El dolor es una estación de paso. Un lugar de tránsito donde a veces no queda más remedio que detenerse antes de seguir viaje. Ojalá hubiese podido renunciar a ese apeadero, pero no fue posible. El dolor no invita. Aparece, sin más, y entonces no queda otra opción que hacer un alto en el camino y enfrentarse a la certeza de que nada podrá ser igual, que el resto del viaje se ha visto alterado por esa parada intempestiva, por esa parada indeseable, por esa parada que ha tocado en suerte. Qué ironía, llamar suerte al roce mezquino de la desgracia, al contacto íntimo con la aflicción. Qué estúpido resulta llamar suerte a la desventura.
El dolor elige con los ojos cerrados a quien le corresponde interrumpir la marcha y conocer un territorio incógnito regido por reglas distintas, por normas particulares, donde nada de lo que sabemos sobre la vida nos resulta de provecho. Existen muchos lugares comunes que en principio deberían ser de ayuda para orientarnos en el dolor, y, sobre todo, para salir de él. Pero ni las frases hechas, ni los buenos consejos, ni las recomendaciones resultan demasiado útiles. Ni siquiera la colaboración de quienes ya han estado allí, al otro lado de la frontera. Frente al dolor, en el dolor, uno siempre se encuentra solo.
Hasta que murió mi madre, era consciente de que mi experiencia con el dolor había sido tibia y limitada. No es que no hubiese perdido a personas a las que amaba, pero entonces siempre había alguien que quería a esas personas más que yo, de forma que —digámoslo así— viví el dolor en la segunda fila, experimentándolo desde una envidiable periferia. Qué fácil es, en esa posición, prodigar consejos, repartir consuelo, secar lágrimas e infundir ánimo. Qué sencillo resulta manejar el dolor cuando no es enteramente propio, cuando es otro el que arrastra la carga más pesada. Yo había dicho demasiadas veces «tienes que superarlo», «te queda mucha vida por delante», «él hubiera querido que no te hundieras», mientras apretaba una mano, acariciaba una mejilla húmeda de llanto o ponía toda la fuerza en un abrazo que trataba de ser reconfortante. Pero luego, cuando me alejaba de aquel que sufría tras perder a un padre, a una madre, a un hermano o a un cónyuge, íntimamente me reconocía incapaz de abarcar la tremenda carga de pesadumbre que se estaba abatiendo sobre los mismos hombros que había estrechado. Siempre intuí que el dolor tiene una cierta consistencia física. Por eso me sorprendía que aquellas personas fuesen capaces de sostenerse bajo un peso que suponía intolerable.
Me imagino que por eso, cuando mi madre se puso enferma, fue pánico lo primero que sentí. Miedo puro al entender que se avecinaba un encuentro con el dolor en mayúsculas, con una forma de dolor desconocida. ¿Qué tamaño tendría ese dolor? ¿A qué sabría, a qué olería? ¿Me dejaría dormir? ¿Me dejaría respirar? ¿Sería posible hacer alguna otra cosa al margen de sentir dolor? ¿Es factible caminar, comer, vestirse, mantenerse en pie con el alma partida en dos? ¿Puede soportarse ese dolor sin reventar por dentro, sin dejarse caer de bruces sobre el suelo, sin gritar? ¿Sería yo capaz de tolerar el dolor? Y mientras esperaba la respuesta a esas preguntas me consumía de miedo, de un miedo irracional que me cortaba el aliento. Aquello duró muy poco. No tardé en darme cuenta de que si quería servir de ayuda a las personas que amaba, tenía que aparcar ese pánico, colocarlo en segunda, en última posición. Así lo hice: puse mi miedo en el mismo lugar que otras muchas cosas que habían dejado de tener importancia. La necesidad de ayudar a mi madre lo ocupó todo. Así vencí mi miedo. Y supe entonces que, a mi manera, también podría resistir el dolor sin venirme abajo.
Fue lo primero que aprendí al morir mi madre: que la fortaleza del alma humana no conoce límites. Que estamos hechos para aguantar absolutamente cualquier cosa. Sí, ya sé que existen casos de personas que se han trastornado después de sufrir una tragedia, pero esos ejemplos son la excepción y no la regla. El instinto de supervivencia y el afán por conservar la cordura son, en muchos casos, muy superiores al propio sufrimiento. Por eso el dolor casi nunca nos mata, ni nos vuelve locos. Nos mutila por dentro, eso sí, pero ¿es que no puede uno vivir lisiado?
