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Cuando nos hicimos esta foto, mi madre ya estaba enferma. Nosotros no lo sabíamos, y siempre supuse que ella tampoco. Pero ahora, cada vez que veo el retrato, me pregunto si mi madre ignoraba realmente que la desgracia nos estaba acechando o si ya había notado las primeras señales de su mal, y nos lo ocultó a todos por sentirse incapaz de interrumpir la bonanza que caracterizaba nuestra vida.

Es una foto preciosa. La tomamos el día de la boda de mi hermana, poco antes de salir hacia la iglesia. Estamos muy serios, en parte por la solemnidad del momento, en parte porque el cielo llevaba dos horas amenazando lluvia y justo en el instante de hacer la foto cayeron las primeras gotas de lo que acabaría siendo un aguacero descomunal. Por eso teníamos todos el gesto grave. Todos menos mi madre, que sonreía a la cámara luciendo una expresión muy suya, con la boca apretada y los ojos pacíficos irradiando luz, como si quisiese decirnos que todo iba bien, que nada estaba perdido por completo, que ni siquiera el diluvio universal podría estropearnos la fiesta de la boda. Ésa era su forma de enfrentarse al mundo: con una confianza suprema en el futuro, con un optimismo que acababa por volverse contagioso y que fue, creo, la razón fundamental por la que se ganó el amor de tanta gente. La vida está llena de personas que no creen en nada, y si de pronto se nos cruza en el camino alguien capaz de tener fe en cualquier cosa buena, el instinto de supervivencia nos empuja a acercarnos a ella, a buscar refugio a su lado. Yo ni siquiera tuve que buscar ese refugio. Era mi madre, y pasé toda mi vida alimentándome de su luz particular, una luz que iluminaba hasta las cosas más mezquinas, aquellas que pese a las mejores intenciones no podemos evitar que nos salgan al paso en algún momento de nuestra historia.

Mi madre conservó esa luz durante casi toda su enfermedad. Un día la perdió, y entonces supe que le quedaba muy poco tiempo de vida. No creo que vuelva a ver una luz así en la mirada de nadie. Supongo que es un sello distintivo de algunos seres excepcionales, de esos que pasan por el mundo con el objetivo secreto de convertirlo en un lugar mejor. Los dioses conceden entonces una luz especial a su mirada, a lo mejor para que puedan reconocerse entre ellos, o quizá para distinguirlos al primer golpe de vista del resto de nosotros.

Es terrible pensar que, mientras nos tomaban aquella foto (creo que una de las últimas que nos hicimos los cinco juntos), la desdicha estaba ahí, agazapada, esperando el mejor momento para extender sus alas negras y cubrirlo todo con una sombra espesa. Eso fue lo que sentí cuando murió mi madre. Que había llegado una época de sombras. Que íbamos a pasar el resto de nuestros días añorando su luz, la luz que iluminó aquel retrato hecho en una tarde de tormenta, al filo del agua, unos minutos antes de que el cielo se rompiera en un jaleo de truenos y relámpagos que hizo temblar la capilla nupcial del mismo modo que un año después la enfermedad de mi madre haría que se tambalearan las vidas de todos nosotros.

Tenía la foto entre las manos cuando recibí la llamada de Elena. Elena vive en Nueva York desde hace nueve años, lo que no impide que hayamos mantenido una amistad entrañable capaz de sobrevivir a una distancia de siete horas de vuelo y a la más completa informalidad de ambas, que olvidamos los cumpleaños mutuos y el resto de las fechas señaladas que utiliza la gente para mantener el contacto con los seres queridos. En compensación, intercambiamos larguísimos correos electrónicos cuyo fluir se interrumpe abruptamente, a veces por puro despiste, o tras muchas semanas de desconexión nos llamamos sin motivo y permanecemos al teléfono más tiempo del que recomiendan el sentido común y los rudimentos de la economía doméstica. Así que cuando aquella tarde vi el número de Elena en la pantalla de mi móvil tras haber pasado un mes y medio sin recibir noticias suyas, sólo pensé que se avecinaba una de nuestras conversaciones de puesta al día. Sin embargo, después de los saludos rituales y de la obligada mención a mi estado de ánimo tras mi reciente orfandad, me di cuenta de que la voz de Elena tenía un tono apremiante que me resultaba desconocido, como si quisiese pasar por encima de cualquier fórmula de afecto para llegar a una cuestión fundamental que no sabía cómo atacar.

