Puede decirse que Elijah y yo crecimos juntos. Aunque él pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid mientras yo seguía mis estudios en Ribanova, solíamos coincidir en la época de vacaciones escolares. Además, las desapariciones de Zachary West acabaron volviéndose una costumbre, y un par de veces al año, de forma intempestiva, telegrafiaba a mis padres para avisarles de su llegada. Todos sabíamos lo que eso quería decir: que Elijah aparecería en plena noche y permanecería con nosotros durante varias semanas mientras su padrastro se encontraba sabe Dios dónde y haciendo sabe Dios qué. Porque a eso también tuvimos que acostumbrarnos: al misterio que rodeaba las entradas y salidas del señor West. Mi padre seguía despojando del sobre las cartas que le entregaba a Elijah, pero ni él ni yo consideramos oportuno repetir la jugarreta del engaño al cartero para averiguar la dirección exacta del remitente. De pronto, y quizá porque sabíamos que había secretos que no iban a sernos revelados, Elijah y yo dejamos de encontrar trascendentes los motivos que llevaban a su padre a desaparecer sin dejar rastro, y a él a instalarse en Ribanova de forma esporádica. Lo importante era que teníamos la ocasión de estar juntos, así que nos limitamos a aprovechar aquellas semanas que nos proporcionaban los inesperados viajes de Zachary West.
Mi padre había arreglado las cosas para que, durante sus estancias en Ribanova, Elijah pudiese tomar lecciones en el colegio al que yo acudía. Mi amigo se había vuelto algo más sociable, pero de todos modos los otros chicos pusieron límites a su completa adaptación. Es cierto que habían acabado por habituarse a su presencia inconstante entre nosotros. Ya no le miraban como si llegase de otra galaxia, y algunos incluso intercambiaban con él algunas bromas sin consecuencias. Pero, en cualquier caso, Elijah seguía siendo un ser distinto, al que se podía tolerar pero no integrar completamente. Él lo sabía, y creo que en el fondo le daba exactamente igual la consideración que de su persona pudieran tener todos aquellos muchachos.
En cuanto a mí, llegué a la conclusión de que poco o nada tenía que ver con los chicos que se negaban a derribar el muro levantado entre ellos y mi amigo, y fui yo quien voluntariamente se aisló de todos ellos. Durante las ausencias de Elijah, me relacionaba más bien poco con mis compañeros de clase. Pasaba mucho tiempo solo, generalmente leyendo. En una de sus visitas, Zachary West me trajo como regalo una colección completa de novelas de aventuras escritas en inglés, y los volúmenes de Karl May, Jack London o Conan Doyle se convirtieron en buenos compañeros de armas. No necesitaba mucho más. Fue en aquellos años cuando aprendí que la soledad puede ser un valor en sí misma, y que uno alcanza la completa madurez cuando sabe asumirla e incluso disfrutar de ella en su justa medida. Aquel que sabe estar solo tiene más facilidad para apreciar la buena compañía, y el que no se encuentra a gusto consigo mismo difícilmente estará bien con los demás.
Es cierto que mi amistad con Elijah y el consiguiente acercamiento a los West me distanció un poco de mi propia familia. Solía pasar con ellos casi toda la temporada de vacaciones, a veces en la casa de Madrid, a veces participando de algún viaje preparado por el padre de mi amigo. Nos llevaba a Santander, a San Sebastián, a las playas templadas del Mediterráneo, a la costa de Cádiz. Hasta entonces, yo había viajado poco con los míos. Mis abuelos no estaban en condiciones de baquetearse demasiado en trenes y coches de alquiler, y la salud de mi madre, que siempre fue delicada, desaconsejaba los desplazamientos largos. Con ellos iba a tomar las aguas al balneario de Caldas, y, una vez al año, a pasar una semana en La Coruña para que Efraín y yo nos diésemos los convenientes baños de mar. Por eso, aquellos viajes con los West tenían todos los ingredientes de la mejor aventura.
Nunca supe qué opinaban mis padres acerca de mi querencia por la que empezaba a ser mi familia de adopción, pues jamás me comentaron nada al respecto. Supongo que el desapego que demostraba hacia ellos cuando me marchaba, jubiloso, a pasar lejos de Ribanova dos, tres o cuatro semanas tenía que ser para ellos un motivo de disgusto. Su hijo mayor les había sido arrebatado por un americano misterioso y rico, que cojeaba de la pierna derecha y se permitía el lujo de desaparecer durante dos meses al año como si se lo hubiese tragado la tierra. Pero, por otro lado, mis padres debieron de ver con claridad el abanico de posibilidades que se abría ante mí gracias a la relación mantenida con los West: iba a viajar, a ver el mundo, a conocer una realidad que en Ribanova me estaba vedada. Había aprendido a hablar inglés con una corrección más que notable, a comportarme en la mesa con la exquisitez de un príncipe ruso y, a pesar de mi poca edad, a interesarme siquiera mínimamente por los avatares de la política europea. Zachary West me enseñó a escuchar música y a contemplar pintura —aunque nunca fui un experto en ninguna materia—, a practicar algunos deportes entonces considerados elitistas como el patinaje o el tenis, a apreciar la buena comida y a disfrutar de pequeños lujos, desde las trufas de chocolate a los almohadones de plumas, los jerseys de cachemir o los baños turcos.
—Aprecia estas cosas, Silvio, pero jamás te acostumbres a ellas —me dijo una vez—. El que no sabe prescindir de los placeres es tan imbécil como el que se muestra incapaz de valorarlos.
El tiempo pasó para todos. Mi hermano Efraín se convirtió en el mismo niño que yo había sido. Heredó de mí muchos juguetes, varias prendas de ropa y determinados rasgos de carácter. Sin parecemos mucho, algunos de nuestros comportamientos y nuestras actitudes eran sorprendentemente similares. Después de haberle detestado durante sus primeros meses de vida, había aprendido a quererle, pero de una forma equivocada, y le dedicaba las mismas atenciones que hubiera prestado a un cachorrito. Por su parte, él me adoraba, y jamás ocultó su admiración por aquel hermano mayor que, cuando no estaba fuera de casa, no hacía otra cosa que contar los días que le faltaban para marcharse otra vez. Soy consciente de que nunca correspondí al cariño de Efraín con la intensidad que hubiera debido, y que el haber limitado mi afecto hacia él fue un error del que me arrepentí durante toda mi vida adulta. En aquellos años, perdí por voluntad propia la ocasión de convertirme en el mejor amigo de mi hermano.
Estaba a punto de cumplir catorce años cuando los republicanos hicieron poner pies en polvorosa a la familia real, que salió de España en dirección al exilio en aquella primavera de 1931. Mi abuelo, que era un monárquico ferviente, llegó a llorar por la marcha de don Alfonso XIII. Avanzamos hacia el desastre, dijo, pero no encontró eco en ningún otro miembro de la familia, pues mi padre sentía pocas simpatías por el rey y entonces las mujeres no solían entrar a discutir asuntos de ese tipo. No, Cecilia, no me mires así: eran cosas de la época.
