6

Esta mañana me miré al espejo por primera vez en mucho tiempo. Quiero decir que hoy, después de meses sin hacerlo, dediqué unos minutos a contemplarme, a estudiar mi reflejo, a buscar sin prisa lo que hay del otro lado. Esta mañana me enfrenté a la imagen de mí misma que he labrado durante todo este tiempo. Allí estaba yo, una mujer de treinta y cinco años que ve alargarse hacia ella, como una amenaza, la sombra traidora de la cuarentena. Mi piel va dejando de ser joven. Tengo algunas arrugas alrededor de los ojos, y las últimas penas han dejado en mi frente unos surcos que puedo percibir incluso con los ojos cerrados, con sólo pasar el dedo sobre ellos. Me pregunto si soy del todo consciente de la madurez que se avecina o si, de forma bastante insensata, sigo aferrándome a una edad que ya no tengo. El encuentro con el espejo me recuerda la verdad. Ésa soy yo. Ésa, la que me mira desde el otro lado del azogue, es la persona que he ido construyendo durante una vida que no es tan corta.

Esta mañana he sonreído al espejo. Al hacerlo me brillaron los ojos y volvió a ellos, de una forma fugaz, la sombra de mis veinte años. Pero ya no los tengo. La edad es cruel con las mujeres. El cutis pierde lozanía, el cabello se marchita y aparecen en la piel algunas manchas que ayer no estaban, que no estuvieron nunca y que están ahora para recordarnos el paso del tiempo. Esta mañana he decidido que en realidad me importan muy poco mis arrugas, y que nada puedo hacer contra ellas salvo redoblar mis esfuerzos con las cremas hidratantes y las mascarillas nutritivas. Bastante tengo con concentrarme en las arrugas que llevo dentro, esas que no ve nadie, esas que, salvo yo, ignora todo el mundo.

Mi madre tuvo siempre una piel fantástica. Y eso que no le hacía ni caso. Se echaba cuatro pegotes de crema de vez en cuando, y le era más que suficiente para mantener el rostro en perfecto estado de revista. Era una mujer muy hermosa. Cuando miro alguna de sus fotos en blanco y negro, me parece estar viendo a una estrella de cine, a una actriz desconocida retirada por amor de los focos y el estrellato. Algo así ocurrió con mi madre: lo dejó todo para concentrarse en su familia. Alguna vez discutí con ella por eso. A quién se le ocurre, decía yo, renunciar a los estudios en la universidad para eternizarse en un noviazgo larguísimo. A quién se le ocurre, seguía machacando, tener tres niños en cinco años y dedicarse a la casa, estar todo el día de la ceca a la meca, absorbida por un trabajo que no te agradecía nadie, ni siquiera nosotros, las tres fieras corrupias, ni papá, que durante mucho tiempo creyó que las lavadoras se ponían solas, que la comida aparecía en la mesa por arte de birlibirloque, que las bolsas de la compra subían por voluntad propia las escaleras de casa. Ella se reía y decía que no se hubiese cambiado por ninguna otra mujer. Había sido feliz así, lavando pañales, viviendo en una buhardilla sin ascensor, subiendo y bajando cuatro pisos dos o tres veces al día con un bebé en los brazos y otro agarrado de su mano.

Mi madre siempre estaba contenta. La recuerdo canturreando mientras hacía la comida o cuando planchaba nuestros vestidos, de un eterno buen humor al volver del mercado o al llevarnos al colegio. Estaba satisfecha con su elección. Con su vida entre cerros de ropa que planchar, menús semanales y compras de alimentación para cinco personas. Aquella actividad para mí aburridísima no parecía ponerla de mal talante. Al contrario: mi madre estaba orgullosa del trabajo que hacía, de tener un horario de veinticuatro horas sin paga de beneficios ni posibilidades de ascenso.

Cuando yo era pequeña, me daban mucha pena las niñas cuyas madres trabajaban fuera de casa. Qué placer era entonces encontrar siempre a mi madre cuando volvíamos de la escuela. Qué gusto que todas las comidas estuvieran listas a su hora, que cuando uno de nosotros caía enfermo ella pudiese velar un sueño inquieto, poner paños frescos en una frente que ardía, administrar un jarabe o controlar la temperatura. Qué suerte tener una madre siempre presente, preparada para secar lágrimas, para curar una rodilla herida, para consolar, para reñir incluso. Cuando era pequeña, yo no tenía llaves de nuestro piso. ¿Para qué, si sabía que mi madre nunca iba a estar fuera cuando yo llegara?

Más adelante, ya adulta, empecé a reprocharle su dedicación a nosotros, su autoinmolación, la castración a la que voluntariamente se había sometido. Qué ganas de estar todo el día en casa, qué ganas de poner lavadoras, de madrugar para hacer el desayuno, de pelar patatas para cinco. ¿Por qué no nos dabas patatas de paquete, como otras madres?, le decía. Ella recordaba sus patatas fritas doradas, crujientes, abundantes, y aclaraba las cosas sin perder la sonrisa.

—Quería hacer bien mi trabajo. Tú también quieres hacer bien el tuyo. Mi trabajo era cuidar de vosotros.

