Acabé los dibujos unos días antes de la fecha fijada, y tras meterlos en una carpeta me fui a la editorial para hacer la entrega en mano. Normalmente llamo por teléfono para que un mensajero los recoja en mi casa, pero esta vez, no sé por qué, quería llevarlos yo. Hice el trayecto en un taxi y atravesé la ciudad dorada bajo el sol caramelo del mes de noviembre. Había dejado de llover y el cielo azul tenía la transparencia particular que le otorga el otoño. Los árboles conservaban aún parte de sus copas amarillas, y los bulevares estaban cubiertos de una alfombra crujiente de hojas secas. Cuando era niña, hace ya muchos años, me gustaba pasear por el parque dando patadas a las hojas muertas que se amontonaban en los paseos, bajo los plátanos y los castaños de indias. Al verlas volar, mecidas por el aire del otoño, me daba la sensación de estar insuflándoles vida. No sé cuándo dejé de pasear por los parques, de pisar hojas secas, ni tampoco por qué lo hice. Madrid está lleno de parques, de árboles desnudos, de follaje marrón que se derrama cada otoño sobre las avenidas de gravilla.
Entregué los bocetos a la editora. Después de las discusiones de los últimos días, habíamos llegado a una especie de pacto de no agresión. Ella estaba disgustada conmigo, yo con ella, pero el enfado de ambas se desvaneció en cuanto los dibujos estuvieron desparramados por la mesa del despacho, y ante nosotros empezaron a desfilar las princesas de los cuentos, los príncipes encantados, las hadas y los ogros, y el castillo envuelto en maleza donde la bella durmiente se entregaba a su sueño de cien años en espera de un beso de amor.
—Ay, Cecilia… esto era lo que quería.
—¿Te parecen bien las hadas?
Había dibujado a tres mujeres completamente distintas entre sí, una alegre y serena de edad avanzada, otra delgada y lánguida en su camino hacia la madurez, y una tercera, aniñada y libre de formas, con la mirada esquiva de una adolescente. Tres hadas madrinas diferentes, inconfundibles, particulares. Silvia estaba entusiasmada con aquellos bocetos.
—Creo que es lo mejor que has dibujado en tu vida. Ven, dame un abrazo… pobrecita, he estado insoportable contigo.
—Oh, yo sí que estuve insoportable. Con todo el mundo —suspiré—. Me alegro de que te gusten los dibujos.
—¿Gustarme? Me entusiasman. Mira el caballo del príncipe, parece que va a echar a volar… y la bruja… Cecilia, este libro va a llevarse un premio. ¿Has traído la factura? ¿No? Pásamela mañana, sin falta. Les daré caña a los de administración para que cobres enseguida. Por cierto, tengo otro trabajo para ti. Como últimamente pareces más rápida que Billy el Niño…
Iba a sacar la libreta de notas para apuntar los detalles del nuevo encargo, pero cambié de opinión.
—Silvia… esos otros dibujos… ¿te corren mucha prisa?
Se encogió de hombros.
—Debería decir que sí, pero te estaría mintiendo. Son para un libro que vamos a publicar a finales del año que viene…
—Entonces, si no te importa, ¿podemos hablar dentro de unas semanas? Llevo seis meses trabajando sin parar, y creo que voy a regalarme una especie de vacaciones.
Silvia me apretó el brazo.
—Te las has ganado. Llámame cuando quieras.
Salí del despacho sin la carpeta y con la sensación de haberme liberado de otro peso. Al volver de la editorial, pedí al taxi que se detuviese un poco antes de llegar a casa de Silvio, y paseé sola y en silencio por entre las hojas caídas en el bulevar de Recoletos, mientras el viento de noviembre me acariciaba la cara. Tenía muchas cosas en qué pensar, mucho tiempo que recuperar. Mucha vida que poner en orden después de seis meses entregada al trabajo en cuerpo y alma, parapetándome detrás de mis dibujos, refugiándome en ellos de un montón de cosas a las que no quería enfrentarme. Supongo que, en su momento, el trabajo fue una buena excusa para aplazar mi regreso a la vida. Pero había llegado el momento de volver, o mejor, el momento de empezar otra vez.
Ya había oscurecido cuando llegué a casa de Silvio. Al abrirme la puerta, tuve la sensación de que Lucinda me miraba de otra forma, como si ya no se asustase de mi presencia.
—Buenas tardes, señorita Cecilia. Tomará usted la merienda con el señor Silvio, ¿verdad?
—Claro. Por cierto, Lucinda… —Acababa de ocurrírseme una idea—: ¿Tiene usted hijos?
—Sí, señorita. Tres. Ya están grandes.
Por supuesto. No sé por qué había pensado en niños pequeños. Niños a los que pudiese regalar algunos ejemplares de los cuentos que ilustraba.
—Perdone, ¿por qué lo quiere saber?
—Es que… tengo muchos libros para niños… y si usted tuviera hijos, le traería alguno. Pero, claro, si sus chicos ya son mayores…
El rostro de Lucinda se iluminó.
—Ay, señorita, pero me los puede dar a mí. Yo leo malamente, pero voy despacito y me entero de todo. ¿Me los trae al otro día? ¿Me los trae de verdad?
Se lo prometí. Silvio me esperaba en la sala, ante la mesa con el servicio de té, con la caja de fotografías en una esquina. Mientras merendábamos hablamos de media docena de obviedades: el tiempo de noviembre, el tráfico en Madrid, el precio astronómico de las flores en la fiesta horrenda de los Fieles Difuntos. Conversaciones de ascensor, charla para entretener la espera hasta que pudiésemos llegar a esa parte de la tarde que esperábamos ambos: Silvio, porque quería seguir contando su historia. Yo, porque en cuanto llegaba a aquella casa, se me despertaba la necesidad de saber más acerca de la historia de mi amigo.
—Alcánzame la caja —dijo, en cuanto Lucinda retiró los platos. Sacó unas cuantas fotos que no me enseñó inmediatamente. Las apartó del resto, cerró la caja y puso aquellos retratos boca abajo y encima de la mesa.
—El otro día les dejé a ustedes en la estación de ferrocarril de Varsovia —le ayudé—, despidiéndose de los Sezsmann y de aquella chica, Hannah Bilak. ¿Qué ocurrió después?
Silvio sonrió unos segundos antes de recuperar su gesto grave y retomar el relato.
El verano siguiente lo pasamos entre Italia y Suiza. Amos Sezsmann iba a dar conciertos en Roma, Milán, Zurich y Basilea, y Zachary decidió que acompañarle en su gira sería un buen plan para el mes de agosto. Fueron unas vacaciones estupendas pero, a diferencia de las del verano del 33, estuvieron libres de acontecimientos excepcionales. Nuestro Ithzak había obtenido calificaciones excelentes en el conservatorio, y continuaba su noviazgo con Hannah Bilak. Después de las semanas de zozobra vividas el año anterior, su relación se había consolidado, y aunque me pareció que ya no tenía el apasionamiento de aquellos primeros tiempos —apasionamiento provocado, a partes iguales, por la juventud, las emociones y la incertidumbre— había evolucionado hasta volverse estable y de una grata placidez que iba muy bien al carácter de Ithzak y al de la propia Hannah. Se habían comprometido formalmente aquella primavera, después de que Edith Griessmer diese su consentimiento por escrito desde Alemania, y entre sus planes estaba casarse en cuanto Ithzak concluyera su formación musical. Le quedaba un curso en el conservatorio, y a continuación el señor Sezsmann quería someterle a la disciplina de distintos profesores particulares para consolidar su aprendizaje. Luego vendrían los conciertos, las giras y, me decía yo, los aplausos y la gloria. Aunque Ithzak jamás pensaba en el reconocimiento ajeno. Sólo pensaba en la música. Y, por supuesto, en Hannah.
Amos había invitado a la novia de su hijo a unirse a nosotros en nuestro viaje, pero la anciana señora Bilak no quiso ni oír hablar del asunto: hubiera sido escandaloso que una muchacha tan joven viajase por Europa en compañía de su prometido. Así que Hannah e Ithzak se contentaron con intercambiarse cartas y telegramas en espera del tiempo en el que no tendrían obstáculos para recorrer el mundo los dos juntos. Ithzak hablaba de su matrimonio con Hannah con la misma tranquila seguridad que utilizaba para referirse a su futuro como director de orquesta. Para él, no se trataba de simples posibilidades, sino de estaciones perfectamente prefijadas en el itinerario de la vida. Un día, mientras paseábamos por el Trastévere bajo un sol de justicia aprendiendo que en Roma el mes de agosto puede ser implacable, le pregunté cómo, con dieciocho años, podía estar tan convencido de que su destino era casarse con Hannah y convertirse en músico profesional. Me dijo que porque eran cosas que dependían únicamente de sí mismo: tenía talento y su novia estaba enamorada de él, así que sólo debía cultivar y cuidar aquello que amaba: la música y Hannah.
