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La llegada al pueblo de Zachary West no pasó desapercibida para ninguno de nosotros, y no porque él no apareciese haciendo gala de la exquisita discreción que le había caracterizado siempre, sino porque todos estábamos pendientes de su venida y, además, aquella vez le acompañaba un niño negro. Nadie en la ciudad había visto nunca un ser humano de un color distinto al nuestro, aunque sabíamos que existían en otros mundos tan lejanos para nosotros como la misma luna. Pero el que no ignorásemos que a muchos kilómetros vivían seres achocolatados, amarillos y rojizos (una vez alguien habló también de ciertos hombres azules, aunque casi nadie se creyó aquella historia) no impedía que siguiésemos concibiéndoles como piezas de un universo completamente ajeno al que nunca tendríamos acceso. Todavía recuerdo la conmoción que causó en Ribanova la primera aparición pública del señor West paseando de la mano de aquel crío de piel oscura como la noche, vestido enteramente de blanco en un desafío a la suerte que le había hecho nacer más negro que el carbón. El señor West y aquel niño zahíno se pasearon por la plaza de España, arriba y abajo, arriba y abajo, mezclados con los otros caminantes dominicales que acudían a la alameda para escuchar el concierto de zarzuelas de la banda municipal, y a todos costó un trabajo ímprobo saludar al señor West disimulando la sorpresa descomunal que despertaba aquella visión.

Nadie dijo nada, por supuesto. No hubiera sido de buen gusto, y aunque la nuestra era una ciudad hermética y pequeña, presumíamos de ser también medianamente civilizados. Así que aquellos días las madres aleccionaron a los hijos para que no señalasen al negrito como un fenómeno de las fiestas de San Froilán, cuando, para regocijo de todos, los feriantes traían animales pretendidamente exóticos y cobraban un real por el derecho a verlos y otro más si alguien con arrestos quería tocarlos. Una vez mi padre nos invitó a todos a pasar la mano por el lomo de un avestruz de Madagascar. Aquel pájaro triste estaba atado por una pata a un tocón de madera. Le faltaban la mitad de las plumas y saltaba a la vista que tenía más años que el propio mundo, pero ninguno de nosotros fue capaz de ver en el ave otra cosa que un ejemplar magnífico llegado de tierras ignotas, que desafiaba al público con su cuello larguísimo y sus ojos vidriosos que sólo ahora comprendo que estaban húmedos de miedo.

Pero no pienses que estoy comparando al niño del señor West con un pajarraco renqueante. Era sólo un ejemplo, ¿sabes?, para que comprendas la cara que se nos quedó a todos cuando vimos a aquel crío por el paseo de la Alameda. Fue como descubrir a un ejemplar de otra galaxia. Los jóvenes os creéis que el mundo ha sido siempre así, manejable y pequeño, con la televisión y los ordenadores, pero te aseguro que hubo un tiempo bien distinto a éste. La edad de piedra, como quien dice. Nuestra experiencia con los negros se reducía a las funciones de cine mudo del teatro Principal. Algunos pensaban que eran caníbales. Sí, hija, así de brutos éramos. Creíamos que los hombres de color, como los llaman ahora, bailaban el hula hula y la danza de la lluvia, llevaban huesos en la cabeza y aros de oro en la nariz. De modo que no sabría decirte qué nos sorprendió más, si que el señor West apareciese llevando de la mano a un negrito de seis o siete años, o que el niño en cuestión fuese pulcramente vestido de blanco inmaculado, con un sombrero de paja encasquetado en la cabeza y zapatos de charol brillantes como espejos. La imagen de aquel angelito negro tan bien apañado, que no se subía a los árboles ni lanzaba alaridos sino que caminaba lleno de mansedumbre al lado de Zachary West, mirando a su alrededor con unos ojos enormes y extraordinariamente vivos, produjo en nosotros, por encima de todo, un profundo desconcierto. Acabábamos de enterarnos de que los negros existían más allá de las películas, y que eran civilizados y correctos y capaces de andar calzados con zapatos de primera comunión.

Ninguno de los niños se le acercó. Y que conste que fue por pura timidez. Simplemente, no nos atrevimos. Era un ser demasiado fabuloso, demasiado fantástico, y supongo que nos temimos que se desvaneciera si lo rozábamos con las manos pegajosas de los caramelos dominicales. Así que, mientras nuestros padres saludaban al señor West, estrechaban su mano y le preguntaban por la vida en general, nosotros mirábamos al niño con la boca abierta y los ojos cargados de una admiración sin condiciones. Él era distinto a todos, y no sólo por el color de su piel, sino también porque iba cuidadosamente vestido y peinado y porque, además, vivía con el extraordinario señor West, que era americano y aviador. En Ribanova no había nadie como él, nadie nacido en otro país, nadie capaz de pilotar una avioneta, nadie tan cargado de experiencias que tenían como escenario misteriosos lugares de los cinco continentes. Zachary West era el pariente que todos hubiéramos deseado tener, el tío postizo con el que soñábamos, el visitante de lujo que cualquiera querría sentar a su mesa para hacerle contar historias increíbles de proezas aeronáuticas y aventuras en el África Austral. Pero Zachary West no tenía parientes, ni lejanos ni próximos. Era huérfano de padre y madre, no se había casado, no tenía hijos. Y entonces llegó a Ribanova llevando de la mano a aquel niño, y todos entendimos que ellos dos solos se habían convertido en una familia.

Lo creas o no, cualquiera de nosotros se hubiese cambiado por aquel crío sin pensarlo más allá de unos segundos. Él paseaba por los cantones aferrado a la mano del señor West mientras nosotros lo hacíamos acompañados de nuestros padres, abuelos y tíos: gente corriente y moliente, vulgar a más no poder, que no tenían grandes cosas que contarnos ni habían protagonizado hazañas de novela a bordo de un bimotor. No, querida, nadie miró a aquel niño negro por encima del hombro, ni le compadeció por haber nacido cambiado de color. Sólo le envidiamos con toda la fuerza de nuestra poca edad y nuestra experiencia nula. Cuando uno es pequeño, la envidia es algo mucho menos mezquino que en la edad adulta, porque se mezcla tanto con la admiración que acaban por confundirse la una y la otra. Y aquel día lo único que deseamos todos y al mismo tiempo, fue hacernos amigos cuanto antes de aquel niño magnífico que acababa de llegar a Ribanova junto a Zachary West.

¿Que cuándo ocurrió aquello? Pues debió de ser en 1925, poco más o menos. Yo tenía ocho años y unos celos terribles de mi hermano menor, que acababa de nacer. Recuerdo que el día que el señor West se paseó con su niño por la plaza de España, mis padres estaban preparando la celebración de su bautizo, y yo me subía por las paredes con el ambiente de fiesta que remaba en mi casa porque desde hacía tiempo no era yo el centro de atención ni se cosían en mi honor banderitas de colores y bolsas de peladillas. En esta ocasión el rey de la casa era mi hermano Efraín, un pelón escuchimizado que había nacido con apenas kilo y medio de peso. Ya ves tú qué birria, poco más que un chuletón de esos que se quedan en nada al echarlos en la sartén. Los primeros días se temió por su vida, y yo escuché cómo el médico le decía a mi padre, «no se haga usted demasiadas ilusiones». Aquella noche, mi abuelo intentó prepararme a mí también para la más que previsible muerte de mi único hermano, y me dijo que a lo mejor Dios mandaba a unos ángeles para llevarse al cielo a Efraín.

Yo era un niño muy pío, muy beatón. Coleccionaba estampitas de santos y pedía libros de misa como regalo de cumpleaños, así que la posibilidad de que una cuadrilla de ángeles estuviese preparada para entrar en mi casa me llenó de una emoción intensa. El que viniesen a recoger a Efraín me parecía una cuestión menor. Estábamos muy bien sin él, así que nada iba a ocurrir si volvían a llevárselo al limbo. Estuve días enteros aguardando la llegada del ejército celestial, acechando un posible batir de alas y escudriñando el reflejo del aura de santidad que habría de venir para iluminarlo todo, preparado para aquella experiencia sobrenatural que marcaría el resto de mi vida. Pero el tiempo pasó y los ángeles no llegaron. Efraín ganó peso muy poco a poco, y su piel perdió el tono azulado que tan pocas esperanzas prestaba a su supervivencia. Un día, el mismo médico que había augurado su muerte le dijo a mi padre que el peligro había pasado, y fue como si toda la alegría del mundo entrase a borbotones por cada rendija de la casa. Yo no dije nada, pero me llevé una decepción mayúscula. Jamás tendría otra oportunidad de ver a un ángel de cerca, y encima Efraín iba a perturbar para siempre mi existencia feliz.

Cuando uno tiene ocho años, el mundo puede venirse abajo por las cosas más absurdas. Y eso fue lo que ocurrió con la llegada de mi hermano. Que el mundo se resquebrajó por todas partes. Mi madre vivía pendiente de Efraín, y lo mismo le ocurría a mi padre. Toda la casa flotaba a cualquier hora en un silencio opresivo destinado a facilitar en lo posible el descanso del recién nacido, y el olor a lavanda de los armarios se trocó en una indeseable peste a formol con la que los médicos pretendían convertir nuestra vivienda en un reducto estéril donde no tuviesen cabida los microbios ni las bacterias. Mis padres y mis abuelos se pasaban el día lavándose las manos con jabón lagarto, y yo tenía que someterme a un complicado ritual cuando llegaba de la calle: debía despojarme en la cocina de toda mi ropa, empezando por los zapatos, y ponerme una especie de pijama que olía de forma insoportable a una mezcla de alcanfor y lejía. Mi madre se pasaba el día tumbada, para que el reposo le ayudase a producir más y mejor leche, y mi padre no hacía otra cosa que observar su descanso o agotar las horas muertas junto a la cuna del bebé. El moisés que había sido mío en otro tiempo estaba ahora rodeado de canecos de barro llenos de agua caliente en un remedo de las incubadoras modernas, y Efraín pasaba así los días envuelto en una atmósfera tibia, parecida, supongo, a la del útero materno.

No sé hasta qué punto aquellas precauciones sirvieron para sacar adelante a mi hermano, o si fue su naturaleza invulnerable quien le ayudó a desafiar los peores augurios de los doctores. Pero una mañana yo fui el primero en darme cuenta de que el pequeñajo lloraba más fuerte y con más ganas que nunca, como si quisiese anunciar a los cuatro vientos su firme determinación de aferrarse a la vida. Esa misma tarde supe que debía dejar de esperar la visita angelical, y prepararme para convivir en lo sucesivo con un hermano que no deseaba. Con un rival enviado por la suerte. Y me sentí desdichado. Intensamente desdichado, para qué te voy a decir otra cosa.

A Efraín lo había bautizado en casa un cura amigo de la familia a las pocas horas de nacer, cuando nadie daba un céntimo por su supervivencia. Su entrada en el paraíso quedaba así asegurada, pero dadas las circunstancias nadie pensó en celebrar el sacramento con una fiesta. El faldón de bautizo que mi abuela había bordado con sus propias manos quedó guardado en el armario, a la espera seguramente de servir de mortaja en el día previsible del entierro, y mi bisabuelo ni siquiera mencionó que tenía guardado para Efraín otro frasco con agua del río Jordán exactamente igual al que habían utilizado conmigo para hacerme cristiano. Por eso, cuando el médico dijo que Efraín viviría y la dicha se apoderó de todos los miembros de la familia, lo primero que dijo mi padre era que quería repetir la ceremonia del bautismo y organizar después una gran fiesta. El sacerdote al que mis padres y mis abuelos confesaban sus pecados dijo que, aunque las alharacas y albricias que sucedían al acto de cristianar le parecían una lamentable feria de vanidades, también podían interpretarse como un deseo de dar gracias al Creador por salvar de la muerte a una criatura inocente, y no sólo dio el visto bueno a la fiesta sino que, además, se ofreció a derramar de nuevo las aguas sagradas sobre la cabeza del recién nacido.

La familia decidió echar la casa por la ventana. Mi padre alquiló el Salón de los Espejos del hotel Almirante y encargó en la confitería de Alejo Pelayo una tarta de varios pisos adornada con frutas escarchadas y una cigüeña de azúcar. Mi madre se hizo un vestido de color palo de rosa y se compró un hermoso sombrero de paja adornado con flores de crinolina. La abuela añadió más encajes al faldón de cristianar, el abuelo (que era el padrino de Efraín) compró dos kilos de confites para lanzar a los chiquillos a la puerta de la iglesia. Mis tías entraban en casa a todas horas canturreando como pájaros, y traían para mi hermano pololos y camisitas, patucos y baberos, gorritos de ganchillo y manoplas de lana, y los amigos de mis padres enviaban sonajeros de plata, medallitas de oro, colgantes de chupete y todas cuantas chucherías inútiles puedas imaginarte. En cuanto a mí, vagaba por los pasillos con la conciencia de haberme vuelto invisible a los ojos de todos, de no tener lugar alguno en la atmósfera festiva de la casa. No sé cuántas cosas horribles se me pudieron ocurrir durante aquellos días, pero estaba convencido de que mis padres habían dejado de quererme para transferir todo su amor a mi nuevo hermano. Llegué a rezar al cielo para que me enviase alguna enfermedad grave (sarampión, escarlatina, tifus o viruela loca), por entender que sólo un virus alarmante podría servirme para recuperar el favor paterno. Pero nada ocurrió. Pasaban las horas y los días, se acercaba la fecha del bautizo y yo me sentía cada vez más ajeno a mi familia y a lo que, hasta entonces, había sido mi mundo.

Fue entonces cuando Zachary West llegó a Ribanova y se paseó por los cantones llevando de la mano a Elijah. ¿No te había dicho que el niño se llamaba Elijah? Faltaban sólo unos días para el bautizo, y era la primera vez que mis padres sacaban de casa a Efraín. Como todo el mundo, Zachary West se inclinó sobre el cochecito de capota para ver la cara de mi hermano, acarició sus manitas arrugadas y mintió diciendo que era un chico muy guapo. La cosa quedó ahí. Pero aquel mediodía, durante el almuerzo de los domingos que celebrábamos siempre en nuestra casa, mi abuelo Nicolás hizo a mi padre una singular oferta: la de renunciar al honor de apadrinar a Efraín si Zachary West aceptaba ocupar su puesto junto al neonato.

No recuerdo muy bien qué pasó a continuación, o puede que en realidad no lo supiera nunca. A mi edad, la memoria es una cosa muy rara. En fin, creo que mis padres y mis abuelos discutieron durante un rato, pero debieron de ponerse de acuerdo sin mucha dificultad porque aquella misma tarde fueron a hablar con el padre Mauro, que se había avenido a repetir la ceremonia del bautismo, para explicarle la nueva situación. Mi madre contaba siempre que, al principio, el cura montó en cólera con la propuesta que le hicieron, pero se fue amansando cuando mi padre le recordó que, a buen seguro, Zachary West haría un donativo a la parroquia de Santa María la Nova, y que desde luego mi abuelo pensaba mantener la limosna que había prometido entregar para los pobres de la diócesis. El padre Mauro debió de echar sus cuentas y aceptar que el negocio era redondo para todos, y que no había en aquel trapicheo con los sacramentos ningún perjudicado directo. Así que, pásmate, tras santiguarse muchas veces, el cura rompió la fe de bautismo de mi hermano Efraín.

—Y ahora, si se les muere el niño de aquí al sábado, allá se las tengan ustedes con su alma inocente —dijo—. A todos los efectos legales, hasta entonces la criatura es morita.

No te rías. Ya te he dicho que antes la gente era muy bruta, y los curas de provincias no iban a ser una excepción. El caso es que, aquella tarde, mi padre fue al hotel Almirante a hablar con Zachary West para pedirle que apadrinase al menor de sus hijos. Y el señor West, nacido en Alabama, criado en Boston, comandante del ejército de los Estados Unidos de América y héroe de la primera guerra mundial, aceptó llevar de la mano al pequeño Efraín en su entrada en la comunidad católica.

Supongo que te estarás preguntando qué demonios pintaba en Ribanova un americano aviador. Zachary West había venido por primera vez a nuestra ciudad sólo unos meses después de terminada la gran guerra, cuando el mundo y él mismo convalecían aún de las heridas terribles de la contienda. Vino por consejo de Juan Sebastián Arroyo, un diletante local aficionado a los viajes, que tenía una justa fama de encantador de serpientes. Te hubiera gustado. Era un tipo que gustaba a todo el mundo. Por eso, cuando conocía a alguien en Madrid, en París o en Londres, siempre le invitaba a visitar Ribanova. Supongo que debía de describir la ciudad como una especie de sucursal del paraíso, como una arcadia feliz donde todo era hermoso y ordenado, porque así veía él a nuestra ciudad. Luego, cuando sus amigos se bajaban del tren, les costaba adivinar el reflejo de la urbe fabulosa que Arroyo les había descrito, y sólo encontraban una muralla en lucha perpetua contra las malas hierbas, unas casas irregularmente conservadas y un ambiente provinciano que espantaba a cualquier recién llegado de una metrópolis.

Sin embargo, con Zachary West las cosas sucedieron de otro modo, y aquel americano alto y rubio que cojeaba ostensiblemente a consecuencia de su herida de guerra, fue víctima del hechizo de nuestra ciudad como antes lo había sido del fuego de los aviones alemanes. Venía a pasar cuatro días pero se quedó dos meses, y se marchó cuando no tuvo más remedio y prometiendo volver. Supongo que todo el mundo pensó que lo decía por decir, pero no había pasado ni medio año cuando ya el señor West estaba de regreso en nuestra ciudad. Aquellas visitas se repitieron de forma esporádica. Pronto todo Ribanova supo de su pasado de héroe de la aviación y de su historia presente: había abandonado por invalidez las filas del ejército americano, y ocupaba un cargo importante en la embajada estadounidense en Madrid. Seguía pilotando, pero ya sólo por puro placer, y a pesar de su pierna medio inútil se había convertido en aventurero vocacional tras comprar un aeroplano con el que había sobrevolado tres continentes.