—Tengo que pedirte un favor… —dijo al fin, y me sentí aliviada. Así que sólo era eso…—. Caramba, no sé ni por dónde empezar… Se trata de mi padre. Tiene una enfermedad rara… de esas que nadie investiga porque no son rentables. Algo degenerativo que ni siquiera tiene nombre. Mi madre y él llevan semanas peregrinando por media docena de hospitales, y los médicos se limitan a encogerse de hombros y a decir que es un caso muy raro, que en España sólo hay cincuenta enfermos como él y que no saben muy bien qué tratamiento aplicar. Y mientras, venga a hacerle pruebas, venga a pincharle, a pedir radiografías y resonancias magnéticas y a mandarle mear en botes de plástico.

—Lo siento. Debe de ser duro.

Por supuesto que es duro. A mí me lo iban a decir, que había visto morir a mi madre después de semanas interminables de consultas oncológicas, análisis y sesiones de radioterapia. Claro que, por lo menos, su patología había tenido nombre y apellidos desde el primer momento, lo cual, en el fondo, resultaba para nosotros y para ella vagamente tranquilizador. Es curioso que todavía haya gente que en vez de decir «cáncer» prefiera llamarle «una larga y cruel enfermedad». Menuda tontería. Como si hubiera alguna enfermedad a la que no calificar de cruel. Instantáneamente me compadecí del padre de Elena, que vagaba por los hospitales buscando, no ya un tratamiento eficaz, sino un miserable nombre para lo que le estaba pasando.

—Peter estuvo estudiando el asunto con algunos colegas. —Peter es el esposo de Elena, un cirujano plástico que amasó una fortuna arreglando las narices, los pómulos y los labios de centenares de norteamericanas insatisfechas con sus rostros y seguramente también con sus vidas—. Ha encontrado una clínica en Manhattan donde van a someter a un grupo de enfermos a una terapia experimental. Consiguió que admitiesen a mi padre en el programa, así que él y mi madre pasarán una temporada en Nueva York para seguir el tratamiento.

Llegado este punto, y aunque no me atrevía a interrumpir a Elena, estaba deseando conocer mi papel en la historia, porque de momento no encontraba ninguno. Por fin, Elena fue al grano.

—El problema es mi abuelo, Silvio. Ya sabes que vive con mis padres…

Pues no, no lo sabía. Elena y yo nos habíamos conocido en Oxford y mi contacto con su familia se reducía a media docena de encuentros casuales que no incluían, desde luego, al abuelo en cuestión.

—Les dije que se lo trajeran a la ciudad. Total, esto ya es una casa de locos, con los niños, el perro y un bicho asqueroso que alguien acaba de regalar a Peter y que no sé ni qué clase de animal es. Pero el abuelo no quiere venir. Dice que está muy mayor para meterse tantas horas en un avión…

—Y tiene razón. ¿Cuántos años ha cumplido ya? ¿Noventa?

—Ochenta y ocho, pero está como una rosa. Ya quisiera yo llegar así a su edad. El caso es que a mi madre le preocupa dejarle solo en Madrid. Y conste que eso de «solo» es muy relativo. Tiene una asistenta interna y un fisioterapeuta que le visita dos veces a la semana para hacer sus ejercicios. La artritis, ya sabes.

—¿Entonces…?

—Pues que mi madre es una paranoica. Me pone la cabeza como un bombo, de verdad. Que si el abuelo se va a deprimir, que si la asistenta casi no le habla, que si a lo mejor le falla el riego y ni nos enteramos… Te juro que a veces no sé quién es más dependiente, si el bueno de Silvio con sus años o mi madre inventándose motivos para estar todo el día dale que dale a la lavadora. Necesita estar pendiente de alguien. Así que cuando Sergio y yo nos fuimos a vivir solos, la tomó con el pobre viejo para seguir dando la murga. Es como una enfermedad.

—¿Y…?

Elena resopló en el teléfono, como si le diese rabia llegar al fondo del asunto.

—Pues que mi madre se quedaría más tranquila si supiese que alguien de confianza va a pasar por su casa de vez en cuando para hacer al abuelo algo de compañía, darle un poco de conversación y comprobar que se encuentra bien atendido.

Ya estaba claro. Preferí adelantarme a cualquier petición para evitar así el embarazo de Elena, a la que pone enferma mendigar favores.

—No hay problema. Yo puedo hacerlo, tengo tiempo de sobra.

Pude escuchar el suspiro de alivio de mi amiga desde el otro lado del teléfono.

—Ceci, siento cargarte con semejante muerto. Pero no tenemos familia en Madrid. Sergio sigue viviendo en Roma. Y no me fío un pelo de las amigas de mi madre. De hecho, ni siquiera mi madre se fía. Son un montón de loros con el cerebro de mosquito y dudo que su espíritu de sacrificio sea mayor que su materia gris. Si les pidiésemos que se ocupasen del abuelo, irían una tarde por la casa, lo atiborrarían de pasteles de Embassy y luego, si te he visto no me acuerdo. En cuanto a los amigos de mi padre… bueno, no creo que media docena de jubilados que están todo el día dándole al naipe y al chinchón sean una buena compañía para nadie. Y además, los tíos pasan de hacer buenas obras. Me da la sensación de que no irían a ver al abuelo ni para cumplir. El pobre hombre se iba a tirar semanas enteras sin pegar la hebra, porque la asistenta es más buena que el pan, pero parece muda.