El advenimiento de la República coincidió con una de las ausencias de Zachary West. Elijah estaba en nuestra casa el 14 de abril, y aquel día él y yo pensamos que el ocaso de la monarquía española y la desaparición del señor West podían estar directamente relacionados. La idea de imaginar al padre de Elijah como uno de los artífices de la caída de Alfonso XIII nos llenaba de emoción. Aunque éramos demasiado jóvenes como para entrar de lleno en cuestiones políticas, ambos simpatizábamos con la causa de la república. Supongo que aquella querencia nuestra estaba claramente influida por el ideario particular del señor West, que aseguraba que en una sociedad moderna el concepto de los privilegios heredados estaba condenado a desaparecer para siempre. Además, Zachary afirmaba que el rey Alfonso le había causado una pésima impresión cuando tuvo oportunidad de conocerlo durante una recepción en el palacio real.
—Es pobre de espíritu, pagado de sí mismo y profundamente egoísta, lo cual sorprende viniendo de una persona que lo tiene todo. El carácter de este hombre es fruto de sus pocas luces, y también de una malísima educación. Le han criado para convertirse en un niño pera, no para ser un jefe de Estado.
Zachary West podía ser muy duro en sus juicios cuando quería. Su desprecio hacia el carácter del rey en particular y la institución monárquica en general nos convenció de su concurso en la caída de los Borbón. Ni Elijah ni yo podíamos sospechar que el señor West tenía entre manos algo mucho más grave, y que en aquel momento le importaba bastante poco el envío al exilio de un rey mal educado.
El padrastro de Elijah regresó a mediados de mayo. Le encontré desmejorado y algo triste, y no entendí muy bien a qué venía aquella palidez ni el gesto adusto que llevaba en la cara, si acababa de culminar con éxito una misión en favor de la democracia y la abolición de los privilegios de sangre. Aquel verano lo pasamos en Santander, y en esta ocasión Zachary convenció a mis padres para que viajasen con nosotros. Mi madre protestó débilmente alegando que no se encontraba demasiado bien, pero el señor West insistió, diciendo que el descanso junto al mar mejoraría su salud y su estado de ánimo. Así que nos acompañaron y pasaron en Santander dos semanas enteras. Fue divertido estar fuera de casa todos juntos, aunque debo decir que Elijah y yo hacíamos la guerra por nuestra cuenta la mayor parte del día. Efraín trataba de seguirnos a todas partes, pero a los catorce años un hermano que sólo tiene siete resulta un estorbo. Así que el pobre Efraín estaba casi siempre con mi madre que, tal y como Zachary West había augurado, se había fortalecido con el aire del mar y los baños de sol, y estaba más guapa que nunca. A veces la veía desde la playa, paseando despacio por el Sardinero, acompañada de mi padre o de algunas amigas ocasionales que había conocido en el hotel, y tenía que recordar que aquella dama elegante y hermosa era mi madre. Quizá porque, en el fondo, ya había empezado a distanciarme de ella espiritualmente.
Aquél fue el último verano que Elijah y yo pasamos en España. Cuando llegó el mes de junio de 1932, Zachary West pidió permiso a mis padres para llevarme consigo en un viaje al extranjero. El plan era quedarnos una semana en Biarritz, y viajar luego a París para permanecer en la ciudad durante veinte días. En la casa, sólo mi abuela objetó que era demasiado joven para irme tan lejos, pero era un argumento sin demasiada consistencia y nadie lo tomó en consideración. Además, en 1932 un chico de quince años estaba mucho más cerca que ahora de la edad adulta. Así que mi padre gestionó mi pasaporte y me dejó marchar con sus bendiciones. El día que nos despedimos, mi madre se dio la vuelta para que no la viese llorar.
Fue ese verano cuando conocimos a Ithzak Sezsmann. Era el hijo único de Amos Sezsmann, un famoso violinista polaco a quien Zachary West, melómano declarado, había escuchado tocar en Berlín y en Viena. La esposa de Amos Sezsmann había muerto dos años atrás, y desde entonces él y su hijo viajaban siempre juntos para que el chico no estuviese solo en Varsovia durante las giras de su padre.
Algo mayor que nosotros, Ithzak era un adolescente sensible, algo triste —supongo que por la pérdida prematura de su madre— y de una inteligencia extremada. Era el perfecto ejemplo de un niño prodigio, que tocaba el violín y el piano con la soltura de un virtuoso, hablaba tres idiomas además del polaco y se comportaba con la corrección y la prudencia de un adulto precoz. Acababa de cumplir dieciséis años y quería ser director de orquesta. Ithzak hablaba de su futuro como músico con la firmeza del que ha tomado una decisión irrevocable, sin calibrar siquiera la posibilidad de que las circunstancias, la suerte o el destino fuesen capaces de torcer su voluntad de hierro.
La primera vez que vimos a Ithzak Sezsmann fue en París, en la embajada americana donde nos alojábamos durante nuestra estancia en la ciudad. Su padre había sido invitado a cenar después de ofrecer un recital, y para desconcierto del embajador, se presentó en compañía de su hijo, a quien el protocolo no había asignado un lugar en la mesa de gala. Zachary West propuso entonces que se uniera a Elijah y a mí, que cenábamos solos en las dependencias de invitados. Confieso que al principio me incomodó la presencia de aquel muchacho pálido y ojeroso, delgado como un huso, de cabello pajizo y relucientes ojos azules que parecían prestados. A los quince años y con una amistad tan bien definida como la nuestra, había veces que Elijah y yo veíamos a los demás como simples intrusos que iban a ser incapaces de comprender las reglas de conducta de nuestro dúo feliz. Pero Ithzak era distinto. Empezó a hablarnos en francés, y al darse cuenta de que yo no le comprendía, siguió la conversación en un inglés gramaticalmente impecable y de pronunciación casi perfecta. Era un chico extraño. Parecía libre de toda timidez, a pesar de su innato sentido de la moderación, y nada le acobardaba, ni siquiera la sensación de estar de más que Elijah y yo transmitíamos a veces sin darnos cuenta. En quince minutos hizo las preguntas precisas para conocernos a ambos, y prestó a las respuestas que le dábamos una atención halagadora y sincera. Luego, sin esperar nuestras inquisiciones, nos habló de su vida, de los viajes con su padre y de su intención de convertirse en músico. Contó que había aprendido a tocar el piano con cinco años, como si fuese un joven Mozart, y que no estaba muy seguro de cuál era su lengua materna, pues había sido educado en alemán, francés y polaco. El inglés lo había aprendido después, «por eso lo hablo peor», se justificó. Nos dijo que había padecido sarampión y tos ferina, que ahora cojeaba un poco a consecuencia de un accidente ocurrido hacía un mes cuando montaba a caballo, y que no sabía nadar porque había tomado un miedo cerval al agua desde que, siendo muy pequeño, estuviera a punto de ahogarse en un estanque. También nos habló de su casa de Varsovia, de los estudios precozmente comenzados en el conservatorio, de la excelente relación que mantenía con su padre, estrechada a la fuerza tras la muerte de su madre. Hablaba de sí mismo con una rara distancia, como si estuviese refiriéndose a otra persona, y parecía tener tanto interés en subrayar sus virtudes y sus logros como en dejar evidencia de sus limitaciones. Aquella noche, después de haber compartido con Ithzak nuestra cena para dos, Elijah y yo decidimos que aquel músico en ciernes podía convertirse, siquiera por un tiempo, en vértice de nuestro triángulo fraternal.