En el verano del 35 no hubo viaje al extranjero. Mentiría si dijese que Elijah y yo no nos sentimos decepcionados, pues habíamos diseñado por nuestra cuenta una excitante gira con Ithzak por Hungría y Checoslovaquia. Teníamos la tímida esperanza de que se nos permitiera viajar solos en aquella ocasión, y a los dieciocho años la idea de vivir por unos días libre de la presencia de tutores nos parecía emocionante. Pero, cuando Zachary West nos informó de que los Sezsmann iban a trasladarse a España para cumplir con algunos compromisos profesionales de Amos, supimos, resignados, que debíamos guardar en un cajón las guías, las listas de hoteles y los horarios de los trenes. Aunque consideramos casi una desgracia el ver desbaratados nuestros planes para el mes de julio, la perspectiva de ser anfitriones de los Sezsmann nos compensaba hasta cierto punto de la decepción, así que no pensamos más en nuestra excursión frustrada y la pospusimos hasta que llegase una mejor oportunidad. Ahora creo que, si hubiese sabido lo que iba a ocurrir en cuestión de meses, hubiera insistido en realizar aquel viaje.
Ithzak y su padre estuvieron seis semanas con nosotros, primero en Barcelona, donde Amos ofreció dos recitales en el Liceo, y luego en Madrid, pues también había sido contratado para dar un concierto. Después viajamos juntos a Galicia para que los Sezsmann conociesen Santiago de Compostela —a Amos le fascinó la ciudad, que definió como «un magistral concierto de piedra»— y nos quedamos una semana en Ribanova antes de trasladarnos a San Sebastián junto a mi familia. Esta foto nos la hicimos allí, en una terraza junto al paseo marítimo. Mira a mi madre, estaba preciosa con aquel sombrero. La foto la tomó Efraín, que no se separaba de su cámara y parecía entregado al arte de la daguerrotipia. A pesar de que mi hermano no hablaba más idioma que el suyo y apenas podía entenderse con nuestros amigos extranjeros, Ithzak simpatizó mucho con él. Es un artista, me dijo un día, después de verle medir la luz y la distancia de una forma milimétrica, para obtener una foto —por supuesto, en blanco y negro— de la puesta de sol en la playa de la Concha.
Ithzak, que acababa de cumplir diecinueve años, había ofrecido ya su primer concierto en una pequeña sala de Varsovia. Interpretó al piano algunas obras de Liszt, y el éxito obtenido fue tal, que el señor Siewerski aseguró que podría conseguirle algunos contratos fuera de Polonia. Pero los Sezsmann no quisieron considerar la proposición: Ithzak estaba llamado a ser director de orquesta, no un simple intérprete de piano. Si interrumpía sus estudios con viajes y actuaciones, quedaría relegado a la categoría de concertista corriente y moliente. Y eso era algo que no deseaban ni el padre ni el hijo, cuyos deseos, afortunadamente, seguían estando en completa sintonía.
En cuanto a mi futuro, durante aquel año se tomaron algunas decisiones importantes. Había obtenido el título de bachiller con unas calificaciones bastante buenas, y quería ir a la Universidad y estudiar ingeniería. Zachary West habló con mis padres: pensaba enviar a Elijah a Boston para realizar estudios superiores, y no tenía inconveniente en sufragar también mi carrera allí. Aunque supongo que sabían que un traslado a América supondría para mí el definitivo alejamiento de la familia, ni mi padre ni mi madre pusieron objeciones a la propuesta, que reconocían como una oportunidad para labrarme el mejor futuro. Así que se decidió que, en septiembre, empezaría a cumplir con el servicio militar para poder viajar a Boston libre de compromisos con la patria. Aunque, a decir verdad, en aquel momento yo ni siquiera tenía muy claro qué patria era la mía. Creo que me había convertido en un caballerete algo snob y pretendidamente cosmopolita que quería ser, como dicen los cursis, ciudadano del mundo.
De regreso de vacaciones, y gracias a los buenos contactos de mi padre, obtuve un destino cómodo para mi primera temporada en el ejército. Hice la instrucción en un pequeño pueblo relativamente cercano a Ribanova, de forma que podía pasar en casa los permisos concedidos a la tropa. El período de formación castrense, del que muchos hablan con verdadero rencor, no fue para mí especialmente desagradable. No tuve dificultad en acatar la disciplina militar. La idea de obedecer las órdenes de mandos prácticamente analfabetos, cuando yo era bachiller, no me daba ni frío ni calor. Simplemente, aquello no iba conmigo: era sólo un trámite por el que debía pasar para continuar mi camino, como el que tiene que vadear un arroyo maloliente antes de llegar a la tierra prometida. Sufrí pocos arrestos y no tuve ningún problema con los compañeros, a cinco de los cuales, por cierto, enseñé a leer y a escribir mientras yo aprendía a marchar bajo la lluvia, a empuñar un fusil y a luchar cuerpo a cuerpo. Fíjate en esta foto: fue la primera que me hicieron vestido de recluta. No tengo un aire muy marcial, que digamos.
Al terminar la etapa de instrucción se me buscó destino en oficinas, concretamente en Capitanía de La Coruña. Todo estaba saliendo según lo previsto. En sus cartas, Elijah me mandaba información sobre Boston y el campus universitario de Harvard, aunque en aquel momento yo nada sabía sobre las elitistas universidades de la Ivy League ni lo que significaba ser admitido en aquel sanctasanctórum reservado a cerebros privilegiados e hijos de papá. Tenía dieciocho años y ninguna razón para pensar que pudiera haber algo fuera de mi alcance. Me faltaban sólo unos meses para alcanzar la completa independencia, la libertad más absoluta.
En aquella época, mi única fuente de preocupación fueron las noticias enviadas por Ithzak Sezsmann: Amos se había puesto enfermo a finales de octubre, y no acababa de mejorar. Tenía fiebre todas las tardes, estaba débil y desganado y parecía sumido en una rara melancolía. Al principio no dimos mucha importancia al estado de nuestro amigo: se trataba, posiblemente, de un catarro mal curado que acabaría por remitir. Pero llegó la primavera y las novedades que llegaban de Polonia seguían siendo alarmantes. Así que, mientras yo permanecía encerrado en una oficina militar, los West viajaron a Varsovia para visitar a Amos. Elijah y Zachary volvieron descorazonados. El señor Sezsmann parecía haberse echado encima todos los años del mundo, estaba distraído y torpe y ni siquiera la visita de unos amigos tan queridos había sido capaz de animarle. Zachary West pensaba que una estancia en alguna estación balnearia podría hacerle mucho bien, y se ofreció para organizar un traslado a Spa o a Montecatini, pero Amos no estaba en condiciones de viajar. Se pasaba el día sentado en un sillón, mirando a través de la ventana, sin pronunciar palabra durante horas. A veces paseaba por la casa en plena noche, o permanecía en la cama hasta bien entrado el mediodía. Ya no tocaba el violín, y ni siquiera se interesaba por los progresos musicales de su hijo. Ithzak había asumido la situación con una madurez encomiable, y encontraba tiempo para continuar sus estudios sin descuidar al enfermo. En cuanto a Hannah, pasaba muchas horas junto a Amos, leyéndole en voz alta o hablándole de cualquier cosa, aunque a veces sólo obtenía del músico una sonrisa triste como recompensa a sus desvelos.
La entrega de mi licencia como soldado estaba prevista para finales de septiembre. El curso en Harvard comenzaba a mediados del mes de octubre, así que tendría los días contados para trasladarme a Estados Unidos a tiempo de empezar las clases. Todavía no estaba claro si Elijah vendría conmigo o si viajaría unos días antes para visitar a sus parientes americanos. Zachary West ya se había ocupado del papeleo y las matrículas, y a finales del mes de mayo recibimos la carta de admisión en la Universidad y el resguardo de reserva de plaza en una residencia de estudiantes en pleno campus. ¿Cómo iba a pensar entonces que la vida se nos podía torcer, que algo más fuerte que nosotros iba a mandar al diablo nuestros planes para el futuro?