Yo, tan moderna, tan progre, tan liberada, hubo una época en la que vi a mi madre como una especie de esclava digna de lástima. Hay que ser tonta, pensaba yo, hay que ser muy tonta para casarse con el primer novio que se tiene, para parir dos niñas en quince meses, para asumir todo el trabajo de una casa durante cincuenta y dos semanas al año, sin días libres, ni fines de semana, ni vacaciones ni nada de nada. Y encima, sin quejarse, la pobrecita. Después caí en la cuenta de que mi compasión era también una falta de respeto al camino elegido por mi madre. Una elección de la que no se arrepintió nunca. «Mi trabajo era ése. Yo quería hacer bien mi trabajo. ¿No quieres tú hacer bien el tuyo?». Por eso cantaba mientras recogía la mesa. Por eso estaba siempre como unas castañuelas. Por eso no la ponían de mal humor las manchas de tinta en los mandilones del colegio ni nuestras urgencias a la hora de cenar. Porque era feliz con la vida que había escogido y no tenía nada que echar en cara a nadie. Estaba justamente orgullosa de sí misma, de la familia que había creado, de poder asistir a las funciones de Navidad, de venir a buscarnos cuando acababan las clases, de preparar nuestras fiestas de cumpleaños. Cuando llegaba a casa del colegio, era mi madre quien abría la puerta de la cocina, donde flotaba el olor sabroso de algún guiso casero. Allí estaba ella, hecha sonrisas. Durante años, al entrar en mi casa, lo primero que veía era a una mujer completamente feliz. Y ahora me doy cuenta de cómo esa circunstancia marcó mi niñez. La convivencia diaria con la alegría es el mejor regalo que puede recibir un niño.

Mi generación ha pasado años mirando por encima del hombro a mujeres como mi madre, compadeciendo su suerte, reivindicando por ellas el derecho a huir del hogar, de las familias numerosas, de las cacerolas y las listas de la compra. Nunca nos dio por pensar que, entre tantas mujeres insatisfechas, entre tantas mujeres decepcionadas con su suerte, entre tantas mujeres que renegaban de su condición de amas de casa, había un puñado de mujeres dichosas a las que gustaba lavar pañales, planchar camisas y hacer potajes, y que no sentían como un fracaso el haberse consagrado a sus familias. Cuando torcemos el morro ante las vidas de estas mujeres, no pensamos en ellas sino en nosotras mismas inmersas en una existencia así, que se nos antoja vacía de todo contenido. Ni en un millón de años hubiese cambiado mi vida por la vida de mi madre. Pero creo que ella tampoco hubiese cambiado la suya por la mía.

Una vez, hace casi veinte años, mi hermana quiso repetir aquel modelo de comportamiento. Tenía un novio adolescente, y empezó a dar vueltas a la posibilidad de renunciar a la universidad para quedarse en Lugo, estudiando cualquier cosa poco complicada, para casarse con él lo antes posible. Se lo planteó a mi madre como quien tiene una idea genial, y entonces ella montó en cólera. Le dijo que estaba completamente loca si de verdad creía que iba a dejar que hiciera semejante estupidez. Que se lo quitase de la cabeza, porque no pensaba consentirlo. Eso fue lo que dijo. Sencillamente, que no lo permitiría.

—Vas a irte a Madrid, vas a estudiar en la universidad, vas a licenciarte y ni sueñes con quedarte aquí aprendiendo a hacer lentejas, ¿te queda claro? Ni lo sueñes. Pues hasta ahí podíamos llegar.

Mi hermana no entendía nada.

—Pero si fue lo que tú hiciste.

—No es lo mismo.

Fue su última palabra. Mi hermana no volvió sobre el asunto: mi madre había sido demasiado contundente al respecto. Se vino a Madrid, vivió en un colegio mayor y luego en un apartamento, se licenció, se espabiló. Hizo viajes y conoció a otra gente. Años después rompió con su novio y se casó con otro chico.

Mi hermana y yo hablamos muchas veces de aquella tarde, cuando nuestra madre puso coto a sus intenciones de repetir el esquema de comportamiento del que estaba tan orgullosa. No es lo mismo, había dicho. Tenía razón. Los tiempos habían cambiado, y ella lo había visto antes que nadie. Le gustaba su vida, pero, al mismo tiempo, no quería una vida como la suya para ninguna de sus hijas.

Llevo en la cartera una foto de mi madre tomada en el año 78. Acababa de cumplir treinta y tres años y no le había salido ni una arruga. Tenía la frente limpia, los pómulos altos y tensos, la expresión fresca de una adolescente. Fue mi padre quien tomó el retrato en unas vacaciones, durante el viaje en barco a Ibiza. Mi madre era muy guapa, y está especialmente guapa en esta foto. Lleva el pelo recogido bajo una pañoleta, una camisa de algodón, una falda de flores a la moda de los setenta. Nosotros, sus tres hijos, estamos junto a ella. Es la única que no mira a la cámara. Quizá había fijado los ojos en el mar, en el horizonte azul del Mediterráneo. La imagen de mi madre en esta foto es la de una mujer hermosa, serena, feliz. Una joven madre que reivindica su condición. No parece una esclava. La forma de mirar es la de alguien satisfecho con su elección vital. No sé si yo sería capaz de mirar así, con esa elegante despreocupación, con esa sensación de tranquilo desafío. Parece que está diciéndole al mundo, ésta soy yo, ésta es mi forma de ser yo, atrévete a decir que no estaba en lo cierto cuando elegí hacer así las cosas.

Hoy me miré en el espejo. Con treinta y cinco años, a una edad en la que mi madre ya había criado a tres hijos, yo soy mucho más vieja de lo que era ella. Quizá porque, a su manera, ella supo conducir su vida en la dirección deseada. Y yo aún no sé hacia dónde estoy llevando la mía. Ésa soy yo. La mujer del espejo a la que no había prestado atención en mucho tiempo.

El teléfono sonó justo en ese momento. Era Elena. Me pareció que estaba llorando.

—¿Qué pasa?

Por favor, otro drama no. En un segundo se me vinieron a la cabeza media docena de posibles desgracias sucedidas al otro lado del Atlántico. El padre de Elena había empeorado. Peter, su marido, había tenido un infarto. Mi amiga acababa de recibir el diagnóstico de alguna enfermedad espantosa. Uno de los niños había sufrido un accidente y estaba en el hospital…

—Ceci… tenía que hablar contigo… estoy tan contenta, Cecilia…

La sensación de alivio que experimenté fue casi física, como si el viento me acariciase la cara. Dejé que Elena llorase sin interrumpirla. Las lágrimas de dicha se venden tan caras que hay que sacarles todo el partido posible. El llanto de mi amiga fluía a muchos kilómetros de distancia, y era maravilloso saber que esa clase de lágrimas no necesitan ser enjugadas.