—¿Y… y no tiene tu abuelo algún amigo?

—¿A los ochenta y ocho años? Cecilia, querida, lo malo de llegar a esas edades es que te vas dejando a todo el mundo por el camino. El último contemporáneo que le queda a Silvio está en una residencia de ancianos con un alzheimer de libro. Su hermano murió con el cambio de siglo, y eso que era bastante más joven que él…

—Entendido. ¿Cuándo se marchan tus padres?

—Tienen plaza en un vuelo que sale mañana por la tarde. Y te diré que, con todos los preparativos, mi madre está bordeando el ataque de nervios. El otro día me preguntó si era posible que se repitiese lo de las torres gemelas, y ahora tiene miedo a que la confundan con una terrorista en el aeropuerto. El caso es perder la cabeza cada dos por tres.

Elena nunca ha demostrado demasiada misericordia con su madre. Es verdad que Carmina no resulta lo que se dice una persona templada… pero ahora le sobran motivos para estar fuera de sí. Su esposo se ha puesto enfermo, va a enfrentarse a una ciudad desconocida y a un entorno que puede ser hostil, y deja atrás a un padre anciano con la conciencia de estar abandonándolo a su suerte. La pobre tiene todo el derecho del mundo a ponerse histérica y a soñar con ataques suicidas y cacheos policiales. Mientras escuchaba las quejas de Elena, no podía dejar de imaginarme las calles de Manhattan y la elegante casa de Grammercy Park que Peter había comprado después de crear durante años incontables bellezas artificiales. Nuestra vivienda vale cinco mil narices, decía Elena entre risas. Mi amiga trabaja como traductora en la sede de Naciones Unidas. Tienen dos niños pequeños, Alexander y Eliza, más un hijo de un anterior matrimonio de Peter que ahora vive con ellos. La última vez que estuve en Nueva York pude conocer a aquel quinceañero desgarbado y triste, que andaba por los pasillos como un alma en pena, consciente de su poco envidiable posición. Creo que se sabía un estorbo. Un adolescente en una casa donde hay dos críos hijos de una madre distinta a la propia se convierte automáticamente en la nota discordante de la fiesta, en la pieza que sobra en ese perfecto rompecabezas de una pareja exitosa y rica con dos hijos guapos y bien educados que vive en una casa soberbia donde estoy segura de que en alguna ocasión debió de tomar café el mismísimo Henry James. Ahora, esa casa de tres plantas, esa casa que tiene incluso un invernadero y un pequeño jardín sombrío en la parte de atrás (un lujo asiático en el corazón de Manhattan) va a dar cobijo también a los padres de Elena. Me pregunto qué dirá Aidan, el hijo de Peter, cuando los vea aparecer. Quizá la presencia de los nuevos inquilinos le haga sentirse aún más agredido en su ya limitada intimidad. Quizá, por el contrario, la llegada de una pareja con sus propios y graves problemas a cuestas servirá para dulcificar su condición de miembro postizo de una familia feliz.

—¿Tienes la dirección de mis padres? Apunta… te daré también el teléfono por si acaso. Si llamas te contestará Lucinda, la asistenta.

Anoté los datos que me daba Elena. La casa en cuestión estaba relativamente cerca de la mía. Había tenido suerte: el ancianito a quien iba a vigilar podía estar viviendo en Chamartín, en la Moraleja o en algún pueblo de la sierra, e igualmente hubiera aceptado el encargo de Elena, que después de diez años de amistad me ha dado muchas más cosas de las que me ha pedido.

—No hace falta que te diga…

—No, no hace falta en absoluto. —De ninguna forma quería que Elena se dilatase en una serie interminable de agradecimientos. Además, nunca sé qué contestar cuando me dan las gracias.

—Vale, cambio de tercio. ¿Cómo va todo? ¿Qué tal está Miguel?

Vaya. Habíamos llegado a esa parte de la conversación que deseaba soslayar con todas mis fuerzas. Debería haber dejado que Elena se arrojase a mis pies para demostrarme su gratitud infinita. Cualquier cosa antes de tener que hablar de algo en lo que ni siquiera quería pensar. Al menos, no de momento. Por fortuna, la providencia y la pequeña Eliza vinieron en mi ayuda desde el otro lado del Atlántico.