Fue en el transcurso de uno de aquellos periplos de alto riesgo cuando se cruzó en su camino un niño de raza negra abandonado por sus padres en una aldea de Nigeria. Zachary West sacó del país al pequeño huérfano, lo adoptó y le puso el nombre de Elijah. Cuando el niño se instaló en su casa, el señor West dio carpetazo para siempre a sus aventuras aeronáuticas, porque ahora ya no era un lobo solitario que no tenía a quien rendir cuentas, sino el padre adoptivo de un niño desamparado que sólo podía contar con él. A partir de entonces, aquellos viajes desmadrados y peligrosos se transformaron en pacíficas excursiones a las capitales europeas para que su hijo pudiese descubrir una realidad que nunca hubiera imaginado desde su aldea africana. Supongo que West quería contagiar en el niño su cosmopolitismo y su curiosidad por cualquier cosa, y desde luego que lo consiguió, pero eso ya te lo contaré otro día. El caso es que, cuando Zachary West llegó a nuestra ciudad acompañado de Elijah, el chico ya había visto más mundo y recorrido más kilómetros que todos los adultos que yo conocía. Claro que eso lo supe después. En un principio, lo único que no se me ocultaba de aquel niño es que era negro de nacimiento y poseedor de un destino envidiable como hijo adoptivo del señor West.

La noticia de que Zachary West iba a apadrinar a mi hermano corrió como la pólvora por todo Ribanova. Los padres de otros recién nacidos debieron de darse de cabezazos contra la pared, porque hasta entonces nadie se había atrevido a hacer al americano una petición semejante, pero la naturalidad con la que el aviador había aceptado la oferta de mi padre daba a entender que consideraba el asunto más como un honor que como un incordio. Aquella misma tarde envió a mi hermano el primero de los muchos regalos que le haría en vida: una primorosa canastilla rebosante de ropita de color blanco y azul con una medalla de oro colocada en lugar bien visible. A mi madre le hizo llegar un ramo enorme de rosas blancas y un camafeo de marfil, y a mi padre una purera de cuero. ¿Y a mí? A mí, Zachary West no me regaló nada material, pero en cambio me brindó la oportunidad más grande de mi vida: la de trabar amistad con su hijastro Elijah, al que conocí el día del bautizo de Efraín.

Mi hermano fue bautizado a las 12 de la mañana del sábado 28 de mayo en la iglesia de Santa María la Nova, que estaba considerada la parroquia más elegante de la ciudad. Los feligreses de aquella iglesia eran —éramos— las familias acomodadas que vivían entre murallas, más concretamente en el perímetro privilegiado de la calle de San Marcos, la plaza de Campo Castillo y los escalones de la plaza de España, rematados por el imponente edificio del Casino. Nuestra entrada en la iglesia tuvo mucho de apoteosis, pues el día radiante había ayudado a congregar en la calle a no menos de un centenar de curiosos que aplaudían la llegada de los invitados (unos setenta) y, sobre todo, la presencia magnética de Zachary West, que entró llevando en los brazos al pequeño hereje cuyos lloriqueos mi madre intentaba aplacar con un chupete de plata. En la pila de bautismo, mi hermano recibió los nombres de Efraín Zacarías, el primero en recuerdo de un bisabuelo muerto en los tiempos del ruido, y el segundo en honor a su padrino West. Cuando salimos de la iglesia fuimos otra vez objeto de aplausos y ovaciones, que arreciaron cuando, mano a mano, mi abuelo y Zachary West bombardearon a la concurrencia con saquitos de peladillas y caramelos variados. Aquella escena, con el señor West y mi abuelo arrojando golosinas con un raro ímpetu juvenil mientras niños y mayores lanzaban hurras y vivas, se fijó en mi memoria con tanta pasión que, ochenta años después, puedo recordarla sin que se me escape un solo detalle.

El hotel Almirante estaba justo enfrente de la iglesia de la Nova, de modo que los asistentes al convite posterior a la ceremonia sólo tuvimos que cruzar la calle. Fue allí, en el vestíbulo del hotel, donde Elijah West y yo fuimos presentados oficialmente. No había más niños invitados al almuerzo. Mi padre era hijo único, y los hermanos de mi madre, bastante más jóvenes que ella, estaban solteros. No contaba, pues, con primos de mi edad, cosa que hasta entonces había amargado un poco mi primera infancia. Así que aquella mañana, después de haber ejercido a la perfección su papel de padrino, Zachary West tomó de la mano a Elijah y le trajo hasta donde yo estaba.

—Tú eres Silvio, ¿verdad? —dijo, con su español inimitable de aventurero de película—. ¿Cuántos años tienes?

—Ocho… —Yo miraba al suelo al hablar, algo que mi padre consideraba una muestra suprema de mala educación, pero ¿cómo iba a atreverme a mirar directamente a los ojos al señor West, el héroe de guerra?

—Los mismos que tú —dijo, dirigiéndose a Elijah. Luego se dio la vuelta, como si aquel dato de las edades idénticas fuese suficiente para que iniciásemos una conversación. Y así ocurrió. Aquella tarde, en el vestíbulo del hotel Almirante, Elijah West y yo comenzamos no sólo una charla infantil, sino una amistad que se prolongó durante muchos años y que sólo fue interrumpida por cuestiones que nada tenían que ver con nosotros, sino con los dictados del destino.

Nos sentaron juntos durante la comida. Elijah hablaba un español correcto pero difícil, de vocales torcidas y consonantes que parecían atravesársele en la lengua. Aquellos errores de pronunciación debían de ser hijos de su primera infancia africana y del tiempo pasado junto al señor West, cuyo castellano estaba fabulosamente trufado de meteduras de pata. El que mi amigo recién estrenado fuese capaz de hablar mi idioma con tan fantástica incorrección era un elemento más de su atractivo. En su lenguaje percudido, Elijah me contó que vivía en una casa con jardín, que tenía un caballo de madera y que estaba aprendiendo a nadar, y también que no iba al colegio, sino que se educaba con un profesor particular que le daba clase a domicilio. En el transcurso de aquel almuerzo (compuesto, aún me acuerdo, de langostinos rebozados, vieiras al horno, suprema de lubina y Chateaubriand), Elijah me hizo un retrato pormenorizado de su existencia al lado de Zachary West, pero no me habló de su pasado en Nigeria como yo hubiera querido, posiblemente porque ya no se acordaba de que había habido para él otra vida bien distinta a la que llevaba ahora. En cuanto a mí, le hablé de mi familia, de los insoportables lloros nocturnos de mi hermano Efraín, de mis maestros en el colegio de la Compañía de María y de mi pericia como jugador de canicas, que pareció impresionarle mucho, pues aseguraba ser un perfecto inútil en la materia, lo cual dificultaba enormemente sus relaciones sociales.

Cuando llegó la tarta del postre (un prodigio de repostería de cinco pisos de altura, con hojaldre liviano, crema pastelera y chantilly blanco como la nieve), tanto Elijah como yo estábamos secretamente convencidos de que nuestra amistad tendría que continuar por encima de las coordenadas del tiempo y el espacio. Faltaban sólo unos días para que él se marchara de Ribanova, y los utilizamos para afianzar nuestro primer encuentro ante tazones de chocolate con picatostes en el Salón de los Espejos del hotel Almirante, paseos por el parque de Rosalía y largas sesiones doctrinales en las que en vano intenté enseñar a Elijah los rudimentos del juego de las canicas: tal como me había advertido, era una completa nulidad. Quizá para compensar su torpeza y agradecer mi magisterio con las bolitas de colores, Elijah se empeñó en darme clases de inglés que, a decir de su padrastro West, era el idioma del futuro. Así que de vez en cuando Elijah se dirigía a mí en una jerigonza incomprensible. Pero, para mi sorpresa, aquellas palabras en clave empezaron a cobrar sentido, y cuando Elijah decía «ball» señalando una canica, «water», cuando bebíamos el agua de las fuentes del parque y «duck» al señalar a los patos del estanque, yo no necesitaba más explicaciones. Aquel niño fue el primer y mejor profesor de idiomas que tuve en mi vida.

¿Ves? Éste es el retrato del bautizo. El montón de carne que mi madre llevaba en brazos era mi hermano Efraín. Mi padre es el del bigote y el sombrero canotier. Los otros son mis tíos y mis abuelos. Y ese hombre alto, rubio y de sonrisa radiante era Zachary West. Obviamente, Elijah es el niño que está a mi lado, agarrando mi mano y mirando hacia la cámara con un aplomo impropio de sus ocho años recién cumplidos. Siempre tuve la sensación de que, en ese mismo momento, Elijah West había empezado a desafiar al destino.

El señor West y su hijastro volvieron a Ribanova en los primeros días de septiembre. Yo había pasado el verano en un hotel familiar de Caldas de Reyes, donde mis abuelos tomaban los baños y mis padres hacían vida social con un puñado de amigos. Efraín había engordado y estaba más llorón que nunca, pero yo había terminado por acostumbrarme a su presencia y ya no me molestaba tanto compartir con él mi casa y mi familia. Los días en Caldas habían sido largos y aburridos. En el hotel no había muchos niños de mi edad, y los tres o cuatro huéspedes que se contaban entre mis contemporáneos se me antojaban estúpidos y pretenciosos, así que pasé el verano prácticamente solo. Lo mejor de aquellas semanas fueron las larguísimas cartas que Elijah West me hacía llegar desde cada una de las etapas de su fascinante periplo vacacional. Mientras yo me consumía de aburrimiento en un balneario del norte, mi nuevo amigo había estado con su padrastro en París, Viena y Praga, protegidos ambos por el pasaporte diplomático del señor West, que les abría las puertas de las embajadas centroeuropeas y también, supongo, las de la vida excitante que Elijah me describía prolijamente en aquellas cartas escritas en su mal español. Elijah hablaba de museos, de jardines, de palacios, hablaba de restaurantes de lujo y de porteros con librea, de chóferes de uniforme y de paseos a caballo, y por eso sus cartas eran tan interesantes como una novela de aventuras, mientras las que yo le enviaba no pasaban de ser simples telegramas que describían un veraneo más bien vulgar con el telón de fondo de las llantinas de Efraín y el ruido de la pelota en la cancha de tenis. Cuando en una de sus últimas cartas Elijah me informó de la intención de su padre de volver a Ribanova a principios de septiembre, pensé que la inminencia de la visita de mi amigo iba a servir para ayudarme a soportar el tedio mortal de las últimas tardes del verano.

Los West arribaron a Ribanova cinco días después de nuestro regreso de Caldas. Se instalaron, como siempre, en el hotel Almirante, y desde allí Zachary West nos envió una nota en la que nos hacía partícipes de su llegada a la ciudad y manifestaba su intención de visitarnos para ver a su ahijado cuando mis padres lo estimasen conveniente. Dos días después, Zachary West y su hijastro acudían a mi casa para compartir con nosotros el almuerzo dominical. Llegaron cargados de regalos para todos. Mi madre recibió un sombrero de madame Reboux, que hacía furor entre las parisinas elegantes; mi padre, una corbata de seda y unos gemelos de plata; para Efraín, dos faldones de batista, y para mí un tren de juguete que Elijah había elegido en una tienda de Viena. Creo que la generosidad de Zachary West nos abrumaba un poco a todos pero ¿a quién no le gusta recibir presentes? Así que, tras las protestas de rigor y los consabidos «no tendría que haberse molestado», mis padres debieron de decirse que en buena hora habían elegido a un caballero tan generoso como padrino de su hijo menor. Aquel día, después de la comida, Zachary West y mi padre se pusieron de acuerdo para tutearse.

—Después de todo —había dicho el americano— ahora somos casi familia.

A partir de entonces, mi relación con Elijah se hizo más estrecha. Mi amigo comía con nosotros un par de veces por semana, y por las tardes, cuando salía del colegio, era yo quien le visitaba en el hotel Almirante. Para nuestra satisfacción, Zachary West no manifestaba prisa alguna por regresar a Madrid, y yo empezaba a acostumbrarme a la presencia de Elijah cuando, una tarde, el señor West entró en la habitación en donde estábamos enfrascados en un juego de construcciones. La puerta se abrió de una forma tan violenta que media docena de piezas de madera sostenidas en precario equilibrio se precipitaron al suelo, pero el padrastro de Elijah pareció no darse cuenta.

—Elijah, we must come back. Hurry up. We leave tonight.

Y, ante la desolación que se dibujó en el rostro oscuro de mi amigo, añadió al marcharse:

I’m so sorry.

Ayudé a Elijah a recoger los juegos y a hacer su maleta. Creo que nunca había visto a nadie tan triste como a aquel niño que doblaba su ropa con la maestría de quien está acostumbrado a hacerlo continuamente.

—¿Por qué os vais? —me atreví a preguntarle al fin. Él se encogió de hombros.

—No sé muy bien. Es por mi padre, por el trabajo. Siempre se está marchando. Le llaman, y se tiene que ir así, muy deprisa.

—Y a ti ¿no te importa?

Elijah volvió a componer un gesto resignado.

I’m used to.

No sé por qué no contestó en castellano, pero, para mi sorpresa, entendí perfectamente lo que me había dicho. Elijah me hablaba muchas veces en inglés, y aunque no siempre comprendía sus parrafadas, poco a poco iba aprendiendo una lengua que entonces no estaba de moda: todo el mundo quería estudiar francés, que era el idioma de la poesía, de la diplomacia y del amor.

Mi padre y yo fuimos a la estación a despedir a los West. Elijah estaba enfurruñado y triste. En cuanto al padrino de mi hermano, llevaba en los ojos una rara expresión de urgencia que le hizo parecer distraído hasta en la forma de decirnos adiós. Mientras veía alejarse el tren que se llevaba a Madrid a mi mejor amigo, tuve el amargo presentimiento de que aquella vez él y su padrastro se marchaban de Ribanova con la perspectiva de no volver nunca más.

Las cartas de Elijah llegaban cada dos semanas. Si bien es cierto que ya no eran los textos vibrantes que había redactado durante el verano para hacerme partícipe de sus vacaciones novelescas, aquellas cuartillas seguían despertando mi interés, porque eran una prueba de que lejos de las murallas de Ribanova existía un mundo distinto al mío, aunque no era capaz de decidir si mejor o peor que el que me había tocado en suerte. Elijah me contaba que su padre había salido de viaje, y que pasaba los días bastante aburrido, asistiendo a las clases impartidas por su tutor y en compañía de los sirvientes de la casa. Los sábados acudía a montar a caballo en un club privado (en una de sus cartas me contaba que había visto al rey Alfonso XIII jugando al polo), y los domingos iba al cine a ver películas de Buster Keaton o de Charles Chaplin.

Si durante las vacaciones había envidiado la vida de mi amigo, ahora me daba cuenta de que en realidad el bueno de Elijah tampoco gozaba de una existencia perfecta. No parecía tener amigos, y es de suponer que los parientes del señor West se hallaban a muchos kilómetros de distancia. Cada vez que su padrastro salía de viaje (lo que sucedía con bastante frecuencia), el pobre se quedaba solo en aquella casa enorme en la que vivían, y que tantas veces yo había jugado a reconstruir basándome en las descripciones que de ella me hacía Elijah. Mientras, yo vivía en un tercer piso de cuatro dormitorios, con dos personas externas como todo servicio, y no sabía montar a caballo ni había visto al rey de España más que en los sellos de correos, las monedas de curso legal y las fotografías del ABC, pero tenía todo un ejército de parientes revoloteando a mi alrededor, muchos compañeros con quienes jugar y hasta un hermano pequeñajo y gritón que iba creciendo delante de mis narices y al que estaba empezando a querer.

Pasó el otoño y llegó el tiempo del Adviento. En Ribanova cayeron las primeras nieves, y mientras yo me deslizaba en un trineo artesanal que me había hecho mi abuelo, una carta de Elijah me informaba de que su padre le había prometido que pasarían las Navidades en una estación de esquí de los Alpes suizos. Aquellas noticias me decepcionaron, porque albergaba la esperanza de que los West volvieran para pasar en Ribanova las fechas pascuales, pero en mi carta de contestación me limité a pedir a Elijah que me enviase una postal desde las montañas. Empezaba a pensar que mis presentimientos no andaban desencaminados: quizá nunca volviese a ver al hijo de Zachary West.

Fueron unas Navidades blancas y felices. Nuestra casa, como cada año, se llenó de familia y de amigos que se reunieron con nosotros para compartir almuerzos y cenas de sobremesas larguísimas. El día 31 de diciembre se me permitió velar para recibir el año nuevo, y la mañana de Reyes los tres magos de Oriente dejaron junto a mis zapatos un montón de juguetes y de golosinas. A veces me acordaba de Elijah, que debía de estar en Suiza viendo caer la nieve o paseando en un trineo tirado por un solo caballo, como decía aquella canción inglesa que me había enseñado. No había vuelto a recibir cartas suyas, salvo una felicitación navideña garabateada apresuradamente en la que me expresaba sus mejores deseos para el año nuevo. Quizá Elijah había encontrado nuevos amigos en la estación alpina y se había olvidado de mí.

Y entonces, cuando ya me había resignado a dar por terminada mi relación fraternal con el pequeño West, ocurrió algo que cambió de golpe todas las cosas. Fue el 8 de enero de 1926. Yo acababa de regresar del colegio cuando el cartero llamó a la puerta para entregar un telegrama. Fue mi padre quien lo recogió. Lo leyó un par de veces, como si no entendiese bien lo que quería decir, y luego fue en busca de mi madre. Hablaron en susurros durante media hora en la que no se me permitió entrar en la sala donde se encontraban. Al fin, mi padre salió de aquel cuarto y, sin saberse observado, guardó el cable recibido en un mueble del vestíbulo de la entrada. Recuerdo perfectamente cómo me acerqué en completo sigilo al lugar donde mi padre había depositado el telegrama, y cómo, conteniendo el aliento, abrí muy despacio aquel cajón para hacerme con él. Lo leí allí mismo, con el corazón alborotado y conteniendo a la vez el aliento y la mala conciencia. Si cierro los ojos, puedo ver de nuevo aquellas líneas: Necesito vuestra ayuda stop Llegamos mañana once noche stop No aviséis a nadie stop. Y firmaba Zachary West.

Lucinda entró en el salón haciendo uso de su misteriosa capacidad para deslizarse, e interrumpió el relato de Silvio.

—Señor… es que… la cena.

Un poco sorprendida, miré mi reloj: eran casi las nueve.

—Me… me tiene que decir qué quiere que le prepare. Como hoy ha merendado tan tarde…

Silvio dijo que no tenía hambre. En realidad, creo que lo que quería era seguir con su narración y alejar de la sala a la criada, pero Lucinda era tan discreta como conocedora de sus obligaciones.