El dolor es parte de un largo proceso de crecimiento al que casi todo el mundo debe enfrentarse en alguna ocasión. Supongo que son pocos los que saben hacerlo de la forma correcta. Recuerdo que, siendo yo una niña, una mujer llegó a mi barrio y abrió junto al mercado de abastos un bazar de útiles domésticos. Vendía cafeteras, baterías de acero inoxidable, tostadoras de pan y artilugios de cocina. Aquella mujer tenía poco más de treinta años, vestía de negro y siempre estaba triste. Un día, mi madre supo su historia y nos la contó, supongo que para que no juzgásemos mal su sempiterno gesto de amargura. El marido de la dueña del bazar había muerto seis meses antes. Sólo unas semanas después, su hijo pequeño sufrió una meningitis fulminante y murió también. Viuda y con otro niño, la mujer había abierto el negocio para ganarse la vida. Se me encogió el corazón al escuchar aquel relato, y empecé a observarla con una piedad infinita cada vez que pasaba por delante de la tienda. Allí estaba ella, entre espumaderas, batidoras y sartenes antiadherentes, siempre haciendo algo, colocando cajas, ordenando el mostrador, tejiendo… No sé qué me desconcertaba más: si el despliegue de energía de aquella mujer o el que conservase, a pesar de su eterna tristeza, una completa serenidad. Nunca la vimos llorando. A veces se le perdía la mirada o contraía el gesto, y supongo que era entonces cuando redoblaba su actividad, llevaba las cajas vacías al almacén, colocaba las piezas de menaje, quitaba el polvo de los estantes, recomponía el escaparate o retomaba una labor de punto que siempre llevaba consigo. Yo no entendía el porqué de tanto ajetreo. Era una niña, y no imaginaba que la entrega al trabajo pudiese ser una forma de dar esquinazo momentáneo a la desesperación.
A veces, por la noche, le rezaba a Dios para pedir que aquel negocio fuese viento en popa, y se me aligeraba un poco el espíritu cuando a través del escaparate descubría a alguien adquiriendo una sandwichera, unas tazas de desayuno o una cubertería. Yo misma compré en el bazar un juego de café bastante feo con el propósito de colaborar en la prosperidad de aquella pequeña empresa, que pertenecía a la más desdichada de todas las personas con las que tenía contacto.
Una tarde vi a aquella mujer después de cerrar la tienda. Llevaba un abrigo negro y una bufanda del mismo color alrededor del cuello. Me saludó con la sonrisa triste de siempre, y luego se subió en una bicicleta. Entonces, en Lugo, nadie iba en bicicleta por el casco urbano. Ella usaba la suya para desplazarse, quizá porque no podía permitirse el comprar un coche. Y aquella tarde, tras verla pedalear con energía, con los músculos tensos y el rostro todavía joven desafiando al frío del invierno, supe que estaba ante alguien excepcionalmente valiente, que a pesar de su congoja quería salir adelante, que era capaz de encarar su desgracia y seguir viviendo. Esa mujer nunca lo supo, pero con los años se convirtió para mí en un referente moral. Me dije siempre que, al llegar la hora del dolor, querría estar hecha del mismo material que ella.
Yo no soy como aquella joven madre que montaba en bicicleta con el abrigo negro y el alma golpeada por una desgracia que, sería injusto no reconocerlo, era mucho mayor que la que me ha tocado en suerte. Pero, aunque hace mucho que no pienso en ella —y sin embargo ahora vuelvo a verla con una inexplicable nitidez— supongo que debería recordar su valor para convencerme de que, quizá, yo también puedo ser valiente.