—Pero ¿qué demonios hace esta niña? —Era evidente que Elena acababa de perder el hilo de la conversación.

—¿Qué pasa?

—Eliza, que se está embadurnando la cara con un lápiz de ojos… oh, no, demonios, es un rotulador… un rotulador negro… ¿de dónde lo habrá sacado? ¡Eliza! We are going to have problems…! Stop to do that!

—¿Ahora les hablas en inglés?

—Sólo cuando me cabreo con ellos. Así saben que las cosas se están poniendo feas de verdad. ¡Eliza! I’m telling you not to do it! I’m telling you…!

Apostaría a que a Eliza le daba exactamente igual lo que le estuviera diciendo su madre y el idioma que empleara para hacerlo.

—Me parece que a la niña le impresiona muy poco lo del inglés.

—Ya verás cuando tengas hijos…

Elena no lo sabe, pero esa frase empieza a parecerme una especie de broma cruel y no una amenaza cariñosa de boca de una madre desbordada. Cuando tengas hijos… Ya. En fin, los hados se habían puesto de mi parte, así que aproveché la ocasión para cortar.

—Te dejo con tu hija bilingüe. Da un abrazo a Peter de mi parte.

—Cecilia, mil gracias otra vez.

Pero yo ya no escuchaba la voz de Elena ni las protestas de la adorable Eliza, que tiene cuatro años, los cabellos rubios y me llama «aunt Ce». Había vuelto a colocar la foto en la estantería, y allí la miré una vez más, deseando que el tiempo y la vida estuviesen hechos de un material reversible para poder regresar a aquel día, hace más de tres años, cuando mi hermana se casó y cayó una tormenta que no nos impidió prolongar la fiesta de la boda hasta un espléndido amanecer de agosto. Yo estrenaba un vestido largo de gasa. Mi madre se había comprado un traje a juego con unos zapatos de color milagrosamente idéntico al de la falda. Mi padre y mi hermano alquilaron sus chaqués (después de abortar el intento de mi padre de usar el de su propia boda) y llevaban las camisas blancas planchadas de forma impecable. Nuestros amigos llegaron desde todos los rincones para estar con nosotros. Tíos, primos, sobrinos y ahijados prepararon cestos llenos de arroz y de pétalos de flores para arrojar a la pareja, y algunos ni siquiera durmieron la noche anterior al acontecimiento, que era para todos irrepetible y especial. Fue uno de los días más felices de una vida, la nuestra, extremadamente feliz.

Por eso, la noticia de que mi madre estaba enferma supuso para mí un mazazo, pero no una sorpresa. Llevaba años esperando que ocurriese algo capaz de equilibrar la balanza de nuestra existencia dichosa. A diferencia de los demás (mi padre, por ejemplo, siempre creyó que nuestra familia había encontrado una fórmula mágica para ponerse a salvo de los vientos de la desgracia), yo tenía la sospecha de que el destino estaba preparándonos una jugada que viniese a romper aquel envidiable equilibrio. La enfermedad de mi madre y su muerte posterior fue la mejor forma de desarbolarnos, de dejar a cada uno de nosotros completamente desamparado, inerme, desnudo y sin protección alguna ante los tiempos por venir. A veces, mirando la foto, se me pasa por la cabeza la sombra de un reproche a la suerte, que tan cruelmente había acabado por cobrarse la factura de nuestra placidez vital, pero aquella tarde preferí no enredarme en reivindicaciones a los dioses y echar mano de un estoicismo que iba y venía para ayudarme, imagino, a sobrellevar la situación sin recurrir a milagros químicos recomendados por media docena de amigas (incluida la propia Elena) que parecen tener una fe ilimitada en los antidepresivos. Pero yo nunca he estado deprimida. Sólo condenadamente triste.

En un alarde de responsabilidad (y también para hacer algo distinto a mirar y remirar el retrato de bodas) pasé a la agenda la dirección de los padres de Elena: había anotado los datos en un trozo de papel de periódico que, con toda seguridad, acabaría perdiendo. Era un piso de la calle Velázquez. Podría ir en metro desde mi casa con sólo hacer un transbordo. ¿Cómo me dijo Elena que se llamaba su abuelo? ¿Silvio? Debí haberle preguntado algunas cosas acerca de él. Ahora sólo sé que tiene ochenta y ocho años y artritis. Estupendo. Podría telefonear a mi amiga, que ya habrá terminado de limpiar de tinta la carita de Eliza y pedirle que me hablara un poco de su abuelo para no tener la sensación de estar a punto de enfrentarme a algo completamente desconocido. Pero sabía que si llamaba a Elena, volvería a preguntarme por Miguel. Y esta vez no resultaría tan fácil el salirme por la tangente para no dar explicaciones. Se llama Silvio, es viejo y tiene los huesos hechos polvo. Con eso basta.