Ithzak y su padre se quedaron en París durante una semana. Antes de regresar a Varsovia debían hacer una parada en Amsterdam, donde Amos Sezsmann iba a ofrecer un único concierto. Zachary West y el músico acogieron con agrado la amistad incipiente nacida entre nosotros tres, y fomentaron nuestros encuentros durante la estancia de todos en la Ciudad de la Luz. Juntos visitamos los museos de París y el palacio de Versalles, subimos al último piso de la Torre Eiffel e hicimos cortas excursiones por los alrededores.
Recuerdo lo mucho que nos divertimos. El tiempo era espléndido, y París me pareció una ciudad radiante hecha para invitar a la vida. Creo que aquella semana fue una de las más felices que pasé nunca. Tenía quince años, buenos amigos y muchos planes y había descubierto que el mundo era enorme y estaba lleno de lugares deslumbrantes dignos de ser conocidos. Aquel verano decidí que Francia era sólo el principio de un larguísimo periplo que debía llevarme por los cinco continentes. Por las noches, soñaba con trenes y barcos, con aviones y coches de alquiler, con otras razas y otros hombres distintos que me esperaban en cada rincón del mapa.
Llevábamos ya quince días en París. Entre nuestros planes estaba el pasar unos días en Bruselas para finalizar las vacaciones, pero Amos Sezsmann convenció a Zachary de que cambiásemos la ruta y les acompañásemos en su visita a Holanda. Recordaré siempre aquel viaje en compañía del violinista y el futuro director de orquesta, y no sólo por el grato ambiente de camaradería que se desató desde el primer momento. Durante aquellos días tuve ocasión de descubrir hasta qué punto era perfecta y envidiable la relación entre Ithzak y su padre. Ambos parecían muy por encima de ataduras familiares, del afecto impuesto por los lazos de sangre. Eran amigos, cómplices, compañeros de fatigas, colegas, hermanos. Se reían exactamente igual y de las mismas cosas, tenían idéntica forma de sorprenderse y de emocionarse. Durante el viaje nocturno de París a Amsterdam, tocaron juntos el violín en el vagón restaurante, cuando ya todos los clientes se habían marchado. En un instante, una música prodigiosa recorrió todo el tren y, en un silencio lleno de respeto, los viajeros fueron abandonando sus compartimentos para compartir con nosotros aquel concierto improvisado de los dos Sezsmann.
Físicamente no se parecían demasiado. Amos era corpulento y su hijo más bien delgado, y los rasgos faciales de Ithzak eran notablemente más finos que los del padre, quien tenía los ojos saltones y una nariz enorme que parecía hacer alarde de su origen judío. Además, el señor Sezsmann tenía edad para ser el abuelo de su hijo. Pero aquella noche, mientras tocaban juntos, se obró en ambos una metamorfosis milagrosa, y me di cuenta de que, cuando estaban haciendo música, aquellos seres eran tan parecidos como dos gotas de agua. Era su expresión de triunfo mientras domesticaban las cuerdas del instrumento e iban haciendo surgir las notas en el orden preciso, el brillo idéntico en la mirada de ambos, incluso la forma casi salvaje de sostener el violín con la barbilla lo que les hacía prácticamente iguales. Tuve la convicción de que, cuando estaban tocando, el hombre y el muchacho sentían exactamente lo mismo, y que la energía que ponían en la música fluía del mismo sitio, de un lugar incógnito para todos excepto para ellos. Intuí que los Sezsmann, padre e hijo, estarían unidos de por vida por una misteriosa relación que nadie, salvo ellos dos, sería capaz de entender. Cuando acabó la música, Ithzak y Amos se abrazaron mientras los demás rompíamos con nuestros aplausos el breve silencio de los violines, y un segundo después cada uno de los Sezsmann recuperó su forma original, su diferencia frente al otro, y volvieron a ser padre e hijo, el niño que caminaba hacia la edad adulta y el hombre que veía acercarse el momento de la senectud.
Estuvimos una semana en Holanda y luego dimos por terminadas las vacaciones. De regreso a España, pasé dos o tres días descansando en Madrid en casa de los West y después, de mala gana, tuve que volver a Ribanova. Creo que nunca se me hizo tan difícil el regreso como en aquella ocasión. Mi mundo se me antojaba más cerrado y pequeño que nunca, mi vida más provinciana y mi universo más mezquino. Hasta el volver a hablar en español me parecía un atraso, y deliberadamente introducía en las conversaciones algunas frases en inglés. Aquello provocaba el pitorreo de mis compañeros de clase, que ya empezaban a declararme la guerra abiertamente. A mí no me importaba. Me sabía distinto a ellos, y desde luego no para peor. Mis amigos de la primera infancia eran para mí una caterva de mozalbetes ignorantes de todo lo que ocurría detrás de las murallas de Ribanova. Muchos ni siquiera habían salido de la ciudad, y París estaba tan lejos de su realidad como la misma luna. Me parecían limitados y dignos de compasión en sus carencias, y por eso no respondí nunca a sus provocaciones ni a sus chanzas. Tenía quince años y la firme convicción de que mi futuro estaba muy lejos de ellos y de mi ciudad natal, donde había sido feliz hasta que se me presentó la oportunidad de conocer el mundo que existía lejos de ella.
No volví a ver a Elijah hasta que llegó la Navidad y él y Zachary West vinieron a Ribanova a pasar las pascuas con nosotros. Recuerdo que fueron unas fiestas muy divertidas, y que mi hermano Efraín recibió como regalo de su padrino una cámara de fotos. Creo que nunca vi a mi hermano tan contento como aquel día, mientras Zachary West le explicaba los rudimentos del oficio de fotógrafo y le daba consejos para conseguir los mejores negativos. Es posible que fuese un regalo exagerado para un niño de siete años, pero la pasión con que Efraín recibió aquella cámara me hizo pensar que quizá aquel presente fuese para él algo más que una sorpresa navideña. Y acerté, porque mi hermano acabó convirtiéndose en fotógrafo profesional, y más tarde en reportero de guerra. Pero no quiero anticiparme.
Las Navidades de 1932 se interrumpieron de una forma abrupta al recibir Zachary West un telegrama que reclamaba su presencia inmediata en Madrid.
—Creí que estabas de vacaciones —protestó Elijah.
—Y así era. Pero han surgido contratiempos y tengo que volver cuanto antes.
Tras hablar con mi padre, se decidió que Elijah permaneciera en Ribanova. A punto de cumplir dieciséis años, era ya casi un adulto perfectamente preparado para quedarse solo, pero por alguna razón Zachary West prefería que no lo hiciera. Años más tarde comprendería por qué. El caso es que Elijah se instaló en nuestra casa, y juntos pasamos el resto de las fiestas. El 8 de enero me reincorporé a mis clases en el instituto, aunque esta vez Elijah no me acompañó: estaba preparando por su cuenta la reválida de Bachillerato, y su preceptor le había mandado todos los libros, los apuntes y los textos necesarios para que siguiese las lecciones por su cuenta. Una vez insinué a mi padre que yo podría hacer lo mismo, evitando así tener que ir a clase todos los días y encontrarme con unos compañeros con los que no simpatizaba, pero él ni siquiera quiso considerar mi proposición.