El dolor nos quita muchas cosas, y a cambio nos deja otras. En estos meses me he negado a aceptar que el dolor nos hace crecer, que nos vuelve más sabios e, incluso, un poco más buenos. Que nos descubre facetas que ignorábamos sobre nosotros mismos y también sobre los demás. Por eso es necesario aprovecharse del dolor, exprimirlo hasta el fondo, exigirle una cuota de aprendizaje a cambio de todo aquello de lo que nos ha privado. He escuchado mil veces que la desgracia hace aflorar lo más bajo del ser humano. Yo no puedo estar de acuerdo. Al menos, en mi caso no fue así. La enfermedad de mi madre, su muerte, me mostraron una nueva dimensión del mundo y de las personas, y puedo jurar que nada ni nadie resultó ser peor de lo que parecía. Más bien al contrario. Lo que ocurre es que, en un principio, no me tomé el trabajo de pensar en ello. La pesadumbre llenaba hasta los rincones más pequeños de mi inteligencia, de mis sentidos, de mi capacidad de análisis. Era incapaz de ver más allá de la pena inmensa que sentía, de experimentar algo que no fuese un pesar profundísimo. Incapaz de buscar, entre los restos del naufragio, los útiles indispensables para seguir adelante, como un moderno Robinson.
En el colegio, siendo yo muy pequeña, una profesora nos explicó que, tras el desbordamiento de un río, en sus márgenes se forman las llamadas tierras de aluvión, que son de una fertilidad extrema. Cuando en el pasado las crecidas fluviales arrasaban poblados enteros, los campesinos sabían aprovechar aquellas tierras nacidas del desastre, que eran generosas y devolvían en forma de cosecha una buena parte de lo que el agua se había llevado. Ahora que admito lo mal que lo he hecho durante todos estos meses, me he propuesto explorar el dolor, que después de haber arrasado una parte de las vidas de todos los míos ha debido de dejar entre los escombros algunas cosas que debería conservar y que podrían servirme de ayuda para continuar con mi vida. Es algo que me debo a mí misma. Y, sobre todo, algo que le debo a mi madre.
Recuerdo algo que sucedió la misma mañana en que ella murió. Ya he contado cómo transcurrieron aquellas horas demenciales en casa de mi hermana, cómo aquel lugar se llenó de pena, de desesperanza y de angustia. Durante mucho tiempo recordé sólo eso: el golpe demoledor de la pérdida. No dediqué ni un segundo a pensar en otros acontecimientos que también tuvieron lugar allí y que disputaron un pequeño espacio al desconsuelo que se había enseñoreado de todo. Ahora pienso, por ejemplo, en la dulzura infinita del médico que nos confirmó la muerte de mi madre, su modo sereno de confortarnos al asegurar que nada de lo que hubiéramos hecho habría podido ayudarla a seguir con vida. Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, con el pelo gris y supongo que muchas horas de experiencia a sus espaldas. Tenía un tono de voz equilibrado y austero al que era capaz de imprimir una justa dosis de ternura. No había una forma mejor de tratarnos en ese momento. Y recuerdo también que el camillero, que era joven e inexperto —un veinteañero imberbe, más bien poca cosa, a todas luces escasamente acostumbrado a tratar con la burocracia de la muerte— parecía abrumado con nuestra desdicha, y en un momento dado bajó la cabeza para enjugarse, en silencio, dos lágrimas lloradas en nombre de otros, en nuestro nombre, cuando ni siquiera sabía quiénes éramos, ni nosotros sabríamos nunca quién era él. El recuerdo de aquellas lágrimas me sirve hoy para dulcificar, siquiera levemente, el amargo recuerdo de la mañana infame en la que perdí a mi madre.
He escuchado demasiadas veces que la gente es mala, pero no estoy segura de que sea verdad. Porque me he cruzado en el camino con muchas personas buenas. Y no hablo de mis amigos, de mi familia, de cuya bonhomía no he dudado nunca, pues tengo de ella suficientes pruebas. Hablo del corazón de los demás, de los desconocidos que pasan por nuestra vida y dejan en ella una reserva de ternura gratuita que no nace del interés, ni de la conveniencia, ni de la obligación. Surge de algo limpio y misterioso: de la bondad humana.
Lo comprobé cuando salía con mi madre, en su silla de ruedas. No soy capaz de determinar cuántas personas nos ofrecieron su ayuda para bajar una acera, para subir un escalón, para atravesar una puerta incómoda, para entrar en un autobús o en un taxi. Aquellos hombres, aquellas mujeres a los que no conocíamos, nos brindaban su colaboración siempre con una sonrisa, con algún ademán tranquilizador para quitar importancia a su esfuerzo, o más aún, para dejar claro que lo que estaban haciendo no suponía un engorro, sino un motivo de satisfacción. No sólo estaban echándonos una mano: intentaban demostrarnos su afecto, solidarizarse con nosotros, transmitirnos un poco de calor. Ojalá pudiera hacerles saber cuánto agradecí aquellos gestos de amistad anónima, de cariño espontáneo.
