué cara poner ante aquel súbito arranque de confianza. Por fortuna, Zachary vino en mi ayuda.

—Le invitaría a sentarse con nosotros, pero el teniente tiene que irse.

—Sí… en realidad, necesito pasar por el despacho…

—¿A estas horas? —El otro miraba su reloj de leontina—. Debe de ser usted el único que trabaja en todo el ministerio.

—Puedo llevarle si quiere. —Zachary West pagó la cuenta y recogió su sombrero—. Me viene de camino.

—Váyase, váyase. Es usted muy escurridizo, West. Pero recuerde que tenemos que hablar. Hay un contrato importante con mucho dinero de por medio. Deberíamos vernos lo antes posible…

—Le llamaré, no se preocupe. Cuando quiera, teniente.

Salimos del hotel. Fuera hacía mucho calor, y el uniforme se convertía en una verdadera tortura. Un coche se detuvo delante de nosotros.

—Sube. Iremos a mi casa, ¿de acuerdo? No podíamos quedarnos en el bar. Ese Lazaga es peor que una lapa, no me lo hubiese quitado de encima en toda la noche.

Dentro del coche la temperatura era todavía más agobiante. Hicimos el camino sin hablar. Supongo que Zachary estaría dando vueltas a la muerte oficial de Ithzak. En cuanto a mí, me encontraba demasiado desconcertado. ¿A qué venían tantos misterios? ¿Por qué Zachary había fingido no acordarse de su etapa como diplomático? Y ¿cómo le había llamado Lazaga? «El hombre de Hughes», había dicho.

West seguía viviendo en la misma casa, al principio del paseo de la Castellana. Sin embargo, no parecía quedar allí ninguno de aquellos sirvientes sombríos que daban al lugar un aire gótico. Nos abrió la puerta una criada de ademanes rurales, más parecida a las muchachas de mi casa en Ribanova que a la doncella estirada que años atrás nos servía el desayuno con los guantes inmaculados y la cofia tiesa de almidón.

—Vamos al jardín. Estaremos más frescos. Puedes quitarte la guerrera, aquí nadie espera que observes la disciplina militar.

Nos sentamos en el cenador, bajo la pérgola, donde tantas veces habíamos jugado de niños Elijah y yo. Había muchas cosas que deseaba preguntar a Zachary West. De pronto sentí la urgencia de recuperar los ocho años perdidos, pero el camino de regreso al pasado es largo y difícil, y resulta complicado recorrerlo. Un criado al que tampoco conocía nos trajo una jarra de limonada. West no habló hasta que estuvimos completamente solos.

—Pobre Ithzak… No es que me sorprenda la noticia, le daba por muerto desde el principio. Cuando supe que todos los judíos iban a ser trasladados al gueto, pensé que no resistiría allí más de una semana. Era un chico frágil, ¿recuerdas? Amos le crió entre algodones. Me choca que fuera capaz de seguir vivo durante casi cuatro años. Es mucho tiempo para cualquiera, pero casi una eternidad para alguien como Ithzak.

—El hombre que me habló de Ithzak también estuvo allí. Me contó cosas espantosas.

West compuso una sonrisa amarga.

—No nos dará la vida para asimilar lo que ocurrió en los campos, Silvio. —Zachary no me miraba al hablar, y ahora su voz sonaba ronca y gastada—. Pasarán los siglos, y si el hombre no ha perdido la conciencia, continuará horrorizándose cuando escuche hablar de lo que hicieron los nazis. Lo que tú sabes es sólo una pequeña parte de todo lo que sucedió en los campos de exterminio. No sólo fue Mauthausen, Silvio. Había muchos más. Sobibor. Sachenhausen. Buchenwald. Ravensbrük. Y Auschwitz, por supuesto. —Tomó una campanilla que había sobre la mesa y la hizo sonar. Apareció el mismo criado que nos había servido las bebidas, y en inglés Zachary le pidió que le trajese una carpeta que estaba en su despacho—. Voy a enseñarte una cosa. Algo que, por distintas razones, sé que va a interesarte mucho.

No volvió a hablar hasta que regresó el criado con el portafolios que había pedido. Zachary lo abrió y sacó unas fotos que miró unos segundos antes de mostrarme.

—Echa un vistazo, ¿quieres?