En honor a la verdad, es muy poco lo que sé de la gente anciana. En mi familia no hay viejos. Todos mis abuelos murieron antes de llegar a la edad provecta, y jamás tuve relación con parientes de más de setenta años. Pero lo cierto es que las personas mayores despiertan en mí ciertos rescoldos de ternura. Al verlos por la calle, en el autobús, en el metro, apoyados a veces en un bastón imprescindible, tantaleando para acercarse a un asiento cedido por alguien con buena educación, siento el deseo de protegerles, pero también una rara curiosidad: me gustaría entender en qué consiste la vejez, cómo se enfrenta con más o menos dignidad una etapa vital que casi todo el mundo considera indeseable, con qué material se construye el día a día cuando sabemos que el tiempo se agota y hay que buscar hasta debajo de las piedras algún motivo para seguir viviendo. Por eso pensé que las jornadas junto al abuelo de Elena podían significar una oportunidad de oro para conocer de primera mano el milagro de la senectud… y, tal vez, la ocasión de averiguar que mi pretendida gerontofilia es producto de la pura ignorancia.

Desconozco los misterios que rodean a la vejez, pero he prometido hacer compañía a un ancianito durante un período de tiempo indeterminado. Pueden ser días o semanas. Quizá sean meses, no lo sé. ¿Hasta qué punto me resultaba engorroso el encargo de Elena? No podía calibrarlo, al menos de momento. Supongo que muchas personas se subirían por las paredes ante la perspectiva de ocuparse de un octogenario, y sin embargo aceptarían encantadas el cuidar de una mascota. Recuerdo que una vez, hace un par de años, un amigo me pidió que vigilase a su gato durante unas vacaciones y tuve que pasar por su apartamento dos veces por semana para dar de comer y de beber a aquel ejemplar esmirriado y pretendidamente elegante que se movía de forma sinuosa y me miraba desde una esquina con una sombra de amenaza en sus falsos ojos líquidos. Había cumplido aquel encargo de muy mala gana y sólo porque no había sido capaz de inventar una excusa convincente para eludirlo. Sin embargo, nunca buscaría excusas para rechazar la petición de Elena, mi querida Elena, que vive en Nueva York, a un mundo de distancia, y a la que siento prodigiosamente cerca. En cuanto a su abuelo, era de esperar que se tratase de un vejete cascarrabias con algunos desvaríos seniles y toda una legión de manías más o menos respetables. Lo normal. Habrá que verme a mí cuando sea vieja, si ya ahora, antes de cumplir los cuarenta, puedo resultar francamente insoportable incluso cuando no me lo propongo.

Tengo mal genio y poca paciencia. Creo que sólo se me dulcificó el carácter durante los últimos meses de la enfermedad de mi madre, cuando mi amor por ella se adueñó de todo y me ayudó a soportar aquellos días infames en los cuales fui incapaz de pensar en mí: sólo pensaba en su dolor, en su humillación al verse impedida, en su desamparo, en su miedo y entonces pude desembarazarme de mí misma y entregarme en cuerpo y alma a la persona que más me ha querido. Recuerdo que pensé en ello el mismo día de su muerte: nadie volverá a quererme así. La idea me lastimó tanto que fui incapaz de llorar, como aquella vez que, siendo muy pequeña, me partí un brazo jugando con mi hermana. La intensidad del dolor era tan grande que me impedía gritar, a pesar de lo mucho que me hubiese aliviado soltar un buen alarido. Lloré muy poco cuando murió mi madre. Tenía el alma demasiado herida como para dejar que se desbarrancara en lágrimas.

No fui a ver a Silvio hasta cinco días después. Tenía que terminar un trabajo, y luego me llamaron de la editorial para hacerme un encargo urgente, así que estuve más ocupada de lo que había previsto. Cuando entré por primera vez en casa de los padres de Elena lo hice con un vago sentimiento de culpa por haber dejado pasar demasiados días sin aparecer por allí. Claro que Elena tampoco había propuesto ninguna pauta para mis visitas… De hecho, había dicho «de vez en cuando». ¿Qué significa eso? ¿Una vez a la semana, un día sí y otro no, cuando no tengas otra cosa que hacer, en el preciso instante que te dé la real gana?

Fue Lucinda quien me abrió la puerta. La madre de Elena debía de haberla avisado de mi posible aparición, pues me identificó enseguida.

—¿La señorita Cecilia?

Tenía un fuerte acento andino y la piel oscura. Ya había cumplido los cincuenta años y parecía de una timidez enfermiza, porque ni siquiera era capaz de mirarme mientras se ofrecía a hacerse cargo de mi chaqueta y a preparar un café.