—Es mi padre… han parado el proceso degenerativo. No saben qué va a pasar en un futuro, pero de momento la enfermedad no va a peor. Acaban de llamar a Peter desde el hospital para decírselo… y tenía que contártelo cuanto antes, Ceci.

Esto es la amistad, pensé. La necesidad de compartir la alegría, mucho más que la obligación de compartir la pena. Hubiese querido abrazar a aquella hija que lloraba por las buenas noticias acerca de la enfermedad de su padre, pero en realidad no era preciso. Elena y yo sólo necesitábamos escuchar nuestras voces, y eso bastaba para saber que estábamos cerca.

—Me ha dado una llorera imponente. —Pude escuchar cómo se sonaba—. Te juro que no sé por qué me pongo así…

—Disfrútalo —le dije, de buen humor—, no pasa todos los días, pero sienta de miedo. Me alegro de que me hayas llamado. ¿Y tu madre? ¿Cómo se lo ha tomado?

—Imagínate. Dice que Europa es el tercer mundo y España, de lo peor, y que aquí sí que saben hacer bien las cosas. Mañana dirá que quiere comprarse una camiseta con la bandera americana. Debe de creerse que tiene una deuda con el Tío Sam en persona.

—Mientras no piense que ha sido cosa de Bush…

—Espero que no. Peter se está portando muy bien con mis padres, pero no sé qué tal llevaría el tener en casa a una suegra republicana.

Nos reímos las dos. En un segundo recordé cómo se había forjado nuestra amistad, durante mi corta estancia en Oxford, cuando el destino nos hizo coincidir en una casa victoriana del barrio de Summertown donde una profesora española acogía estudiantes de la universidad. Elena vivía allí. Yo me había trasladado a disfrutar durante unos meses de una beca que ni siquiera estaba segura de merecer. Cuando llegué a Oxford, con sus hermosas cúpulas y los parques impecables de los colegios, sentí que estaba allí como de prestado, que era una auténtica intrusa entre todas aquellas mentes prodigiosas de jóvenes trilingües destinados a ocupar un lugar de privilegio en el mundo futuro. Elena era uno de aquellos alumnos casi superdotados a los que hubiera querido parecerme. Hablaba inglés, francés y alemán como una nativa, y tenía conocimientos de italiano y de lenguas eslavas. Preparaba su tesis doctoral bajo el manto protector del Trinity College, y además era una experta en comida macrobiótica y estaba obteniendo un diploma profesional de masajista de shiatsu.

La primera vez que vi a Elena, llevaba una falda larga y un sombrero negro, y no sé por qué creí que aquella chica morena y vivaz no tenía nada que ver conmigo. No me equivocaba: éramos la noche y el día. Creo que precisamente por eso acabamos haciéndonos amigas. Guardo en la memoria nuestras conversaciones en el invernadero de la casa, bebiendo té Lady Gray mientras divagábamos acerca de nuestras vidas en construcción.

Ella y yo pasábamos el día enfrascadas en nuestros trabajos, y no nos veíamos hasta la noche, pero solíamos esperarnos la una a la otra para cenar juntas y hacer luego una larga sobremesa antes de dormir. Los fines de semana preparábamos algún desayuno especial, o un auténtico té a la inglesa con scones de pasas y crema batida. De vez en cuando íbamos a algún concierto o a una obra de teatro. A veces viajábamos juntas a Londres y antes de tomar el autobús comprábamos brownies de chocolate con nueces. Nos cambiamos mutuamente. Yo rescaté a Elena del vegetarianismo; ella me salvó de un amor empecinado que no tenía sentido y cuyo recuerdo había arrastrado hasta la pérfida Albión. Luego, cuando yo dejé Oxford y ella se quedó, supimos que aquellos meses compartidos en la casa del número 10 de Hamilton Road iban a ser parte esencial del resto de nuestras historias respectivas.

La conversación telefónica duró más de una hora. Hablamos de antiguos camaradas de la universidad, de la tarde en que nos trasladamos a Londres para asistir a una conferencia de Vargas Llosa en el Instituto Cervantes y de una fiesta que habíamos organizado en casa coincidiendo con el día de Guy Fawkes. Luego, Elena me dio cuenta de los progresos en la escuela de Eliza y Alexander, yo del último trabajo que había entregado en la editorial.

—Por cierto, mi madre me pide que te dé las gracias otra vez por cuidar del abuelo. Ayer hablamos con él, y parece tan contento contigo… ¿de verdad no te está incordiando?

—En absoluto. Le he cogido cariño. A lo mejor hasta le pido que me adopte…

—Es una posibilidad. Oye, Ceci, tengo que colgar. Unos colegas de Peter vienen a cenar a casa, y como uno de ellos es el que trata a mi padre, voy a echar el resto para parecer la perfecta esposa americana, que es lo que de verdad le gusta a esta gente. Se creen muy modernos porque votan demócrata y hablan pestes de la guerra, pero en el fondo son más carcas que nadie. Lo que es por ellos, las mujeres deberían estar en casa haciendo tarta de pacanas y tejiendo calcetines. Te llamaré en unos días.

Iba a despedirme, pero había algo que debía contar a Elena, y tenía que hacerlo en ese mismo momento.

—Una cosa más… he dejado a Miguel.

Silencio.

—¿Cuándo?

—Hace cuatro semanas. No te lo dije antes porque quería rumiarlo sola, ¿vale?

—Vale. —Otro silencio—. ¿Tú estás bien?