—Ah, no, señor, eso no puede ser. La señora Carmina dice que tiene usted que cenar algo todos los días, aunque sea poquita cosa. Le puedo traer una taza de caldo, una tortilla francesa, una ensalada de tomate y lechuga, unas tostadas con queso de Burgos o pollo cocido del que sobró a mediodía, pero no puedo dejar que se acueste sin comer. La señora Carmina dice…

Silvio detuvo la súbita elocuencia de Lucinda con un gesto de rendición.

—Está bien, tomaré el consomé. —Y volviéndose a mí—: Ya ves cómo me tienen, Cecilia. Aquí hay que tener apetito por obligación.

—Pues yo me marcho. Se me ha hecho un poco tarde. Volveré el próximo lunes.

Cuando salí a la calle, me sorprendió encontrarla casi desierta. Durante las horas de trabajo, las zonas comerciales parecen dotadas de una poderosa energía que se desvanece como barrida por el viento en cuanto cierran las tiendas. La calle se convierte entonces en un lugar distinto, con resabios de páramo, en el que a nadie extrañaría que brillasen los fuegos de San Telmo. A las diez de la noche, la zona de Velázquez era un conjunto de escaparates iluminados, de farolas encendidas en una luz amarillenta, de cortinas corridas, de verjas que se cierran y de aceras desoladas e inmóviles.

Entré en el metro pensando en Silvio, en la historia de Silvio, en los secretos de Silvio. Siempre y cuando hubiera alguno. Porque, a pesar del aire misterioso que sabía dar a la narración, a pesar de su acento solemne al relatar su propia historia, hasta el momento, el abuelo de Elena no me había hablado de nada particularmente excitante, salvo que alguien pueda considerar extraordinaria la amistad con un niño de otra raza. Claro que, para entender la situación, quizá habría que olvidarse de los criterios del siglo XXI y aplicar los imperantes en los años veinte. Es curioso pensar que hubo un tiempo, no tan lejano, en que el mundo era así: cerrado, pequeño, unánime. Miré con disimulo a mi alrededor, y junto a mí, en el vagón, había viajeros de media docena de nacionalidades distintas. Ellos también tendrían su historia y sus secretos. Como Silvio. Como yo.

Si pudiéramos conocer los secretos de todas las personas que se nos cruzan en el camino, creo que la carga sería insoportable. Por otro lado, saber que quienes nos rodean ignoran los nuestros nos proporciona una rara sensación de seguridad. A los ojos de la mujer que viaja enfrente (creo que es filipina) yo soy un ser incógnito, una página en blanco. Cuando me senté, cruzamos brevemente nuestros ojos, pero desviamos la mirada en un segundo, supongo que por no parecer indiscretas y para respetar el derecho del otro a ser ignorado. Yo no sé nada de ella, ella lo desconoce todo de mí, no sabe lo que siento ni cómo me siento, no se hace preguntas en torno a mi carácter o mis circunstancias vitales. Para esta mujer soy un simple contacto visual. Ahora se bajará del vagón y no volverá a verme, y no me olvidará porque ni siquiera se ha parado a pensar en que existo.

Esa paz que da el desconocimiento ajeno me fue de gran ayuda el día que murió mi madre. Aquella mañana de marzo, la casa de mi hermana se convirtió por unas horas en una especie de sucursal de cualquier manicomio. Si el dolor no hubiese llenado entonces hasta los más pequeños rincones de nuestros sentidos, creo que la escena hubiera podido resultar digna de un vodevil. Porque, cuando llegaron los servicios de emergencia y certificaron la muerte de mi madre, nos explicaron que, al no haberse producido el fallecimiento en un hospital, era necesario llamar a la policía. Así que ahí lo tenéis: un piso de poco más de cien metros cuadrados donde había un médico, una enfermera, un camillero y dos policías de uniforme, aparte de un bebé que acababa de despertarse, cuatro adultos anonadados por lo que estaba ocurriendo y, cómo no, un cadáver, pero no un cadáver cualquiera: el de mi madre. Enseguida aparecieron algunos allegados (mi tía, mi prima) con la encomiable intención de ayudarnos en todo lo posible, de compartir nuestra tristeza. Y de compadecernos, por supuesto. No podría ser de otro modo. Eran seres generosos, que nos amaban, que amaban a mi madre, que también se sentían heridos por su pérdida y por nuestro desconsuelo. Otras veces había sido yo quien había secado las lágrimas de otros, prodigado abrazos, transmitido serenidad y afecto. Esas cosas se me dan bien. Pero aquella mañana descubrí que no soportaba ser objeto de tantas atenciones. Que no quería que me consolaran. Que necesitaba manejar a mi aire todo lo que estaba sintiendo, porque no hay nada tan personal como el dolor, nada tan inmune a la buena intención ajena. Frente al dolor siempre estamos solos, y es necesario aprender a administrar esa sensación.

La casa estaba llena de gente y de lágrimas. Y entonces, en medio de aquel escenario demencial donde, al menos para la burocracia de la ley, éramos sospechosos de haber asesinado a mi madre hasta que un forense certificara lo contrario, mi hermana se dio cuenta de que la niña tenía que comer y que no había en la casa ni un solo potito. Así que me ofrecí a buscar una farmacia de guardia, pues para colmo de males estábamos en domingo. En domingo de Pascua, para ser más exactos. Todo Madrid flotaba, pues, en el limbo particular de los días festivos.

Era una preciosa mañana de marzo. Descubrí las primeras flores tiernas apuntando en las ramas de los árboles, y hasta me pareció que podía oler su perfume dulzón. Atravesé un parque donde jugaba todo un ejército de niños, hartos de tantos días de reclusión a causa del mal tiempo. En los bancos había padres leyendo el periódico, parejas besándose, jubilados matando el tiempo de su eterno domingo. Me crucé con una adolescente esbelta que patinaba con los brazos abiertos como si tuviese alas, con un niño gordito a quien su padre enseñaba a montar en bicicleta, con una pareja de ancianos que regresaban de la procesión del Domingo de Ramos llevando en la mano, en una escena de otra época, las palmas bendecidas de la Semana Santa. No había nada a mi alrededor que pudiera considerarse deprimente o luctuoso: al contrario, el ambiente que se respiraba en la calle era casi festivo y, en general, tímidamente feliz. El mundo seguía existiendo al margen de mi pena. La vida común me ignoraba y transcurría al ritmo habitual.

Siempre pensé que, en medio de la desdicha, la alegría ajena podía considerarse como un insulto. Pero no es así. La normalidad del entorno era como una especie de bálsamo para las heridas que sangraban en mi interior, un soplo de paz para la conmoción que acababa de sacudir mi vida. Hice un extraño ejercicio de imaginación e intenté ver toda la realidad en su conjunto, conmigo dentro, preguntándome si había algo en mí que desentonara en aquel escenario apacible de una mañana de marzo. Pero no lo había. Allí estaba yo, con mi desdicha, rodeada de niños que jugaban, de hombres y mujeres, y ancianos perezosos, y muchachas ligeras de pies, y chicos de voz aflautada por la pubertad que se llamaban unos a otros. Qué alivio, qué infinito alivio, pensé al caer en la cuenta de que todas aquellas personas ignoraban el tamaño de mi dolor. Nadie me compadecía, nadie se fijaba en mí ni observaba mis reacciones. Yo era un elemento más de la amable mañana de primavera, una pieza que no contribuía a hacer mejor la escena, ni tampoco a empeorarla. Una pieza perfectamente prescindible, pero no necesariamente indeseable.

Para participar del juego, compré los periódicos en el quiosco, y durante un segundo me sentí como en un domingo cualquiera. El que me viese pensaría que la lentitud de mis pasos estaba provocada por la indolencia del fin de semana, por la falta de prisa dictada por los días festivos. Una mujer que camina despacio tras comprar la prensa, bajo el primer sol del año. Ésa era yo para los demás. Nadie especial, nadie distinto, nadie digno de conmiseración. El quiosquero me había dado el cambio con una indiferencia absoluta, libre de atención y de vestigios de lástima. La mujer de la farmacia que me vendió los potitos debió de confundirme con una madre poco previsora. El conductor que se detuvo en un paso de cebra no lo hizo por compasión hacia mi condición de huérfana reciente sino probablemente por dar ejemplo a sus dos hijos, que disfrutaban del domingo en el asiento de atrás. Y el niño del monopatín que estuvo a punto de destrozarme un tobillo al pasar junto a mí me sacó la lengua con una fiereza que no hubiera utilizado, a buen seguro, de saber que mi madre acababa de morirse. Recorrí el camino a casa con los periódicos bajo el brazo, llevando en la mano la bolsa de la farmacia, una tristeza intensísima en el corazón y, en la cabeza, la seguridad de que la vida estaba esperando mi regreso.

Me había entretenido tanto junto a Silvio que llegué a mi apartamento bastante tarde. Aquella noche tenía una cita con unos amigos, y me quedaba el tiempo justo para darme una ducha rápida. Con el albornoz puesto consulté el correo electrónico. Había cuatro mensajes: una oferta de vuelos baratos de un buscador que utilizo a menudo, el acuse de recibo de una factura que había enviado, una nota de la editorial preguntándome cómo iban los dibujos (que era una forma de decir «te estás retrasando más de lo debido») y un texto que me enviaba Elena desde Nueva York:

Ceci querida, espero que todo vaya bien con el abuelo. A veces me remuerde la conciencia por haberte echado el muerto encima, pero cada vez que mi madre empieza a dar la murga con el asunto de que Silvio está solo en Madrid, le recuerdo que tú estás yendo a verle y se queda más tranquila. Los niños están muy contentos con su abuela aquí y mi madre dedica todo el tiempo libre a maleducarlos, cuando se marche me va a costar meses volver a reconducirlos. Por cierto, Eliza me dice que te mande besos y más besos y que te pregunte cuándo vas a venir.

Mi padre está bien, bueno, bien a medias, pero por lo menos no está mal. Esta semana va a pasarse tres días ingresado en el hospital porque tienen que aislarlo completamente para hacerle unas pruebas. El médico asegura que no es nada importante, aunque digo yo que si no es importante no sé para qué le tienen que aislar al pobre. Peter dice que no me meta porque los médicos saben lo que tienen que hacer, pero yo no las tengo todas conmigo.

Te echo de menos.

ELENA

Normalmente contesto de inmediato a los correos de Elena. Esta vez no lo hice: hubiera tenido que hacer referencia concreta a sus recelos sobre la clase médica, y para tranquilizarla al respecto me hubiese visto obligada a mentir. Porque los médicos no son infalibles. A veces cometen errores. Errores tremendos e irremediables. A mi madre, uno de esos errores la privó de algunos meses de vida. Cuántos, no lo sé. Pero aunque hubiese acortado su final sólo unas cuantas horas, tendría motivos para detestar de por vida al matasanos que confundió una metástasis ósea con una ciática severa. Porque eso fue lo que le ocurrió a mi madre: en lugar de una terapia contra el cáncer, durante cinco meses recibió tratamiento para un problema de huesos. El cretino que ni siquiera le hizo un análisis de sangre le prescribió antiinflamatorios, aspirinas y unas sesiones de rehabilitación que la dejaban agotada de cansancio y de dolor. El muy insensato tardó semanas en solicitar una resonancia magnética, y ni siquiera lo hizo por el procedimiento de urgencia: total, ya se sabía lo que era aquello, el ataque de ciática de una postmenopáusica quejica que se inventaba excusas para no hacer los ejercicios y lloriqueaba con los estiramientos. Nada que mereciera la pena tomarse en serio. Así que mi madre perdió cinco meses preciosos que el cáncer aprovechó para seguir disparándose.

Siempre me he preguntado si el médico de mi madre sintió algún remordimiento a causa de su ineptitud, si alguna vez se reprochó su falta de rigor, su dejadez, su incompetencia. Y algo me dice que no. A pesar de que conocía a mis padres, jamás nos llamó para preguntar cómo iban las cosas, ni tampoco lamentó ante nosotros el haberse equivocado en su diagnóstico de forma tan evidente. Por eso creo que aquel médico se limitó a anotar su equivocación en el mismo cuaderno imaginario en el que apuntaba todas sus chapuzas, y donde supongo que se mezclan, sin orden ni concierto, escayolas retiradas antes de tiempo, vendajes mal colocados, fisuras ignoradas y la muerte de una mujer que debía estar viva. Todo el mundo se equivoca, debió de decirse, es lamentable pero sucede. Y nadie podría llevarle la contraria. Yo me equivoqué con el código de colores en una ilustración, y si el impresor no llega a darse cuenta, el dios Júpiter hubiese tenido la cara verde en la portada de un libro. Mi error hubiese llevado a confundir a una deidad griega con el increíble Hulk. Cualquiera puede equivocarse, me dijo el editor mientras arreglaba el desaguisado. Claro que sí. Hasta los doctores lo hacen. Y no pasa nada. Un gazapo, una chapuza, un descuido sin mala intención. A veces pienso que los médicos deben ser extraordinariamente indulgentes consigo mismos, pues a diferencia de los de los demás, sus errores acaban siempre bajo tierra.

Contesté al correo de Elena sin hacer mención a sus temores sobre la posible torpeza de los doctores de Manhattan:

Querida:

Di a tu madre que no tiene que preocuparse, que Silvio está estupendamente y que Lucinda se ocupa de la organización de la casa con más rigor que un coronel de artillería. Hoy he ido por allí, y volveré el lunes.

Abrazos para ti y para tus padres. Da un beso a los niños de mi parte, y dile a Eliza que la próxima vez que vaya a vuestra casa le llevaré un regalo tan bonito, tan bonito, que ni siquiera se lo puede imaginar.

CECILIA

Hacía un par de semanas que le había comprado a la pequeña Eliza un disfraz de mariposa, con alas transparentes y unas antenas de colores que se colocan como una diadema. Le va a gustar. Supongo que a los niños les sigue encantando disfrazarse. Y, después de todo ¿qué se le puede comprar a una pequeña neoyorquina hija de un médico rico que ya debe de estar de vuelta de cualquier cosa? De hecho, en esta época es difícil hacer regalos a los niños; a partir de cierta edad, no les ilusiona casi nada, a pesar de que los juguetes que hay en las tiendas son cada vez más bonitos y más perfectos. Cuando nosotros éramos pequeños sólo había media docena de muñecos con la cabeza grande y dura, algunos juegos de mesa y las construcciones de toda la vida que, por cierto, me parecían de lo más entretenido. Ahora, cada juguetería es igual que una Disneylandia en pequeñito. Ojalá yo hubiera tenido todos esos juguetes. Lo más sofisticado que me regalaron fue una muñeca que se hacía pis y echaba mocos y babas, y era capaz de andar con unas piernas rígidas de víctima de la polio. En el siglo XXI, los muñecos tienen el tacto tierno de los bebés, y es difícil resistir la tentación de acunarlos como si fueran niños de verdad, con la piel tibia y olorosa a leche y a polvos de talco.

Hace unos días compré un muñeco de ésos para mi sobrina, a pesar de que es demasiado pequeña para jugar con él. Siempre me ha gustado comprar cosas. Cosas para los demás, cosas para mí: un pastel de yema para mi cuñado, que adora los tocinos de cielo; fresas para mi hermana, chocolate para una amiga. Cada vez que venía mi madre, compraba para ella boquerones en vinagre y escabeche de atún. Le volvían loca los encurtidos. También le llevaba caramelos de violeta, una porción de tarta capuchina, confit de pato o aceitunas rellenas. O churros para tomar con el desayuno. Le encantaban los churros con el café con leche, y agradecía hasta el infinito el que alguien se hubiese desviado unos metros de su camino para comprarle este o aquel capricho. No había nadie en el mundo con un sentido de la gratitud tan desmesurado. Le llevabas una bolsita de aceitunas con anchoa y era como si hubieses aparecido en casa con el tesoro de Alí Baba.

Por eso siempre estaba buscando cosas para comprarle. No era por ella, sino por mí, porque me encantaba disfrutar de su reconocimiento. Y aún ahora, cuando hace medio año que murió, me sorprendo a mí misma asomada a la sección de conservas de El Corte Inglés para seleccionar el próximo obsequio. Es sólo un segundo, claro. Enseguida vuelvo a la vida real, y ya no puedo ser una hija que compra regalitos a su madre para recibir de ella todo aquel torrente de satisfacción que era como un aliento de vida. La última cosa que le compré fue un jersey, un jersey de color malva, de lana suave, con un poco de escote. Mi madre estaba en la cama cuando se lo llevé. Y aún así, enferma y triste, aquel jersey le encendió la mirada.

—Qué bonito. Siempre me estás trayendo cosas.

Pero no lo decía protestando, como esas personas ñoñas que se quejan cuando reciben un regalo, como si las dádivas fuesen un motivo de ofensa. Mi madre entendía lo que significaban aquellos presentes, los boquerones, los caramelos, el jersey de lana. Eran pequeñísimos, insignificantes actos de amor que ella se encargaba de llenar de sentido. Llegó a estrenar aquel jersey. Ahora lo llevo yo. Cuando me lo pongo, vuelvo a ver a mi madre y la luz de sus ojos enfermos.

El fin de semana pasó deprisa. Vi a mis amigos de siempre y nadie me preguntó por Miguel, aunque en algún momento casi todos me interrogaron con la mirada. Yo guardé silencio. Aún no había decidido qué iba a contarles. De hecho, ni siquiera estaba muy segura de los pasos que iba a dar a continuación. Seguía sin contestar al teléfono. Si había esperado tantos meses para hablar conmigo, bien podía aguardar unos cuantos días más a que yo levantase el auricular.

Pasé en casa todo el domingo, trabajando en las ilustraciones de El patito feo y comiendo galletas caducadas de una lata que había comprado en Holanda unos meses atrás. El teléfono no sonó en todo el día, y tampoco lo hizo el lunes por la mañana, ni a mediodía, cuando salí de casa para tener una reunión en la editorial.

Al volver seguía pensando en el silencio del teléfono, que me parecía incomprensible. No sé por qué había pensado que esta situación iba a durar eternamente, que Miguel podía pasar toda la vida ignorando mis silencios tercos. Había dejado de llamar, y en vez de entender como una victoria la repentina mudez del teléfono, me embargaba una especial sensación de derrota. No había sido una buena jornada. En la reunión, la editora que me había encargado las ilustraciones de los cuentos puso algunos problemas a los bocetos que le había enviado. Sus objeciones me parecieron estúpidas, y discutimos. Al llegar a casa, descubrí que me había dejado un grifo abierto, y como el desagüe del lavabo llevaba atascado un par de días, había provocado un conato de inundación. Me pasé una hora dale que te pego con la fregona, intentando ver el lado positivo del asunto: al menos, el agua no había llegado al piso de abajo. Pero resulta difícil ser optimista cuando mi casa está medio encharcada, me he peleado con mi jefa y el teléfono ya no suena.