—O un refresquito, o un té caliente…

—No, gracias, Lucinda… sólo he venido a ver a Silvio.

Sin levantar los ojos del suelo, Lucinda me hizo una señal para que la siguiera.

—El señor acaba de despertarse de la siesta. A esta hora está siempre en la salita. Ahí le tiene.

Y desapareció como un fantasma, dejándome a espaldas de un anciano que se suponía solo en la habitación. Silvio se sentaba en un butacón de aspecto anticuado, y miraba a la calle con los ojos perdidos en sabe Dios qué. Maldije a Lucinda por haberse esfumado sin hacer las presentaciones. No se me ocurría cómo advertir al abuelo de mi presencia en la sala, y me quedé así un buen rato, callada, observando el perfil de Silvio, que era de una envidiable pureza. Tenía la piel clara y motejada de las manchas propias de la edad, las cejas anchas y el recuerdo de lo que debió de ser en tiempos un cabello brillante y espeso. La barbilla era firme, la nariz no muy grande y su expresión al mirar por la ventana le convertía en un ser de aspecto extraordinariamente pacífico. Un personaje que ni pintado para hacer el anuncio de un plan de pensiones. En eso estaba pensando cuando, bruscamente, Silvio se dio la vuelta y me descubrió al fondo de la sala.

—¿Lucinda?

—No soy Lucinda. Soy Cecilia…

Carraspeó y se puso de pie sin dejar que diese otra explicación.

—Mis hijos me dijeron que vendría alguien. Bueno, pues pase usted. Acérquese, vamos. No creerá que la voy a morder.

Al aproximarme a él recordé un momento de la infancia: mi primer día en un colegio nuevo, cuando la profesora me pidió que escribiese mi nombre en el encerado, y yo lo hice luchando contra unos deseos irrefrenables de echarme a llorar. Silvio me había tendido la mano, y descubrí entonces a un anciano alto y esbelto con aspecto de patricio, que me miraba con cierta ferocidad por debajo de las cejas grises luciendo una expresión que podría calificarse de adusta. De golpe, Silvio dejó de parecerme un viejecito rebosante de serena dulzura para convertirse en un personaje atrabiliario del que de buena gana hubiera huido sin dar explicaciones, igual que treinta años atrás había querido escapar de aquella clase llena de niñas desconocidas que me escrutaban mientras, con lento esfuerzo, dibujaba mi nombre en la pizarra con un trozo de tiza.

—Siéntese, haga el favor —dijo, y volvió a su sillón. La aspereza de su tono de voz me molestó profundamente—. Bueno, empecemos cuanto antes, ¿le parece bien? Para desayunar, tomé un café y tres galletas. El café poco cargado, no se preocupe. Luego leí el periódico y me di un paseo. Por el barrio y esperando el disco verde para cruzar los semáforos. Comí a las dos en punto, un caldo de pollo y una menestra de verduras sin sal para cuidar la tensión. Me he tomado todas las pastillas y no me ha dolido nada en lo que llevamos de día. De momento, no hay mucho más que contar. ¿Alguna pregunta?

—No… supongo que no.

Pero bueno, ¿a qué venía semejante discurso? Nos quedamos callados, Silvio mirando al suelo enfurruñado y yo mirándole a él. ¿Qué se supone que debería hacer ahora? ¿Marcharme y volver otro día? ¿Regresar a casa, llamar a Elena y decirle que su abuelo no tenía la menor intención de colaborar en la tarea que me habían asignado? Estaba tan desorientada que ni siquiera me di cuenta de que a Silvio le pasaba lo mismo que a mí: estaba tratando de ubicarme y de ubicarse a sí mismo en aquella situación. Tras unos diez minutos de un silencio que empezaba a parecerme enloquecedor, el abuelo de Elena se dirigió a mí sin variar su gesto hosco.

—Espero que, por lo menos, le paguen a usted bien.

De modo que era eso: Silvio pensaba que era una acompañante de esas que se contratan para entretener a los viejos, reírles las gracias y escuchar batallitas sin decir ni mu.

—Ni bien ni mal. No me pagan nada.

—¿Es usted monja?

Eso sí que tenía gracia. Silvio me miró de arriba abajo para descubrir, desconcertado, mis botas de tacón, la americana de cuero y los pantalones vaqueros que no podían casar muy bien con la indumentaria de una religiosa.

—¿Tengo pinta de hermanita de la caridad? En cualquier caso, le aseguro que, con mis antecedentes, ninguna orden me admitiría entre sus filas.

—Pues de una de esas cosas modernas, una oenegé…

—Frío, frío. Soy una amiga de su nieta. Lo crea o no, estoy aquí porque quiero, sin cobrar un céntimo y sin esperar bendiciones apostólicas. Menudo negocio, ¿verdad?