—No estoy mal. Ya seguiremos hablando. Tus dinosaurios deben de estar a punto de llegar y no deberían encontrarte en zapatillas.

—Ceci, espera…

—¿Qué pasa?

—Que te quiero mucho.

Pero eso yo ya lo sabía.

Reconocer ante los demás que Miguel y yo habíamos roto era dar un paso hacia adelante. Llevaba demasiado tiempo negándome a asumir lo que consideraba un fracaso, porque eso es una relación rota: un pequeño desastre mutuo donde siempre hay dos culpables.

Le dije a Elena que había acabado con Miguel, pero de momento no le he contado la historia entera. Después de todo, pasarán meses antes de que yo misma sea capaz de diseccionar lo ocurrido entre Miguel y yo, antes de que pueda determinar qué porción de responsabilidad tiene él y qué parte me toca asumir a mí. Aunque, después de todo, ¿qué más da eso ahora? Ya no estoy con el hombre a quien quise durante más de tres años, con el hombre a quien no sé si quiero todavía. Pero no deseo pensar en eso. Me basta con ser capaz de admitir ante los demás que nuestra historia en común se ha terminado, y con reconocer ante mí misma que fui yo quien le puso punto y final, quien cogió la puerta para marcharse. La decisión la tomé yo, y supongo que eso me hace doblemente responsable.

A mi madre le gustaba Miguel. Supongo que eso no tiene ningún mérito, porque en realidad estaba predispuesta a que le gustase todo el mundo. A veces creo que la simpatía es una cuestión de voluntad, de buenas intenciones. Hay gente que va por el mundo con la guardia en alto, buscando motivos para detestar a todo bicho viviente que se le cruce en el camino. Y hay personas, como mi madre, que intentan encontrar razones para crear empatía con quienes aparecen en sus vidas.

Claro que en el caso de Miguel había otros motivos que facilitaban a mi madre el camino hacia el afecto. En primer lugar, el hecho de que por primera vez en mucho tiempo su testaruda hija mayor fuese capaz de reconocer sin subterfugios que había encontrado a una persona que mereciera la pena. Imagino que empezó a preocuparse cuando abordé la treintena sin lo que ahora se llama una pareja estable. A todos los efectos, estaba sola, aunque no lo estuviera. Hubo otros hombres antes que Miguel. Cuántos, no importa. En cualquier caso, demasiados para el gusto de mi madre.

Ella conoció a un solo hombre en toda su vida. Empezó su noviazgo con mi padre cuando tenía quince años. A esa edad, ni yo ni ninguna de mis amigas pensábamos en novios, mucho menos en maridos ni en nada parecido. Salíamos con chicos porque era lo que había que hacer, pero se nos hubiesen puesto los pelos de punta sólo de pensar que alguno de aquellos ejemplares salpicados de granos y con la hormonas alborotadas podía convertirse en el padre de nuestros hijos. Yo ni siquiera estoy segura de quién fue el primer chico a quien besé. Mi madre se casó con el chico que le dio el primer beso. A ella y a mí nos separaban veinticinco años y todo un abismo sociológico del que echar mano para explicar nuestra diferencia de criterios.

Al contrario de lo que hacían las madres de mis amigas, ella nunca expresó en voz alta su preocupación ante mi nulo interés en, como se decía antes, «sentar la cabeza». En lugar de una boda, yo le brindé toda una sucesión de amigos y amantes oficiosos que no exhibía pero que tampoco ocultaba. Hablaba de ellos con una falta de pudor que ahora no sé si resultaba provocadora o tierna. Aquellas parejas de ocasión tenían sus nombres y sus vidas, y entraban y salían de la mía con una naturalidad extrema. De pronto, dejaba de mencionarlos y mi madre sabía que habían desaparecido, probablemente sin dejar la menor huella. Y mientras yo pasaba de puntillas por el mundo de las relaciones amorosas entre adultos, las hijas de sus amigas celebraban aniversarios junto a sus novios formales.

Algunas de aquellas chicas se casaban y la invitaban a sus bodas, que solían celebrarse por todo lo alto. Ella y mi padre acudían a las listas de regalos, elegían un presente sin saber que en realidad la aspiradora o el juego de té estaban destinados a convertirse en una fracción de la luna de miel, y participaban de la emoción de los padres y los padrinos y en la fiesta posterior, donde alguien, a buen seguro, les preguntaba si su díscola hija mayor no se animaba a pasar por la vicaría. Siempre había un alma caritativa que añadía una especie de pregunta desesperada, como quien lanza un cabo misericordioso: «Al menos tendrá novio, ¿no?», para añadir, con más bien poco tacto, «como se despiste, se le va a pasar el arroz».

Supongo que mi madre se hacía cruces con mi fragilidad sentimental, pero jamás me hizo insinuaciones al respecto. Siguió yendo a las bodas de las hijas de otros, comprando regalos para los demás, escuchando comentarios impertinentes y preguntándose, imagino, si alguna vez le tocaría a ella el organizar una boda para rentabilizar, al menos, los muchos regalos que había hecho. Y mientras todo el mundo (supongo que mi madre también) empezaba a pensar en mí como en una especie de bicho raro, aquellas chicas de las bodas tenían hijos, y mi madre las veía pasear por la ciudad, con sus cochecitos y sus bebés, orgullosas de su condición de madres juveniles. Yo no estaba por allí, evidentemente. Como no tenía marido, ni hijos, ni perspectivas de tener ninguna de las dos cosas, me gastaba el dinero que ganaba en ropa y zapatos y viajes exóticos. Ellas tenían niños y una casa en propiedad. Yo tenía un traje de noche de Armani y había estado en Japón, en Estonia y en Birmania. Doy por hecho que esas cosas consolaban a mi madre. Unas chicas tenían hijos y otras nos comprábamos ropa de los mismos diseñadores que vestían a las estrellas de cine y conocíamos lugares misteriosos que la mayoría de la población ni siquiera sabría ubicar en el mapa.