Mi mundo, igual que el de otros jóvenes, se derrumbó el 18 de julio de 1936. La misma noche de la sublevación militar pude hablar con los West. Sabía a qué me arriesgaba si algún mando me descubría usando de matute el teléfono de las oficinas, pero reinaba tal descontrol en Capitanía que no tuve problemas para llamar a mis amigos sin que nadie se enterase. Elijah, optimista nato, estaba convencido de que la situación acabaría por reconducirse pero Zachary West, que había pasado todo el día reunido en la embajada de Estados Unidos, tenía otras informaciones.
—Zachary ¿qué va a ocurrir?
No me contestó inmediatamente, pero al final acabó por confirmarme lo que yo estaba temiendo: habría guerra.
Los acontecimientos se precipitaron. Zachary se apresuró a sacar a Elijah del país. Y yo, como miles de chicos de mi edad, tuve que partir al frente. Las primeras semanas transcurrieron como en un sueño: tardé mucho tiempo en asumir que todo aquello iba en serio, que la guerra era real, que había hombres muriendo y matando, y que en cualquier momento yo podía ser uno de ellos, víctima o verdugo, sólo en función de las añagazas de la suerte. Puedo decirte exactamente cuándo desperté de mi estado de estupidez: fue el día en que le volaron la pierna a un compañero, un muchacho leonés muy joven que se había incorporado a nuestro batallón sólo dos días atrás. Aquel chico estaba a mi lado cuándo recibió en la pierna una carga de metralla. No sé cómo, pero de la rodilla para abajo toda la extremidad quedó hecha trizas.
No sabía gran cosa de mi compañero. Creo que ni siquiera había tenido tiempo de aprender su nombre. Pero recuerdo perfectamente sus gritos animales mientras los demás llamábamos al camillero. Y ¿sabes?, creo que no gritaba de dolor. Gritaba de miedo. Ese día, Cecilia, empezó para mí la guerra con mayúsculas. Se trataba de vivir o morir. Y decidí que, pasara lo que pasara, quería estar vivo cuando todo aquello terminase. Habría muchos muertos, pero yo no sería uno de ellos.
Puede decirse que fui un buen soldado. De hecho, se supone que fui un soldado ejemplar: acabé la guerra con el grado de teniente, y eso es mucho para alguien que entró en la contienda como un pobre soldado raso a punto de licenciarse. En el frente aprendí muchas cosas indeseables y una bastante interesante, pues me convertí en un excelente mecánico, y en un avezado conductor de cualquier cosa que tuviera ruedas.
Pero no voy a contarte nada de lo que ocurrió durante aquellos tres años. Al acabar la guerra me prometí a mí mismo que nunca, jamás, hablaría a nadie de lo sucedido en ella. Otros lo han hecho por mí. Sólo te diré que, cuando se firmó la paz, yo no era el mismo chico que el 18 de julio de 1936 había desafiado a unos superiores utilizando un teléfono para hablar con sus amigos. Era un hombre, Cecilia. Un hombre amargado, agotado de la guerra y de sí mismo, que se había hecho adulto a la fuerza y, de paso, se había convertido en un cínico. Me habían herido en un brazo en el último intercambio de disparos de aquellos tres años, cuando ya el enemigo se limitaba a pegar tiros al aire para gastar la munición. Una de aquellas balas fue para mí, que me las había apañado para salir indemne del frente del Ebro. Sentí un golpe pequeño cerca del hombro, y me di cuenta de que me habían dado cuando noté el calor de la sangre que corría por el brazo. Un cirujano patoso me extrajo el plomo de mala manera, y al hacerlo dañó un músculo importante. Así que, además, volví convertido en un lisiado, lo cual acabó siendo una ventaja: el nuevo régimen me premió con una medalla —la de Teniente Caballero Mutilado— y un puesto fijo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. No estaba mal para un chico sólo medio inútil del brazo izquierdo, que por lo demás podía considerarse perfectamente capacitado para seguir adelante con su vida, o más bien con lo que quedaba de ella. Mira, aquí está el retrato del día en que me condecoraron. Sí, el que me da la mano es Franco. El periódico de Ribanova publicó la foto en primera página.
Durante aquellos tres años había pensado muy poco en mi familia, y apenas nada en mis amigos: Zachary West, Elijah, Amos e Ithzak Sezsmann parecían formar parte de un capítulo cerrado. Me escribieron varias veces a mi casa de Ribanova, y mi madre intentó hacerme llegar al frente todas aquellas cartas. Supongo que muchas se perdieron, pero poco me importaba. ¿Qué tenía yo que ver con Elijah, que estaba a punto de graduarse en Harvard, o con el bueno de Ithzak Sezsmann, que me hablaba de su padre enfermo, de sus estudios de música y de su noviazgo con Hannah? Aquellas cartas de mis antiguos camaradas me parecían de un insultante infantilismo. Allí estaba yo, matando a hombres que no conocía y exponiéndome a morir, mientras ellos continuaban instalados en su cómoda existencia burguesa, sin llegar a imaginarse que el mundo puede ser un lugar atroz. Alguna vez me pregunté por qué el destino había elegido mi vida para ponerla del revés, por qué no la de Ithzak o la de Elijah, pero eso fue al principio de la guerra. A medida que el tiempo pasaba, decidí que era preferible dejar de dar vueltas a algunas cosas y concentrarse en la tarea de seguir vivo.
Tras firmarse la paz, pasé unos días en Ribanova, y en el mes de mayo me trasladé a Madrid para incorporarme a mi nuevo destino como oficinista. Aunque el puesto tenía un nombre más largo y pomposo, mi trabajo era el de un vulgar administrativo, muy parecido al que realizaba en Capitanía de La Coruña antes de que empezase la guerra. Ya ves qué final para un muchacho que cuatro años atrás soñaba con licenciarse en una universidad americana y recorrer el mundo junto a sus amigos. Pero aquel chico había desaparecido dejando en su lugar a un adulto prematuro que se pasaba los días escribiendo a máquina con absoluta desgana y haciendo todo lo posible para olvidar a la persona que había sido una vez, cuando el mundo era distinto y parecía estar reservándole un lugar privilegiado.
Desde el final de la guerra, Elijah me había escrito dos o tres veces. Ni siquiera abrí aquellas cartas, que rompí en pedazos para no caer en la tentación de leerlas y dejarme ganar por la nostalgia de unos tiempos que para mí ya no podían volver. Estaba seguro de que en sus misivas Elijah me animaría a recuperar los años perdidos, a trasladarme a Boston para retomar mis estudios, a preparar nuevos viajes. Pero yo no quería recuperar nada: había visto de frente la vida real, lejos del universo idílico de los West y los Sezsmann, y aunque la experiencia no me había gustado, menos me gustaba la idea de volver a meterme en la amable burbuja de mis antiguos amigos. Como mi padre me había dicho tiempo atrás, yo no era Elijah West.
Aunque gracias a mis condecoraciones hubiese podido encontrar acomodo en una residencia militar, preferí alquilar una casa para mí solo. Conseguí una vivienda a buen precio en la zona de la glorieta de Bilbao, y allí me trasladé con unos cuantos muebles de segunda mano que había comprado a un trapero y que, dado su buen estado de conservación, debían de proceder de un expolio a alguna familia acomodada. Desde Ribanova, mi madre se ofreció a enviar todo lo que me hiciese falta. Sólo le pedí mi ropa de civil (para comprobar, con sorpresa, que me quedaba ridículamente pequeña) y un diccionario, pues a veces lo echaba de menos en mi oficina del ministerio. Como suelen hacer las madres, la mía decidió por su cuenta que necesitaba más cosas, y me hizo llegar un enorme baúl donde encontré, además de lo solicitado, mis viejos libros en inglés, un puñado de recuerdos de los viajes por Europa (la torre Eiffel de latón, una maqueta del Coliseo, unos lápices de colores comprados en Varsovia) y mi caja de fotografías. Saqué todas las cosas que necesitaba, y el resto —las fotos, los souvenirs, los libros— permanecieron en el arcón. Confieso que en un principio pensé en tirar todos aquellos trastos que ya consideraba inútiles, pero un pudor difuso me impidió hacerlo. Después de todo, la caja contenía los rescoldos de lo que había sido mi vida, y no era capaz de exponerlos a la curiosidad del primero que los descubriera. Me dije que quemaría todos aquellos cachivaches en cuanto tuviera oportunidad —el fuego arrasa y dignifica al mismo tiempo— y dejé el arcón en uno de los cuartos vacíos de aquella casa enorme, inhóspita y a todas luces desmesurada para alguien que planeaba vivir completamente solo.