Había quedado en ir a ver a Silvio aquella tarde, pero no me apetecía ni tanto así. En aquel momento, su historia ni siquiera me interesaba. Pensé en inventar una excusa para ahorrarme el viaje a la calle Velázquez. Después de todo, no tenía ninguna obligación con Silvio, y el primer día quedó muy claro que no había compromisos por mi parte. Él mismo me lo había dicho, no quiero que te compliques la vida para verme. Entonces ¿qué me impedía coger el teléfono, llamar a casa de Silvio y decirle que teníamos que dejar nuestro encuentro para otra tarde? Quizá mi particular sentido de la formalidad. Silvio estaría esperándome ante la mesa de la merienda, buscando en la caja de fotografías una imagen adecuada para ilustrar su relato de la tarde. Guardé la fregona, me aseguré de que el grifo estaba esta vez bien cerrado y me preparé para salir.

Cuando llegué a casa de Silvio, Lucinda estaba a punto de servir el té, y Silvio había colocado en un lugar bien visible una fotografía algo quemada que les inmortalizaba a él y a su amigo Elijah a punto de subir en un balandro. Iban vestidos de domingo, y junto a ellos, mirando a la cámara con el descaro de un galán de cine, estaba el aviador americano. Merendamos casi en silencio, y luego Silvio empezó a hablar. Para mi sorpresa, retomó la narración en el punto justo en que la había dejado: con el extraño telegrama de Zachary West.

La noche en que debía producirse la misteriosa llegada de Zachary West, mi madre me envió a la cama sin mucha convicción, «acuéstate y duerme», me dijo, pero mi padre y ella estaban demasiado pendientes de otras cosas como para preocuparse de mis horas de sueño. La jornada había transcurrido entre silencios y susurros, entre las miradas furtivas y llenas de ansiedad que intercambiaban mi padre y mi madre y un montón de preparativos desordenados para no se sabía qué exactamente. Me imagino que pasaron el día haciéndose preguntas, sopesando posibilidades, elucubrando y tratando de leer entre las líneas del cable recibido. Puede que te extrañe, pero a veces creo que, a mis ocho años, fui el único que entendió el telegrama de Zachary West, el único que intuyó que la visita de nuestro común amigo era el preludio de acontecimientos que iban a cambiar las vidas de todos nosotros, y, sobre todo, mi propia vida.

Como cada noche, a las diez me puse el pijama, y merodeé por el salón hasta que alguien (creo que fue mi abuela) dijo que no eran horas para andar de paseo, y sin muchas contemplaciones me enviaron a mi cuarto. Desde allí, con la luz apagada y la puerta entreabierta, tratando de no hacer ruido y acompasando mi respiración para que a cualquier curioso pudiera parecerle la de un durmiente, luché por permanecer despierto y con todos los sentidos en guardia para no perderme nada de lo que iba a pasar a continuación.

El llamador sonó una sola vez en mitad de la noche. Acababan de dar las once en el reloj de pared del pasillo. Me levanté como si tuviese un resorte en la espalda: si quería escuchar algo, lo haría mejor junto a la puerta, así que me situé en la entrada de la habitación y afiné el oído. Tras unos segundos percibí el sonido del pestillo al descorrerse, y la voz de mi padre dando la bienvenida a Zachary West… Casi inmediatamente oí avanzar a ambos por el pasillo en dirección a los dormitorios, y tuve el tiempo justo de meterme en la cama y taparme hasta la nariz, porque el señor West entró en la habitación llevando en brazos a Elijah. Parecía sumido en un sueño imperturbable. Mi padre y él le quitaron los zapatos, y le tumbaron vestido en una cama gemela a la mía. Luego, tras arroparlo, Zachary West besó en la frente a su hijo adoptivo antes de salir de la habitación. Creo que no tuvo tiempo de escuchar a Elijah murmurando algo en sueños. Pensé que mi amigo iba a despertarse, pero no fue así, y unos segundos después, a pesar de mi esfuerzo por permanecer en vela, yo también me quedé dormido.

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, Elijah seguía durmiendo. Al mirar mi reloj de pulsera (un generoso regalo del abuelo con motivo de mi primera comunión), me di cuenta de que eran las nueve y media: no me habían levantado a tiempo para ir al colegio. Hacía frío aquella mañana, y una fina capa de nieve recién caída velaba la claraboya de mi habitación. Hubiese querido despertar a Elijah, alegrarme con él por su sorprendente llegada y preguntarle si iba a quedarse mucho tiempo en Ribanova y en mi casa, pero una misteriosa ráfaga de prudencia me dijo que era preferible dejar dormir a aquel niño que, tapado con el cobertor y vestido con ropa de calle, se me antojó más pequeño y más débil de lo que yo lo recordaba.

Salí de mi habitación con los pies descalzos y la bata de paño mal anudada sobre el pijama. Toda la casa estaba en silencio, lo cual resultaba sorprendente, porque las dos sirvientas de la familia eran vocingleras y escandalosas, y hacían las labores de limpieza cantando cuplés y aires de zarzuela. Al entrar en la cocina sólo vi a mi abuela y a mi madre, hablando en voz baja y con un aire de tan inequívoca gravedad, que ya no tuve ninguna duda de que algo extraño estaba pasando.

—¿Dónde están Toñita y Asela? ¿Por qué no me habéis despertado para ir a clase?

Mi madre dibujó una sonrisa.

—Toñita y Asela me pidieron el día libre. En cuanto a ti… pensé que preferirías quedarte en casa para poder estar con Elijah. Porque ya has visto que está en tu cuarto, ¿verdad?

Yo tenía ocho años, pero en modo alguno era un idiota, y habría que serlo para creerse el cuento de que mis padres habían consentido que hiciera novillos para que pudiera dar la bienvenida a un amigo. De todas formas, no era el momento de hacer muchas preguntas. Mi abuela me puso delante un tazón de leche y una rebanada de pan untada con manteca.

—Desayuna.

—No tengo hambre.

—Pues da igual. —Se dio la vuelta y quedó mirando los fogones. Mi madre se sentó junto a mí, que revolvía, desganado, el azúcar en la leche.

—Bueno, Silvio… tengo buenas noticias para ti. Elijah va a quedarse con nosotros una temporada.

—¿Eso cuánto tiempo es?

—Pues… no sé, unas cuantas semanas, quizá un par de meses. ¿Qué pasa, no te alegras?

—Sí, claro… ¿Y el señor West? ¿También va a quedarse son nosotros?

A pesar de su fugacidad, no me pasó desapercibida la mirada que intercambiaron mi madre y mi abuela.

—Oh, no. —Mi madre intentaba parecer despreocupada—. Ya sabes, él tiene muchos negocios en el extranjero, y va a estar fuera del país durante un tiempo bastante largo. Cuando nos lo contó, papá y yo le propusimos que dejara a Elijah en nuestra casa.

Incluso de no haber leído aquel telegrama, hubiera estado seguro de que mi madre me mentía. Había algo raro en su fingido tono festivo, en su esfuerzo por normalizar la llegada de Elijah y su permanencia con nosotros. Creo que uno de los más raros momentos de la infancia es aquél en el que descubres que tus padres te mienten. Hay algo que se quiebra, una especie de decepción sorda, de mudo reproche hacia aquéllos en los que habías depositado tu confianza absoluta en la seguridad de que nunca iban a engañarte. A otros niños les sucede al enterarse de la verdadera identidad de los magos de Oriente, pero a mí me pasó aquella mañana, ante un vaso de leche caliente, mientras mi madre se enredaba en explicaciones atolondradas para justificar la estancia en nuestra casa de mi mejor amigo.

Elijah se despertó poco después. Apareció en la cocina con la ropa arrugada y el pelo revuelto, dio los buenos días y aceptó la taza de leche y las tostadas que le ofreció mi madre. No había acabado el desayuno cuando ya él y yo habíamos recuperado nuestra antigua amistad, interrumpida durante más de tres meses. No parecía extrañado de encontrarse en mi casa, ni tampoco echar de menos a su padre ni a su vida habitual. Cuando, después de asearnos y vestirnos, mi madre nos dejó jugando juntos en la habitación en espera de la hora del almuerzo, mi amigo y yo pudimos tratar lo que estaba ocurriendo. Yo le hablé del famoso telegrama, cuyo texto recordaba sin dificultad alguna, y él reconoció que, en efecto, su padre adoptivo viajaba con cierta frecuencia.

—Pero esta vez debe de ser distinto —dijo.

—¿Porque te han traído aquí?

Elijah frunció el ceño.

—Por eso y por otras cosas. En los últimos días, Zachary estaba preocupado. Le llamaban por teléfono muchas veces…

—¿Tenéis un teléfono en casa?

—Sí. —Aunque yo hubiera querido que ahondara en detalles, Elijah no pareció dar mucha importancia a semejante prodigio—. Y hace tres noches alguien vino de visita más tarde de las doce. Zachary pensó que yo estaba durmiendo, pero escuché el timbre y me levanté. Era un hombre mayor, muy alto, con uniforme. Se metieron en el despacho y estuvieron allí hasta el amanecer. Al día siguiente mi padre me dijo que iba a traerme a Ribanova por unas semanas. Yo me puse contento, porque así podría verte y estar contigo. Otras veces me quedo solo en casa con los criados. Es muy aburrido.

A pesar de que aquella situación contaba con muchos elementos enigmáticos, Elijah no parecía preocupado, ni siquiera excitado. Supongo que sus ocho años de vida habían estado jalonados de acontecimientos excepcionales, de forma que su traslado a mi casa por un período de tiempo sin definir debió de parecerle un asunto menor. Aquel mismo día, durante la hora del almuerzo, mi padre le dijo a Elijah que estaba muy satisfecho de tenerle con nosotros, y que su padre volvería a buscarlo en cuanto resolviese unos asuntos que tenía pendientes en el extranjero.

—Mañana empezarás a ir a clase en el colegio de la Compañía de María. Ya he hablado con el director y está todo arreglado. No sabemos cuánto tiempo va a pasar antes de que tu padre regrese, y él no cree conveniente que pierdas el ritmo de estudio. Tu preceptor no puede trasladarse a Ribanova, de modo que es mejor que vayas al colegio. Así harás nuevos amigos, ¿eh?

Elijah asintió con docilidad, pero me di cuenta de que la perspectiva de ir a clase no parecía hacerle demasiado feliz. Su español era todavía bastante pobre, se sabía diferente y no estaba muy acostumbrado al trato con contemporáneos. Al día siguiente, cuando salimos hacia el colegio, me confesó que estaba asustado. Llevaba puesto un grueso abrigo de lana oscura y unas botas especiales para caminar por la nieve que Zachary West le había comprado en Suiza durante las últimas vacaciones. Su cartera escolar era nueva, y también sus cuadernos y sus lapiceros: estaba claro que su padre había intentado equiparlo perfectamente para la etapa escolar.

Como era de esperar, toda la clase quedó en silencio cuando Elijah ocupó el pupitre que le habían asignado. Nuestro tutor le dio la bienvenida al colegio en un tono extremadamente ceremonioso, para pedir a continuación a todos los alumnos que fuesen agradables con el recién llegado.

—Recordad que todas las criaturas de Dios somos iguales ante él, que nadie es mejor que nadie y que no debemos menospreciar a aquellos que han nacido diferentes a nosotros. ¿De acuerdo?

Elijah escuchó aquel discurso torpe e inoportuno con los ojos clavados en su cuaderno de tapas azules mientras todas las miradas convergían en él. Yo no observaba a Elijah, sino a mis compañeros, y me di cuenta de que, lejos de la figura protectora de su padre aviador, Elijah no era para ellos un ser digno de envidia, sino una criatura diferente que no pertenecía a nuestro mundo.

La primera lección del día era la de lengua española, y con ella empezaron también los problemas de Elijah, que no dominaba nuestro idioma y al ser preguntado cometió algunos errores de expresión que provocaron las risas del resto de los chicos. La expresión de mi amigo cambió al escuchar las primeras carcajadas, su mirada se hizo más sombría y su gesto más duro. Ahora creo que el señor West cometió un gran error al insistir en educar a su hijo entre las paredes protectoras de su casa, privándole así del contacto con otros niños y acentuando su conciencia de ser distinto a los demás. Elijah no sabía jugar en grupo, ignoraba los rudimentos de los deportes de equipo (él, que sabía esquiar y patinar y había ganado ya un campeonato de tenis), y era incapaz de participar de las bromas y chanzas que se intercambian a diario los compañeros de estudios. Me había demostrado varias veces que a pesar de su escaso vocabulario era un gran narrador, pero la locuacidad que demostraba en privado se desvanecía en presencia de mucha gente. Creo que jamás he visto a nadie tan despistado y tan al margen del mundo como a Elijah West en aquellos primeros días de clase.

Es justo reconocer que los chicos tampoco le pusieron las cosas demasiado fáciles. Los gallitos de la clase (tres o cuatro muchachos más altos que el resto que ejercían sin discusión su reinado sobre el aula) le condenaron al ostracismo desde el primer recreo, cuando admitió con su media lengua que jamás había jugado al fútbol. Supongo que, en el fondo, sólo estaban buscando una excusa para marginarle, y la impericia de Elijah en cuestiones deportivas les puso la disculpa en bandeja. Cuando uno se hace mayor, y sobre todo cuando la inteligencia se desarrolla de forma correcta, las cosas distintas nos atraen poderosamente. Pero, cuando uno es un niño o un completo estúpido, rechazamos sin dudar todo aquello que es diferente, y nos negamos a admitirlo en nuestras vidas por miedo a alterar aquello que consideramos bien construido. La primera vez que los chicos de Ribanova se encontraron con Elijah, vieron en él a un ser de excepción porque sólo estaba de paso en la ciudad y en sus vidas. Pero, ahora, aquel negrito desconocido había llegado para quedarse, con sus botas nuevas y su cartera de cuero, y eso no podía ser. En aquellos días tuve la amarga ocasión de descubrir la infinita crueldad de niños que habían sido mis amigos y que pretendían someter a Elijah al más pavoroso de los aislamientos en castigo a su osadía al variar, siquiera temporalmente, la rutina de todos nosotros.

¿Y yo? ¿Qué iba a hacer yo? A los ocho años, se necesita mucho valor para alinearse en contra de un grupo y a favor de un individuo enviado al destierro. Cuando se es niño uno no quiere proteger su individualidad, sino sentirse parte de un colectivo, ser aceptado por los demás, admirado y querido, igual al resto. Por eso creo que nunca fui tan valiente como en el instante en que decidí por mi cuenta que no iba a dejar solo a Elijah frente a unos niños que, hasta entonces, habían sido parte de mi mundo. Cuando aquel primer día, en el recreo, reconoció que no sabía jugar al balón, ni al marro, ni a la billarda, y se alejó sin mirarme para no poner en un brete mi lealtad hacia él, abandoné sin dudarlo el grupo de muchachos que se organizaban para pasar media hora de libertad. Aquel día no jugué con mis compañeros de clase (de hecho tardaría mucho en hacerlo de nuevo), pero puse otra piedra para hacer indestructible mi amistad con Elijah.

A pesar de sus problemas con el idioma, a Elijah le iba bien en casi todas las clases. Era muy bueno en matemáticas y en geografía, y hasta creo que aquellas lecciones le aburrían un poco, porque iba muy adelantado con respecto al resto del grupo. Deseé muchas veces que mi amigo fuese capaz de dejar de lado su timidez y sus complejos, porque desde su insólita experiencia mundana hubiese podido referir al resto de los compañeros todo un filón de anécdotas inverosímiles. Ninguno de nosotros había salido jamás al extranjero, pero Elijah conocía Londres, París y Roma, Viena y Bruselas, Budapest, algunas ciudades del norte de Marruecos, las montañas suizas, la metrópoli de Nueva York (que en los años veinte estaba tan lejos de Ribanova como la tierra de la luna) y, por supuesto, la inmensidad de los paisajes africanos que recordaba vagamente de su primera infancia en Nigeria. En vano le animé a que hablase a los otros chicos de aquellos lugares excitantes, pues estaba seguro que de hacerlo mi amigo se hubiera ganado para siempre la admiración de aquellos que le ignoraban, o aún peor, habían decidido convertirle en un permanente inadaptado.

—¿Por qué no les cuentas lo de la estación de esquí? ¿O lo de aquella vez que montaste en camello en el desierto?

Pero Elijah se negaba.

—Ya te lo he contado a ti.

En aquellos días, y a pesar de que Elijah West hacía notables progresos con el español, él y yo solíamos tener algunas conversaciones en inglés, que yo aprendía casi sin darme cuenta. Usar otro idioma para hablar entre nosotros era una forma de construirnos un refugio particular, un sanctasanctórum en el que no podía entrar nadie y nadie, tampoco, podía hacer daño a Elijah.

Las cartas de Zachary West llegaban con bastante frecuencia. Mi padre siempre se las daba a Elijah después de haberlas abierto, y él las leía tumbado en la cama, levemente decepcionado por lo insulso de su contenido. Su padre sólo le contaba que las cosas iban bien, que le echaba mucho de menos y que pronto volvería a buscarle, que fuese bueno en casa, que estudiara, que se portase bien conmigo. En vano buscaba Elijah alguna referencia al lugar en el que Zachary se encontraba, algún dato sobre el trabajo que estaba desempeñando dondequiera que fuese. Los sobres podían ser una pista, por supuesto, pues el matasellos indicaría al menos el lugar de procedencia de la carta, pero mi padre entregaba a Elijah tan sólo los folios escritos.

—¿Por qué no te da los sobres?

—No sé. A lo mejor quiere quedarse con los sellos. ¿Es coleccionista, tu padre?

Pues no, mi padre no coleccionaba nada, ni sellos, ni cajas de fósforos, ni monedas antiguas, ni ninguna otra cosa. Y, la verdad, tampoco era propio de él el dedicarse a abrir las cartas de un pobre chico para escamotarle los sobres, los sellos o lo que fuera. Tenía que haber algo más. Así que, sin decir nada a Elijah, decidí actuar.