Pasó el tiempo, y pasaron otras cosas. Las hijas de las mismas amigas que habían protagonizado pomposas ceremonias en el altar de alguna iglesia pija empezaron a divorciarse, a tener problemas con la custodia de los niños y con el pago de la pensión compensatoria. Tampoco entonces hizo mi madre ningún comentario, pero imagino que se dio cuenta de que, para mi generación, las cosas no eran tan elementales como lo habían sido para la suya. Debió de empezar a ver mi situación con otros ojos. Y mientras yo seguía incrementando mi lista de desengaños y de relaciones fugaces, algunas chicas de mi edad consumían ansiolíticos y pleiteaban con el mismo tipo al que habían jurado fidelidad eterna ante doscientas personas. Al menos, yo estaba tranquila en mi inestabilidad.

No sé muy bien qué pensó mi madre al conocer a Miguel. Sólo me dijo «es muy guapo». No comentó nada más, probablemente porque estaba segura de que no volvería a verle el pelo. Cuando su presencia se convirtió en una constante, cuando no dejé de nombrarle pasadas cuatro semanas, cuando se dio cuenta de que esta vez estaba permitiendo que se quedara alguien que, además, deseaba hacerlo, debió de cruzar los dedos y decirse, «bueno, quizá es éste. Quizá ha merecido la pena esperar». Porque, más allá de su buena disposición, a mi madre le gustaba aquel chico. Le gustaba de verdad. No me lo dijo nunca, claro. Pero yo lo sabía. Conocía demasiado bien a mi madre como para que me pasara desapercibida una cosa así.

También sé que le hubiese gustado que nos casáramos aunque, obviamente, jamás de los jamases me preguntó por mis planes de boda. Pero todas las madres, la mía también, quieren ver a sus hijas vestidas de blanco, con un traje carísimo que no van a volver a usar, sosteniendo un ramo hecho hipócritamente de flores de azahar, y convertidas por unas horas en el centro de todas las miradas. En lugar de eso, el único futuro que tímidamente sugeríamos Miguel y yo era el de acabar convertidos en una pareja de DINK’s. Double Income, No Kids. Ingresos por duplicado, sin hijos. Era una opción que iba ganando adeptos entre hombres y mujeres que habían superado la treintena y que encajaba perfectamente en mi trayectoria vital de personaje egoísta, celoso de su libertad, de su independencia y de su tiempo. Así que mi madre debió resignarse: no iría a mi boda, quizá no tendría nietos míos, pero «al menos» yo había encontrado a alguien dispuesto a cuidar de mí. Porque, aunque llevaba media vida intentando convencerla de que no necesitaba los cuidados de nadie, todas las madres quieren saber que hay alguien dispuesto a ocuparse de sus hijas. Y mi madre excepcional no iba a ser una excepción también en eso.

Admito que si mi madre no hubiese muerto, me hubiese resultado más difícil dejar a Miguel. No por el desconcierto y el disgusto que esa ruptura le hubiera causado a ella, sino porque es más sencillo tomar decisiones drásticas cuando uno se siente desdichado. Si se ha llegado a un grado extremo de amargura, se pierde el miedo a aumentar un poco más la temperatura de la pena. Así que puse punto final a una relación que fue perfecta y que un día empezó a dejar de serlo. Pero ésa es otra cuestión que todavía no estoy en condiciones de abordar.

Hay a mi alrededor muchas parejas que aseguran que son felices. No tengo por qué desconfiar de su versión de las cosas, pero he ido aprendiendo que en la vida no todo es lo que parece, y al pensarlo no puedo evitar el recordar a Laura, y recordar su historia, cuyo verdadero final no conoce nadie más que yo.

Laura trabaja en el departamento de ficción de la editorial con la que colaboro. Fue allí donde la conocí. Una chica estupenda, atractiva, muy lista, con una carrera brillante y un marido muy guapo. Mateo, se llamaba. Hacían una pareja de cine. Salí a cenar con ellos un par de veces. Eran un dúo envidiable. Lo pasaban bien juntos, se reían de las mismas cosas, se miraban por encima de los platos y supongo que hasta se tocaban los pies por debajo de la mesa. Tenían una casa preciosa en las afueras de Madrid, una casa construida en los años veinte que había pertenecido a los padres de Mateo y que habían arreglado entre los dos con muebles traídos de Asia, cortinas hechas de cáñamo y alfombras afganas de nudo finísimo.

Mateo ocupaba un puesto importante en una empresa multinacional de esas que nadie sabe qué fabrican ni a qué se dedican exactamente. Tenía que viajar bastante, y Laura confesaba llevar regular las continuas ausencias de su marido. Hace como año y medio, la empresa de marras celebró en Valencia una especie de congreso o algo así, y Mateo se pasó fuera de Madrid casi toda la semana. Pensaba volver el jueves al final de la tarde, pero perdió el avión de las siete y ya no quedaban plazas en otro vuelo. Cuando llamó a Laura para contarle que tenía que hacer noche en Valencia, ella se cabreó. Mucho, según nos dijo, aunque cuesta trabajo imaginar muy enfadada a una persona como ella, que es de natural pausado y maneras suaves. Pero aquella noche Laura quería ver a su marido, quería dormir con él, quería hacer el amor y comentarle los pequeños acontecimientos de la semana. Y cuando supo que tendría que acostarse sola una noche más, que tendría que aplazar veinticuatro horas el encuentro con Mateo, se enojó más de la cuenta.