—Dejemos las cosas tal y como están, Silvio. Y, de todas formas, no vendría mal que recordaras de vez en cuando que tú no eres Elijah West.
Aquel comentario me dolió. A mis quince años, creía saber perfectamente quién era y quién no era. Pero no quise discutir con mi padre. Además, le conocía lo suficientemente bien como para saber cuándo valía la pena seguir negociando con él, y cuándo toda conversación acabaría por resultar inútil. Me incorporé al instituto y seguí las lecciones con total aprovechamiento. Después de todo, me decía, quizá un día puedan servirme de algo todas las estupideces que estoy aprendiendo aquí.
Zachary West regresó la primera semana de febrero. Apareció de noche, como siempre, pero esta vez Elijah y yo habíamos sido advertidos de su llegada, y decidimos esperarle despiertos junto a mi padre y mi madre, formando así un pequeño comité de bienvenida. Llegó pasadas las doce y media, y nada más verle pensé que parecía haber envejecido diez años. Hasta me dio la sensación de que su cojera se había hecho más ostensible. Las arrugas de la frente se habían acentuado y formaban profundos surcos en su piel curtida, y tenía en los ojos una expresión de desencanto que no pude descifrar hasta que, pasados los años, yo tuve también mi cupo de decepciones y de motivos para la desesperanza.
—¿Estás cansado? ¿Quieres irte a dormir? Hemos preparado una habitación, es un poco tarde para que vayas al hotel.
—La verdad, si no es una molestia, lo que me gustaría es comer algo.
Mi madre preparó café y bocadillos, y se improvisó una reunión en el cuarto de estar. Zachary aceptó una copa de coñac que le ofrecía mi padre.
—¿Cómo te ha ido esta vez? —fue mi madre quien preguntó.
—No muy bien —dijo, y a todos nos desconcertó que Zachary no contestara de inmediato con el ambiguo «sin problemas», que utilizaba siempre para hacer balance de sus desapariciones. Nos miramos unos a otros, como esperando alguna explicación adicional.
—El mundo ha perdido el juicio definitivamente —continuó, y volvió a quedarse callado mientras hacía girar el licor dentro de la copa con la mirada perdida. Ninguno de nosotros sabía muy bien qué decir.
—¿Tan mal están las cosas? —preguntó mi padre, y Zachary West nos miró a todos a la vez.
—Hitler ha ganado las elecciones —dijo—. Ahora, el partido nazi decidirá el destino de Alemania avalado por una victoria en las urnas. Claro que no sé de qué me sorprendo. Hace meses que sabíamos lo que iba a pasar.
Se hizo un silencio que estaba cargado de ignorancia.
—¿Quién… quién es Hitler? —preguntó mi madre.
Zachary West sacudió la cabeza tristemente al contestar.
—El hombre que va a escribir las páginas más negras de la historia de Europa. Recordad lo que os digo hoy, 17 de febrero de 1933, en la muy noble ciudad de Ribanova. Vendrán malos tiempos para todos.
Ésas fueron sus palabras. Me parece que estoy escuchándolas todavía, aunque confieso que aquella noche pensé que el señor West exageraba un poco las cosas. Tal vez estaba cansado del viaje, quizá había tenido mucho más trabajo que de costumbre. Así que, para qué negarlo, no dediqué demasiado tiempo a pensar en Hitler ni en las circunstancias que rodeaban su llegada al poder. Y además ¿cómo iba a afectarnos a nosotros algo que estaba ocurriendo a tantos kilómetros de distancia?
Viajé a Madrid con los West para pasar las vacaciones de Semana Santa, y allí recibí una sorpresa: los Sezsmann estaban a punto de llegar a España, pues Amos había sido contratado para ofrecer dos conciertos en Madrid. Elijah y yo pasamos cinco días muy felices sirviendo de guías por la ciudad a nuestro amigo polaco. Cuando estaban a punto de regresar a Varsovia, Amos Sezsmann hizo a Zachary West una oferta de lo más apetecible: pasar con ellos una parte de las vacaciones de verano.
—Nos quedaremos unos días en mi casa de Varsovia… y luego podemos hacer un viaje juntos. Tengo programada una serie de conciertos por Alemania: Berlín, Munich, Weissbaden, Bayreuth… Recorreremos el país, nos alojaremos en los mejores hoteles y tendréis entradas de palco para todos los conciertos. ¿Qué decís, chicos? ¿Qué te parece, Zachary?
A todos nos sorprendió que no respondiera de inmediato a la atractiva propuesta de nuestro amigo. ¿Qué podía haber más agradable para un melómano como Zachary West que pasar una parte del verano recorriendo las salas de conciertos de un país junto a un músico reputado como Amos Sezsmann?
—Suena bien. Hace tiempo que tengo ganas de volver a Varsovia… En fin, ya veremos. Falta mucho para el verano…
Creo que aquella tarde fui el único en advertir una sombra en los ojos y la sonrisa de Zachary West.
Estoy seguro de que, si aquel verano viajamos a Varsovia, fue por la extrema insistencia de Elijah y la mía propia, pues deseábamos volver a ver a Ithzak, y no había muchas ocasiones para nuestros encuentros. Además, queríamos conocer Varsovia, y nos atraía singularmente la idea de viajar a Alemania. Recorrer todo un país, tomar casi a diario trenes y coches, cambiar de hotel, hacer y deshacer maletas era, desde luego, mucho más divertido que permanecer semanas enteras en la misma ciudad, como habíamos hecho otros veranos. Elijah y yo dedicamos los últimos días de junio a recopilar información turística sobre las distintas zonas de Alemania, y mi amigo incluso se esforzó en aprender unas cuantas palabras del idioma ayudándose de un diccionario que encontró en casa de su padre adoptivo.
El viaje hasta Varsovia fue largo y excitante, y supongo que también agotador, aunque no recuerdo que llegara a cansarme a pesar de que tardamos unos diez días en arribar a Polonia desde Madrid. Los Sezsmann nos recibieron en la estación de ferrocarril y nos condujeron a su casa, una hermosa construcción decimonónica situada en el mismo centro de la ciudad, en la calle Trebaka, muy cerca del parque Saski. La residencia de los Sezsmann era mucho más imponente que la casa de Zachary West. El lujo con el que estaba decorada hubiera resultado ostentoso de no ser por el buen gusto que había dirigido la selección de los muebles, los cuadros y los adornos. La casa no tenía jardín, pero la proximidad del parque suplía esa carencia. Allí había aprendido Ithzak a montar a caballo, allí había estado cerca de ahogarse siendo muy niño, allí se había acostumbrado al paso de las estaciones que cambiaban los colores de la hierba y de las hojas de los árboles. Y allí, también, había conocido a Hannah Bilak tres meses atrás, y se había enamorado.