Pasaba semanas enteras sin ponerme en contacto con mi familia. Cuando, de mala gana, me decidía a escribir a mi madre, garabateaba en algún papel oficial unas cuantas líneas con la misma emoción que ponía al redactar la correspondencia del ministerio. Ella me contestaba con unas cartas larguísimas que yo leía sólo por encima, y en las que me hablaba de la ciudad, de la familia y de antiguos compañeros de estudios. Unos cuantos habían muerto en la guerra. Otros habían regresado a Ribanova —algunos tras sufrir mutilaciones más o menos aparatosas— para reunirse con sus padres, para casarse con la novia de toda la vida, para darse la oportunidad de reconstruir una existencia aplazada. Supongo que mi madre pretendía hacerme reflexionar poniendo en mi conocimiento historias paralelas a la mía cuyos protagonistas intentaban proporcionarse, a pesar de todo, un final feliz.
Mi hermano Efraín también me escribía de vez en cuando. Sólo tenía quince años, pero, mientras continuaba sus estudios, había empezado a trabajar como fotógrafo e incluso colaboraba frecuentemente con el diario local, que publicaba las fotos tomadas con la cámara que le había regalado Zachary West. Yo nunca le escribía. Me limitaba a enviarle unas palabras de supuesto afecto en las cartas que, muy de tarde en tarde, hacía llegar a mi madre, y me parecía que con eso era más que suficiente. Después de todo, el aprendiz de fotógrafo era casi un completo extraño para mí.
Mi vida en Madrid era gris y tranquila. Llegaba a las nueve a la oficina, comía a las dos y media en un restaurante modesto cuya dueña tenía buenos contactos con los estraperlistas y por las tardes volvía a la oficina a hacer tiempo hasta las seis o las siete, cuando no me quedaba más remedio que regresar a casa. A veces me reunía con mis compañeros para tomar una taza de achicoria (el precio del café lo hacía inasequible para los establecimientos vulgares) y participar en una partida de cartas, pues durante la guerra me había aficionado a los juegos de naipes. Aunque todos habíamos estado en el frente, casi nunca hablábamos de nuestras experiencias allí. En realidad, no hablábamos de nada. Aquellos muchachos de mi edad y yo mismo nos limitábamos a hacernos mutua compañía física para eludir la soledad y toda la colección de imágenes horribles que se nos venían a la cabeza cuando volvíamos a casa y nos quedábamos mano a mano con nuestros recuerdos de la guerra.
En el otoño de 1939 nadie había puesto nombre a lo que nos ocurría. El régimen de Franco había intentado restañar con medallas y pensiones las heridas corporales de sus soldados, pero supongo que a nadie se le ocurrió pensar que las cicatrices más terribles las teníamos por dentro. Harían falta muchos años y otras guerras para que la medicina se decidiese a buscar una nomenclatura para nuestra misantropía, nuestros problemas de insomnio que se alternaban con monstruosas pesadillas en las horas de sueño, nuestras lágrimas a destiempo y nuestra perpetua desorientación. Por mi parte, puedo decir que en aquellos tiempos detestaba la vida, la mía y la de los demás, pues había llegado a la conclusión de que ninguna tenía demasiado valor.
Una tarde, a finales de noviembre, la portera de mi edificio dijo que un caballero había venido a verme.
—Llegó hace dos horas. Quería esperarle en un bar, pero era tan educado y tenía tan buena pinta que le abrí la puerta de su casa.
Renuncié a enfadarme con aquella mujer, a la que había catalogado desde el primer momento como una estúpida sin solución, y subí las escaleras de dos en dos. Cuando entré en mi casa, encontré a Zachary West sentado en una de las butacas de la sala de estar.
—Zachary… Dios, debe de hacer un siglo desde…
Mi antiguo amigo me abrazó con fuerza. Estaba exactamente igual que la última vez que lo viera, como si aquellos tres años largos no hubiesen transcurrido para él. Encendí la estufa de carbón, saqué una botella de coñac barato y dos copas y serví un trago para cada uno.
—Salud —dije, antes de beber el mío de un solo golpe. Zachary me imitó.
«Bueno —añadí tras volver a llenar las copas—, pues esto sí que es una sorpresa. ¿Qué te trae por aquí? Pensé que estabas en América».
Zachary me miró a los ojos.
—Silvio… ¿qué demonios te pasa?
Me encogí de hombros, supongo que para ganar tiempo.
—No sé qué quieres decir.
—Pues que no entiendo tu actitud. Llevas dos años sin enviarnos noticias. Supe de ti gracias a tu madre, que, por cierto, tampoco recibe muchas novedades de tu parte. No contestas al correo, ni has intentado ponerte en contacto con nosotros al regresar del frente…
Detuve el inicio de sermón con un gesto que no dejaba lugar a dudas: no iba a permitir que nadie juzgase mi forma de actuar. Ni siquiera el hombre que había influido en mí más incluso que mi propio padre.
—Zachary, lo siento… pero digamos que en los últimos años he estado muy ocupado matando gente y evitando que me volaran la cabeza. Además, confieso que tampoco tenía gran cosa que contaros.
—No se trata de eso. Lo creas o no, Elijah y yo lo sabíamos todo de ti. Me procuré un seguimiento completo de tu compañía. Felicidades por tu condecoración. Por cierto, ¿qué tal el brazo?
Instintivamente, me llevé la mano a la extremidad malherida.
—Mejor. Ya casi no duele.
—Me alegro. —Encendió un cigarro y me ofreció otro. Luego atemperó el tono, o eso me pareció a mí—. Silvio, lo que no comprendo es que no hayas intentado obtener noticias nuestras en todo este tiempo. ¿No estabas preocupado por nosotros?
—Por favor, Zachary… ¿de qué iba a preocuparme? No creo que los obuses sean capaces de cruzar el océano, y además, las malas noticias vuelan. ¿Ha terminado Elijah sus estudios?
—Sí, es bachiller en Artes. Se acaba de matricular en la Facultad de Arquitectura. Ésta es la foto de su graduación.
Miré aquel retrato con muy poco interés y bastante rencor: aquel muchacho fornido oculto bajo una túnica y un birrete que sostenía ostentosamente un diploma historiado era mi amigo de la infancia. Elijah sonreía a la cámara en un gesto triunfante. El gesto de los que están obteniendo de la vida todo lo que la vida puede darles. El gesto de quienes consideran que merecen cada golpe de fortuna, cada motivo de satisfacción. Elijah, que había conseguido un título mientras yo mataba gente, que se había chapuzado en la vida estudiantil mientras yo cruzaba campos de lama y carreteras embarradas. ¿Qué tenía yo que ver con semejante lechuguino?
—¿No vas a preguntarme por los Sezsmann? —La voz de Zachary West vino a rescatarme de mi absurdo atracón de bilis a la vista de aquella foto. Los Sezsmann… nuestros amigos músicos. Me los imaginaba cómodamente atrincherados en su espléndida mansión de Varsovia, envueltos en las notas de algún violín, haciendo planes para futuros viajes mientras Hannah, convertida ya en una mujer, preparaba su ajuar de novia.
—Supongo que estarán bien.
—Pues supones mal. —Apagó el cigarro contra un cenicero de latón—. Silvio ¿en qué mundo estás viviendo de un tiempo a esta parte?
No quise responder.
—Hitler acaba de invadir Polonia. Y no hace falta ser muy listo para saber que los problemas para los judíos polacos están a punto de comenzar. Llevo un tiempo haciendo gestiones para sacar del país a los Sezsmann y a Hannah Bilak, pero en su último telegrama Ithzak me decía que Amos no puede viajar.
—¿Por qué?
Zachary bajó los ojos.
—Está casi inválido, Silvio. Y hace unos meses que se ha quedado ciego.
Algo se revolvió en mi interior al recordar al Amos Sezsmann que había conocido seis años atrás: aquel hombre soberbio de ojos enormes y manos prodigiosas capaces de hacer hablar a los violines, el viajero audaz, el músico cosmopolita de generosidad desbordante que nos había acogido en su casa aquel verano, en Varsovia, cuando yo pensaba que los cimientos de nuestro mundo estaban perfectamente asentados.
—Lo siento mucho —dije, torpemente—. Pero, Zachary, ¿crees de verdad que van a verse en apuros sólo por ser judíos…?