Ahora creo que mi amigo debió haberme advertido de lo que iba a encontrar antes de enseñarme aquellos retratos que representaban a verdaderos muertos vivientes de ojos espantados, tendidos de cualquier modo en camastros inmundos, vestidos todos con el mismo traje de dril, tocados con ridículos bonetes a rayas. Eran fotos de los campos, fotos de muertos y de vivos, de cadáveres amontonados que los nazis no habían tenido tiempo de llevar a los hornos crematorios. Eran retratos de personas despojadas de su condición humana, esqueletos que miraban a la cámara con una mezcla de terror y de mudo reproche en un gesto que parecía decir, a qué estabais esperando, qué creíais que estaba pasando aquí, qué imaginabais que os ibais a encontrar, por qué no hicisteis nada para ayudarnos. Sentí un golpe de calor en la cara y pensé que iba a desmayarme.

—Están tomadas en Auschwitz, el día de la liberación del campo. ¿Sabes quién hizo estas fotos? Fue tu hermano, Efraín.

—¿Efraín? No puede ser. Mi madre me dijo que se había trasladado a una isla… creo que era El Hierro… le habían encargado un trabajo para una revista de Estados Unidos.

—Ya. Eso fue lo que les contó a tus padres para que no se preocuparan. Durante los últimos meses, tu hermano ha servido como reportero de guerra siguiendo el avance del ejército americano para una agencia internacional. Fue uno de los primeros fotógrafos en entrar en Auschwitz. Él mismo me entregó estas copias.

Volví a mirar aquellas fotos, esta vez sintiendo una punzada de orgullo al saberlas obra de Efraín. Aquel bebé llorón de cuya llegada había abominado veinte años atrás se había convertido en un hombre. Casi inmediatamente me invadió el alma una tristeza intensísima: el autor de los terribles documentos que tenía entre las manos era para mí alguien extraño y ajeno, un ser al que no conocía y del que, por voluntad propia, había permanecido alejado durante todo este tiempo. Volví a meter los retratos en la carpeta y se la devolví a Zachary.

—¿Te encuentras bien? —me dijo.

—En realidad, no.

—Bebe un poco. Es este calor del demonio, que acaba con cualquiera.

—No, Zachary, no es el calor. Ni siquiera esas fotos. Soy yo.

La noche se había cerrado sobre nosotros. El criado regresó para encender dos lámparas de bujía que iluminaron débilmente el cenador. Las restricciones eléctricas que aún pesaban sobre la ciudad no permitían utilizar las farolas del jardín. Estuvimos un rato sin hablar, respirando un aire que estaba volviéndose un poco más fresco. Pude notar el perfume intenso de las madreselvas que crecían en las columnas de la pérgola. A lo lejos, en el estanque, me pareció que croaba una rana. Un pájaro se agitó en las ramas de un árbol vecino buscando refugio. Fue un instante extraño. Allí, en aquel jardín en el corazón de la ciudad, oliendo a flores, disfrutando del silencio sólo roto por algunos ruidos animales, Zachary West y yo sabíamos que lo que dijésemos a continuación podía variar el rumbo de las vidas de ambos. Y, sobre todo, hacer virar la mía para recuperar la buena dirección después de haber navegado a la deriva durante ocho largos años.

—¿Cuántos murieron? —pregunté por fin.

—¿En los campos? Nadie lo sabe. Se habla de cientos de miles. Han empezado a hacer listas de víctimas, pero la cifra exacta no se conocerá nunca.

—Me pregunto a cuántos habría podido salvar hace cinco años, cuando me pediste ayuda.

Zachary me detuvo con un gesto.

—No pienses en eso. Posiblemente, tu colaboración no hubiese valido de nada. Las fronteras polacas estaban mejor controladas por los alemanes de lo que creíamos. En aquel momento pensamos que unos cuantos pasaportes podían ser de utilidad, pero finalmente sólo salieron de Polonia los que lo hicieron de forma completamente clandestina. Quizá te hubieses arriesgado en balde.

Aquello no me consoló. No me pesaba únicamente mi negativa a colaborar. También tenía sobre mí, como una losa, mi indiferencia, mi incredulidad, mi cómoda estupidez, mi firme intención de seguir ignorando una realidad terrible y demasiado próxima.

—¿Qué va a pasar ahora? Con los nazis, quiero decir.