Las cartas de Zachary West se recibían con un intervalo de diez días, así que cuando estaba próxima a llegar la siguiente misiva monté guardia en el portal de nuestra casa para así coincidir con el cartero. Era un hombre bajito y bonachón, algo pasado de kilos, a quien parecía costar un trabajo ímprobo el arrastrar su saca atiborrada por las calles de Ribanova.

—Hola…

—Hola. Tú eres el chaval de los Rendón, ¿verdad?

—Sí. ¿Tiene algo para nosotros? Yo puedo llevarlo, voy a subir a casa ahora mismo.

Vivíamos en un tercero de escaleras más bien empinadas. Aquel funcionario de correos debió de decirse que si había una oportunidad de evitar subirlas con la bolsa a cuestas, era su obligación aprovecharla.

—Hay una carta para tu padre. —Me tendió un sobre bastante grande de papel de estraza—. Pero no te olvides de entregársela, ¿eh? Estas cosas son importantes…

—No se preocupe. Se la daré ahora mismo.

Ni siquiera miré la carta. Aparentando una indiferencia por aquel sobre que estaba muy lejos de sentir, lo guardé en la cartera escolar y luego subí los escalones de dos en dos. Cuando llamé al timbre de nuestro piso, apenas me quedaba aliento para respirar.

—¿Dónde te habías metido? Te están esperando para comer. —Asela, la criada, me miraba con cierta ferocidad—. Anda a lavarte las manos, que tu padre está empezando a enfadarse.

Ni siquiera pude sacar el sobre de la cartera. Entré en el comedor, escuché el consabido sermón sobre la necesidad de ser puntuales a la hora de las comidas y di cuenta del almuerzo sin dejar de pensar en lo que acababa de hacer. Luego, cuando Elijah y yo volvimos a salir hacia el colegio para las lecciones de la tarde, le conté lo que había hecho y le enseñé mi botín: aquella carta venía de Madrid y estaba dirigida a mi padre. El remitente era un tal Fernando Pérez.

—¿Conoces a alguien que se llame así?

Elijah dijo que no con la cabeza. Empecé a pensar que quizá había cometido un error, y la misiva en cuestión no tenía nada que ver con las que enviaba Zachary West. Pero mi padre nunca recibía correspondencia de la capital, y aquel sobre oscuro y voluminoso ni siquiera parecía un envío corriente. Así que tomé una decisión heroica: abrirlo y examinar su contenido. Elijah no estaba muy seguro de querer hacerlo, y así me lo dijo en su español atravesado.

—Quizá vas a tener problemas, tú.

Pero ya había rasgado el sobre. Dentro había otra carta con el membrete del embajador de los Estados Unidos de América en Madrid. Al abrirla apareció otro sobre enviado por la embajada estadounidense en Alemania y protegido por media docena de sellos de lacre. El propio Elijah me ayudó a romperlos, indiferente ya a la perspectiva de algún castigo. Dentro, por fin, aparecieron dos folios escritos con la caligrafía clara y menuda de Zachary West. Mi amigo los leyó por encima.

—Dice todo como siempre. Que me porte bien, que estudie, que volverá pronto. Bueno. —Se guardó los folios en un bolsillo—. Por lo menos, ahora ya sé que está en Alemania.

—¿Y por qué no te manda las cartas él mismo?

Elijah me miró con seriedad.

—Porque no quiere que nadie sepa que está allí.

Las cartas de Zachary West siguieron llegando cada diez días, pero nadie preguntó por la que se había perdido. En los años veinte el correo funcionaba bastante mal, y no era extraño que alguna carta no llegase a su destino. Terminó el mes de enero, y luego llegó febrero con las emociones del carnaval. Elijah y yo nos disfrazamos de máscaras y asistimos juntos a un baile infantil en el Casino. Estuvimos solos casi toda la tarde, porque los otros chicos sólo se acercaban a hablar con nosotros azuzados por sus madres, y abandonaban nuestro pequeño grupo en cuanto éstas dejaban de vigilarles. Bien es verdad que ni Elijah ni yo demostramos que nos importara nada aquella actitud de nuestros supuestos amigos. Juntos y solos pasamos una tarde estupenda con nuestros capuchones y nuestros antifaces de cartón, bebiendo naranjada y hartándonos de chocolate con churros. Ni una sola vez intentamos integrarnos en los juegos de los otros grupos, ni siquiera nos acercamos a los demás niños cuando éstos se disponían a romper la piñata. Ignoramos la lluvia de regalos menudos y los gritos alegres de nuestros contemporáneos con una madurez impropia de nuestra edad. Creo que ya entonces Elijah y yo creíamos pertenecer a un mundo diferente, no necesariamente mejor que aquel del que habíamos sido expulsados, pero tampoco mucho peor.

Mi madre y mi abuela, que nos habían acompañado a la fiesta, tuvieron que darse cuenta de lo que pasó aquella tarde, pero no dijeron nada. ¿Qué iban a decirnos? ¿Puede alguien explicar a un niño las claves de la estupidez humana, que por desgracia empieza a manifestarse demasiado pronto? Sin embargo, aquella noche, cuando estaba a punto de acostarme, mi padre me llamó a su lado y habló conmigo brevemente sobre lo sucedido por la tarde. Quiso saber cómo transcurrían los días en el colegio, si nuestro aislamiento en la fiesta había sido un acontecimiento de excepción o si, como ocurría en realidad, a Elijah y a mí se nos marginaba en la escuela. Yo hubiera preferido no tener esa conversación: me avergonzaba la actitud de mis compañeros, y, a veces, también la mía propia por no saber atajarla. Pero, antes de darme un beso y mandarme a la cama, mi padre me dijo que estaba orgulloso de mí, porque había sido capaz de decidir por mí mismo, de estar al lado de mi amigo, y de hacer lo correcto. Aquel discurso me sorprendió, y pasarían varios años antes de que aprendiese a valorar mi propio comportamiento, que había tenido mucho de admirable. Entonces yo no tenía una conciencia ética, un sentido de la moral en el que basarme para tomar ciertas decisiones. Eso vino después. Pero, a mis ocho años, sólo sabía que no podía abandonar a Elijah para alinearme con los demás en contra suya.

Zachary West regresó de la misma forma que había llegado: en mitad de la noche y cuando ya Elijah y yo estábamos durmiendo. Mi amigo no se enteró de que su padre había entrado silenciosamente en la habitación que compartíamos, pero yo, que tenía el sueño más ligero, pude escuchar el timbre de la puerta a medianoche, y entendí de golpe por qué mi padre y mi madre llevaban todo el día comportándose de un modo diferente. Supuse que el señor West había mandado algún telegrama para advertir de su llegada, pero esta vez no pude interceptarlo, a pesar de que consideraba que mi reválida como violador de correspondencia estaba más que superada después del episodio de la carta.

Zachary West dejó dormir a Elijah, y yo no hice la mínima señal de estar despierto mientras su padrastro lo miraba desde el quicio de la puerta después de casi tres meses sin verle. Pero después, mientras los pasos del señor West se perdían por el pasillo, me levanté de la cama y, sin ponerme la bata ni las zapatillas para hacer el menor ruido posible, recorrí el camino hasta la puerta del salón. Allí, protegido por la oscuridad de la casa y el silencio nocturno que parecía multiplicar todos los ruidos, escuché lo que Zachary West tenía que contar a mis padres después de aquellas semanas de ausencia.

—¿Cómo ha ido todo? —dijo, y me pareció que su acento americano se había marcado más en aquellos meses.

—Bastante bien.

—¿Y en el colegio?

Hubo un silencio.

—Regular. Los chicos pueden ser crueles…

—No me sorprende. —El señor West debió de encender un cigarro, porque escuché el chasquido de una cerilla—. Tengo que daros las gracias.

—No hace falta…

—Yo creo que sí. Me he marchado muchas veces, pero ya os expliqué que esta vez era distinto. Si me hubiera pasado algo, habría sido un alivio el saber que Elijah estaba aquí y no a cargo de unos cuantos sirvientes.

—¿Ha… ha ido todo como esperabas? —Fue mi madre quien hizo la pregunta.

—Eso parece. Las cosas siguen revueltas, pero he cumplido con mi parte. El mundo se está volviendo loco.

Hacía mucho frío aquella noche. Todas las estufas de la casa estaban apagadas, excepto la del salón, y la temperatura del pasillo era verdaderamente gélida. Pensé que había sido una estupidez el no ponerme la bata. Tenía los pies helados, y me protegí las manos estirando las mangas de mi pijama de algodón.

—Mis superiores dicen que en los próximos meses no tendré que viajar. Digamos que no piensan darme trabajo por una temporada. Creo que no será mala idea el permanecer en Ribanova durante unas semanas, por lo menos hasta las vacaciones de Pascua. Así Elijah podrá terminar el trimestre en el colegio. Y luego… me gustaría llevarme a Silvio con nosotros. No, Elena, no te asustes… estoy pensando en diez, quince días. Quiero que conozca Madrid, que viva en nuestra casa. Elijah necesita un amigo… y, dadas las circunstancias, no resulta fácil que los encuentre.

Nadie dijo nada. Yo era incapaz de imaginar el desconcierto que la propuesta del señor West había provocado en mis padres, pero desde una esquina del pasillo, muerto de frío y de sueño, supe que el padre de Elijah estaba abriendo para mí una ventana que daba al mundo. No quise escuchar nada más. Volví a la cama y pasé mucho tiempo intentando calentar mis pies y volver a dormirme.

Zachary West y su hijastro se instalaron en el hotel Almirante. Elijah siguió yendo a clase conmigo. Para mi sorpresa, y una vez que los otros niños pudieron verle de nuevo paseando con el señor West por la plaza Mayor, rompieron un poco el aislamiento al que le habían sometido. Lo curioso es que ya ni mi amigo ni yo teníamos la menor intención de integrarnos en un grupo del que tan gratuitamente se nos había excluido, y seguimos haciendo rancho aparte, jugando solos en los recreos y hablando entre nosotros en inglés. Mis progresos con el idioma eran tan evidentes que incluso el propio Zachary West me felicitó delante de mis padres.

—Bien hecho, Silvio. El inglés te será muy útil el día de mañana. Oh, vaya si lo será. Más que útil, completamente irrenunciable.

Creo que, de alguna forma, Zachary West ya había decidido cambiar mi destino, y el conocimiento de otra lengua era esencial para sus planes futuros. Cuando se acercaba el final del trimestre académico mi padre, muy serio, se acercó a mí para preguntarme con cierta solemnidad si me gustaría acompañar a Elijah y al señor West cuando regresaran a Madrid.

—Zachary quiere que pases con ellos las vacaciones de Semana Santa. ¿Te gustaría eso? Viajarías en tren hasta Madrid, y luego te quedarías en su casa… pero es sólo si tú quieres. Si no te apetece, yo no voy a obligarte.

Por aquel entonces yo ya me había convertido en un maestro en el arte del disimulo. A punto de cumplir los nueve años, no me costó trabajo fingir que aquella propuesta me sorprendía tanto como me alegraba. Acepté, por supuesto. ¿Qué niño no lo hubiera hecho? Dos días después, mis padres nos acompañaban a la estación de tren de Ribanova para tomar el expreso que salía dos veces por semana con destino a Madrid. Cuando el tren se alejó, me pareció ver que mi madre lloraba. Creo que, gracias a algún extraño instinto que sólo tienen las mujeres cuando se trata de sus hijos, ella entendió que había empezado a perderme.

Llegamos a Madrid de madrugada. Recuerdo que me sorprendió el color del cielo, que al alba era de un transparente tono rosado, salpicado aún de alguna estrella. No había una sola nube, y el olor del aire era distinto al que el viento traía en Ribanova. El viaje desde el norte duraba una eternidad, pero nosotros habíamos ido confortablemente instalados en un coche cama, de forma que si no dormí de un tirón toda la noche fue porque quería aplastar las narices contra el cristal de la ventanilla para ser testigo de la marcha solemne de aquel tren que me llevaba en dirección a una vida incógnita. Creo que nunca experimenté una emoción parecida a la que sentí la primera vez que, con mi traje arrugado y las huellas en la cara de una noche sin sueño, puse el pie en Madrid con la certeza de que había empezado a descubrir otro mundo.

En la estación nos esperaba el coche del señor West y un chófer uniformado. Elijah, que parecía andar en sueños, no me había advertido de que su padrastro tuviera un coche. Creo que mi amigo daba por supuestas demasiadas cosas. En Ribanova sólo había cuatro coches particulares: el del notario de la plaza Mayor, el del gobernador civil, el de los condes de Orduña y el del alcalde. Y mis amigos los West tenían un coche negro, grande y reluciente, y un conductor con gorra de plato que acomodaba el equipaje en el maletero y nos abría la puerta con una elegante reverencia de cortesía.

Aunque Elijah no me había hablado de su coche, ni del mecánico, ni de otras muchas cosas, sí me había hecho una descripción de la casa en la que vivían, que en mi imaginación había reconstruido como una especie de castillo en medio de Madrid. En realidad, la residencia de Zachary West era un palacete no demasiado grande situado al principio del paseo de la Castellana. Años más tarde acabaron tirando casi todas aquellas casas para construir edificios espantosos, pero entonces la Castellana estaba flanqueada por los palacios de los últimos aristócratas y los nuevos burgueses. Al franquear la verja de entrada, descubrí un jardín sombrío y un estanque profundo donde Elijah solía bañarse en verano, algunas estatuas estudiadamente cubiertas de musgo y un pequeño cenador en forma de pagoda japonesa. La casa tenía cinco dormitorios, una sala de juegos, un salón comedor bastante grande, una biblioteca que servía de despacho a Zachary West y un cuarto de estar donde nos esperaba el desayuno. Además del chófer había otras cinco personas de servicio, todas circunspectas y uniformadas, las doncellas con cofia y delantal sobre el vestido negro, el mayordomo con pantalones de rayas y chaquetilla de botones dorados, de blanco inmaculado la cocinera y el pinche. Todos parecían tan conscientes de la seriedad de su trabajo, del tremendo peso de la responsabilidad que llevaban sobre los hombros, que se olvidaban incluso de sonreír. Al pensar que el pobre Elijah solía quedarse a cargo de ellos durante días enteros, no pude por menos que compadecer a mi amigo.

Nosotros también teníamos criadas, pero eran sólo dos y no vivían en casa, y además eran ruidosas y expansivas. Desde luego, el servicio de Zachary West resultaba mucho más refinado que el nuestro: las doncellas ponían la mesa de forma primorosa, llevaban las bandejas con una gracia especial y usaban un carrito para servir el desayuno. La cocinera era capaz de elaborar obras maestras de repostería (nuestra Toñita nunca había pasado del bizcocho y del flan de huevo), el mayordomo usaba guantes blancos y el chófer de uniforme tenía la apostura de un capitán de barco. Pero, a pesar de que la vida en aquella casa era regalada y comodísima, su ambiente parecía cualquier cosa menos hospitalario, y desde luego muy poco adecuado para un niño que pasaba tantas horas solo como el pobre Elijah.

Al margen del hieratismo del servicio, mi estancia en Madrid resultó muy divertida. Por la mañana, mientras Zachary West trabajaba o leía en su despacho, Elijah y yo trasteábamos con sus juguetes prodigiosos (tenía, entre otras cosas, un tren eléctrico con su correspondiente maqueta que representaba un pueblo austríaco y un fuerte de madera con indios y vaqueros en miniatura) o descubríamos nuevas posibilidades en el jardín de la casa. Hicimos carreras de balandros en el estanque, subimos a los árboles y hasta llegamos a levantar una cabaña muy chapucera que permaneció en pie hasta que la descubrió Rogelio, el jardinero, y la echó abajo sin muchos miramientos. A mediodía, Zachary West almorzaba con nosotros, a veces fuera de casa, y por las tardes nos llevaba al jardín botánico, al Museo del Prado o a una sesión de cine. Recuerdo que durante aquellas jornadas, el señor West nos hablaba a los dos de su pasado como oficial de la aviación y de viejas hazañas aéreas de camaradas desaparecidos, y hasta nos daba algunas lecciones básicas de política internacional. «El mundo será tan complicado dentro de unos años, que es mejor que os vayáis enterando de cómo están las cosas», nos decía. Fíjate en este retrato: nos lo tomó un fotógrafo junto al estanque del Retiro, justo antes de que subiésemos en una barca de remos para dar un paseo. Recuerdo perfectamente lo que Zachary West nos dijo aquella tarde, mientras nuestro bote se deslizaba suavemente sobre el agua sucia del estanque: «El problema será Alemania. No perdáis de vista a Alemania», y Elijah y yo nos intercambiamos una mirada fugaz recordando al mismo tiempo aquella carta enviada desde Berlín.

Zachary West salía casi todas las noches, y Elijah y yo cenábamos solos en el comedor los platos refinadísimos confeccionados en las cocinas de la casa. A veces, después de haber dado cuenta de los medallones de foie o las perdices escabechadas, echaba vagamente de menos los guisos sencillos que servía mi abuela, pero sentía que esa añoranza era parte del peaje que debía pagar a cambio de mi ingreso en otro mundo. Fue entonces cuando aprendí a administrar sabiamente la melancolía, a comprender que la nostalgia es aceptable desde el punto de vista poético, pero inadmisible si va a poner obstáculos a nuestra evolución personal.

Aquellos diez días pasaron volando. La víspera de empezar las clases volví solo a mi casa, sintiéndome mayor e importante cuando me dejaron instalado en el compartimento del tren. Los West se despidieron de mí con un abrazo y una promesa: dentro de dos meses irían a verme a Ribanova para celebrar juntos mi cumpleaños. Entretanto, Elijah y yo nos intercambiamos cartas (todavía temblaba al ver al cartero, pues seguía siendo factible el que se descubriera el robo del famoso sobre llegado de Alemania) e hicimos todo lo posible por permanecer al tanto de nuestras vidas respectivas, él en su mansión de la Castellana, rodeado por un ejército de sirvientes antipáticos, y yo en el mundo pequeño de mi casa, con mis padres, mis abuelos y mi hermano Efraín, todos cercados por las murallas milenarias de Ribanova y los pros y los contras de nuestra ciudad natal.