El antiguo aviador me miró con una ferocidad desconocida. Me di cuenta de que estaba apretando los puños como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano por contenerse para no golpearme.
—Silvio… ¿has dedicado siquiera unos minutos del tiempo que empleas en lamentar tu suerte a enterarte de lo que ocurre con los judíos en la Alemania de Hitler? ¿No? Pues te haré un resumen. Estamos hablando de asesinatos masivos. De deportaciones. De restricciones salvajes destinadas a limitar los movimientos de la comunidad al mínimo imprescindible. Al principio, simplemente, se les impidió trabajar, tener dinero en el banco, alquilar una casa, entrar en un café o usar el transporte público. Pero ahora el gobierno de Hitler quiere eliminarlos a todos. ¿Lo entiendes? Hacer desaparecer a los judíos de la faz de la tierra. Te estoy hablando de planes de exterminio, Silvio…
Yo escuchaba a Zachary West jugando nerviosamente con la bufanda que llevaba al cuello y que ni siquiera me había quitado. No podía creer lo que me estaba contando. O quizá prefería ignorarlo. Bajé la voz.
—Pero los organismos internacionales… no sé, la Cruz Roja…
Zachary menó la cabeza con energía.
—No, Silvio. Al mundo no le interesa ese problema. Te contaré algo. Colaboro… colaboro con una organización que intenta sacar de Alemania a algunos judíos. No hemos tenido mucho éxito, pero a pesar de todo se ha logrado poner a salvo a un centenar de familias. Esta primavera, supongo que con objetivos propagandísticos, el gobierno nazi permitió salir del país a unos cuantos… exactamente 943. Zarparon del puerto de Hamburgo en un barco, el Saint Louis, que estuvo semanas casi a la deriva porque ningún país aceptaba hacerse cargo de los refugiados… ¿Recuerdas a la señora Griessmer?
Edith Griessmer… la imagen de la hermosa madre de Hannah Bilak vino a mi encuentro de la mano de otras memorias de aquel verano en Polonia. Me pareció que podía oler el perfume de sus guantes de piel —una suave esencia de violetas— y escuchar su voz, hablándome en un idioma que no comprendía. Edith Griessmer, con su piel transparente, su acento francés y su sonrisa estelar.
—¿Qué pasa con ella?
—Iba en ese barco. Su marido ario la abandonó hace más de un año y se llevó a los hijos de ambos. Edith trató de huir a Polonia, pero los judíos ya no tenían libertad de movimientos. Casi de milagro pude conseguir que viajara en el Saint Louis…
—¿Y dónde está ahora?
—A punto de llegar a Estados Unidos. Se le permitió entrar en territorio cubano cuando el barco atracó en La Habana. Tuvo suerte, ¿sabes? La mayoría de los pasajeros del Saint Louis tuvieron que regresar a Europa. Dentro de unos meses, muchos de ellos estarán muertos. Y el destino de los judíos polacos promete ser peor. Por eso tenemos que hacer todo lo posible para sacar de Varsovia a los Sezsmann y a Hannah Bilak. Si Amos no estuviera tan enfermo sería más fácil. La huida es dura para todo el mundo, pero él está impedido y es casi un anciano. De todas formas, es un momento perfecto para organizar las salidas porque, a pesar de la famosa organización alemana, en Polonia reina todavía cierto descontrol. Intentaremos que en las próximas semanas algunas familias crucen la frontera. Ya hemos diseñado los trayectos para la huida, pero este tiempo es precioso y no podemos perderlo… Así que tenemos que darnos prisa.
Zachary encendió otro cigarro y se aclaró la voz antes de cambiar el tono para dirigirse a mí. Esta vez me pareció que su acento tenía el deje falsamente casual de un charlatán de feria.
—Estás trabajando en el Ministerio de Asuntos Exteriores, ¿no es así?
—Sí… en oficinas.
—Perfecto. Eso nos será de gran ayuda.
En aquel instante lo comprendí todo.
—Así que por eso has venido… porque crees que puedo serte útil.
Zachary me miró con los ojos muy abiertos mientras el pitillo se consumía entre sus dedos.
—Silvio… no te estoy hablando de mí. Se trata de personas que van a ser asesinadas. Se trata de niños, de mujeres, de Hannah y de Ithzak…
—¿Y qué se supone que puedo hacer yo? ¿Ir a Polonia y traerlos a todos a cuestas?
—No seas estúpido. Tú podrías proporcionarnos pasaportes, visados, qué sé yo. Cualquier cosa que pueda servir como salvoconducto para cruzar una frontera.
—Oye, no sé quién te has creído que soy ni lo que hago en el ministerio. Estoy en una maldita oficina archivando papeles, rellenando instancias y pegando sellos. No he visto un pasaporte desde que perdí el mío. Además ¿de verdad me estás pidiendo que robe documentos oficiales? Te recuerdo que aún soy militar. Podrían fusilarme por hacer una cosa así.
Me di cuenta de que la cabeza me dolía como si estuviese a punto de reventar. No tenía aspirinas en casa. En realidad, supongo que casi nadie tenía aspirinas en el Madrid de 1939. Frente a mí, Zachary West parecía esperar a que yo dijese algo más, pero la verdad es que sólo quería que se marchase de allí con sus historias tenebrosas sobre barcos fantasma y amenazas que quizá existían sólo en la mente de algunos visionarios. Si la situación de los judíos era tan terrible, ¿de verdad el resto de los países hubiesen ignorado su suerte? Y esa tontería del barco, el dichoso Saint Louis… ¿quién iba a creerla, salvo un estúpido? ¿Casi mil almas viajando a la deriva en un barco sin destino? Además, ¿quién había fletado la nave? Y si lo había hecho el gobierno de Hitler, ¿no era eso una muestra de buena voluntad hacia los judíos que deseaban abandonar Alemania? ¿No resultaba incompatible con ese apocalipsis de persecuciones, asesinatos y demás atrocidades del que hablaba mi amigo?
—Zachary… no te ofendas, pero creo que esta historia no es exactamente como me la cuentas. Imagino que ésa es la versión que están dando los judíos, pero me niego a pensar que el gobierno de un país civilizado pueda hacer la vida imposible a un puñado de ciudadanos sólo por cuestiones religiosas. Reconozco que no sigo muy de cerca los sucesos de la política internacional, pero imagino que los judíos alemanes habrán planteado problemas al gobierno de Hitler, y éste habrá tenido que defenderse de ellos. Si los judíos polacos demuestran un poco más de tacto, apuesto a que no tendrán nada de qué preocuparse. No creo que Amos e Ithzak se metan en líos, ni con Hitler ni con nadie. ¡Si ni siquiera les interesaba la política! Estarán en su casa, esperando a que pase la tormenta.
Fue entonces, al decir aquello, cuando me di cuenta de que a Zachary se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—Voy a marcharme. Estoy perdiendo el tiempo contigo, y tengo demasiadas cosas que hacer. Estás enfermo, Silvio. Estoy seguro de que algún día te avergonzarás de lo que acabas de decir. Cuando eso ocurra —me tendió una tarjeta en la que había anotado una dirección— envíame un telegrama. Te estaré esperando, Silvio.
No aguardó a que le acompañara a la puerta. Tomó su sombrero y su caja de cigarros y se marchó. Ya estaba en la escalera cuando me di cuenta de que se había dejado sobre la mesa la foto de Elijah, sonriendo durante su ceremonia de graduación. Mírala. ¿Verdad que se le ve feliz?
Unas semanas después, Inglaterra declaró la guerra a Alemania. Bueno, me dije, ahora se arreglarán las cosas para Ithzak y los demás. La verdad es que no sé si fui tan imbécil como para creer realmente que los problemas de mis amigos habían terminado, o si sólo intentaba tranquilizar mi conciencia pensando que otros se estaban ocupando de prestarles la ayuda que yo les había negado. Qué cinismo, ¿verdad? Hacer cargar con el muerto a Churchill, y a partir del 42, a Roosevelt o al mismo general Eisenhower. Después de todo, poner el mundo en orden era cosa suya. Yo me pasé más de cinco años —los mismos que duró la guerra— sacando punta a los lápices, escribiendo cartas insulsas y, esencialmente, vegetando diecisiete horas al día. También escalé posiciones en el ministerio: mis estudios de bachiller y, sobre todo, mi dominio del inglés, acabaron resultándome de gran ayuda. Se me asignó un despacho oficial y un asistente, y si lo solicitaba con antelación, incluso podía disponer de chófer. No hace falta que te diga que mi cambio de estatus me traía sin cuidado. Seguía viviendo en la misma casa, comiendo en el mismo restaurante, y teniendo pocas relaciones y ningún amigo.