—Los jerarcas del movimiento están detenidos. En otoño, los aliados celebrarán un juicio en Nuremberg. Habrá algunas condenas…

—¿Algunas?

Zachary se pasó un pañuelo por la frente.

—Sí, Silvio. No quiero hacerme ilusiones. No creo que gente como Goering o como Ribbentrop vayan a salir bien parados, pero ten la completa seguridad de que sólo las cabezas visibles del partido nazi y de las SS van a soportar penas severas. Muchos mandos intermedios ni siquiera pisarán la cárcel. Y los demás tardarán sólo unos meses en volver a sus vidas. La mayor parte de los guardianes de los campos, de los torturadores, de los agentes de la Gestapo que organizaban las razzias periódicas en los guetos, no van a tener un castigo.

—No entiendo nada…

—¿Sabes cuál es el problema? Que son demasiados. Sí, Silvio. Un gran porcentaje de la población de Alemania participó de alguna forma en las operaciones de exterminio. ¿Qué pueden hacer los aliados? ¿Buscar hasta al último de ellos para condenarlos a todos? ¿Quién reconstruiría el país, cómo volvería Alemania a la vida normal? Más vale aceptarlo: es necesario que nos pongamos una venda en los ojos para asimilar la reinserción de parte de los culpables. Dentro de unos años, los que torturaron a Ithzak Sezsmann vivirán plácidamente en algún pueblecito de la Selva Negra, tendrán sus trabajos o sus negocios y serán considerados ciudadanos ejemplares. Ése es el precio que habrá que pagar para reconstruir el mundo después de la guerra. Fingir que somos sordos, ciegos y mudos.

Zachary se puso de pie y pensé que estaba dando por terminada nuestra reunión, pero me equivocaba.

—¿Tienes hambre? Son más de las diez, y no acostumbro a cenar tan tarde. Voy a pedir que nos preparen algo para comer.

Entró en la casa, y al poco volvió seguido por un criado que llevaba una bandeja con bocadillos. Yo no tenía ganas de nada, pero comí espoleado por el buen apetito de Zachary West.

—Háblame de Elijah —le pedí—. ¿Qué ha hecho estos años?

—Terminar los estudios y lamentarse por no haber ido al frente. No niego que fui yo quien lo impidió. Tengo amigos en el Estado Mayor y evité que fuese llamado a filas. Yo ya he vivido una guerra, y a ti te tocó otra. No iba a permitir que Elijah pasase por lo mismo. Aún no me ha perdonado, pero es arquitecto y trabaja en Nueva York, así que no me importa que me guarde rencor por haber saboteado su alistamiento. Ya se le pasará.

—¿Y Hannah Bilak?

—Conseguí sacarla de Polonia poco después de la invasión. Ithzak podía haber salido con ella, pero ya sabes que no quería dejar a su padre. Cuando Amos murió, fue tarde para ayudarle a huir. Debieron de trasladarle al gueto con todos los demás. Supongo que consiguió escapar, quizá durante la insurrección del 43, o antes tal vez. Lo que no entiendo es por qué no se quedó escondido en alguna casa de Varsovia, como hicieron otros. Prefiero no imaginar cómo se organizó. Seguro que estuvo dando tumbos de un lado a otro, caminando campo a través, perdido, sin orientación y con poca ayuda… un chiquillo como Ithzak no estaba preparado para una aventura así. Pero ¿a quién se le ocurre entrar en territorio austríaco?

—Seguro que sólo pensaba en reunirse con Hannah cuanto antes…

—Pues entonces debió haberse quedado quietecito esperando tiempos mejores, y tal vez hubiera tenido alguna posibilidad. —Me pareció que se le empañaban los ojos, pero había tan poca luz que no puedo asegurarlo—. Pobre Ithzak. Y pobre Hannah. Aunque no lo reconoce, aún conservaba la esperanza de que Sezsmann siguiese con vida.

—¿Dónde está ahora?

—Vive en Baltimore, con su madre. La señora Griessmer llegó a Estados Unidos unos meses antes que Hannah. Las cosas no han sido fáciles para ella. Te conté que su marido la había abandonado cuando se intensificó la persecución a los judíos, ¿verdad? Pues él y sus dos hijos murieron en el bombardeo de Dresde.