A nuestros dieciséis años, Elijah y yo mostrábamos por las chicas un interés sólo relativo. Al no contar con un grupo de amigos bien definido, nos había sido hurtada la posibilidad de flirtear con muchachas de nuestra edad. El individualismo, durante la adolescencia, tiene esos problemas. El año anterior, durante nuestra estancia en París, yo había bebido los vientos por una guapa francesa que jugó a ignorarme durante todo el verano para confesar que me amaba desesperadamente justo cuando estábamos a punto de abandonar la ciudad, y aquel otoño, en Ribanova, había compartido algunos paseos con la hija de una amiga de mi madre, a quien conseguí tomar de la mano y robar un par de besos antes de que transfiriese sus afectos a un muchacho universitario que vino de visita en vacaciones. Así las cosas, no estaba en condiciones de entender el apasionamiento de Ithzak al hablarnos de aquella joven, ni la trascendencia de los suspiros que parecían capaces de partirle el pecho ni la expresión estúpida que se le dibujaba en la cara de vez en cuando y que era señal de que estaba pensando en ella.
—Bueno, ¿y dónde está? ¿No vamos a conocerla?
Ése era el problema: Hannah Bilak, que era huérfana de padre, pasaba la mayor parte del año en Alemania, junto a su madre, y sólo viajaba a Varsovia en vacaciones para quedarse con su abuela polaca. No llegaría a la ciudad hasta dentro de dos semanas.
—Para entonces, nosotros ya habremos salido para Berlín. Estaremos fuera casi un mes, así que a nuestro regreso ella estará a punto de marcharse otra vez. La verdad, no sé si lo soportaré.
Elijah y yo le aseguramos que «sí» lo soportaría, e intentamos contagiar a nuestro amigo el entusiasmo que despertaba en nosotros la inminencia del viaje, pero él pasaba el día pensando en su enamorada, solazándose en su desdicha e interpretando con el violín tristes romanzas que hablaban de amores contrariados.
Mientras ultimábamos los detalles para salir hacia Berlín, hicimos turismo por la ciudad. Varsovia me impresionó por la solemnidad de su belleza. No tenía, desde luego, la brillantez de París, donde todo era de una hermosura evidente. Pero Varsovia conservaba un carácter particular que la hacía, al menos para mí, tan atractiva como la capital de Francia. Eran las sobrias avenidas, los parques frondosos, los oscuros muros del castillo, la alegría contenida de la plaza del mercado, la paz de los callejones de la ciudad antigua, las cúpulas de las sinagogas tan cercanas a las iglesias de los gentiles. Era un mundo irrepetible que estaba, sin yo saberlo, muy próximo a desmoronarse para siempre.
Mira esta foto, Cecilia. La tomamos en casa de los Sezsmann, en la sala de música. Recuerdo muy bien el día que la sacaron, porque justo cuando el fotógrafo se marchaba llegó un telegrama que vino a cambiar todos nuestros planes para aquel verano.
El cable venía de Berlín y estaba dirigido a Amos Sezsmann, que lo abrió sin mucha atención. A medida que lo leía, la cara del violinista fue cambiando de color, como si se estuviera quedando sin sangre.
—Es increíble —dijo al fin—. Han cancelado mi gira…
Los rostros de todos reflejaban las distintas impresiones que causó a cada uno aquella notica. Amos estaba descompuesto. Elijah y yo, decepcionados. Ithzak, radiante al pensar que estaría en Varsovia cuando regresase Hannah Bilak. En cuanto a Zachary, aparentaba una tranquilidad absoluta, como si el ver alterados sus planes para el próximo mes no le causase la más mínima contrariedad.
—En fin, Amos, qué se le va a hacer. Son cosas que pasan, ¿no es así? Los artistas estáis siempre sujetos a este tipo de informalidades…
—¿Informalidades? ¿Llamas informalidad a suspender ocho conciertos cuando sólo faltan unos días para el primero? Yo soy un músico, no un saltimbanqui. Mis giras se programan con meses de antelación… hace casi un año que me invitaron a dar esos recitales…
—Bueno, Amos, en un año pueden pasar muchas cosas… no le demos más vueltas. Ya que hemos venido, podemos aprovechar para hacer viajes cortos por dentro del país. Siempre he querido conocer Cracovia… ¿Hay una buena conexión por ferrocarril o deberíamos usar un coche?
Estaba claro que Zachary West quería correr un velo sobre la indignación de Amos Sezsmann y distraer su atención con nuevos planes, pero nuestro amigo no estaba dispuesto a colaborar en la tarea.
—¿Tienes idea de cuántas ofertas de trabajo he recibido para este verano? Me hablaban de una gira similar por Italia. Incluso de dar un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York, ¿entiendes? Nueva York. ¿Es que no saben de música allí? ¿Soy bueno para los norteamericanos, pero no lo suficiente para los malditos alemanes?, ¿qué pasa, que creen que estoy demasiado viejo?, ¿que me he vuelto torpe, que he perdido mi talento? A los sesenta y cinco años, un músico está en la plenitud de sus facultades, pero a lo mejor hay quien quiere jubilarme antes de tiempo.
—Amos, no creo que se trate de eso…
—¿Ah, no? ¿Y de qué se trata entonces?
Justo en ese momento entró un criado y se dirigió en polaco al señor Sezsmann.
—¡Estupendo, estupendo! Es mi representante. Llega en el momento más apropiado. —Y como todos hicimos ademán de salir de la habitación—: No, no, por favor. Quiero que estéis todos presentes cuando me digan que en Alemania se me considera un músico acabado.
Un hombre bajo y calvo, de unos cincuenta años, entró en la habitación. No sé por qué, pero me pareció un ser profundamente triste. Amos Sezsmann se dirigió a él con los ojos brillantes de ira.
—Stefan Siewerski, éste es mi amigo Zachary West. A mi hijo ya le conoce. Silvio y Elijah han venido con Zachary. —Era una presentación muy poco correcta para alguien tan exquisito en sus formas como Amos Sezsmann, pero supongo que estaba fuera de sí.
Tras estrechar nuestras manos, el recién llegado se dirigió a Sezsmann en polaco y en un tono de voz apenas audible.
—De eso nada, Siewerski. No quiero hablar en privado. Al contrario, prefiero tener testigos de lo que va a decirme, y le rogaría que hablase en inglés para que mis amigos puedan entenderle. Los artistas necesitamos público en nuestras horas de gloria, y también en los momentos de humillación. Vamos, hable. Le escucho.
—Señor Sezsmann… sabe que es mi músico favorito… de todos mis representados no hay ninguno al que admire más que a usted…
—Pero ha consentido que anulen una gira contratada desde hace nueve meses… ¿Qué explicación le han dado? ¿Creen que me he vuelto imbécil, que me han cortado una mano? ¿Que no estoy a la altura de los teatros alemanes?
—Señor Sezsmann… lo que ocurre es complicado… no sé cómo decirlo…
—Oh, eso me resulta difícil de creer…
Me pareció que a Siewerski se le llenaban los ojos de lágrimas.