Supongo que te preguntarás si, en esos años, recibí noticias de la política de exterminio aplicada por Hitler sobre los judíos de los países ocupados. La respuesta, Cecilia, es no. Puedo jurártelo. Mi postura frente al problema había sido la de un completo miserable, pero en el fondo no resultó muy diferente a la actitud de la comunidad internacional. Yo ignoré los datos que me proporcionaba Zachary West. El mundo, las señales de alarma lanzadas por miembros de la resistencia, por judíos que habían logrado librarse de los traslados a los campos de la muerte. Yo rechacé la oportunidad de salvar un puñado de vidas. Nuestra mal llamada civilización occidental no quiso poner obstáculos al exterminio de siete millones de seres humanos. En ese aspecto, me siento vergonzosamente empatado con el mundo, que fue, en lo que respecta al holocausto, ciego, sordo y mudo.
No pienses que estoy buscando una justificación para lo que hice. Nunca, jamás, he dejado de reprocharme el haber dejado escapar la ocasión más fabulosa que me ha brindado la suerte. Pude contribuir a salvar la vida de algunas personas, y no quise hacerlo. He vivido sesenta años con el peso de esa culpa, y, lo creas o no, se vendrá a la tumba conmigo. Muchas veces, antes de dormir, intento imaginar los rostros de aquellos desconocidos a los que dejé morir. Veo a jóvenes, a mujeres, a niños, a ancianos, a hombres condenados al infierno que quizá hubieran podido cambiar su destino sólo con que yo me hubiese arriesgado a robar para ellos un miserable pedazo de papel. Nunca sabré los nombres de los que empujé al abismo, pero han vivido conmigo, Cecilia. Están en mis sueños y en mis pesadillas, y me señalan con el dedo. Quizá el mundo pueda perdonarse el haber mirado hacia otra parte mientras funcionaban los crematorios de Auschwitz, de Treblinka, de Dachau, de Bergen-Belsen. Los organismos internacionales intentaron reparar su error ayudando a los judíos a recomponerse como pueblo, y así, de alguna forma, creyeron que sus culpas quedaban expiadas. Pero uno no puede purgar una culpa como la mía, igual que no se puede pedir perdón a un fantasma.
Las primeras noticias sobre los campos de concentración llegaron a España poco después de finalizada la guerra, y nunca de forma oficial. Los relatos de las atrocidades nazis circulaban de forma esporádica y difusa, transmitidos de boca en boca, y yo prefería pensar que aquellas historias terribles habían pasado por tantas manos que habían ido creciendo en intensidad y crudeza hasta perder todo viso de realismo. Como muchos otros, no quería creer que el horror hubiese estado a tan pocos kilómetros de distancia, y que todos —empezando por mí mismo— hubiésemos consentido su existencia.
Más de una vez sentí el impulso de ponerme en contacto con Zachary West para contrastar con él las informaciones que iba recibiendo y, sobre todo, para obtener noticias de Hannah, de Ithzak y de Amos Sezsmann. Me contaron que tras la ocupación los alemanes habían confinado a todos los judíos de Varsovia en un solo barrio de la ciudad, y que los que no murieron allí víctimas del hambre y del frío lo habían hecho en los campos de trabajo. ¿Es posible que mis amigos hubiesen acabado así? Quería pensar que no, que Zachary West habría utilizado sus contactos para hacerles salir de Polonia. Sí, a buen seguro los Sezsmann se encontraban ahora en algún lugar pacífico de la Suiza neutral. Ithzak y Hannah se habrían casado, y él sería ya director de una orquesta filarmónica cuya actividad se multiplicaría con la llegada de la paz. Amos estaría muy recuperado de sus dolencias. Quizá mis amigos le habrían hecho abuelo, un abuelo capaz de tocar el violín incluso privado de la visión. En cuanto a Elijah, ¿qué habría pasado con él? Posiblemente sería arquitecto. Estaría en América, levantando edificios altísimos de acero y cristal. Eso me repetía para poner a salvo mi mala conciencia. En el fondo, me aterraba la posibilidad de que mis amigos polacos hubiesen sido asesinados por los nazis, de que Elijah se hubiera alistado y hallado la muerte en algún campo de batalla en Europa, y de que yo hubiera seguido viviendo ignorante de la desaparición de todos ellos. Sólo la vergüenza y el profundo desprecio que empezaba a sentir por mí mismo me impedían buscar la tarjeta entregada por Zachary West para demandarle, de rodillas si era preciso, noticias sobre Ithzak, sobre Hannah, sobre Elijah, sobre Amos. Sobre aquellos que, en definitiva, habían sido en otro tiempo los pilares básicos de mi vida.
El destino fue generoso conmigo, y me dio una segunda oportunidad que no estaba seguro de merecer. Una tarde, a finales de julio, mientras Madrid se derretía a cuarenta grados, el correo me trajo una carta de mis padres. La abrí enseguida. Llevaba dos o tres meses intentando recomponer mi relación con ellos, y les escribía de vez en cuando interesándome por sus vidas y por la de Efraín, que a sus veinte años había empezado a trabajar como fotógrafo para una agencia internacional de noticias. En su carta, mis padres me decían que un hombre había estado en Ribanova preguntando por mí. Le habían facilitado mis datos y la dirección de mi oficina del ministerio, aunque ahora no estaban seguros de haber hecho bien proporcionando tanta información a un desconocido. «Ni siquiera nos dio su nombre. Creemos que era catalán, pero no te lo podemos asegurar. Nos dijo que iría a verte, que tenía cosas importantes de las que hablar contigo. ¿No te parece que es muy raro? No debimos haberle dado tus señas, pero era un hombre muy correcto y parecía enfermo… y nos insistió mucho en que debía encontrarte».
La carta de mis padres me dejó intrigado. Por fortuna, la visita misteriosa de la que me hablaban no se demoró: un día después, mi asistente en el ministerio me informó de que un hombre había venido a verme.
—No tiene cita, mi teniente… dice que no le importa esperar. Se llama Ignacio Font.
No tuve ninguna duda de que se trataba del hombre que había estado en Ribanova preguntando por mí.
—Ah, sí, viene de parte de unos amigos. —No sé por qué mentí—. Hágale pasar.
Ignacio Font entró en mi despacho. Como me habían advertido, parecía un enfermo. Tenía los ojos hundidos en las cuencas, la piel del color de la parafina, el cabello como los tiñosos y un esqueleto que amenazaba con quebrarse a cada paso. Me miró con la desconfianza con que miran los animales cuyo dueño los ha molido a palos.
—¿Es usted Silvio Rendón? —Tenía la voz sibilante que cabía esperar por su aspecto.
—Sí… mis padres me dijeron que alguien vendría… siéntese, por favor.
Pero el recién llegado negó con la cabeza.
—Aquí no. Éste no es buen sitio.
No estaba preparado para una respuesta así. Él bajó la voz, que adquirió una consistencia de ultratumba.
—No quiero hablar de esto en un despacho… verá… ¿Recuerda usted a Ithzak Sezsmann?
Noté cómo toda la sangre del cuerpo se me bajaba a los pies. La boca se me secó de golpe.
—Hay un café en la esquina —dije—. Podemos hablar allí.
Hicimos el camino en silencio, Ignacio Font con la mirada perdida en alguna parte, yo aterrado y seguro de que las noticias que traía no eran buenas. Ahora no sé cómo fui capaz de resistir la inquietud durante aquellos dos minutos que me separaban de la verdad, cómo no agarré a aquel despojo de hombre por las solapas para exigirle que me contase de inmediato todo lo que sabía acerca de mi amigo. Ahora creo que sólo estaba dilatando mi enfrentamiento con una historia que suponía terrible. Quería saber, pero me daba miedo lo que Font iba a contarme.
A las cinco de la tarde el café estaba lleno de gente, pero la mayor parte de la parroquia pasaba las horas sin pedir más que un vaso de gaseosa, a veces ni eso. Muchos fumaban cigarros de manzanilla, aunque todos sabíamos que el limpiabotas vendía tabaco americano de contrabando, además de entradas para los toros y medias de cristal, que costaban una pequeña fortuna. Antes de sentarnos compré una cajetilla de Marlboro. Ignacio Font encendió uno y aspiró el humo como si pretendiera hacerlo llegar al último rincón de los pulmones.