El portero de casa de mi hermana —un hombretón más bien rudo, a quien todos habíamos catalogado como un bruto que no tenía remedio— se precipitaba a manejar la silla de ruedas en cuanto nos acercábamos al portal, y por unos segundos se volvía un ser extremadamente delicado y cortés que empujaba el vehículo como si estuviese hecho de cristal y pudiera quebrarse mientras hablaba a mi madre en tono de voz que parecía haber pedido prestado especialmente para usarlo con ella. Una noche, en un restaurante, un camarero organizó una auténtica revolución de mesas y sillas para buscar a mi madre un sitio más cómodo donde nadie pudiera molestarla. Aquel chico ejecutó la tarea con la pericia de un ingeniero y la alegría natural de quien está disfrutando con lo que hace. Hubiera querido abrazar a aquel muchacho, que intentaba procurarnos una comodidad que no era tan importante como el significado último de su gesto. Recolocar aquellas mesas y aquellas sillas, organizar un pequeño caos en mitad del restaurante, era una forma de hacernos saber que no estábamos solos, que había mucha gente deseando hacer más liviana nuestra carga.
El farmacéutico al que compraba todo el arsenal de medicinas que precisaba mi madre no quiso cobrarme un paquete de toallitas desmaquilladoras, «bastante estás gastando ya en todo esto», me dijo. Un día, en la Puerta del Sol, un auténtico ejemplar de macarra veló nuestro camino por un paso de peatones. Una señora mayor nos cedió un taxi. Una adolescente intercambió conmigo una sonrisa de cálida complicidad cuando me vio conduciendo la silla de mi madre por una exposición de pintura. Hubo tantos gestos de amabilidad, de compasión respetuosa, de simpatía, que no puedo recordar cada uno de ellos, pero sí el poso de gratitud que fueron dejando en mi interior. Por eso no puedo pensar que la gente es mala. Me he encontrado con demasiadas personas buenas a las que ni siquiera tuve tiempo de preguntar su nombre.
La enfermedad de mi madre me brindó también la ocasión de descubrir el valor extraordinario de los seres físicamente más débiles, el incalculable coraje de los enfermos de cáncer. Es difícil describir el ambiente de mutua solidaridad que se respira entre los que aguardan para hacerse un análisis, para pasar consulta o para recibir tratamiento de rayos. Existe un respeto escrupuloso hacia la privacidad ajena, pero también una intención unánime de ayudar a otros con la experiencia que la enfermedad va dejando a cada uno. Los enfermos y sus familiares intercambian recetas, trucos, remedios caseros para combatir las náuseas, para abrir el apetito, para dormir mejor. Se habla de libros que leer, de música para escuchar, de cremas corporales, de platos de cocina, de infusiones. En esas reuniones improvisadas, ni los enfermos ni las familias se quejan de su suerte. Dedican más tiempo a interesarse por el malestar de los otros que a lamentar el suyo propio.
En la sala de espera del oncólogo coincidimos alguna vez con una mujer de poco más de treinta años. Se llamaba Cristina. Tenía tres niños, un cáncer de mama con metástasis en el hígado y además de una esperanza ciega en su curación, la voluntad de infundir ánimos a todas las pacientes con las que se encontraba. Había que verla en acción: con sólo una mirada era capaz de detectar a la enferma más nerviosa, a la más preocupada, a la más triste de todas, y entablaba conversación con ella. Era prodigioso escucharla. Utilizaba las palabras radioterapia, metástasis o ciclo de quimio con una naturalidad pasmosa, de forma que sólo necesitaba unos minutos para prestar consuelo a la paciente que más lo necesitaba. Aclaraba a todo el mundo que su espléndida melena rubia era en realidad una peluca y facilitaba las señas de la tienda donde la había comprado, contaba que estaba siguiendo un régimen vegetariano para preservar su hígado maltrecho, que había explicado a sus hijos que iba a perder el pelo «para que no se asusten cuando tengo que lavar el postizo». Se reía mucho, era guapa y alegre, y joven, y estaba enferma, y quería ayudar a otros, y no tenía miedo, y contagiaba su serenidad y su optimismo y sus ganas de estar viva. No sé qué habrá sido de Cristina, pero deseo de todo corazón que siga ahí, repartiendo a manos llenas el valor envidiable que tantas veces sirvió de asidero a muchas personas asustadas.