En ese momento me pareció que Silvio se relajaba. Incluso cambió de postura para arrellanarse en el sillón.

—¿Cómo me dijo usted que se llamaba?

—Cecilia.

—Es bonito… Mire, Cecilia, no quiero que me interprete mal… es que no necesito que nadie me cuide. A saber qué le habrá dicho Elenita. O la loca de mi hija, que está como un cencerro.

—Ellas no…

—Por favor, que las conozco desde hace años. Sobre todo a Carmina, que habla de mí como de un pobre tarado. Pues, señorita, de la cabeza estoy bastante mejor que ella, así que puedo apañármelas solo. La casa la lleva Lucinda, de modo que no hay peligro de que me deje abierta la llave del gas ni de que se me olvide en el fuego el cazo de la leche. Y como no soy idiota, puedo llamar al médico si me encuentro mal o a los bomberos si empieza a arder el edificio.

—Ya veo…

—Y además, estoy como un roble. Pasa el invierno y no cojo ni un triste catarro. De hecho, mi nieta pretendía que me fuese a Nueva York con toda la familia. ¿Cree de verdad que hubiese insistido tanto si pensase que estoy hecho un carcamal?

—¿Por qué no quiso ir? La ciudad le habría gustado…

—Pues porque hubiese sido un incordio. Por muy bien que me encuentre, los años no me los quita nadie. Tengo buena salud, pero al moverme resulto bastante torpe. Además, ya conozco Nueva York…

—¿En serio? Elena no me dijo…

—Elena no lo sabe. Fue hace mucho tiempo y nunca le he hablado de eso.

Por primera vez consideré la posibilidad de que Silvio chocheara. Sin embargo, la mirada del anciano parecía extremadamente lúcida. No, no estaba loco. Quizá se le iba un poco la cabeza y confundía las cosas. Ahora sonreía. Tenía una sonrisa luminosa, espléndida, envidiable. Me di cuenta de que se parecía un poco al Gregory Peck anciano que tuve ocasión de saludar fugazmente a su paso por el festival de San Sebastián.

—Bueno, a ver ¿qué le pidieron que hiciera? —preguntó por fin.

—Nada del otro mundo. Sólo tengo que pasarme por aquí de vez en cuando, hablar con usted y asegurarme de que todo está en orden…

—Vamos, comprobar que no me estoy volviendo majara y que no hago nada raro, como intentar salir a la calle desnudo o con los calzones en la cabeza. Y, además, darme palique para que no me deprima y empiece a pensar que estaría mejor en una residencia.

El hielo estaba roto.

—Veo que lo entiende perfectamente. Y como ya me he comprometido con Elena a venir por aquí, no puedo dejar de hacerlo por muy difícil que me lo ponga.

Silvio se pasó las manos por los ojos.

—Menudo muerto le ha caído encima… cuidar a un viejo de mal genio que encima la ha recibido a usted sacando las uñas… Discúlpeme. Antes tenía mejor carácter, pero supongo que el tiempo también se ha ocupado de echarlo a perder.

Meneó la cabeza, disgustado. Me pareció que acababa de ponerse encima unos cuantos años.

—Puede usted volver cuando quiera —me dijo al fin—. Lo que no quiero es que lo tome como una obligación. ¿De acuerdo? Casi siempre estoy en casa. Sólo salgo por las mañanas a dar un paseíto por el barrio…

—Sin saltarse los semáforos…

—Eso. Los lunes y los jueves no paseo, porque viene el fisioterapeuta y ya se ocupa él de dejarme molido. No sabe lo bruto que es. Carmina dice que los ejercicios me vienen bien para la artritis, pero yo no lo acabo de ver. Por las tardes, leo o hago crucigramas. Comprenderá que me parece estupendo que alguien me dé conversación. Lucinda no tiene mucha labia, que digamos, y el fisio sólo me habla para pedir que no me queje cuando me hace daño.

—Así que tengo poca competencia…

—Con esos dos, ninguna.

—Muy bien. Vendré una o dos tardes a la semana, si le parece. De todos modos, me gustaría dejarle mi teléfono por si le hace falta algo…

Silvio me detuvo con su mano cuando iba a buscar en el bolso un boli y un papel.