Él intentó apaciguarla, pero Laura colgó el teléfono y luego lo desconectó. Mateo intentó arreglar las cosas. Localizó a una secretaria que había viajado a Valencia en coche y que estaba a punto de emprender viaje de vuelta por carretera, y le pidió que le llevara a Madrid. Mateo quería aparecer en plena noche para darle una sorpresa a su mujer. Pero las cosas iban a torcerse: Mateo y aquella chica se salieron en una curva de la autovía y se mataron los dos. Cuando el teléfono sonó de madrugada en casa de Laura, ella ya no estaba enfadada. Sólo esperando que pasasen las horas que la separaban de la llegada de Mateo y de su inmediata reconciliación.

Es fácil imaginar cómo recibió Laura la noticia de la muerte de su marido, y hasta qué punto se sintió culpable de lo ocurrido en aquella carretera entre Valencia y Madrid. Todo el mundo le decía que no debía pensar esas cosas, que el accidente había sido una pura fatalidad. Pero Laura sólo tenía en la cabeza aquella discusión estúpida, los reproches infantiles que había hecho a Mateo y la rabieta que le había llevado a él a cambiar de planes y hacer precipitadamente en coche el camino de regreso que tendría que haber emprendido en avión doce horas después.

Durante el funeral, Laura parecía sólo un bosquejo de la mujer que yo conocía. Tenía el pelo revuelto y los ojos vacíos de toda expresión, los labios pálidos y el rostro hinchado por el llanto. Creo que nunca había visto a nadie tan desesperado. Supongo que la tristeza y la culpa forman una mezcla peligrosa. Su hermano me dijo que había rechazado todos los sedantes que quisieron administrarle, como si estuviese empeñada en asumir hasta la más mínima fracción de dolor, en mortificarse todo lo posible.

Supe por la gente de la editorial que había pedido unos días de baja. Se los dieron sin problemas: en su estado, la pobre Laura era una perfecta inútil desde el punto de vista laboral. No podía concentrarse ni participar en reuniones, de forma que aún iba a ser menos capaz de recomendar libros para su publicación o de tratar con los autores. Se decía que quizá solicitase una baja definitiva. El dinero no iba a faltarle. Mateo tenía un buen seguro de vida, y su empresa, en un raro alarde de magnanimidad, había considerado su muerte como un accidente laboral, de forma que Laura se había convertido en una viuda muy rica. La llamé un par de veces para interesarme por su estado, pero nunca logré entablar con ella algo que pudiera calificarse de conversación. Sólo era posible escuchar sollozos y monosílabos. Me dije que quizá era mejor dejarla en paz durante una temporada, y eso fue lo que hice, aunque a veces me acordaba de lo que le había ocurrido y me preguntaba si algún día aquella mujer podría superar su complejo de culpa e iniciar una vida nueva al margen de la que había tenido al lado de Mateo.

Un día, Silvia me contó que Laura había pasado por la editorial para hablar con los jefes. Al parecer, quería pedir el alta, y también unas vacaciones sin sueldo. Iba a hacer un viaje, dijo. Y así fue. Estuvo desaparecida durante un par de meses. Cuando volvió y le preguntaron cómo se encontraba, dijo tranquilamente que estaba muchísimo mejor, y la verdad es que nadie pudo ponerlo en duda: estaba más delgada y más guapa, se había cortado el pelo y su nuevo estatus de mujer bien situada le había permitido renovar su vestuario, así que la ropa de Zara y Massimo Dutti habían dejado paso a impecables trajes de chaqueta de MaxMara, y los zapatos que compraba rebajados en los muestrarios de Hortaleza, a exquisitas sandalias de Sonia Rykel y Jimmy Choo. Luego me dijeron que también se había cambiado de casa tras vender el chalet de las afueras y comprarse un apartamento de lujo en la zona de Princesa. Había vuelto a hacer vida social y trabajaba más que nunca. Antes de cumplirse un año de la muerte de Mateo, ya estaba viviendo con otro tipo, un autor argentino cuya novela —que había publicado la editorial por sugerencia de la propia Laura— llevaba tres semanas en la lista de libros más vendidos.

No hace falta decir que prácticamente todo el mundo criticó a Laura, y los que, como yo, no lo hicimos en público, fue simplemente por llevar la contraria. Dije a todo el que quiso escucharme que me alegraba de que hubiese sido capaz de superar su desgracia y salir adelante. Pero, en mi fuero interno, a mí también me espantaba la idea de que en sólo nueve meses aquella viuda desconsolada y llorosa hubiese sido capaz de renacer de sus propias cenizas, de empezar otra vida pasando por encima del recuerdo del hombre al que había amado y que se había matado por adelantar unas horas el encuentro con ella. ¿Cómo había conseguido Laura dejar atrás su pena? ¿Qué había hecho para pasar la página del dolor de una forma tan contundente?

Cuando mi madre tuvo su recaída, Laura me llamó varias veces, ofreciéndose incluso a echarme una mano «en cualquier cosa que puedas necesitar». Agradecí su gesto, sobre todo porque llevábamos meses sin hablar. Supongo que, al ser testigo de su milagrosa recuperación, tenía el convencimiento de que Laura se había convertido en una persona distinta a la que yo conocía y, consecuentemente, yo ya no tenía gran cosa que ver con ella. Luego, tras morir mi madre, volvió a ponerse en contacto conmigo, y hablamos por teléfono en un par de ocasiones. Un día me invitó a comer a su casa. Supongo que puse alguna excusa más bien poco convincente, porque la idea de pasar dos horas con ella no me seducía demasiado.

—Venga, Cecilia, anímate… El apartamento tiene unas vistas preciosas y podemos comer en la terraza…

Dije que sí porque no me apetecía seguir inventando disculpas. El día señalado aparecí en la casa con una bandeja de pasteles y un humor no demasiado bueno. Esperaba encontrar a una nueva Laura empeñada en convencerme de lo feliz que era. No sé por qué, imaginaba a su nueva pareja como un mentecato deslenguado, un típico ejemplo de cabeza de chorlito de esos que van dando tumbos por la vida y de vez en cuando apalancan sus culos de artistas en la casa de alguna tontaina vulnerable y generosa, necesitada de afecto o, simplemente, deseosa de compañía. Pues eso era lo que suponía yo: que para convencerse a sí misma de que había reconstruido su vida, Laura precisaba de un hombre que completase el decorado.