Habían pasado trece años desde aquel verano en Varsovia, pero no había olvidado a Edith Griessmer. No quería imaginar los estragos que el tiempo y las desdichas habrían hecho en su rostro. Prefería recordarla como era entonces, vestida de azul, luciendo un peinado a la moda y la sonrisa radiante que no había sido capaz de encontrar en ninguna otra mujer. Zachary me contó que Hannah había obtenido un diploma de enfermera, y trabajaba en un hospital de Baltimore.

—Elijah ha ido a visitarlas varias veces. Están bastante bien. Tendré que ponerme en contacto con Hannah para darle las malas noticias. Le resultará duro saber que Ithzak ha muerto, pero es mejor así. Espero que ahora se decida a rehacer su vida. Está muy guapa, ¿sabes? Elijah dice que la mitad de los hombres de Baltimore quieren casarse con ella.

Un criado retiró la bandeja de los bocadillos y nos trajo dulces y café. Zachary sirvió las tazas.

—¿Y qué me cuentas de ti, Zachary? ¿Qué es eso de que has dejado la embajada? ¿Y por qué dices que no te gusta la política, si recuerdo que no había nada que te interesara más? ¿De verdad trabajas para una corporación?

Mi amigo dejó en la mesa la taza de café que sostenía, y luego me miró gravemente.

—Han cambiado algunas cosas. Silvio… Hace seis años te pedí una ayuda que me negaste… Entonces tenías tus motivos y sé que ahora piensas de forma diferente. Por eso estás aquí. Pero quiero saber si esta vez puedo contar contigo, porque te necesito de nuevo.

—Estoy a tus órdenes.

—Ni siquiera sabes lo que voy a pedirte.

—Da igual.

—Entonces, escucha…

Supongo que ya lo habrás adivinado, pero Zachary West era un espía. Había empezado a trabajar para los servicios secretos de su país al término de la primera guerra mundial. Su cargo en la embajada americana de Madrid era una tapadera cómoda que le permitía viajar sin problemas por España y por otros lugares de Europa, y la lesión de su pierna (en realidad, bastante menos aparatosa de lo que pensábamos todos) le convertía a los ojos de los demás en un inofensivo lisiado ideal para no levantar sospechas. Según me contó, en un principio se le encomendaron misiones más bien sencillas, hasta que un día de 1926, en mitad de la noche, recibió la visita de uno de sus superiores americanos. Querían encargarle un trabajo de mayor enjundia e iban a enviarle a Alemania. Fue entonces cuando se produjo el misterioso traslado de Elijah a Ribanova. Por primera vez, Zachary tuvo la sensación de que su vida podía correr peligro, y por eso prefirió no dejar a su hijo a merced de los acontecimientos. Si algo malo ocurría, Elijah estaría mejor en nuestra casa que con media docena de criados. Recordé con una sonrisa aquellas cartas sin sobre que mi padre entregaba al bueno de Elijah, y cómo yo había tramado un plan para interceptar la correspondencia de mi amigo y averiguar así el lugar exacto en el que se encontraba su padre.

Zachary West había sido enviado a Alemania para hacer un seguimiento de la actividad del partido nazi. Durante años viajó regularmente al país para elaborar larguísimos memorándums que recogían nombres concretos e informaciones oficiales, pero también comentarios escuchados en fiestas y rumores que circulaban por los cafés. Aquellas idas y venidas se sucedieron hasta la victoria electoral de Hitler, que no sorprendió a nadie que estuviese al tanto de los entresijos de la política alemana: la extrema popularidad de la que gozaba el partido nazi tenía que reflejarse en las urnas.

Durante sus viajes a Berlín, Zachary había conocido de primera mano los planes antisemitas de Hitler, y pudo así anticiparse y colaborar con algunas asociaciones americanas de judíos que aconsejaron a los suyos abandonar Alemania cuanto antes. Después, cuando estalló la guerra, mi amigo siguió trabajando para los servicios secretos, esta vez proporcionando apoyo material a la resistencia en Francia. Ahora acababa de incorporarse a su nuevo destino en Madrid para pasar información sobre el gobierno de Franco. Estaba oficialmente desvinculado de cualquier labor diplomática, y se le había buscado una nueva tapadera profesional: era representante en España de una compañía aeronáutica propiedad del magnate Howard Hughes.

—No puedes imaginar la libertad de movimientos y las posibilidades de husmear en todos los ambientes que tienen en este país los hombres de negocios.