Elijah volvió en mayo con su padrastro, y se quedaron dos semanas en el hotel Almirante. Venían a comer con nosotros casi todos los días, y por la noche Zachary West y mis padres cenaban con amigos en el Salón de los Espejos o acudían a alguna velada en el Casino. Creo que el señor West se divertía en Ribanova: para un hombre como él, aventurero y cosmopolita, la vida provinciana de nuestra ciudad no estaba falta de atractivos por el profundo contraste que suponía con su existencia habitual. En cuanto a mí y a Elijah, nuestra amistad había llegado a un desconcertante nivel de madurez. Habíamos dejado de ser camaradas para convertirnos en hermanos. Entonces yo no tenía ninguna duda de que mi futuro estaba uncido al suyo, pero también es cierto que a los nueve años uno no entiende cuán grave puede ser el concepto de destino. Y Elijah y yo estábamos forjando el nuestro sin saber lo esencial que nuestra amistad iba a resultar en un futuro.

Aquella tarde había escuchado a Silvio sólo a medias. Las pequeñas miserias del día habían comenzado a amontonarse en algún lugar del alma, que empezaba a pesarme como si estuviera hecha de un elemento material. Me resultaba difícil mantener la atención. Para escuchar una historia, para escucharla de verdad, son necesarios los cinco sentidos. En justicia, la historia de Silvio se merecía algo más que un par de oídos sólo mínimamente atentos, se merecía a alguien mejor que yo, y aquella certeza añadió un poco más de peso al que iba aumentando en mi interior a medida que pasaba la tarde. En ese momento, Silvio me miró de una forma que me pareció difícilmente clasificable, como si pretendiese ver lo que había en mí más allá de la piel. No sé por qué, pero me molestó aquella mirada. Nadie tiene derecho a intentar descubrir algo más que aquello que cada uno desea mostrar.

—Bueno ¿y tú? —dijo Silvio por fin—. Como hablo tanto, nunca me cuentas nada.

—No hay mucho que contar.

Silvio levantó las cejas al mirarme.

—Tengo ochenta y ocho años. Hace doce tenía setenta y seis, y dentro de doce cumpliré un siglo, así que, lo mires por donde lo mires, soy viejísimo. Eso me da cierta ventaja. Sé más cosas de ti de lo que crees…

—Por ejemplo…

—Por ejemplo que, aunque quieras disimularlo, siempre estás triste…

Sabía que iba a ocurrir. Era cuestión de tiempo. Cuando alguien te cuenta sus secretos, espera una reciprocidad y se siente insultado si no compartes los tuyos. ¿Qué quería Silvio que le contase? Y, más concretamente, ¿qué quería yo contarle a Silvio?

—Mi madre murió hace unos meses —dije, y pronuncié la frase con la intención de dejar zanjado el asunto. Semejante revelación debería servir para explicarlo todo.

—Lo siento. ¿Era mayor?

—Sesenta años.

Silvio fue incapaz de contener un gesto de sorpresa. A su edad, una mujer de sesenta años debía de parecerle una niña.

—Tenía cáncer. —No sé por qué, me sentía obligada a proporcionar más detalles. Supongo que dar respuestas antes de que las pidan es una buena forma de evitar las preguntas—. De pecho. Se murió en año y medio. No se hacía revisiones y le detectaron el tumor demasiado tarde. El médico dijo que, de haber actuado hace siete años, hubiera podido salvarse. Pero no llegamos a tiempo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Ahora sí que no hay nada más que añadir. Mi madre ha muerto y podría estar viva. Le había dado al cáncer siete años de ventaja, nada menos. Creí que, a ojos de cualquiera, acababa de ganarme el derecho de estar todo lo triste que me viniera en gana. Silvio tardó un rato en hablar de nuevo.

—Bueno… yo no sé mucho de esas cosas… pero tal vez fue mejor así.

Fui consciente de estar mirando al anciano con unos ojos duros y helados. Fue mejor así. En los días inmediatamente posteriores a la muerte de mi madre, había escuchado decenas de veces frases como aquélla en boca de personas cercanas y queridas: «Para como estaba, es mejor que haya muerto»; «Vivir de esa manera no es vivir»; «No era plan, Cecilia, ni para ella ni para vosotros»; «Fue mejor así». Hubiera querido estar de acuerdo con ellos, pensar que era preferible que mi madre estuviese muerta a contemplar, impotente, sus momentos de dolor, su degradación paulatina. Pero no podía. Y me daban ganas de gritarles a todos que era mi madre la que ya no estaba, y que, si alguien me hubiera dejado decidir, hubiese preferido que viviese más tiempo, incluso con la condena de la silla de ruedas, incluso con las puntas de dolor que hacían necesaria la administración de morfina. Yo la quería conmigo de cualquier forma, a cualquier precio, enferma o sana, pero a mi lado. Soy una persona egoísta, soy una persona horrible por pensar de esa forma, pero no puedo evitarlo. No me importaba hipotecar mi tiempo libre, mi trabajo, mis proyectos, mis fines de semana, mi vida entera, mi puta vida, a cambio de tener a mi madre conmigo. Quería que viviera, por encima de todo, al margen de sus tristes circunstancias, de nuestros sacrificios, del dolor que se había convertido en vértice de nuestra existencia. Y aquellas personas, mi familia, mis amigos, repitiendo la misma cantinela, supuestamente para consolarme. «Fue mejor así». ¿Qué sabían todos ellos lo que era mejor? ¿Qué demonios sabía Silvio de mí, de mi madre, de todos nosotros? El viejo carcamal de ochenta y tantos años diciéndome en la cara que ver morir a tu madre a los sesenta años puede tener ventajas… pero qué valor… qué cara más dura… Noté cómo la sangre se me subía a la cabeza, y Silvio también debió de darse cuenta de que algo iba mal.

—A lo mejor no me he explicado bien… Lo que quiero decir…

Sin mirarle eché mano del bolso, que descansaba sobre una silla.

—No se preocupe, ya le he entendido.

—Cecilia, espera un momento… deja que te lo aclare, por favor.

—No, Silvio, se me ha hecho muy tarde y tengo un montón de cosas pendientes.

Estaba ya en el pasillo cuando escuché su voz.

—¿Vas a volver?

Pero fingí no haber oído nada. Necesitaba marcharme de allí.

Aquella noche hizo frío por primera vez. Salí de casa de Silvio justo cuando empezaba la lluvia y descubrí que, como a mí, el cambio de estación había cogido por sorpresa a la ciudad entera. Los abrigos, las gabardinas, los paraguas y los zapatos de goma dormían en algún armario el sueño de los justos, y la gente caminaba castañeteando los dientes, cerrándose de mala manera las chaquetas de algodón y maldiciendo la llegada repentina del mal tiempo. Yo tampoco iba demasiado abrigada y, por supuesto, no llevaba paraguas. Corrí hacia el metro, pero no llegué a entrar. Los guardias municipales habían precintado la estación con dos tiras largas de plástico amarillo.

—¡Lo siento, señora, no se puede pasar!

Pues sí que acaba bien el día, pensé. No puedo meterme en el metro, hace un frío que pela y encima me llaman señora.

—Hay una avería en la línea cuatro. Tendrá que coger el autobús.

¿El alcalde ha puesto un autobús de aquí a Lavapiés?, me dieron ganas de preguntar. Pero no dije nada y me di la vuelta en busca de un taxi mientras arreciaba la tormenta.

Hacía meses que no caía una gota. La lluvia viene bien, recordé para consolarme, y a la vez iba notando cómo mis zapatos se llenaban de agua. Mientras bajaba la calle Goya intenté recordar la última vez que había visto llover así, y me di cuenta de que era cuando mi madre aún estaba viva. Qué crudos habían sido aquellos días del invierno, cómo habían contribuido a martirizarla. Ella que adoraba el sol, el cielo azul y las temperaturas suaves, había pasado las últimas jornadas de su vida observando la lluvia y el gris desesperado del cielo de febrero. En aquellos días pensaba que todo, incluso el tiempo, se estaba aliando en contra de nosotros. ¿Cómo es posible que haga tanto frío a principios de marzo, que el termómetro no supere los dos grados estando en la última semana de febrero? ¿Por qué llueve a mares, si tanto dicen que hay sequía? ¿Y qué es eso de que la nieve llegue a cuajar en plena ciudad? ¿Qué pasa, que estamos en la jodida Siberia? Mi madre había muerto justo la víspera de que empezase la primavera, en el primer día templado y amable en muchas semanas, y tuve la sensación de que aquello había sido otra burla del destino.

Encontré un taxi cuando llegaba a la plaza de Colón y ya tenía el pelo completamente empapado, por no hablar de los zapatos de piel echados a perder y del pañuelo de seda que llevaba al cuello y que, si de verdad era tan bueno como me había obligado a creer la vendedora, a buen seguro quedaría hecho una pena después de la mojadura. Me lo quité nada más entrar en el coche, cuya atmósfera cálida me hizo desear que el trayecto hasta mi casa fuese intrincado y larguísimo. Claro que, en Madrid y con lluvia, ese tipo de deseos suelen hacerse realidad: en cuestión de minutos estábamos metidos en un atasco de los que conforman uno de los signos de identidad del lugar en que vivo.

Desde dentro del coche, fui testigo de cómo la ciudad aprendía a convivir con la nueva estación mientras el verano iba convirtiéndose en un recuerdo. En el bulevar de Recoletos, los camareros del café Gijón se afanaban en desmantelar la terraza del quiosco, y llegando a Cibeles pude ver a un chino haciendo su agosto con la venta de paraguas plegables. La gente buscaba la protección ínfima de las marquesinas de autobuses o intentaba cobijar la cabeza bajo las páginas extendidas de los periódicos gratuitos, y detrás de las nubes el cielo nocturno perdía el azul brillante que había tenido en los últimos meses.

En el paseo del Prado, el atasco adquirió una nueva dimensión mientras el concierto de claxons alcanzaba proporciones apocalípticas. Siempre me he preguntado por qué se empeña la gente en tocar la bocina en mitad de un embotellamiento. Está claro que el de delante no se mueve porque no puede, y si se trata de molestar a los culpables del desbarajuste, dudo mucho de que les lleguen siguiera los ecos del jaleo de pitos. Mi taxista juraba en arameo y también tocaba el claxon, a lo mejor para distraer su instinto asesino. Le escuché un par de blasfemias y una porción de buenos deseos de muerte lenta y dolorosa para el concejal de tráfico, el guardia de la porra que intentaba poner orden en aquel caos y, cómo no, el alcalde de Madrid. Confieso que, muchas veces, encuentro divertido el espolear la indignación de los taxistas: me pongo de su parte y les digo que la policía municipal no tiene ni idea de cómo actuar en estos casos, que la gente es una insolidaria invadiendo el carril bus, que hay que ver la que están montando con las obras, que a qué viene poner patas arriba todo el centro y que, en efecto, debe de haber algún listo forrándose a costa de los pobres ciudadanos. Quiero pensar que estoy haciendo una buena obra permitiendo que los conductores exorcicen conmigo sus particulares demonios. Sin embargo, aquella tarde no me apetecía atizar las iras de nadie. Estaba cansada. Estaba muy cansada.

Detenido junto a mi taxi había otro coche en el que viajaban dos mujeres, una más joven, que iba al volante, y otra de mediana edad ocupando el lugar del copiloto. A todas luces eran madre e hija. Iban tan enfrascadas en su conversación que hasta creo que el atasco había dejado de importarles. La mujer joven gesticulaba, más apasionada que indignada, y la otra asentía como dándole la razón, y luego se echó a reír. Hubiese querido bajar la ventanilla y escuchar las carcajadas de aquella mujer. Inevitablemente, pensé que mi madre y yo hubiéramos podido protagonizar aquella escena de no haber tenido tan mala suerte. Yo iría con ella, en un coche, bajo la lluvia, y le explicaría algo que me hubiese ocurrido, algo gracioso, y a ella le daría la risa. Mi madre se reía mucho con las cosas que yo contaba. A ella, que tenía un carácter eminentemente pacífico y dulce, le divertía mi naturaleza impaciente, mi humor sombrío y mi mordacidad extrema. Y se reía, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás. Puedo escuchar su risa ahora mismo, en esta tarde de otoño. La risa de mi madre, que debía de ser parecida a la de la mujer del otro coche. Pero ella está ahí, con su hija, y yo viajo sola en este taxi atascado.

En nuestro mundo civilizado la gente no se muere con sesenta años. Por favor, que nadie me hable de la escasa longevidad de los pobres africanos, que nadie me diga que en la India muchas mujeres no llegan al medio siglo. Ya sé que en el Tercer Mundo uno empieza a ser viejo a los cuarenta años, pero esto no es Burundi, ni Sri Lanka ni una maldita aldea de Mongolia donde viven en plena Edad Media. Esto es Occidente. Europa. Tenemos terroristas suicidas, tenemos atracos a mano armada, tenemos brotes de racismo, fraude fiscal, toda la contaminación que queramos, drogas en los colegios, especulación inmobiliaria, verduras insípidas y unos niveles de ruido que difícilmente toleraría un nativo del Amazonas. A cambio, hay vacunas, subsidios de desempleo, universidad para todos y medicina gratuita. Y un montón de ancianitos yéndose de viaje con el Imserso o tomando el sol en los parques públicos. Porque aquí, menos unos cuantos desdichados como mi madre a los que el destino ha puesto en el punto de mira, todo el mundo llega a viejo.

Últimamente no puedo evitar fijarme en la edad de los fallecidos que aparece en las esquelas, y la mayoría se mueren con ochenta, con noventa, con setenta y muchos años. Silvio es rematadamente viejo y ahí está, manoseando fotos del año catapum, contando batallitas y metiéndose donde no le llaman. A veces, muy pocas veces, tropiezo con una esquela de alguien más joven, desaparecido a los cincuenta y cinco, a los sesenta y dos, a los cuarenta y ocho, y me pregunto si todo el mundo será consciente de la injusticia que late detrás de esas fechas, de que no hay derecho a que la vida de unos se interrumpa tan temprano cuando hemos nacido en una sociedad naturalmente longeva. ¿Quién reparte los números de esa lotería? ¿Quién y desde dónde decide que haya trayectos vitales tan ridículamente cortos como el de mi madre o el de esos otros desgraciados de las notas necrológicas? ¿Por qué en ese coche una mujer de sesenta y tantos años va partiéndose de risa y yo ya no puedo reírme con mi madre?

No es normal quedarse huérfana a los treinta y cinco años. Ninguno de mis amigos es huérfano. Yo soy la única huérfana que conozco, por todos los santos. Apuesto a que hasta el taxista tiene padres, y eso que peina canas. La chica del otro coche tiene a su madre consigo, puede hablar con ella, contarle sus cosas, hacerla reír, pedirle consejos o dárselos. ¿Por qué yo no? ¿Por qué me ocurrió precisamente a mí? Me dieron ganas de pedir al conductor que hiciera cualquier cosa por cambiar de carril hasta apartarnos de aquel coche donde una madre y una hija compartían su intimidad en una tarde de lluvia. No soportaba estar tan cerca de algo que me había sido arrebatado.

—Señorita… oiga, señorita.

Aquella voz me devolvió al mundo.

—Mire cómo está esto…

—Ya, ya lo veo.

El conductor se rascaba la cabeza.

—Es que estaba yo pensando que va a ser mejor que se quede en Atocha.

¿Mejor? ¿Mejor para quién?

Usté se mete en el metro, y yo bajo por Méndez Álvaro y me voy de retirada. Así no se puede trabajar.

En otras circunstancias, tras oír una propuesta así hubiera puesto el grito en el cielo. Después de amenazar al taxista con todo tipo de calamidades en forma de denuncia, habría exigido que me llevase a la misma puerta de mi casa así estuviese cayendo el diluvio universal. Pero la tristeza nos vuelve mansos y dóciles. Me sentí incapaz de discutir, acepté la propuesta del caradura del conductor y, al llegar a Atocha, me bajé del taxi tras pagar la carrera y arrastré los pies hasta la boca de metro. Justo cuando entraba me di cuenta de que el pañuelo que llevaba al cuello se había quedado olvidado en el asiento del coche. Creí distinguir el vehículo entre todo el maremágnum del tráfico, parado aún junto a un semáforo en rojo, pero el desaliento era ya demasiado grande, y diciéndome a mí misma que no valía la pena, di el pañuelo por perdido.

El metro iba lleno. Me agarré a una de las barras de seguridad, y menos mal que lo hice, porque el imbécil del conductor provocaba en el vagón unos raros estertores en forma de frenazos repentinos. Éste debe de querer batir algún récord, pensé. Una mujer mayor hacía esfuerzos por mantener el equilibrio, y miré con fiereza a los que estaban sentados esperando que alguno cediera el sitio a la anciana. Había una mujer con dos críos pequeños, guapos y mal vestidos, que ocupaban un asiento cada uno mientras jugaban a pellizcarse. Aposté contra mí misma a que aquella señora no había pagado el billete de sus dos monstruos que, sin embargo, iban privando de un lugar donde sentarse a otros pasajeros, en especial a la pobre vieja que amenazaba con caerse al suelo a cada bandazo del tren. Respirando hondo para controlar mi enfado, me dirigí a la madre de los dos bichejos.

—Perdone… ¿podría decirle a uno de sus hijos que se levante para dejar el asiento a esta señora? Es que se va a caer.

Ella me miró como si no me hubiese entendido.

—Las personas mayores tienen prioridad a la hora de sentarse —insistí.

—Oiga. —La madre de los críos tenía un acento extraño que no pude identificar—. Los niños también están cansados.

Miré a sus hijos, que seguían incordiándose y lanzando gritos ajenos a la conversación. No eran españoles, eso resultaba evidente por el acento de la mujer. Quizá sería mejor dejar las cosas así pero… ¿no es ésa una forma refinada de desprecio al extranjero? ¿Exigir menos al que viene de fuera no es también considerarle un inferior, una suerte de salvaje al que hay que mantener al margen de la reglas de nuestra sociedad occidental? Levanté un poco el tono de voz para dirigirme a la mujer.

—Pues a mí me parece que sus hijos están perfectamente. Y que deberían levantarse y ceder su sitio a quien lo necesita más que ellos.

A todo esto, la viejecita protestaba débilmente diciendo que daba igual, que sólo le quedaban tres paradas. La madre de los niños había decidido ignorarme y fingió enfrascarse en la lectura de un periódico gratuito. Para ella, la cuestión había quedado zanjada. Pero yo ya me había embalado.