—Dígame lo que sabe.
—Mire… es que es muy complicado. Me voy a liar. Son muchas cosas las que tengo que contarle. Lo mismo empiezo por el final, o me pierdo a la mitad… y además, llevo tanto tiempo sin hablar español…
Aquella introducción me puso nervioso y la corté por lo sano.
—¿Dónde está Ithzak Sezsmann?
Me contestó inmediatamente, como si en el fondo quisiera librase de un peso insoportable.
—Lo siento, señor. Su amigo murió en abril del 44 en el campo de concentración de Mauthausen.
Y después, para hacer infinita mi consternación, aquel hombre me contó su historia y juntos reconstruimos lo que debieron de ser los últimos días en la vida de Ithzak Sezsmann.
Ignacio Font era un catalán de Tarragona que había salido de España al finalizar la guerra. No hizo falta que me dijera que había combatido en el 36 con el ejército republicano, y que era uno de tantos exiliados a la fuerza. Vivía en Francia cuando, al iniciarse la guerra, entró a formar parte de la Compañía de Trabajadores Extranjeros del Ejército Francés. En principio, todo fueron ventajas. Había trabajado en una barbería, y su habilidad con la brocha y la navaja le tenían convenientemente alejado de la primera línea de fuego como peluquero de la tropa. En mayo de 1940, cuando estaban cerca de Amiens, su compañía fue capturada por los nazis. Unos meses después les trasladaron al campo de Mauthausen.
Situado cerca del Danubio, Mauthausen pretendía ser un campo de trabajo, pero pronto se convirtió en un centro de exterminio. La vida circulaba en torno a una cantera de granito y la terrible escalera de 189 peldaños que los presos debían subir llevando a sus espaldas enormes bloques de piedra. Sobrevivir era difícil. Escapar, completamente imposible. Ithzak había llegado al campo en la primavera de 1944. Ignacio Font me dijo que nada más verle supo que no duraría mucho allí. En aquellos días era fácil intuir quiénes estaban preparados para aguantar la vida en el infierno y quiénes tenían ya un pie en el otro barrio. Normalmente, los prisioneros llegaban a Mauthausen en trenes de ganado, pero Sezsmann llegó con un pequeño grupo.
—Supongo que los atraparon en los alrededores del campo, pero nunca entendí por qué no los habían matado cuando los cogieron. Era algo que había que aprender para sobrevivir en Mauthausen: que uno no podía intentar comprender el comportamiento de los alemanes. El caso es que a su amigo y a los otros los trajeron un buen día, atados entre sí, y cuando pensábamos que iban a pegarles un tiro, me los mandaron para que les rapase al cero, como al resto de los presos. Todos estaban muy asustados. Todos menos Ithzak. Por eso me fijé en él, porque era distinto. No pudimos hablar mucho, claro, pero cuando supo que yo era español se le cambió la cara y me dijo que tenía que hablar conmigo. Le advertí que no era el mejor momento, porque los guardias estaban esperando para llevárselos al barracón, pero que le buscaría en cuanto tuviese oportunidad. Le deseé buena suerte, como hacía con todos, aunque no sé por qué a él se lo dije con más sentimiento.
Ignacio pudo encontrarse con Ithzak en otras dos ocasiones. Incluso le consiguió algo de comida —«mantequilla y unos panecillos llenos de serrín que entonces nos sabían a gloria»— y un par de calcetines de lana. Font sabía que aquel chico no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. Estaba en los huesos, y además era judío. Los judíos vivían muy poco tiempo en Mauthausen. De todos los que entraron con él, Ithzak fue el último en morir. Aguantó cinco semanas. Un día, Font le buscó en el barracón, pero ya no estaba. Alguien le contó que aquella misma mañana se había desplomado en la cantera, y que posiblemente ya estaba muerto cuando el kapo empezó a golpearle con el látigo para que volviese al trabajo. Le habían llevado al crematorio. En ninguna parte de Mauthausen había tanta actividad como en los hornos.
—No tuve mucho tiempo para hablar con su amigo. Si los guardias te sorprendían de cháchara, podían matarte de una paliza. Me dijo que era polaco…
—Vivía en Varsovia…
—Entonces debía de venir del gueto. La vida allí era terrible, ¿sabe usted? Los boches metieron en un barrio a todos los judíos de la ciudad. No había comida, las casas eran estercoleros y la gente se moría de hambre en plena calle. De vez en cuando, llegaban los nazis, mataban a los viejos y a los inútiles y se llevaban a un montón de personas a los campos de trabajo. Los cargaban como si fueran bestias en vagones de tren, y hacían el viaje de pie, sin comer ni beber, helándose en invierno y asfixiados en verano. Cuando abrían los furgones, algunos estaban muertos. ¿Tenía familia su amigo?
—Su novia salió del país poco después de la invasión alemana. Su padre estaba muy enfermo, tal vez habría muerto.
Ignacio Font dijo entonces que en el gueto los enfermos tenían los días contados. Si Ithzak había sobrevivido allí durante dos años, eso quería decir que no había tenido que cuidar de nadie más que de sí mismo. Era la única forma de resistir y, por supuesto, de eludir las deportaciones periódicas.
—Lo mismo que en el campo. O te ocupabas de ti, o estabas listo. Aquel chico, Sezsmann, me habló de usted y de otro amigo americano, y de una novia que tenía, y me pidió que les encontrase cuando saliera de Mauthausen. Quería que yo les dijese que había estado con él, y también que había muerto. Intenté animarle, tranquilo, hombre, no te vas a morir, pero él no era idiota y sabía que le quedaba poco tiempo, eso fue lo que me dijo. Me dio la impresión de que estaba muy al tanto del funcionamiento de los campos. Los alemanes solían informar del fallecimiento de algunos de los prisioneros, pero no si eran judíos. A ésos los llevaban al horno, y se acabó. Sezsmann no quería que sus amigos y su novia le siguiesen buscando al acabar la guerra. Yo le juré que daría con usted aunque estuviese debajo de una piedra. Apunté el nombre de Ithzak, y también el suyo, y el de su ciudad, Ribanova, él lo pronunciaba muy gracioso, Gaifanofa, me decía, y me lo tuvo que deletrear porque no me enteraba. Recuerdo que nos reímos los dos. Y le aseguro que reírse en el campo era muy difícil. Eso pasó tres días antes de que se muriese. Yo creo que fue agotamiento, ¿sabe? Muchos morían así. Caían al suelo como sacos de patatas y ya no se levantaban. Simplemente, no podían más. Le voy a decir una cosa… no conocí mucho a su amigo pero había algo en él… no sé… mire que vi pasar gente por el campo, pero a pesar de que estaba hecho fosfatina, aquel chico tenía algo distinto…
—Era músico —dije yo, no sé si para ayudarme a tragar las lágrimas o como si ese detalle pudiese explicar el hecho de que mi amigo fuese un ser diferente.
—Eso no me lo dijo. Claro que en Mauthausen nadie se acordaba de esas cosas. ¿De qué iba a servirle a uno la música en un lugar así? Pero parecía un chico estupendo. Y no estaba asustado. Allí, todo el mundo tenía miedo. De los alemanes, del frío, de los golpes, de morir. Él no. Ojalá yo hubiese sido la mitad de valiente que aquel chaval.
El campo de Mauthausen había sido liberado por los americanos el 5 de mayo, sólo unos días antes de la capitulación alemana. Parte de los supervivientes fueron trasladados a Francia, donde la Cruz Roja se ocupó de ellos.
—No sabía si iba a poder volver a España —bajó la voz y miró en torno suyo antes de seguir—: Por cosa de ideas, ¿me entiende? Pero el alcalde de mi pueblo es primo de un obispo, y el hombre pidió por mí. Ya ve lo que es tener a los curas de parte de uno: pude regresar a casa sin pasar por la cárcel. Tuve suerte, ¿verdad? Primero me salvo de los alemanes y después del exilio. Lo dicho, que a pesar de todo no me puedo quejar.
—¿Dónde vive ahora?
—En Barcelona, con mi hermana. Mi cuñado va a darme trabajo en un taller de confección para que pueda ir tirando. Pero yo le dije que, antes de nada, tenía que encontrarle a usted. Se lo había jurado a ese amigo suyo. Por eso fui a Ribanova. Pensé que vivía allí. Sus padres me dieron las señas de su oficina en Madrid, y aquí estoy, cumpliendo.