—No quieren que toque en Alemania porque… porque es usted judío. Lo siento, señor Sezsmann. Puedo conseguirle algo en Salzburgo para los primeros días de agosto… y sabe que en Viena están locos por contratarle… Hay… hay una sala de conciertos en Praga desde donde me preguntan a diario si tiene fechas libres…
Siewerski desgranó ante nosotros todo un rosario de nombres de ciudades y teatros donde estarían dispuestos a recibir a Sezsmann con los brazos abiertos. Pero creo que el músico ya no le escuchaba. En su cabeza, y también en las nuestras, resonaba sólo aquella frase que supuestamente lo explicaba todo: «Es usted judío».
Hannah Bilak regresó a Varsovia cinco días después. La misma mañana en que deberíamos estar tomando nuestro tren en dirección a Berlín, la vimos paseando por el parque en compañía de su abuela. En un principio me llamó tanto la atención el porte majestuoso de la anciana, que ni siquiera me fijé en aquella niña vestida de blanco, que llevaba el cabello dorado recogido en una trenza. Me di cuenta de que se trataba de la joven de los sueños de Ithzak cuando éste enrojeció violentamente al distinguirla entre el grupo de caminantes que disfrutaban de la mañana de verano. A nuestro amigo le temblaban las piernas.
—Ya ha vuelto. No puedo creerlo. Voy a saludarla. Vosotros quedaos aquí un momento.
—¿No nos vas a presentar? —En nuestro tono había un deje de burla.
—Ahora no. Llevo dos meses sin verla. Otro día, ¿de acuerdo? Id a dar un paseo, o volved a casa.
Se alejó atusándose el pelo y tratando de colocar bien el cuello almidonado de su camisa blanca. Elijah y yo elegimos una posición más bien discreta para observar aquel reencuentro y, a qué negarlo, tomar nota de los gestos y ademanes de Ithzak para mofarnos de él en cuanto tuviésemos ocasión. Le vimos acercarse a Hannah y a su abuela, hacer una profunda reverencia a la mujer e inclinar respetuosamente la cabeza delante de la niña y, a continuación, unirse a ellas en el paseo matinal. Elijah y yo desechamos la idea de seguirles: no había nada demasiado interesante en aquella escena, así que regresamos a casa.
Ithzak estaba muy contento cuando volvió, poco antes de la hora de comer. Dijo que le había hablado de nosotros a la abuela de Hannah, y que ésta nos había invitado a tomar el té aquella misma tarde. Así que a las cuatro menos cuarto, perfectamente arreglados y llevando en las manos una caja de bombones para la señora Bilak, Elijah, Ithzak, y yo nos presentamos en la casa de Hannah.
Era una residencia más bien modesta, pequeña y exquisitamente decorada, lo que me hizo pensar que seguramente la familia Bilak había conocido tiempos mejores. Una criada vieja y gruesa nos abrió la puerta y nos condujo al salón, donde nos esperaban Hannah y su abuela. Excepto para Ithzak, a quien la proximidad de Hannah hacía sentirse en el séptimo cielo, fue una tarde aburrida para todos. La conversación discurrió en francés, y al no conocer yo el idioma más allá de media docena de palabras, apenas pude meter baza. La señora Bilak, que era alta y delgada y tenía un magnífico cabello plateado recogido en un moño, nos trató con una frialdad considerable. Cuando nos despedimos, cerca de las seis y después de haber tomado un par de tazas de té y media docena de pastelillos resecos, me dije que no había sido una buena idea aceptar aquella invitación. Por alguna razón, las Bilak no se sentían cómodas con nuestra presencia en aquella casa. Entonces ¿por qué demonios nos habían invitado?
Aquella noche, Ithzak se las arregló para hablar a solas conmigo. Acababa de recibir una carta de Hannah Bilak en la que le pedía, me dijo, que disculpásemos la escasa simpatía de su abuela. Al parecer, le había desconcertado la presencia de Elijah.
—¿Por qué?
Ithzak me miró, desesperanzado.
—Silvio, Elijah es… es negro. ¿Con cuántos negros te has cruzado en Varsovia? Apostaría a que la señora Bilak jamás había visto a un ser humano de un color distinto al suyo.
Así que ahí estaba el problema. Acababa de descubrir que Varsovia, a pesar de sus parques umbríos, sus palacios dieciochescos y sus amplias avenidas con ínfulas modernas podía ser un lugar tan atrasado como mi pequeña ciudad natal. Intenté adoptar un aire de indiferencia.
—Bueno, no te preocupes. Puedes decirle a tu amiga que ni Elijah ni yo volveremos a su casa para no herir la sensibilidad de nadie. La verdad, empiezo a pensar que es muy difícil moverse por el mundo. A tu padre no le quieren en Alemania porque es judío, y a Elijah no le quieren en casa de Hannah porque es negro. Debo de tener suerte de ser blanco y católico…
Ithzak parecía desolado.
—No es culpa de Hannah. Ella dice que Elijah le parece muy simpático. Y tú también. Sólo que, mientras que Elijah esté aquí, tendremos que vernos sin que su abuela se entere.
Tenía dieciséis años y todas aquellas tonterías empezaban a ponerme de mal humor. Encuentros clandestinos, engaños, secretos… Tiempo atrás, quizá aquellas conspiraciones me hubieran parecido emocionantes, pero ahora encontraba que todo aquello era una verdadera niñería.
—Mira, Ithzak, no te preocupes por nosotros. No te estorbaremos, ¿de acuerdo? Podrás ir a casa de Hannah, pasear con ella y con su abuela y hacer todo lo que te apetezca. Elijah y yo nos mantendremos a distancia.
—Por favor, no digas eso. Yo quiero estar con vosotros. Sois mis amigos y no tenemos muchas ocasiones de vernos. A mí no me gusta el comportamiento de la señora Bilak, ni a Hannah tampoco… por favor, Silvio, quiero que estemos todos juntos… Quiero que Hannah sea vuestra amiga…
Prometí a Ithzak que le ayudaría. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Aquellas semanas en Varsovia fueron irrepetibles por lo extrañas. Elijah, Ithzak y yo nos veíamos a diario y en secreto con una adolescente judía que escapaba de la vigilancia de su abuela para reunirse con nosotros. Las conversaciones discurrían en francés, pero mis amigos traducían para mí algunas frases, y Hannah se esforzaba por utilizar las cuatro palabras que sabía en un inglés macarrónico para comunicarse conmigo.
Por supuesto, no hicimos ningún viaje. Después de la visita del señor Siewerski, Amos Sezsmann había caído en una profunda melancolía, así que rechazó todas las proposiciones viajeras del bueno de Zachary West, que se quedó con las ganas de conocer Cracovia. Él y el señor Sezsmann pasaban muchas horas hablando. West congenió enseguida con otros amigos que solían visitar la casa: un puñado de intelectuales polacos tan distinguidos como el propio Amos, que dominaban el inglés y venían casi a diario después de cenar para dilatarse hasta el alba en conversaciones que, invariablemente, acababan deslizándose en el terreno de la política, y más en concreto de la ola antisemita que estaba barriendo Alemania. Algunos de los amigos de Sezsmann eran también judíos, y casi todos habían tenido ocasión de comprobar en carne propia que no eran bienvenidos más allá de la frontera germana. Jan Szapiro, un profesor de filosofía que llevaba diez años dictando un seminario de verano en la Universidad de Heidelberg había recibido una carta del propio rector informándole de que su compromiso quedaba rescindido «sine die», y Pawel Grupinska, un anticuario oriundo de Galitzia que tenía negocios en el país vecino, había visto denegado su visado cuando estaba a punto de viajar a Alemania.