Imaginé que Zachary West iba a pedirme alguna cosa relacionada con el ministerio: papeles, contactos, qué se yo. Decidí que pondría a su disposición cualquier documento que solicitara. En cuarenta y ocho horas, lo que había sido mi vida en los últimos años había dado un vuelco completo. Muchas cosas habían dejado de importarme, y experimentaba un deseo acuciante de volver a formar parte de un mundo al que había renunciado. Quería que Zachary recuperase la confianza en mí. Quería volver a ver a Elijah, quería escribir a Hannah Bilak una carta larguísima en mi inglés oxidado que ahora, ya sí, ella podría leer. Todo lo demás había perdido trascendencia. Se me estaba dando la oportunidad de recuperar mi pasado.

—Muy bien. Dime qué necesitas del ministerio. Te advierto que no soy un personaje influyente, pero estoy bien considerado y puedo conseguir…

A pesar de la oscuridad, pude ver que Zachary abría los ojos en señal de sorpresa.

—¿Qué estás diciendo? No se trata de eso. Mi trabajo en los servicios secretos es asunto mío, y jamás te comprometería en él. No tienes ninguna obligación con la inteligencia estadounidense. Te he contado esto para ponerte en antecedentes. Pero en los últimos tiempos me he buscado una ocupación que se complementa con mi labor para los servicios secretos y que ejerzo, digámoslo así, de forma oficiosa. Y es ahí donde puedes ayudarme.

Me sentía completamente despistado.

—Verás… hace algunos meses que manejo informaciones fiables acerca de los planes de muchos jefes nazis que no fueron detenidos tras la victoria aliada. Algunos de ellos piensan establecerse en España. El gobierno de Franco va a convertir tu país en una especie de santuario para miembros del partido y altos mandos de las SS.

—Pero eso no es posible, Zachary… en cuanto se sepa lo que ha ocurrido en los campos, cuando se publiquen esas fotos, no creo que nadie esté dispuesto a ofrecer asilo a…

—No seas ingenuo, Silvio. Los españoles tardarán muchos años en poder ver imágenes de Auschwitz. Además, Franco y los suyos estaban al tanto de la existencia de los campos de exterminio. Incluso de la presencia de compatriotas en ellos. Se intentó presionar a Serrano Súñer para que solicitase la liberación de los presos republicanos españoles que se encontraban en Mauthausen o en Treblinka, pero fue inútil. El gobierno de Franco se ha dado la mano con Adolf Hitler demasiadas veces. Y ahora que las cosas se han complicado para los alemanes, sus amigos españoles están preparándoles un retiro tranquilo.

Zachary West me contó que estaban constituyéndose distintas organizaciones con el propósito de localizar a los miembros del partido nazi, los oficiales de las SS o los agentes de la Gestapo que permanecían ocultos desde el final de la guerra. Muchos habían conseguido llegar a Suiza. Otros estaban en Austria, en Italia, en Francia. Algunos tenían una nueva identidad, pero otros estaban camino de empezar otra vida sin ni siquiera cambiarse el nombre. Lo que West y los suyos pretendían era identificar a los criminales huidos y ponerlos a disposición de la justicia, pues sabían que las administraciones de muchos países estarían dispuestas a colaborar para detener a los antiguos nazis que se encontrasen en sus territorios. Pero no esperaban semejante ayuda por parte de Franco.

—Precisamente ahí entro yo. En España habrá que hacer las cosas de otro modo. En primer lugar, actuaremos desde la clandestinidad. Y me temo que habrá que utilizar métodos que a veces serán no del todo ortodoxos. ¿Me sigues?

—Más o menos.

—Silvio, dentro de unos meses el gobierno de Franco empezará a tramitar permisos de residencia y visados especiales que se entregarán a capitostes del partido nazi y a altos oficiales de las SS. Mucha documentación pasará por tu ministerio. Necesito que me tengas informado de todo lo concerniente a esas personas: dónde piensan instalarse, si se les va a dar una identidad nueva, si van emprender negocios… cualquier cosa que nos sirva para tenerles controlados mientras se encuentren aquí. ¿Podrás hacerlo?

—Supongo que sí.

—Me imagino que eres consciente de que hay riesgos.

—Claro.