Laura me recibió con afecto y me presentó al escritor argentino que ocupaba el lugar de Mateo. Se llamaba Alexis y, en contra de lo que esperaba, lo encontré simpático. No era tan joven como parecía en la foto de las solapas de los libros, llevaba unas gruesas gafas graduadas y tenía un cierto aire de desamparo inteligente. Me contó que llevaba dos años en España, que daba clase en una universidad privada y que ni en sueños había esperado tener éxito con aquella novela que había tardado más de cinco años en escribir. No parecía un bohemio, no era un guaperas de revista ni un gracioso profesional, y ni siquiera abusaba del acento argentino para acentuar su encanto. Me cayó bien. No iba a quedarse a comer: tenía una cita con un periodista, pero esperaba que volviésemos a vernos algún día.

Cuando se fue, Laura me enseñó la casa: un apartamento no demasiado grande, con un dormitorio, un despacho amplio con dos mesas de trabajo que parecía augurar que la relación con el escritor tenía futuro, y una luminosa sala de estar rematada en una terraza. Sin poder evitarlo, intenté identificar en el mobiliario alguna de las piezas que estaban en el chalet que había compartido con Mateo, pero no encontré ninguna. El apartamento estaba decorado en tonos blancos y neutros, y las piezas de decoración se reducían al mínimo indispensable. Las alfombras de artesanía, las pesadas cortinas, los muebles coloniales, los tapices de colores y los adornos llegados de la India habían pasado a formar parte de la historia.

Ayudé a Laura a poner la mesa en la terraza. Había preparado una pasta con salsa de setas que me había gustado mucho la primera vez que la probé, en su antigua casa y en su antigua vida. Aquella pasta parecía ser lo único que quedaba del pasado de Laura. Fue una comida agradable. Hablamos de cosas de la editorial y de algunos conflictos empresariales cuyos entresijos ella conocía bastante mejor que yo. No me habló de Alexis, ni de lo feliz que era con él, como si no necesitase alardear de la nueva bonanza de su vida. No sé por qué, pero me sentía cómoda allí, en aquella casa, donde no había un solo rastro de dolor, una mínima sombra de añoranza, pero tampoco las huellas de una dicha artificial o forzada. Seguía pensando que, al rehacerse tan pronto, Laura había traicionado a Mateo, pero su actitud empezaba a parecerme más digna de admiración que de crítica. En realidad, me hubiera gustado atreverme a preguntar, cómo lo has conseguido, dónde se aprende a olvidar a alguien a quien has querido y que te ha querido, cómo se cierra el telón de una vida perfecta y se empieza una nueva función con un decorado distinto. Porque supongo que habrá que hacer algo más que deshacerse de los muebles de caoba y cambiar las alfombras de dibujos por una moqueta de color crema, algo más que comprar una mesa de estilo zen y unos cuantos grabados japoneses.

El sol se nubló y entramos en la casa para tomar el café. Laura me preguntó por mi estado de ánimo, por la situación de mi familia.

—Lo habréis pasado muy mal.

—Qué te voy a contar yo a ti…

Me arrepentí de la frase en el mismo momento. Era como forzar a Laura a recordar que hubo un tiempo en que ella había sido también una mujer digna de lástima, experta a la fuerza en los códigos del dolor. Ella me sonrió de una forma muy rara que no entendí.

—Sí, al principio lo mío también fue duro. Claro que después las cosas vinieron rodadas.

Empezaba a sentirme incómoda. ¿Qué quería decir Laura? ¿A qué se estaba refiriendo? A ella no le pasó inadvertido mi gesto de extrañeza. Se acarició la nuca antes de seguir hablando: también su peinado era nuevo.

—¿Quieres saber de qué va todo esto, Cecilia? ¿Quieres entender lo que me ha pasado en estos últimos meses?

No sabía qué contestar.

—Mira, Laura, lo que hagas con tu vida es cosa tuya…

—Ésa es una frase hecha. Ya sé que todo el mundo en la editorial me ha puesto a parir. Supongo que tú también, y me importa un bledo. Pero te voy a contar cómo ocurrieron las cosas, ¿vale? Y después puedes seguir pensando lo que quieras. Mira, cuando Mateo murió, creí que iba a volverme loca. Había perdido a la persona que más quería en el mundo, y encima estaba convencida de que la culpa de su accidente la había tenido yo. Después del funeral me encerré en casa sin querer ver a nadie. Me pasé días enteros en la cama. Lo único que hacía era llorar y ver la tele. Y una mañana me llamaron por teléfono. Era alguien que preguntaba por Mateo. Ya había ocurrido más veces, así que no me sentí ni mejor ni peor, conté que había muerto y que yo era su viuda. Me horroriza ese título, su viuda. En fin, que aquel tipo se quedó voladísimo, me pidió disculpas, etc., etc., y luego me explicó que tenía el carnet de identidad de Mateo. Lo cierto es que el puto carnet no aparecía por ningún sitio. No lo llevaba encima en el momento del accidente, ni yo tampoco lo había encontrado en los cajones de casa. La Guardia Civil dijo que era posible que hubiese salido despedido de la cartera a consecuencia del impacto. Y unos días después, aquel hombre telefoneaba para decir que el dichoso carnet de mi marido lo tenía él. Le pregunté desde dónde me llamaba, y me dio el nombre de un hotel rural. Se ofreció a enviarme el documento por correo, pero no quise. Le pedí la dirección, cogí un coche y fui hasta allí…

—¿Tú sola?