—Pues sí que educa usted bien a estos críos, dejando que vayan haciendo el gamberro mientras una anciana hace equilibrios para no esnafrarse.

—¡Mis hijos no son gamberros! —La mujer pronunció la frase como si la escupiera.

—Bueno, bueno, señora, pues que se note. —Un hombre grande y gordo, de cincuenta y tantos años, acababa de entrar en la conversación—. Levántelos y que se siente la señora, que lleva toda la vida pagando impuestos. Eso es lo que les pasa a ustedes, que vienen de sus países sin civilizar y se piensan que todo el monte es orégano.

—Les damos un dedo y se llevan el brazo entero. —Alguien más intervino y me di cuenta de que yo sólita acababa de amotinar a medio vagón contra la madre de los niños gritones—. Llegan a España y, como todo es gratis, se creen los reyes del mambo.

El asunto se me estaba yendo de las manos. Traté de ponerle un parche.

—Oiga, eso es una tontería y además no tiene nada que ver con…

—Pues claro que tiene que ver. —El gordo me miraba con la chulería de un cacique de pueblo—. ¿O es que ahora se ha puesto usted de parte de ellos? Si se vienen a vivir aquí, que aprendan a comportarse o que se vayan a sus países a seguir pasando hambre, no te jode.

Acobardada por lo que estaba siendo un ataque xenófobo en toda regla, la mujer propinó un capón a cada uno de los críos y los hizo levantar de mala manera. El chaval más pequeño se echó a llorar. Y, para acabar el espectáculo, la anciana no quiso sentarse porque la próxima parada era la suya. El tío grande y gordo ocupó uno de los asientos libres con el aire del propietario de una plantación, y una joven distraída que abrazaba una carpeta se sentó en el otro sitio, mientras el niño lanzaba alaridos y la madre le reprendía en su idioma. Eran polacos. Dos pequeños y una mujer llegados del frío y lanzados contra un entorno que a veces, demasiadas veces, se volvía contra ellos. Ni siquiera me atreví a mirarles cuando bajé del vagón, pero pude sentir los ojos acerados de la madre clavados en mi nuca mientras dejaba el tren.

Cuando llegué a mi casa me dio la sensación de haber envejecido diez años y de soportar sobre los hombros un peso sobrenatural. Tenía tanto frío que me costó hasta abrir el portón de entrada, porque mis manos entumecidas no conseguían hacer girar la llave en la vieja cerradura roñosa, que a ver si el presidente de la comunidad la cambia de una puta vez.

—Malas noticias, Cecilia. Van a tardar dos semanas en dar la calefacción. Es un escándalo.

Era Publio, mi vecino, que sacaba cartas de su buzón bajo la luz amarillenta y triste de nuestro portal. Intenté sonreírle, pero sólo conseguí componer una mueca extraña antes de derrumbarme en llanto. Hubiera querido echar a correr para refugiarme en mi casa, pero estaba tan cansada, tan raramente cansada, que me senté en un escalón y seguí llorando allí, con la cara oculta entre las manos. Publio no dijo una palabra. Sólo me levantó tomándome del brazo con una delicadeza extrema, y me empujó suavemente escaleras arriba.

—Creo que será mejor que vengas un rato a mi casa. Tengo dos calefactores eléctricos, una botella de Armagnac y una caja de bombones Wittamer que me han traído ayer de Bruselas. —Publio no soltaba mi brazo, como si temiese que pudiera escapar o, quizá, desvanecerme en mis propios sollozos. Abrió la puerta de su piso. Era la primera vez que entraba allí, a pesar de que hacía más de dos años que vivíamos en el mismo edificio. Dicen que en Madrid la vecindad no da para gran cosa, pero lo cierto es que el asunto con Publio era mucho más complicado.

Publio y yo nos habíamos conocido cuando, una noche, cortaron la electricidad en su piso, que está enfrente del mío, y él fue a mi casa para preguntar si yo tampoco tenía luz. En mi apartamento todo estaba en orden, así que le invité a pasar para llamar desde allí a la compañía eléctrica. Hasta entonces, él y yo no habíamos intercambiado más que algún saludo amistoso en las escaleras o en el rellano, pero había algo en Publio que despertaba mis simpatías. Tal vez era su porte esmirriado, que le convertía en un ser físicamente inofensivo, su palidez extrema o su sonrisa luminosa, que no casaba en absoluto con su aspecto hético. Así que Publio entró en mi salón y llamó por teléfono a Iberdrola. Después de marear la perdiz durante un buen rato, la telefonista acabó confesando que había saltado un repetidor en el edificio, y que la avería afectaba a todos los pisos del lado izquierdo.

—Pero no se preocupe, que están en ello.

—¿Cuánto cree que van a tardar?

—Eso no se sabe, señor.

Publio gimió. Acababa de llenar de helados su congelador.

—Y tengo también dos kilos de langostinos de Sanlúcar y… joder, y media docena de filetes argentinos que se van a ir al carajo en cuestión de horas. Estamos a treinta y cinco grados, por el amor de Dios. Toda mi casa acabará oliendo a muerto.

Le propuse que dejara sus cosas en mi congelador, que estaba completamente vacío. No soy muy buena ama de casa, que digamos, y mi instinto previsor es nulo. Así que atiborramos mi frigorífico de helados Haagen Dasz y carne de la Pampa. Los langostinos no cabían, y Publio me propuso cocinarlos para los dos.

—Si no tienes planes, claro.

No, no tenía planes. Así que mi vecino preparó la cena y abrimos una botella de vino, y luego otra, y más tarde Publio fue a su casa, que seguía a oscuras, y recuperó de la nevera una botella de champán que empezaba a calentarse. Cuando quise darme cuenta, ambos estábamos completamente borrachos. El alcohol bebido entre dos invita a la intimidad. Si mi vecino no fuese descaradamente gay, aquella noche él y yo hubiéramos acabado en la cama. Pero lo era, así que nos deslizamos al terreno de las confidencias. Ni siquiera recuerdo las cosas que le conté, pero creo que hice un repaso exhaustivo de todo mi pasado sentimental y sexual. Pocas veces había hablado con tanta libertad delante de nadie, y creo que Publio tampoco.

—Voy a contarte una cosa que sabe muy poca gente —me dijo al fin—. De hecho, sólo la saben dos personas.

—¡Qué honor! Lo de mi fin de semana con el lituano no lo sabe nadie, fíjate.

—Esto es otra cosa.

—Tú dirás.

Antes de seguir hablando, Publio me sirvió otra copa de champán y se bebió la suya de un trago.

—Voy al psiquiatra.

—Menuda novedad. La mitad de la gente que conozco lo hace.

Publio sonrió débilmente.

—Lo mío es distinto.

—¿Cómo de distinto? ¿Qué pasa, que eres un asesino?

—Peor que eso. Verás… tengo… tengo tendencias pedófilas.

Puedo jurar que en aquel mismo instante se me pasó la borrachera. Publio me contó que llevaba diez años en tratamiento con una terapeuta especializada, y que le había costado mucho encontrar un profesional experto en disfunciones como la suya. También me aseguró que jamás en su vida había tocado a un niño, y que sólo sentía una pulsión que, gracias a la medicación correcta y a muchas horas de diván, había conseguido neutralizar.

Me explicó que los pedófilos no son delincuentes sino enfermos, «como los ludópatas o los cleptómanos». No le dije nada, pero recuerdo que pensé, qué delicia vivir en una sociedad que considera enfermos a los maltratadores de mujeres, a los violadores, a los asesinos en serie y a los sociópatas que entran pegando tiros en un hamburguesería y se cargan a doce personas antes de volarse la cabeza. Qué maravilloso es formar parte de un mundo que perdona nuestros pecados disfrazándolos de patologías. Casi nadie es responsable de sus actos. Uno no tiene la culpa de estar enfermo. Uno no tiene la culpa de ser un yonqui o un maldito violador de niños. Pero Publio me repetía que él no era un violador, que jamás había tocado a un crío a pesar de que había deseado hacerlo muchas veces, del mismo modo que siendo muy pequeño soñaba con romper el escaparate de la tienda de juguetes para llevarse la locomotora eléctrica o el robot a pilas. Por supuesto, jamás hizo otra cosa que espachurrar las narices contra el cristal y fantasear con sus impulsos de atracador. Así se lo explicó a su psiquiatra, y ella dijo que era una buena imagen y un modo muy sabio de normalizar la represión de un impulso que uno no puede evitar tener, pero que no sigue por reconocerlo como incorrecto.

—Todo el mundo siente pulsiones no apropiadas —decía Publio—. ¿Tú crees que el tipo que trabaja quemando billetes de banco no ha pensado alguna vez en meterse unos cuántos en el bolsillo? ¿Que un diabético no se para ante una pastelería soñando con hincharse de dulces que podrían matarle? Lo importante es reconocer como indebida esa pulsión. En principio no soy peor que ese hombre que quema billetes y fantasea con quedárselos, o el diabético que metería la cabeza en una tarta de crema.

Me entraron ganas de decirle que era un chollo dar con un psiquiatra capaz de comparar su instinto de pederasta con el ataque de gula de un pobre hipoglucémico, pero en aquel momento, mientras Publio me ofrecía detalles de las sesiones con su terapeuta, sólo quería poner punto y final a la conversación y sacarle para siempre de mi casa y de mi vida. Ya es de día, dije en cuanto vi que clareaba un poco, y él me entendió. Se puso de pie y agradeció mi hospitalidad con la misma sonrisa de siempre, pero sabía que a mis ojos acababa de convertirse en una especie de Frankenstein, y que iba a ser incapaz de superar el rechazo que inspiraba en mí su condición de pervertido. Al día siguiente, y tras asegurarme de que había luz en su casa, le mandé los congelados por medio de la asistenta. No quería que me invitase a pasar, que abriese para mí uno de los botes de helado de crema, que volviese a hacerme partícipe de sus miserias, que pretendiese convertirme en su confidente o, peor aún, en su amiga.

Durante mucho tiempo no pude ver en Publio nada distinto a una bestia, y evité su contacto tanto como pude. Él se dio cuenta, y se contentó con mantener una correcta relación de buenos vecinos que se limitaba a comentarios sobre el tiempo, la limpieza del portal o el funcionamiento de la calefacción. Él respetó mis prejuicios y yo respeté su secreto: jamás comenté con nadie lo que me había confiado. O, por lo menos, hasta que el estado de mi madre se agravó. En aquella época, para distraerla, yo le contaba historias. Cuanto más raras eran, más cautivaban su atención, y por eso le hablé de Publio. Ni siquiera mencioné su nombre, ni le dije que vivía en mi casa, pero no fue para preservar su intimidad sino para no verme relacionada ni de lejos con una figura que se me antojaba miserable. De ninguna forma quería que nadie supiese que había estado una noche entera con aquel desviado, comiendo langostinos y bebiendo vino tinto.

—Pobre chico.

Fue todo lo que dijo mi madre cuando acabé mi relato, pobre chico. Publio no le inspiraba asco, ni miedo, ni desprecio. Sólo lástima. Mi madre estaba muriéndose, tenía episodios de dolor extremo, y encontraba motivos para compadecerse de quien yo consideraba un desecho social. Así que revisé mi condena a Publio, espantándome al reconocer la escasa piedad que había demostrado al juzgarle y mi extrema superficialidad al hacerlo. Mi madre murió unos días después, y algunas noches, mientras pensaba en ella, me acordaba de Publio. ¿Qué habría hecho mi madre en mi lugar? Al escuchar su historia, ella no había visto a un monstruo, sino a un hombre permanentemente asomado al abismo que hacía un esfuerzo supremo para no caer en él. ¿Por qué le había tocado a Publio la suerte de arrastrar de por vida una carga semejante? Por la misma razón que mi madre había contraído un cáncer: porque sí. Porque en esta vida muchos factores son cuestión de pura suerte, y ni Publio, ni mi madre, ni yo, habíamos tenido demasiada.

Hubiese querido arreglar las cosas con mi vecino pero, evidentemente, era demasiado tarde. Había pasado más de un año desde aquella noche de revelaciones insospechadas. ¿Qué iba a hacer, llamar al timbre y decirle, hola, soy una pobre imbécil estrecha de mente que lleva doce meses considerándote un apestado, pero estoy muy arrepentida y quiero volver a empezar? Antes me avergonzaba el contacto con Publio. Ahora sentía vergüenza de mí misma. Y aquella noche, mojada como un trapo, aterida y triste, aquella noche en la que había tocado fondo, mi vecino el pedófilo había decidido darme otra oportunidad y me tomaba del brazo mientras abría ante mí la puerta de aquella casa que, durante tanto tiempo, había considerado la guarida de una alimaña.

—Vamos, entra. Quítate la ropa y los zapatos, te daré algo seco. El baño está por ahí. Voy a encender los calefactores ¿de acuerdo? Hay toallas limpias justo debajo del lavabo.

Cinco minutos después, enfundada en una especie de pijama color azul celeste, luciendo unos calcetines térmicos de esos que te dan en los aviones, había empezado a entrar en calor. Publio me tendió una copa de coñac, y le di un buen trago.

—¿Cómo estás?

—Mejor, gracias.

—A propósito, siento lo de tu madre. Me lo dijo el portero. Pensé en llamarte, pero…

—Publio…

Me detuvo con un gesto que le agradeceré eternamente. Quizá, para firmar la paz nos bastaba con un par de copas de licor y algo de ropa seca. Sentí una leve punzada de optimismo.

—¿Te apetece un sándwich?

No tenía hambre, pero dije que sí. Publio tardó unos minutos en volver, y lo hizo con unas rebanadas de pan de molde tostadas a la plancha y rellenas de pechuga de pollo, jamón ahumado y mayonesa. Cenamos juntos, como aquella otra noche para olvidar, y luego Publio puso ante mí una enorme caja de bombones belgas y toda su delicadeza, su hospitalidad y su ternura. No me preguntó qué me había ocurrido en el portal, quizá porque intuía que no iba a ser capaz de explicárselo. Entonces recordé que en el mundo hay personas eminentemente buenas con una especie de sensor para determinar la debilidad de los demás, para saber cuándo son necesarios. Y Publio, mi vecino, era una de esas personas. Mientras me llenaba la copa de Armagnac y me invitaba a probar otro bombón («ésos tienen guirlache, son buenísimos») pensé que había perdido el tiempo durante el último año, y qué quizá muchas cosas hubieran sido un poco más fáciles de haberle tenido cerca, de haber podido subir al piso de arriba, donde el congelador rebosaba helados y carne de primera y había alguien con una desesperada necesidad de que le quisieran, le entendieran y le perdonaran por unos pecados que ni siquiera había cometido.

Tenía el pelo seco y el contenido de la caja de chocolates había mermado considerablemente cuando le hablé a Publio del abuelo de Elena. Le conté que me había enfadado con él.

—¿Por qué lo hiciste?

—Se metió donde no debía.

—Seguro que fue con buena intención.

—Pues ni por ésas.

Publio se echó a reír.

—Estás de mala leche.

—Sí, desde hace treinta y cinco años. —Cogí otro bombón, y me aclaré la voz—. Oye… ¿cómo van tus sesiones con el psiquiatra?

—En realidad es «la psiquiatra»… ¿seguro que quieres saberlo?

Asentí con la cabeza, y Publio me habló del tratamiento que seguía y de las visitas a la terapeuta, «voy sólo dos veces por semana. Antes iba todos los días, pero como estoy progresando ha reducido las sesiones». Me contó que al principio lo había pasado tan mal que incluso intentó suicidarse tomando un tubo de pastillas «pero soy un miedica y me fui al hospital a que me hicieran un lavado de estómago». Se había dado cuenta de sus tendencias a los veinte años: estaba en el chalet de unos amigos y aparecieron dos o tres parejas con sus hijos pequeños. Se pasó la tarde jugando con ellos, y todo el mundo le agradeció sus desvelos con aquella caterva de mocosos chillones, pero él había sentido algo extraño: una nueva forma de deseo. Aquel descubrimiento le horrorizó. «Pensé que iba a volverme loco, de verdad. Las pasé putas». Estuvo tres meses de baja por depresión. Luego dejó la empresa en la que trabajaba y se fue a pasar una temporada con su abuela, que vivía en mitad de ninguna parte. «Decidí que lo mejor que podía hacer era pasar aislado el resto de mi vida. Ya sé que suena estúpido, pero tenía veinte años». Volvió a Madrid unos meses después, cuando se le acabó el dinero. Se instaló en casa de sus padres, y redujo a cero su vida social. Sólo salía para ir al trabajo. «Mis padres estaban preocupados por mí. Me pasaba las horas leyendo en la habitación. Ni siquiera veía la tele. Fue entonces cuando me tomé las pastillas. Un tubo de orfidales. Entero. No tardé ni media hora en ir al hospital». Luego pasó una etapa relativamente tranquila en la que pensó que podía superar el problema, y hasta llegó a olvidarse de él. Seguía haciendo poca vida fuera de casa, pero estaba tan acostumbrado que ya no le importaba.

—¿Cuándo decidiste tratarte?

—Un día estaba viendo la tele y salió un tío al que acababan de detener por abusar del hijo de unos amigos. Parecía una persona normal, sabes, no un loco, ni nada de eso. Era alguien como yo, alguien que quizá pensó que era capaz de controlarse solo. Y me dije que, si no buscaba ayuda, podía acabar como él, manoseando a los críos de cualquiera y destrozándoles la vida. Así que localicé a una psiquiatra especializada en patologías sexuales. Fue como volver a nacer. Estoy mucho mejor. Sé que lo mío no tiene cura, pero también que no voy a hacer ninguna tontería. Puedes creerme o no, pero jamás he tocado a un niño, ni he entrado en webs de pornografía infantil, ni nada por el estilo. Sé distinguir perfectamente lo que está bien de lo que está mal.

Se levantó y volvió de la cocina con dos vasos de agua. Se bebió el suyo entero antes de seguir hablando.

—¿Sabes?, es muy duro admitir que dentro de ti vivirá siempre un criminal. Pero también resulta un alivio pensar que sabes cómo controlarlo para que no salga nunca de la jaula. Estoy condenado a seguir tratamiento de por vida, y hay algunas reglas demenciales que debo respetar para no ponerme las cosas más difíciles. Por ejemplo, compré esta casa después de asegurarme de que no había niños viviendo en ella. No soy una persona normal y tengo que vivir en función de esa certeza. Pero, de momento, la batalla la voy ganando yo.