En el caso del cáncer, el miedo puede ser peor que la enfermedad misma. Yo, ya lo he dicho, tuve mucho miedo cuando diagnosticaron a mi madre. Luego se me pasó, cuando comprendí que la única forma de serle útil era sacando el coraje de cualquier sitio. El desconsuelo paraliza todo, pero luego nos da una fuerza desconocida que nos lleva, incluso, a olvidar la aflicción para concentrarnos en ayudar a quien verdaderamente importa. Hay algo particularmente hermoso en esa entrega a alguien querido. Cuidar de un ser amado encierra una belleza única y proporciona una paz que es imposible conocer de otra forma. Eso era lo que yo sentía cuando ayudaba a mi madre a vestirse, cuando tenía que lavarla o llevarla al baño: una emoción intensa que no había experimentado antes, similar al orgullo, pero mucho más puro y más noble, algo que me aligeraba el alma y me hacía sentir, por primera vez en mi vida, que lo que estaba haciendo era realmente valioso e importante y que tenía sentido en sí mismo.
Sé que es inútil explicárselo a alguien que no lo haya vivido, pero cuando estaba cuidando físicamente de mi madre, a pesar de la gravedad de su estado, a pesar de que se acercaba la muerte, sentía algo parecido a la felicidad. En el preciso instante en que hacía caer agua tibia por su cuerpo maltrecho, mientras la secaba o le daba un masaje en las piernas, le estaba haciendo llegar a ella todo el inmenso caudal de cariño que habíamos acumulado juntas durante treinta y cuatro años. Ojalá nunca hubiera tenido que lavar a mi madre. Ojalá nunca hubiera tenido que hidratarle la piel, que sostenerle la cabeza mientras vomitaba, que sujetarle la mano o acariciarle el pelo durante una crisis de dolor. Pero qué infinita suerte tuve al brindárseme la ocasión de hacerlo. Qué experiencia grandiosa la de poder cuidar de alguien a quien se ama tanto.
No siempre fuimos completamente infelices durante las semanas que precedieron a la muerte de mi madre. Lo cierto es que luchamos con uñas y dientes por procurarnos algunos momentos de alegría. Recuerdo algo que ocurrió una noche con mi sobrina, que entonces tenía ocho meses. Yo jugaba con ella y empezó a reírse. Creo que nunca he escuchado carcajadas tan imponentes en un bebé. Se reía con fuerza, con ganas, como si quisiese jalear mis payasadas y mis muecas. La pequeña se escacharraba, literalmente, y mi madre y yo nos contagiamos de su risa ignorante. Acabamos riéndonos con ella, y ella con nosotras. No puedo explicar la carga de dicha, la invaluable carga de dicha fugaz que nos transmitió la niña en aquel momento. Me pregunté de dónde estábamos sacando fuerzas para reírnos así en medio de una situación como la nuestra. Ahora lo sé: la risa venía del profundo amor que nos profesábamos, del deseo de sentirnos vivas, de imaginar, por unos segundos, que teníamos verdaderos motivos para reír.
Es una imagen hermosa. Tres mujeres separadas por un abismo de tiempo y de circunstancias riendo al mismo tiempo. Mi madre, la abuela, intentando a sus sesenta años agarrarse a la vida. Yo, con treinta y cuatro, buscando desesperadamente algún motivo para la esperanza, perdida en mis dudas, haciéndome preguntas, esperando respuestas, intentando dominar mi angustia. Y el bebé, inconsciente de todo, aguardando otra ocasión para seguir riendo. Mi madre, que pertenece a una generación que consideraba a los médicos como enemigos. Yo, que llevo años visitando al ginecólogo y haciéndome exámenes periódicos de todo tipo para prevenir los infinitos morbos de la sociedad moderna. Y la niña, mi sobrina, riendo a nuestro lado. Ella verá otro mundo distinto y, quizá, cuando tenga mi edad, o la edad de mi madre, ya nadie morirá de cáncer. Aquella noche, con menos de un año de vida, ajena a la realidad terrible que nos había tocado enfrentar, se reía sin saber que su risa nos hacía a su abuela y a mí extraordinariamente libres y, por unos segundos, incapaces de pensar en otra cosa distinta de aquellas carcajadas que volaban por la habitación y nos bendecían a las tres. Algún día, cuando sea mayor y capaz de entenderlo, explicaré a esta niña que mucho tiempo atrás hizo a dos mujeres tristes uno de los más grandes regalos que habían recibido en su vida: la oportunidad de ser felices durante unos instantes de plenitud irrepetible.