—Sí, yo sola. Con los ojos hinchados, siete kilos menos y la cabeza como un bombo. Y, pásmate, por el camino iba bastante tranquila, como si supiera que aquel viaje iba a suponer un antes y un después en mi vida. El hotel estaba a unos cien kilómetros de Madrid, en un desvío de la autovía de Levante… ¿a que ya vas adivinando? Sí, Cecilia, Mateo se había quedado en ese hotel en el viaje de ida a Valencia. No había ido en avión, sino en coche. Con la misma chica con la que se mató. Y la noche del accidente no regresaba a Madrid para darme una sorpresa. Habían dejado una habitación reservada en la casa rural, pensaba pasar la noche allí con su ligue, y volver a Madrid en coche a primera hora de la mañana. Un plan perfecto ¿a que sí? Pero la primera noche el muy memo se dejó el carnet de identidad en la recepción del hotel. De no ser por ese detalle, yo seguiría considerándome culpable de lo que le pasó. Ya ves cómo son las cosas. Todo el mundo piensa que soy la mala de esta historia. Una bruja que en menos de un año se ha olvidado de su marido. Lo que no sabe la gente es que Mateo me lo puso muy fácil. Yo estaba en casa esperando que volviera, y él estaba pisando el acelerador para tirarse cuanto antes a otra tía.

—Laura… no sé qué decirte…

—Ya me lo imagino. Al principio yo tampoco sabía qué hacer, ni qué pensar, ni nada de nada. ¿Conoces a Marina Miranda?

Dije que no.

—Publicó un libro de autoayuda con la editorial. Es psicóloga. Yo la conozco desde hace tiempo, fue novia de mi hermano. Cuando murió Mateo intentó ayudarme, pero no había querido saber nada de ella. La pobre andaba por la casa detrás de mí, con una caja de orfidales en la mano, dándome la tabarra para que bebiese líquido y empeñada en que tenía que dormir. Acabé pidiéndole que se largara, no soportaba tenerla todo el día subida en mi chepa. Por suerte no se enfadó. La llamé aquella misma tarde, al volver a Madrid, y le conté todo. Se portó muy bien. Estuvo varios días viviendo en mi casa, hablando conmigo durante horas y ayudándome a digerir la historia. Luego pedí las vacaciones sin sueldo y me fui de viaje. Fue un consejo de Marina, y me vino muy bien.

—¿Dónde estuviste? —Era una pregunta estúpida, ya lo sé. ¿Qué más daba eso?

—Por Estados Unidos. De costa a costa, en plan road movie. Alquilé un coche americano, un Chevrolet automático de color cereza. Me quedé en los mejores hoteles, comí en los mejores restaurantes y compré un montón de cosas. Gasté un disparate, pero no me arrepiento: entre el seguro de Mateo y la indemnización de la empresa, me llevé casi dos millones de euros. Al volver vendí la casa con todo lo que tenía dentro. No me traje ni un paño de cocina. La familia de Mateo me puso de vuelta y media, pero a mí me traía al fresco lo que dijera aquella gente. De todas formas, nunca les caí demasiado bien.

—¿No les contaste lo que había pasado?

—No ¿para qué? Si la madre de Mateo quiere seguir pensando que su hijo es san Francisco de Asís, yo no tengo ningún inconveniente. Por mí, como si lo canonizan. Yo, a lo mío, a seguir con mi vida y a gastarme los millones haciendo lo que me dé la gana. Ya sé que todos me veis como una mantis religiosa o algo parecido, pero me importa un carajo. Así, con todas las letras. Un carajo. Casi prefiero que piensen que soy una hija de puta que una pobre cornuda que llevaba años creyendo que su matrimonio era perfecto mientras su marido se la pegaba con una secretaria. En cuanto a Alexis, es un tío estupendo que apareció en el momento justo. Al final, Cecilia, he tenido más suerte de lo que la gente se cree y no soy tan mal bicho como todo el mundo piensa.

Nos quedamos calladas las dos. Había empezado a llover, y el suelo rojizo de la terraza brillaba como un espejo.

—Mira qué bien, así no tengo que regar. —Laura sonreía—. Eso de estar pendiente de las plantas es una verdadera lata.

Yo nunca había tenido una terraza, ni un jardín, ni siquiera una maceta, así que no podía opinar. Claro que tampoco había tenido nunca un marido, y eso no me impidió juzgar a Laura sin conocer toda su historia.

—Laura —le dije, por fin—. ¿Por qué me lo has contado?

Ella se puso muy seria para contestar.

—Pues… a ver si sé explicarlo… es por ti, y por lo que le ha pasado a tu madre. No quiero que me veas como un ejemplo, que pienses, «bueno, si ella se ha recuperado tan rápido de la muerte de su marido es que no debe de ser tan difícil tirar para adelante, y si yo no soy capaz de hacerlo como ella es porque soy idiota». Sí que es difícil, Cecilia. Pero a mí me allanaron el camino. Olvidar a una mala persona es más sencillo que olvidar a alguien bueno, y no me importa lo que digan los psicólogos. Esto te lo digo yo.

He vuelto a ver a Laura algunas veces. En la editorial siguen comentando cosas a sus espaldas, y alguien ha empezado a llamarla «la viuda alegre». Yo no estoy autorizada a contar su secreto. Todo lo que puedo hacer es echar mano de aquella frase que nos repetían en el colegio, cuando éramos pequeñas, «antes de juzgar a alguien, intenta conocer sus circunstancias». Me pregunto cuándo, quienes me conocen bien y quienes no me conocen, empezarán a juzgar mi ruptura con Miguel, a unir por su cuenta las piezas del puzle, a opinar sobre lo que nos ha pasado. Y me pregunto si, como Laura, yo seré capaz de decir «me importa un carajo» con la misma seguridad con que ella me lo dijo aquella tarde en que la lluvia le evitó el tener que regar las plantas de la terraza de su casa nueva.