Nunca en mi vida experimenté un sentimiento de gratitud tan grande hacia nadie, menos aún hacia un desconocido. Hubiera querido hacer cualquier cosa por aquel hombre que, enfermo y solo, había cruzado el país para traerme una noticia terrible que no podía seguir ignorando. Le propuse a Ignacio Font que se quedase a dormir en mi casa, pero dijo que ya había pagado la pensión, y que por la mañana cogía el primer tren a Barcelona. Pensé en darle dinero, pero estoy seguro de que lo habría considerado como una ofensa. Sólo aceptó que le invitase a cenar.
Escogí un restaurante caro y conseguí que pusiesen la mesa en un salón reservado para que Ignacio pudiese hablar a sus anchas. Pedí vino, gambas y solomillo. Font me dijo que todavía no era capaz de evitar que le temblasen las manos cuando veía mucha comida junta.
—Estuve pasando hambre durante cuatro años. Cuando entraron los americanos y nos dieron comida, me salvé por los pelos de morir de un atracón. Fue gracias a otro español que era médico y me dijo que comiese despacio, que no tenía el estómago acostumbrado y me podía dar un mal. Otros no hicieron caso y se pusieron tibios de chocolate y galletas y de trozos de carne en conserva. Más de uno se murió allí mismo, que ya es mala suerte: tanto tiempo a pan y agua para acabar así, reventado.
Aquella noche, Ignacio Font me hizo un retrato deslavazado y espantosamente real de la vida en Mauthausen. Me habló de la selección de prisioneros, hecha nada más llegar, cuando los más débiles eran enviados directamente a las cámaras de gas, y de allí a los hornos crematorios. Me habló de las raciones miserables de comida, del frío y las caminatas bajo la nieve, de las palizas, de las torturas. Me habló del mal llamado dispensario, que era en realidad un gabinete del horror donde un grupo de supuestos médicos sometía a los internos a los más descabellados experimentos con pretensiones científicas.
—Allí había de todo. A uno le inyectaron gasolina en el corazón. A otro lo operaron anestesiándole antes con un golpe en la cabeza. Contado así, hasta parece de risa.
Los internos de Mauthausen trabajaban en la cantera de granito, donde cumplían jornadas de catorce o dieciséis horas, «en invierno algo menos, pero porque había poca luz y no se veía un pijo». También me explicó que él, gracias a su experiencia como barbero, había conseguido eludir los trabajos más duros del campo.
—Sólo estuve un mes y medio en la cantera. Luego me pusieron a rapar a los que llegaban. Los pelaba completamente, ¿sabe? Quedaban como recién nacidos. Recuerdo a un chico holandés, muy educado, con pinta de estudiante, que se echó a llorar cuando le acerqué la navaja a los huevos. Pobre chaval. Murió en quince días. Comparándome con los demás, lo mío era gloria bendita. Tenía más comida y hacía lo que mejor se me daba, porque además de dejar pelados a los presos, también me encargaron afeitar y cortar el pelo a los alemanes. Por un lado estaba bien, ¿sabe? En los barracones de los oficiales siempre hacía calor, y daba gusto entrar. Pero también iba acojonado. Porque con ésos podía pasar cualquier cosa. A otro barbero lo mataron de un tiro porque había hecho un corte en la mejilla a un capitán. Menos mal que tengo buen pulso y nunca me ocurrió nada. Conmigo estaban contentos, y a veces me daban cigarros, mermelada o embutidos. Una tarde me ofrecieron chocolate. Se morían de risa, los cabrones, al verme chupándolo con los ojos cerrados, para que durara más. Qué vergüenza me da cada vez que me acuerdo de cómo agradecía sus regalos de mierda, bajando la cabeza igual que un perro. Lo peor es que sé que estoy vivo gracias a aquellos trozos de salchicha y los pedazos de pan que me daban los nazis. Aunque también me llevé lo mío, no se crea. Hubo un oficial que me molió a palos porque había utilizado con un guardia una navaja que sólo debía usar para afeitarle a él. Lo malo es que si me hubiese negado a coger aquella navaja tan bien afilada, los golpes me los hubiera dado el otro. Allí te podía caer el mundo encima cuando menos te lo pensabas. Querías hacer las cosas bien, pero las reglas cambiaban de un día para otro, y por mucho que lo intentases, siempre acababas metiendo la pata.
Ignacio me habló también del código de colores de los prisioneros —un triángulo amarillo para los judíos, verde para los delincuentes, rojo para los presos políticos…—. Él lucía el triángulo azul destinado a los apátridas.
—Pero usted es español.
—Como si no. Además, me daba lo mismo. Pues sí que hicieron mucho mis paisanos para sacarnos de allí… bueno, esto dicho en confianza… Le estoy hablando como a un amigo, usted ya me entiende.
A pesar de lo terrible de su narración, Ignacio parecía contento durante la cena, y pidió permiso para repetir el postre. Luego, mientras tomábamos café y nos fumábamos un puro, hablamos de su nuevo trabajo en la fábrica de confección. Su cuñado le había propuesto montar una peluquería en un pequeño local contiguo al taller textil, pero Font se había negado.
—Lo que es yo, no vuelvo a afeitar más barbas que las mías. Bastante tuve con estos cuatro años trasquilando alemanes y pelando a desgraciados antes de que los matasen.
Quería encontrar una novia —«antes tendré que engordar un poco, quién me va a querer ahora que parezco un tuberculoso»—, casarse, tener hijos y, con el tiempo, comprarse una casa en su pueblo para acabar viviendo allí. Comparé a aquel hombre conmigo. Éramos de la misma edad, y el infierno pasado por él en el campo de exterminio dejaba pequeño a mi purgatorio en el frente del Ebro. En realidad, mis días en la guerra empezaban a parecerme unas vacaciones pagadas al lado de lo vivido por Ignacio Font y otros internos de Mauthausen. Sin embargo, a pesar de su pésimo aspecto, de sus ojos vidriosos y su piel de tísico, él tenía una fuerza que a mí me faltaba y que venía, estoy seguro, de la tranquilidad de su conciencia. Estábamos a punto de despedirnos cuando le pregunté cómo había conseguido sobrevivir cuatro años en aquellas condiciones, y frunció un poco el ceño, como si tuviese que pensarse la respuesta.
—Ya le dije que tuve suerte. Y además había otra cosa… un día, uno de los guardias nos dijo que nadie se iba a enterar de lo que pasaba en Mauthausen porque ninguno de nosotros iba a salir vivo para contarlo. Así que cuando me pegaban, cuando tenía hambre, cuando pasaba las noches muerto de frío, me decía a mí mismo, esto se lo voy a contar yo a todo el mundo, se va a enterar la gente de lo que han hecho estos hijos de puta. Y fui aguantando. Pensé que no iba a ser capaz, pero ya ve. Uno nunca sabe. Nunca sabe.
Al día siguiente acompañé a Ignacio a la estación. Le di una tarjeta con mi nombre y mi cargo en el ministerio, y le pedí que no dudara en llamarme si él o su familia tenían algún problema. Dijo que me tomaba la palabra: «los amigos, hasta en las puertas del infierno».
Nos dimos un abrazo de despedida. Luego esperé hasta ver partir el tren que se llevaba al hombre que había hecho más de mil kilómetros para cumplir la palabra dada a un desconocido. Al hombre cuya visita iba a cambiar otra vez el curso de mi vida. Aquella mañana llegué tarde al ministerio. Estuve paseando por Madrid acompañado del recuerdo de Ithzak Sezsmann, espantado todavía por la noticia de su muerte y más aún por las circunstancias atroces que la habían rodeado. Nuestro Ithzak, que estaba destinado a convertirse en director de orquesta, a recibir aplausos, a fundar una familia de la mano de Hannah Bilak, a recorrer el mundo con su esposa y su música. Nuestro Ithzak, del que siempre pensé que era un elegido de la suerte. Ithzak Sezsmann, mi amigo, mi hermano, al que había jugado a ignorar durante tanto tiempo, luchaba por seguir vivo mientras yo empleaba las horas en destilar una amargura inútil que se había vuelto contra mí mismo, convirtiendo los últimos seis años de mi vida en un bochornoso erial. Cuando llegué a mi oficina, pasadas ya las doce del mediodía, lo primero que hice fue redactar un telegrama para Zachary West: «Ya estoy avergonzado. Si no es demasiado tarde, necesito verte».