Me hubiera venido bien una copa, pero no me atreví a pedirla. Zachary encendió un cigarro y me ofreció otro a mí. Fumamos en silencio, y me pareció que el calor había dejado de ser insoportable.

—¿Sabes una cosa, Silvio? No sólo Franco sabía lo que pasaba en los campos. Hubo algunos judíos, pocos, que consiguieron fugarse y llegar a Londres para contar lo que estaba ocurriendo. Pero nadie actuó. Y hubiese sido fácil. Bastaba con bombardear las líneas férreas que unían algunas ciudades con los centros de exterminio. Tan sencillo como eso. Cortar el paso de los trenes, y se acabó. Pero los aliados estaban demasiado ocupados intentando ganar la guerra como para interesarse por un montón de judíos conducidos al matadero. Se consideró la política antisemita como un problema menor. Una gota de agua en el maldito océano de la guerra. Pero pasará el tiempo, Silvio. Transcurrirán los años y el mundo tendrá que sobrevivir a la vergüenza de haber dejado a Hitler actuar a sus anchas. Porque no podremos defendernos hablando de ignorancia. Sabíamos lo que ocurría y cuál era la forma de actuar. Y no quisimos hacerlo. La comunidad judía pidió incluso la ayuda del Vaticano…

—Pero, Zachary, ¿qué hubiera podido hacer el Papa frente a Hitler?

—Anunciar la excomunión de los que participasen en el exterminio, por ejemplo. Pero, claro, Pío XII debió de pensar que el asesinato de judíos estaba fuera del negociado de la Santa Iglesia Católica. Ahí tienes otro motivo de bochorno para los gentiles. El jefe supremo de la Iglesia de Roma miraba para otro lado mientras los nazis acababan con miles de personas. Eso sí, la mayoría eran hijos del pueblo de Israel. Así que debieron de considerar que sus vidas no valían gran cosa.

Aquella noche permanecí en la casa hasta muy tarde. Zachary y yo nos dejamos llevar por la nostalgia, y pasamos un par de horas recordando otros tiempos mejores, cuando nuestras vidas eran distintas, cuando Elijah y yo éramos unos niños con un futuro espléndido por delante. Hicimos memoria de nuestros primeros tiempos de amistad, de los primeros viajes, del encuentro con los Sezsmann. Los dos evocamos al viejo y querido Amos, y creo que escuchamos en nuestras cabezas el sonido de su violín, aquel violín que cobraba vida en cuanto lo rozaba con sus dedos. Recordamos las calles de Varsovia, los edificios de colores cercanos al castillo, los cafés de la plaza del Mercado y las avenidas del parque Saski, donde yo había visto a Hannah Bilak por primera vez, con sus trenzas de colegiala y las mejillas encendidas por la llegada del amor. Aquel mundo ya no existía. Varsovia había quedado reducida a un montón de escombros tras la ocupación alemana, y de las personas que habíamos sido todos —Hannah, Ithzak, Elijah, yo— no quedaban más que un puñado de fotografías y todo lo que tuviese a bien brindarnos la memoria en un futuro próximo. Aquella noche pensé que quizá, algún día, me sería imposible reconstruir la fisonomía de la ciudad de los Sezsmann, que acabaría olvidando a la niña que había sido Hannah Bilak y también a los jóvenes venturosos que fuimos en otro tiempo mis amigos y yo. Que el paso del tiempo y la llegada de una época difícil acabaría arrasándolo todo, como las bombas de los nazis habían arrasado los palacios de Varsovia. Entonces no sabía que la memoria desarrolla un mecanismo para defender los buenos recuerdos de las asechanzas del olvido, y que lucha por preservar todas aquellas cosas buenas que servirán para reconstruir nuestras vidas. Los recuerdos de un tiempo mejor pueden parecer dolorosos, pero uno descubre que son también el único andamiaje para sobrevivir a la pérdida.

En algún momento, Zachary me habló de Efraín y de cómo había conseguido convertirse en reportero de guerra. El trabajo que desempeñaba como fotógrafo del diario de Ribanova había adquirido una cierta trascendencia, y un día mi hermano llamó a su padrino para pedirle ayuda: quería una recomendación para encontrar trabajo en otro lugar, más allá de las murallas de Ribanova, que parecían limitar el horizonte y la vida. Zachary le había puesto en contacto con el responsable en París de una agencia periodística americana. Efraín le envió una carpeta con sus fotos, y le hicieron un primer encargo: un reportaje gráfico de la actividad de un puerto de mar. Luego vinieron otros trabajos, y finalmente la oportunidad de seguir el avance de las tropas estadounidenses en los últimos meses de la guerra.