No sabía qué decir. Llevaba más de un año repudiando a una persona que, en realidad, tenía muchos motivos para despertar mi respeto.

—Eres muy valiente.

—Ya lo sé. —Partió el último bombón de la caja y me dio la mitad—. ¿Y tú? ¿Cómo te encuentras?

Fingí darme unos segundos para masticar el chocolate.

—Pues… pensé que estaba bien… pero hoy he perdido los papeles. No ha sido un buen día, la verdad.

—Bueno —Publio parecía concentrado en lo que iba a decir a continuación—, quizá tenía que ocurrir. Quiero decir que a lo mejor te estás exigiendo demasiado. Has pasado unos meses muy difíciles y tienes derecho a derrumbarte.

Nunca hubiese pensado que dejarse vencer por la pena pudiese ser también un acto de justicia con uno mismo. Cuando murió mi madre, hice un esfuerzo sobrehumano para no dejarme arrastrar por todo aquel caudal de tristeza que amenazaba con asolar mi vida. Fue como ir paseando al borde de un precipicio teniendo la certeza de que, si un solo día me asomaba a él, acabaría desbarrancándome y seguramente no sabría salir del agujero. No quería que eso sucediera. El destino me había arrebatado a mi madre, y no iba a permitir que me quitase también el dominio sobre mí misma. Por eso, pocos días después de perderla a ella, volví a mi vida habitual. Dibujé muchísimo, me cité con mis amigos, asistí a fiestas, a presentaciones, a cócteles. Recuerdo que cada vez que pasaba por debajo de los arcos detectores de metales pensaba que era una suerte que aquellos aparatos no fuesen capaces de observar lo que tenía por dentro. Porque, al escrutar mi interior, hubiesen encontrado sólo un profundo vacío, un desolador agujero negro horadado por toda la tristeza con la que había tenido que luchar, a diario, desde la muerte de mi madre. Quizá, como decía Publio, me exigí demasiado pretendiendo que mi vida siguiera al mismo ritmo, imponiéndome como obligación el aparecer en público como si nada hubiera pasado, acotando de un modo poco racional todo lo que estaba sintiendo. Me habían quedado dentro muchas lágrimas. Y las lágrimas tienen que salir si no queremos que lo desborden todo, incluso aquello que creíamos estar preservando de la desesperación. La serenidad verdadera llegaría después de llorar, y pensando en ello volví a hacerlo. Publio abandonó su sitio en el sillón y se sentó a mi lado, abrazándome y pasándome de vez en cuando la mano por el pelo. Así transcurrieron dos horas: yo llorando el llanto atrasado y el bueno de Publio dejándome llorar en silencio, con la paciencia y la mansedumbre del que también ha tenido que aprender a llorar.

Como aquella primera noche que pasamos juntos, era casi de día cuando Publio y yo nos despedimos, sólo que aquella vez yo tenía la convicción de que no tardaríamos mucho en volver a vernos. Me besó en la frente cuando llegamos a la puerta.

—Mucha suerte —me dijo—. Y haz las paces con el viejo, o te sentirás como la misma mierda.

Estaba a punto de darme la vuelta cuando recordé algo.

—Publio… ¿recuerdas aquella noche, cuando me contaste tu… bueno, tu secreto? Dijiste que sólo había otras dos personas que lo sabían. Una es tu psiquiatra… y la otra…

Publio me miró como pidiendo perdón.

—La otra es mi madre.

Le dirigí una sonrisa.

—Me alegro mucho por ti.

Muy a mi pesar, estuve más de una semana sin ver a Silvio. La Feria del Libro de Frankfurt había organizado un encuentro entre ilustradores, y alguien de mi editorial consiguió que me invitaran. Había tomado con cierta desgana aquel viaje, diciéndome que sólo lo emprendía por pura conveniencia profesional, pero el día antes de coger el vuelo a Alemania, mientras ordenaba mi maleta y revisaba los papeles que tenía que llevar conmigo, experimenté una sensación parecida a la dicha que sentía de niña antes de emprender un viaje con el colegio, cuando el acto de preparar la mochila con la comida a base de bocadillos era tan trascendente como seleccionar el contenido de una valija diplomática. Recuerdo aquellas excursiones que no duraban más allá de un día: salíamos en autobús de delante del colegio, y allí nos despedían las madres hasta nuestro regreso, cuando caía la tarde. Nunca entendí por qué todas nos abrazaban y nos besaban con tanto ímpetu, si después de todo sólo pasarían unas horas hasta que volviesen a vernos. Ahora entiendo que estaban secretamente asustadas al ver marchar a todas aquellas niñas, sus hijas, que tenían siete, ocho, nueve años, que empezaban a volar solas y no disimulaban la felicidad proporcionada por aquellas pocas horas de independencia. Sabían que aquellas excursiones eran como pequeños ensayos de libertad hasta que decidiésemos levantar el vuelo definitivo en dirección a nuestras vidas.

Un día después de volver de Frankfurt me presenté en casa de Silvio. Lucinda abrió la puerta con la misma expresión asustada de siempre. Me costaba acostumbrarme a los ojos húmedos de aquella mujer que parecía tener miedo a todo, y especialmente miedo a mí, lo cual no contribuía a mejorar la situación. Estaba segura de que cualquier cosa que yo hiciese o dijera podría acentuar el pánico en sus pupilas amarillas, y eso condicionaba mi relación con ella, reduciéndola al mínimo indispensable.

—Señorita Cecilia —me dijo, y su voz era un susurro—, menos mal que ha venido. El señor Silvio estaba preocupado. Dice que el otro día se marchó usted enfadada, y anda triste desde aquella tarde. Se va a contentar cuando vea que ha vuelto. Yo creo que pensaba que ya no la iba a ver más nunca.

Era un discurso demasiado largo para Lucinda, que acabó su parlamento bajando la cabeza y ruborizándose bajo la piel cetrina. Me deprimía pensar que era yo quien despertaba sus temores, quien azuzaba su aire medroso. Y aquella tarde, precisamente, decidí empezar a poner remiendos a una situación que no nos ayudaba a ninguna de las dos.

—¿De dónde es usted, Lucinda? —le pregunté.

—De Bolivia. —La pregunta la había cogido por sorpresa.

—¿De La Paz? —insistí.

—Quite de ahí, soy de una aldea chiquita. Palomares se llama. —Me miró arrugando los ojos, que eran pequeños y oscuros—. ¿Viene a ver al señor Silvio, verdad?

La pobre mujer debía de estar horrorizada ante la perspectiva de que mi intención fuese tener una charla con ella en mitad del vestíbulo.

—Sí, claro… pero es que al oírla hablar… yo tuve un compañero de clase boliviano —era mentira, por supuesto— y su acento me recuerda al suyo. Él era de La Paz. Se llamaba José Andrés Cifuentes. Muy buen chico, y muy listo.

Al escuchar el nombre que acababa de inventarme, Lucinda me miró con una expresión reconcentrada.

—Pues no me suena, señorita Cecilia. Pero es que Bolivia es muy grande. —Meneó la cabeza—. Ande adentro, que el señor Silvio acaba de despertarse de la siesta.

Pasé a la sala. El abuelo estaba allí, solo, mirando por la ventana. No parecía haber oído el timbre de la puerta ni mi conversación con Lucinda. Como mi primera tarde en aquella casa, pude mirarle sin que él me viera: el perfil limpio recortado en la tarde de otoño, el cabello blanco, las manos nudosas y los ojos fijos en quién sabe qué, como si estuviese esperando algo. O quizá como si pensase que no había nada que esperar, puesto que todas las cosas ya habían sucedido. Así que esto es la vejez, pensé.

—Hola, Silvio…

Apartó la vista de la ventana, y la forma en que me miró hizo que entendiese hasta qué punto había sido implacable con él la otra tarde al marcharme de aquel modo.

—Cecilia, hija…

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me acerqué a Silvio y le di un breve abrazo cuando se levantó a saludarme. Olía a loción de afeitado y a jabón de La Toja.

—Pensé que no ibas a volver.

—Qué tontería…

—Pero siéntate. Lucinda traerá el té enseguida. ¿Hace frío en la calle? ¿Quieres que subamos la calefacción?

No sabía si me merecía todos aquellos mimos, pero los acepté de buen grado. Lucinda apareció con la bandeja de la merienda y, por primera vez desde que la conocía, me dirigió una sonrisa que quise entender como cómplice. Ella nos sirvió el té y el bizcocho, y se retiró igual que siempre, en su particular silencio, como si se hubiese desvanecido en el aire.

—Cecilia… hay algo que quiero explicarte. Es por lo del otro día…

Yo no necesitaba aclaraciones. Sólo quería olvidar lo que había pasado y mi lamentable comportamiento. Las excusas de Silvio no harían sino avergonzarme todavía más, y ya me encontraba suficientemente arrepentida tras haber sacado los pies del tiesto.

—En realidad, soy yo la que tiene que explicarse —le dije—. No debí haber reaccionado de esa forma… Había tenido un día horrible, ¿sabe? Y supongo que…

Silvio me interrumpió.

—No, eso es igual. Pero me gustaría que entendieses a qué me refería cuando dije que quizá era mejor que las cosas hubieran sucedido así con tu madre.

—Le aseguro que no es necesario.

Silvio se pasó la mano por los ojos.

—Pues yo creo que sí. Dame unos minutos, ¿de acuerdo? —Desvió la vista y, apoyando la espalda en el sillón, volvió a mirar por la ventana—. Verás, mi mujer… la abuela de Elena… también murió de cáncer.

—No lo sabía. Lo siento mucho. —Era una frase torpe. Elena debía haberme advertido de aquella coincidencia.

—Sucedió hace tiempo, antes de que Elena naciera. Carmen estuvo enferma durante casi doce años. A ella le diagnosticaron el tumor en una exploración de rutina. Carmina era muy joven y no reaccionó bien cuando supo lo que le ocurría a su madre. Ya sabes lo que viene en cuanto te dicen que tienes cáncer: quimioterapia, bomba de cobalto, la incertidumbre de las revisiones… Mi hija no estaba preparada para lo que se nos vino encima. Y se hundió. No puedo explicarte el daño que aquello le causó a Carmen. Creo que el ver así a su hija fue para ella mucho peor que el propio cáncer. Carmina adoraba a su madre. Intentaba ayudarla, pero, sencillamente, era incapaz. Le faltaban años, experiencia, sentido común, fortaleza, todo. Ésas son cosas que uno aprende poco a poco, y ella tuvo que asumirlas de un solo golpe en mitad de su paso a la edad adulta. Lo llevó muy mal. Mucho peor que Carmen su enfermedad. Después, cuando ella murió, a Carmina le costó mucho superar la convicción de que había sido incapaz de ayudar a su madre.

No sabía muy bien a dónde quería llegar Silvio.

—Perdone, pero no sé qué tiene que ver todo esto conmigo.

—El otro día me dijiste que tu madre no se hacía revisiones y por eso el diagnóstico de su enfermedad llegó tarde. No apruebo ese comportamiento pero, por otro lado, te ahorró mucho tiempo de dolor. Unos años importantes, Cecilia. ¿Puedes imaginar lo que es crecer y madurar mientras se arrastra la rémora de una enfermedad grave? ¿Crees de verdad que hace ocho, nueve años, hubieses sido capaz de plantar cara a lo que os pasó? ¿Estás segura de que no te hubieses hundido para siempre, como le ocurrió a mi hija? No conocí a tu madre, pero a lo mejor ella hizo su elección conscientemente. En esos años se estaban poniendo los cimientos de tu vida, Cecilia. De tu vida y de la vida de tu familia. Cualquier cosa que ocurre a los veinte años te cambia el futuro sin contemplaciones. Las madres saben eso. Y tu madre también lo sabía. Supongo que no quiso torcer vuestro destino.

—¿Y cree usted que no lo hizo al morirse tan pronto?

—Claro, pero no tanto como si tu vida hubiera empezado a tambalearse nueve, diez años atrás. ¿Cuántos tenías tú entonces?

—Veinticinco. Tengo dos hermanos menores.

—Intenta recordar qué estabas haciendo entonces. —Y ante el gesto cansado que no pude reprimir—: Vamos, haz un esfuerzo.

Volví atrás en el tiempo. Veinticinco años. Acababa de ganar una beca para pasar un trimestre en Oxford. Fue allí donde conocí a Elena. En ese momento, y por primera vez, me di cuenta de que, de haberse declarado la enfermedad de mi madre, no hubiese aceptado aquella estancia en Inglaterra. Silvio parecía haberme leído el pensamiento.

—Cecilia, piensa en todas las cosas buenas que os sucedieron en estos años. Buena parte de ellas no hubieran ocurrido de haberos dicho tu madre que estaba enferma.

Aquella tarde hice balance de todos los pequeños y grandes acontecimientos que habían marcado mi vida y las vidas de los míos en los últimos nueve años. La boda de mi hermana. Los primeros tiempos de mi relación con Miguel. Los libros que ilustré, el premio que me dieron en Italia, los viajes por Europa. Las fiestas familiares donde no había ni una sombra que amenazase la alegría general. La sensación, muchas veces, de tenerlo todo. El nacimiento de mi sobrina. Las vacaciones en el campo. Las Navidades. La certeza de moverme en un terreno seguro y firme donde cada cosa estaba en su sitio. Si la enfermedad de mi madre hubiese aparecido en su momento, ¿qué hubiese ocurrido con nuestras vidas? Mi hermana, seguramente, no hubiese aceptado un trabajo en Madrid, y, en consecuencia, no habría conocido al hombre con quien después se casó. La niña no habría nacido nunca. Yo también hubiese vuelto a casa. No habría entrado en contacto con aquella editorial que me encargó el primer libro de cuentos. Quizá habría dejado de dibujar. Tenía tantas dudas sobre todas las cosas hace ocho años, que sólo la solidez del mundo que me rodeaba me había impulsado a seguir adelante. No, definitivamente no hubiese continuado mi carrera como ilustradora de haber estado moviéndome en un terreno resbaladizo. Hoy no tendría mi casa, ni mi estabilidad económica, ni tantas otras cosas a las que, de eso sí estoy segura, renunciaría sin dudar a cambio de que mi madre estuviese viva. Porque nada podía consolarme por haberla perdido, ni había ninguna cosa material capaz de compensar su ausencia.

—¿Sabe, Silvio? Es que yo preferiría no tener lo que tengo, y que mi madre no hubiese muerto.

—Bueno, tú sí, pero no puedes saber lo que preferiría tu madre. ¿Fuisteis felices en estos años, Cecilia? Pues cada momento de esa felicidad os lo regaló ella. Optó por dar la voz de alarma cuando erais adultos y ya habíais encauzado vuestras vidas. No sé si fue una decisión equivocada, pero fue su decisión. No hagas reproches a su memoria, Cecilia. Respeta lo que hizo, y dale las gracias. Y entiende que, aunque tal vez no eligió el camino más correcto, su error fue simplemente un acto de amor hacia vosotros.

Silvio me había cogido de la mano. No sé si era consciente de que sus palabras habían despertado en mi interior una paz desconocida, una tranquilidad de espíritu que no había sentido en ningún momento de los últimos meses.

—Era una mujer maravillosa —le dije.

—Estoy seguro de eso. Y para ti es una suerte poder recordarla de ese modo. Supongo que eso es lo importante: lo que dejamos en los demás, la memoria que queda de nosotros.

Estuve un rato así, aferrada a la mano de Silvio mientras pensaba en mi madre y en todas las cosas espléndidas que habíamos vivido juntas en estos años. Por primera vez me sentía libre de toda la rabia y la amargura que en los últimos tiempos habían estado emponzoñando mi interior. Sabía que, en adelante, iba a llorar cada vez que evocase aquella tarde junto a Silvio. Pero en ese momento, mientras acariciaba la mano nudosa del viejo y recordaba en silencio episodios vitales que había estado a punto de relegar al último rincón de la memoria, no quería derramar una sola lágrima. Había reconquistado la serenidad perdida tiempo atrás. No era el mejor escenario para el llanto. Solté con suavidad la mano de Silvio, y luego, por primera vez desde que le conocía, le besé en la mejilla.

—Muchas gracias —susurré.

—No me las des a mí. Son los años, que al final resultan útiles.

Sonreímos los dos, y acabamos la merienda quizá para restar solemnidad a lo que acababa de ocurrir entre ambos: Silvio y yo nos habíamos hecho amigos.

—Bueno —le dije—, sígame contando su historia. ¿Dónde lo dejamos el otro día?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Claro. ¿Cree que no me tiene intrigada? Me he acordado varias veces de su amigo Elijah… y de Zachary West, por supuesto. Me gustaría saber qué pasó con usted y con ellos.

Parecía satisfecho.

—De acuerdo. Hazme un favor… ¿quieres pedirle a Lucinda la caja de las fotos?

Encontré a la criada en la cocina, metiendo en el lavavajillas los cacharros sucios de la comida. Estaba de espaldas a mí y por eso dije su nombre muy bajito. No quería asustarla.

—Lucinda…

—¡Ay, señorita!

—Perdone que haya entrado… pero es que Silvio quiere sus fotografías.

Salió de la cocina y volvió enseguida con la caja de cartón que ya me resultaba familiar.

—Muchas gracias, Lucinda.

Iba a darme la vuelta cuando, para mi sorpresa, me detuvo la voz de la muchacha.

—Señorita Cecilia… que estuve dándole vueltas al nombre de su amigo.

—José Andrés Cifuentes… —Menos mal que no había olvidado el embuste.

—… y así me acordé de que en Palomares había un hombre que se llamaba parecido. José Andrés Sufuentes. Era el dueño de la panadería. Lo mismo es pariente del amigo suyo. Pariente lejano, claro.

Por nada del mundo hubiera rescatado a Lucinda de su candidez.

—A lo mejor el chico era de La Paz, pero había nacido en su pueblo.

—Pues eso estaba pensando yo, señorita Cecilia. ¿Ve qué pequeño es el mundo?

Regresé al salón con una confusa sensación de triunfo. Entregué la caja a Silvio, que tras buscar unos segundos extrajo un retrato que me alargó. Estaba tomado en el salón de una casa opulenta, y representaba a tres adolescentes larguiruchos que miraban a la cámara con el aire inseguro que dan los quince años. Uno era Elijah. El otro, desde luego, nuestro Silvio. ¿Y el tercero? ¿Quién era ese muchacho pálido y esbelto que acababa de introducirse en la historia?