También recuerdo el día que nevó. La ciudad estuvo bellísima durante unas horas, hasta que la nieve fresca se convirtió en una especie de porquería fangosa que ensuciaba las calles y complicaba el tráfico. Aquella tarde, en muchas páginas de internet publicaron fotos de los edificios nevados, de los parques y jardines cubiertos de blanco. Se las enseñé a mi madre. Y ella hizo el esfuerzo supremo de dejar de lado el dolor físico para admirar conmigo las estampas invernales, los árboles purificados por la nieve, los palacios inmaculados, las calles desiertas de un Madrid distinto. Aquel ordenador portátil dio a la enferma la oportunidad de contemplar la momentánea metamorfosis de un mundo que podía volverse espléndido, y a mí la ocasión de participar de su entusiasmo valiente al ver las fuentes heladas del Retiro, la blanca explanada del Palacio Real, los árboles de los jardines de Sabatini combados bajo el peso de la nieve, las torres nevadas de las iglesias. ¡Qué cosa tan preciosa, qué cosa tan preciosa!, decía ella, mientras yo abría otras páginas y buscaba otras imágenes con las que avivar su espíritu. Sólo los seres extraordinarios, como mi madre, son capaces de hacer algo así: conmoverse pasando por encima de las miserias del sufrimiento. Fue una suerte haberle mostrado aquellas fotos, porque fue la última ocasión que tuvimos para asomarnos juntas a la belleza en estado puro.
Al rememorar aquella tarde, frente al ordenador, se me cayeron algunas lágrimas. Al contrario que otras veces, no las sequé de un manotazo, ni empecé a hacer otra cosa para apartar a empujones el recuerdo de mi madre. Quería entregarme a aquella imagen, ella y yo viendo juntas las fotos de la nieve, mientras fuera hacía frío y el aire del invierno, de nuestro último invierno juntas, golpeaba los cristales. Luego vinieron otras escenas, otras estampas, otras lágrimas. Me vi besando las manos de mi madre la tarde anterior a su muerte. La recordé acariciándome la cara después de que la hubiese arropado en su cama de enferma, en un gesto de gratitud innecesaria. Y seguí llorando todo lo que no lloré el día que murió, y las semanas posteriores en las que dediqué a alimentar mi rabia por su pérdida todo el tiempo que hubiera podido emplear en honrar su recuerdo.
Creo que ha llegado el tiempo de aprender a llorar por mi madre, sin histerismos, sin aspavientos, yo sola, acompañada por su memoria y por su ausencia. Ahora soy consciente del valor de cada lágrima, y me siento aliviada porque, seis meses después, por fin puedo llorar como hay que hacerlo, con la dignidad que mi madre se preocupó de inculcarme y el abandono de quien conoce el peso exacto de la tristeza. Se acabaron los reproches, se acabaron las preguntas. He perdido a mi madre, y eso es lo peor. Eso es lo único por lo que hay que llorar, lo único por lo que se debe llorar, lo único que vuelve necesario el llorar. Qué gran error por mi parte el no haberlo hecho antes. Qué estupidez cometí al buscar excusas para no abandonarme a una legítima tristeza. Prefería sentir rabia antes que estar triste, destilar rencor antes que reconocer el tamaño de mi desconsuelo. Hacer reproches al recuerdo de mi madre antes que dolerme por su muerte. Por fortuna, uno casi siempre está a tiempo de dar marcha atrás y volver a empezar. A tiempo de aprender a hacer las cosas de la forma correcta.
Antes dije que el dolor es una estación de paso. Ahora creo que puede ser también un punto de partida.