—Las fotos de tu hermano han aparecido en las portadas de muchos periódicos… es una pena que tus padres no estén al tanto, pero creo que Efraín prefiere no preocuparles. Si hubieran sabido que estaba en el frente… en una guerra, el trabajo de reportero puede ser tan peligroso como el de los propios soldados.

—¿Sabes dónde se encuentra ahora?

—Según tu pobre madre, en El Hierro —Zachary se rió—, pero, entre tú y yo, te diré que está trabajando para la agencia Magnum, haciendo fotografías de los campos de prisioneros. Va a quedarse en Alemania hasta el otoño, para asistir a los juicios de Nuremberg.

Al escuchar el relato de las andanzas de mi hermano, volví a lamentar haberlas ignorado durante tanto tiempo. Efraín había crecido a mis espaldas, se había hecho adulto, había modelado su futuro y escogido el camino de su vida. De pronto reparé en que era mi hermano el que estaba viviendo la existencia que parecía reservada para mí: una vida de emociones, llena de experiencias, prometedora e intensa. Era yo quien se había anclado a conciencia en una rutina mediocre y provinciana después de haber vivido una envidiable adolescencia recorriendo Europa, hablando en otro idioma y conociendo el mundo exquisito de la alta burguesía internacional. Y mientras Efraín, mi hermano menor, que sólo salía de Ribanova para pasar un par de semanas en un hotel de la costa del Cantábrico, que no conocía más lenguas que la suya propia, había sido capaz de labrarse un camino digno de admiración, sin más ayuda que su talento y la vieja cámara de fotos que le había regalado su padrino cuando no era más que un crío. No era envidia lo que sentía por Efraín. Era una profunda vergüenza de mí mismo.

—¿Puedes darme su dirección? La de Efraín, quiero decir. Me gustaría escribirle.

—Claro. Pero es mejor que mandes tus cartas a la agencia, ellos se las harán llegar.

—También quiero escribir a Elijah. ¿Crees que…?

—Silvio, mi hijo sigue acordándose de ti. Fuisteis como hermanos durante más de diez años. Estará feliz cuando recuperéis el contacto. Y más ahora, que está a punto de casarse.

—¿Elijah? Vaya, ésta sí que es una noticia.

—Su novia se llama Mary Jo Connors. La conoció hace meses y acaban de comprometerse. Una buena chica. Celebrarán la boda en primavera: una ceremonia en San Patricio y la fiesta en el Waldorf Astoria. Todo de muy buen tono y muy previsible. Hasta tienen una exposición de regalos en unos grandes almacenes. Cosas de la familia de ella.

Me hizo gracia imaginar a Elijah involucrado en los preparativos de una boda de postín, pero más aún el saber que estaba enamorado y dispuesto a casarse. Yo ni siquiera había pensado en eso. Llevaba unos meses saliendo con una chica muy guapa, bastante más joven que yo, hija de uno de mis superiores en el ministerio, pero me gustaba pensar que no éramos novios formales ni nada parecido. Aunque, en el fondo, sabía que aquella muchacha soñaba con lo mismo que todas las chicas de la España de entonces: un traje blanco, un ajuar y un montón de regalos enviados por parientes y amigos.

—La boda de Elijah puede ser un buen momento para que volváis a encontraros. No creo que él pueda venir a España en los próximos meses, tiene mucho trabajo en el estudio de arquitectura, y además está la dichosa preparación de la ceremonia y la fiesta.

—¿Viajar a Nueva York? Me encantaría, Zachary, pero me temo que no voy a poder.

—Bueno, ya veremos. Nos ocuparemos de eso en su momento. —Me puso la mano en el brazo—. Lo importante es que te hemos recuperado. Y espero que esta vez sea para siempre.

Era casi de día cuando dejé la casa de Zachary West. Él mismo me acompañó a la puerta, y allí nos despedimos con el abrazo que no habíamos podido darnos aquella tarde, en el bar del Palace. Regresé caminado a mi casa sintiendo que había comenzado una etapa nueva. Que había llegado el momento de empezar otra vez.