Ithzak dedicaba cuatro horas diarias a practicar con el violín y el piano. En septiembre iba a empezar a recibir clases de cello, pues debía dominar al menos tres instrumentos si quería hacer realidad su sueño de dirigir algún día una orquesta sinfónica. Aquel verano, nuestro amigo hablaba más bien poco de su futuro como músico profesional: pasaba demasiado tiempo flotando en su nube amorosa como para pensar en metrónomos, corcheas y partituras. Ithzak se levantaba con el alba para sus lecciones, y el resto de la jornada vivía pendiente de sus citas con Hannah Bilak, que por su parte hacía lo posible para burlar la férrea vigilancia de su abuela y reunirse con él en algún café de Varsovia.
Aunque respetábamos su intimidad y su legítimo deseo de estar solos, Elijah y yo solíamos ver a Hannah y a Ithzak prácticamente a diario, pues el músico tenía verdaderos deseos de fomentar el sentimiento de camaradería entre su novia y sus amigos. Formábamos un grupo muy particular: los dos adolescentes judíos, el joven americano de piel oscura, el español aislado de todo por carecer del don de lenguas y al que sus amigos se esforzaban por poner al corriente de sus conversaciones en francés. Lo curioso es que no me aburría. Observaba desde fuera el apasionamiento de mi querido Ithzak, que vivía la explosión del primer amor, la risueña complicidad de Elijah, la resolución de Hannah que desafiaba las reglas familiares reuniéndose con un chico negro.
Para ponerle más fácil sus escapadas, no solíamos citarnos con Hannah en lugares demasiado concurridos, como la plaza del castillo o la calle Piwna. Nos veíamos en la ladera de las murallas, donde apenas había paseantes, o en los cafés cercanos a la Universidad, raramente frecuentados por quienes podían alertar a la señora Bilak de los encuentros de su nieta con un joven de color. A veces, cuando su abuela salía a comer fuera, Hannah aparecía en casa de los Sezsmann, donde se le invitaba a compartir nuestro almuerzo. Era una muchacha adorable, casi una niña, con la piel de un blanco transparente y unos profundos ojos grises. Sonreía casi siempre, y se ruborizaba al utilizar su mal inglés al dirigirse a mí. Amos Sezsmann y Zachary West debían de entender como un juego de críos el incipiente enamoramiento de Ithzak, y fomentaban, entre burlas cariñosas, las visitas a casa de la joven polaca.
Una tarde, Hannah no se presentó en el café donde nos habíamos citado. Al llegar a casa, extrañados por su tardanza, encontramos una nota garabateada apresuradamente y salpicada de borrones causados por las lágrimas. La abuela había descubierto sus escapadas, y castigaba su desobediencia y sus mentiras sometiéndola a riguroso aislamiento. No podría salir de casa, ni recibir visitas, ni siquiera pasear por el parque en lo que quedaba de su estancia en Varsovia. Ithzak se sintió morir.
—Se va dentro de seis días… y no volverá hasta Navidades. Si no puedo verla, haré una locura, os lo aseguro.
Ni Elijah ni yo encontrábamos proporcionada su congoja, pero en aquellos días yo había leído una traducción al inglés de Las desventuras del joven Werther, y el trágico destino del héroe de Goethe me puso en guardia ante la tribulación de mi amigo. Ithzak pasó dos días sin dormir ni comer, paseando como un fantasma por las habitaciones de la casa, ojeroso y triste. Descuidó incluso sus prácticas de violín, y Amos Sezsmann se enojó con él, dirigiéndole una ruda reprimenda en polaco que ninguno entendió, pero que sirvió para aumentar la desazón del enamorado. Pensé que sólo un milagro podía salvar del desastre absoluto la última semana de las vacaciones, y el milagro ocurrió: aquella misma tarde recibimos en casa una misiva de Edith Griessmer en la que solicitaba ser recibida por el señor Sezsmann.
Edith Griessmer era en realidad la madre de Hannah Bilak, que había perdido el apellido de su primer esposo al casarse de nuevo con un hombre de negocios alemán. Ithzak, que no la conocía, supuso que estaría en Varsovia para recoger a su hija y llevársela de regreso a Dresde, donde vivía con su nueva familia.
—Pero ¿por qué quiere ver a tu padre? —le preguntamos a Ithzak.
—Supongo que para quejarse de mí.
Ithzak estaba convencido de que las cosas no podían sino ponerse peor para él. La señora Griessmer fue invitada a tomar el té aquella misma tarde, y para sorpresa de todos nosotros —que la aguardábamos en el salón de música con las camisas recién planchadas y los zapatos lustrosos— apareció en la casa en compañía de Hannah. Cualquiera puede imaginar la cara de nuestro Ithzak cuando vio entrar a su enamorada, cuya mano estrechó con un gesto teatral mientras la miraba a los ojos como si fuese a verla por última vez. Sin embargo, aquella vez no tuve ganas de memorizar los ademanes de mi amigo para imitarlos después en son de burla. Estaba demasiado ocupado en observar a la hermosa madre de Hannah Bilak.
Debía de tener tu edad. Era una mujer esbelta, de talle estrecho y un cabello rubio idéntico al de la hija, aunque ella lo llevaba recogido en un moño bajo como los que estaban de moda en los años treinta. Tenía los ojos grises, una piel finísima en la que empezaban a aparecer, como muestras de madurez, las primeras pinceladas de las arrugas y una sonrisa amplia y clara, muy diferente a la tímida mueca que esbozaba Hannah. Es curioso, algunas mujeres no aprenden a sonreír hasta pasados los años. Edith Griessmer me estrechó la mano después de despojarse de los guantes de encaje, y yo sentí un profundo estremecimiento. Acababa de comprender muchos de los extraños comportamientos de Ithzak Sezsmann.
Durante el té la conversación se desarrolló en francés, e incluso en mi pobre conocimiento de la lengua pude comprender que tuvo como base una charla insustancial en la que la señora Griessmer se limitó a agradecer las muchas atenciones que los Sezsmann habían tenido con su hija en aquel verano. Pero en cuanto acabamos la merienda, noté que Edith Griessmer se envaraba un poco al dirigirse, en alemán, al señor Sezsmann y a Zachary West. Amos pareció sorprenderse, pero respondió enseguida.
—Chicos —nos dijo, en inglés—. Llevad a Hannah a la otra sala y esperad allí. La señora Griessmer quiere hablar con nosotros en privado. Pedid a Wanda que os sirva más té, ¿de acuerdo?
Elijah y yo intercambiamos una mirada de desconcierto, pero Hannah e Ithzak ya estaban saliendo de la habitación, felices de poder verse a solas después de tantos días. En la otra sala, nuestros amigos se dedicaron a cuchichear cogidos de la mano. Nosotros nos sentamos en el otro extremo de la pieza para procurarles algo parecido a la intimidad.
—¿A qué viene todo esto? —le pregunté a Elijah. Él frunció el ceño.
—No lo sé. Pero aquí pasa algo raro.
La señora Griessmer estuvo reunida durante más de una hora con Zachary y Amos. Aunque cuando vinieron a buscarnos la expresión de todos era de jovialidad, era fácil percibir que los tres adultos estaban preocupados. La madre de Hannah nos invitó a comer al día siguiente en un restaurante del centro, y el corazón me dio un vuelco al pensar que iba a volver a verla en cuestión de horas. Luego, ella y su hija se despidieron de nosotros hasta el día siguiente.
—Herr Sezsmann, Herr West… Danke. Danke schön.
Yo no sabía alemán, pero era capaz de entender aquellas palabras. Y también el matiz de profundidad que había en ellas. Evidentemente, Edith Griessmer nos estaba agradeciendo el que la hubiesen invitado a merendar. Cuando se cerró la puerta, Ithzak, Elijah y yo nos volvimos hacia Zachary y Amos, que se llevó un dedo a los labios para indicar silencio. Cuando escuchamos el ruido del coche de la señora Griessmer, el padre de Ithzak nos miró, muy serio.
—Vamos a la biblioteca. Tenemos que hablar.
Amos Sezsmann nos explicó entonces el motivo real de la visita de Edith Griessmer. Se disculpó primero por «el comportamiento incalificable» de su suegra y pidió mil disculpas por los disgustos que éste nos hubiera podido ocasionar. Dijo que había hablado seriamente con ella, y que Hannah no volvería a tener problema alguno para reunirse con nosotros. Lo que había contado después era mucho menos halagüeño. Al parecer, en Alemania las cosas estaban poniéndose verdaderamente duras para los ciudadanos judíos. Había tenido dificultades para salir del país y viajar a Polonia, y su marido ario aseguraba que las cosas no habían hecho más que empezar. El señor Griessmer, un industrial con influyentes amistades dentro del partido nazi, tenía informaciones poco optimistas sobre el futuro de los judíos en el país. Por eso había decidido que, de momento, Hannah no regresaría con ella a Alemania.
Ithzak soltó un grito y una exclamación en polaco. Pero yo pensaba en otra cosa.
—Y… ¿y ella? La señora Griessmer, quiero decir. ¿No es judía también?
Amos Sezsmann meneó la cabeza.
—Sí, pero… en fin, su marido es ario. Tienen dos niños pequeños a los que están educando como gentiles, y ese Griessmer parece contar con amigos bien situados. En fin, no nos alarmemos antes de tiempo, ¿de acuerdo? Quizá las cosas se tranquilicen. Edith Griessmer sólo quería asegurarse de que, si algo ocurriera, ayudaríamos a Hannah.
—Pero ¿qué podría ocurrir?
—Nada, Ithzak, pero las madres siempre se preocupan más de la cuenta. —El tono de Amos era forzado—. Supongo que a la señora Griessmer le inquieta que la abuela de Hannah pueda ponerse enferma… en cualquier caso, ya nos ocuparemos de los problemas cuando vayan surgiendo. Otra cosa: Hannah todavía no sabe que va a quedarse en Varsovia, así que hasta que ella se lo diga, no le hagáis comentarios al respecto, ¿de acuerdo?
Ithzak estaba tan contento que era incapaz de pensar en algo distinto a la certeza de que Hannah iba a permanecer en Polonia. Pero ni a Elijah ni a mí nos pasó desapercibido el aire inquieto de Amos y de Zachary. Evidentemente, la preocupación de Edith Griessmer iba más allá del estado de salud de la señora Bilak. Aquella misma noche, cuando Ithzak se retiró para recuperar los dos días perdidos en sus estudios de música, nos las arreglamos para hablar a solas con Zachary West.
—Papá ¿qué está pasando?
—Nada que pueda sorprenderme, Elijah. Adolf Hitler dejó muy claro que los judíos son un estorbo para la nueva Alemania. La verdad, tenía la esperanza de que las cosas pudieran reconducirse, pero se están precipitando. Por eso no me extrañó que cancelasen la gira de Amos. ¿Sabéis que en primavera se expulsó de sus puestos en la administración germana a todos los funcionarios no arios? Alemania se convertirá en un infierno para los judíos. Y creo que la señora Griessmer también lo sabe. Por eso prefiere que su hija no regrese. Y por eso nos ha pedido que cuidemos de ella.
—¿Y por qué a vosotros?
—Pues porque me temo que esta mujer no tiene más gente en quien confiar. Vive en Alemania desde que volvió a casarse. Allí todos sus amigos son arios. Veremos lo que tardan en darle la espalda a ella. Hace bien en sacar a Hannah del país antes de que la situación se vuelva insostenible. En Varsovia está segura. Al menos de momento.
Zachary pronunció entre dientes la última frase, aunque no creo que en ese instante pudiese imaginar lo que ocurriría en Polonia seis años después.
Ithzak, Elijah y yo almorzamos con Hannah y con Edith Griessmer al día siguiente. Creo que Hannah ya sabía que su madre no iba a llevársela consigo, porque tenía los ojos llorosos y la piel levemente congestionada. La señora Griessmer había elegido un restaurante de moda con grandes ventanales que tenían vistas a la plaza del Mercado. Durante nuestra comida, pensé varias veces que nunca había tenido cerca a una persona tan llena de encanto, de gracia natural. Todo en ella era admirable, desde sus rasgos aristocráticos hasta su perfecto atuendo: un traje de chaqueta azul oscuro, perfectamente entallado, que se adhería a su cuerpo como una segunda piel, zapatos altos y un pequeño sombrero ladeado a juego con los guantes y el bolso. Sé que te parece imposible que pueda recordar todos esos detalles más de sesenta años después, pero cierro los ojos y vuelvo a ver a Edith Griessmer en aquel restaurante de Varsovia, hermosa como una actriz de cine. Todos los hombres del local la miraban a ella, y también las mujeres. Había algo particular en la madre de Hannah Bilak. Quizá su forma de sonreír o la naturalidad de su comportamiento, que la convertían en una mujer real a pesar de su belleza cinematográfica. Pensé que la recordaría siempre como aquella tarde y me resultó fácil: no volví a verla nunca más.
Regresamos a España el día 24 de agosto. Ithzak, Amos y Hannah vinieron a despedirnos a la estación, y ella derramó algunas lágrimas al vernos partir. En realidad todos estábamos tristes, pero intentábamos animarnos con la esperanza de futuros encuentros. Pero creo que, en el fondo de nuestra conciencia, cada uno de nosotros sabía que el mundo estaba cambiando, y que cerca de allí sucedían cosas que se escapaban por completo a nuestro control. A pesar de eso, me alegro de no haber sido capaz de imaginar aquel día, en la estación de ferrocarril de Varsovia, hasta qué punto el destino de todos iba a torcerse en poco tiempo, y que nunca más volveríamos a estar los cuatro juntos, Ithzak, Hannah, Elijah y yo.