—De verdad, señorita, no necesito nada. Lucinda no dice dos palabras seguidas, pero la casa la lleva muy bien. A mí me basta con poder charlar con alguien. Es que cuando uno se hace viejo, todo el mundo deja de contarle cosas. No sé si es que la gente cree que no nos enteramos. Como mi hija. En vez de explicar que una amiga de Elena iba a hacerme algunas visitas, ¿qué cree que fue lo que me dijo?: «Papá, cuando estemos fuera va a venir a vigilarte una señorita muy simpática». ¿Le extraña que me enfade? Pensaba que me habían puesto una niñera. A mí, que estuve en la guerra…

La verdad es que Silvio tenía derecho a disgustarse. Carmina no se había molestado lo más mínimo en darle detalles de la situación. Quizá sea ése uno de los principales problemas a la hora de vivir con ancianos: la cochina manía de tratarles como a niños pequeños. Pasa lo mismo con los enfermos en los hospitales. Se me ponen los pelos de punta cuando escucho a una enfermera hablando a un recién operado como si estuviera dirigiéndose a un oligofrénico.

—Mi hija piensa que estoy senil. —Silvio parecía haberme leído el pensamiento—. En fin, qué le vamos a hacer. ¿Sabe una cosa? Me alegro de que haya venido. De verdad. Si hubiera sabido desde el principio que es usted una amiga de Elena… Por cierto, ¿tiene fotos?

¿Fotos? ¿El abuelo de Elena me estaba pidiendo una foto mía? De inmediato pensé que quizá Silvio «sí» estuviese un poco gaga, después de todo. Ochenta y ocho son muchos años para cualquier cosa, sobre todo para conservar las neuronas en su sitio.

—Pues… me hice unas de carnet hace…

Silvio se echó a reír.

—No, hija, no. Fotos de su familia, de sus amigos. Son muy buenas para recordar. Yo tengo un montón de fotos. Las miro de vez en cuando, para refrescar la memoria. Claro que a usted esas cosas no le harán falta. ¿Cuántos años tiene?

—Treinta y cinco. Dos menos que Elena.

—Elena… cuando era pequeña le encantaba estar conmigo. Ahora casi no la veo, ni a ella ni a los dos chiquillos.

No supe qué decir a eso. Supongo que es la eterna canción de la gente mayor, a la que siempre parecen pocas las visitas de las personas queridas.

—El viaje desde Nueva York es complicado con dos niños tan pequeños. —Era una disculpa bastante buena.

—Ya lo sé. Además, soy el menos indicado para hablar de esas cosas. Cuando tenía vuestra edad, pasé años sin ver a mis padres. Claro que tenía mis motivos, pero… en fin, cada cual sabe lo suyo. ¿Conoce a Eliza y a Alexander?

Silvio había pronunciado los nombres de los pequeños con la corrección de un miembro de la cámara de los lores, pero no me pareció oportuno dar muestras de sorpresa ante su dicción impecable.

—Claro. Son unos niños preciosos…

—Yo estuve con ellos el año pasado, cuando vinieron de vacaciones. Eliza se durmió en mis rodillas. Llevaba un vestido rosa y parecía una muñeca.

Pensando en sus bisnietos, Silvio había perdido definitivamente el aspecto feroz que casi me había atemorizado unos minutos antes. Ya no era un anciano encolerizado, sino un abuelito nostálgico que recordaba a una niña dormida en su regazo. Me pregunto qué sensación se debe experimentar cuando tienes en brazos a los hijos de los hijos de tus hijos. Como tantas otras cosas, eso es algo que voy a perderme. Quizá algún día le pida a Silvio que me cuente qué pensó al ver por vez primera a sus dos bisnietos, pero desde luego no en aquella visita, que de todos modos había resultado ya suficientemente rara.

—Permiso, señor…

Lucinda, que sabía caminar sin hacer ruido, se acercaba a nosotros con una bandeja donde había un servicio de té y una rebanada de bizcocho. Colocó la merienda en una mesa auxiliar. Era fácil darse cuenta de que todo obedecía a un ritual bien establecido, a la rutina que sirve de andamiaje a los días de aquellos que no tienen nada que hacer excepto dejar que pase el tiempo. Lucinda sirvió una sola taza de té, y Silvio se dio cuenta de que mi presencia obligaba a alterar las costumbres de la casa.

—¿Y qué pasa con esta señorita, Lucinda? ¿La vamos a tener de secano?

—¿Cómo dice? —La asistenta se puso tan colorada que me dio pena.

—Pues que habrá que traer otra taza para ella. Y más bizcocho.

—No se preocupe, Lucinda —intervine antes de que la buena mujer cayese fulminada por el sofoco—. Yo tengo que marcharme. Silvio, le veré dentro de unos días.

El abuelo de Elena se levantó para estrecharme la mano. Así, de pie, intentando mantenerse erguido, tensando adrede los músculos del cuello, parecía un viejo senador romano preparado para iniciar la defensa de alguna causa perdida.

—Hasta la próxima tarde.

Hizo una leve inclinación que se me antojó majestuosa.

—Lucinda, acompañe usted a la señorita Cecilia.

No volvió a sentarse hasta que me marché. Ya en la puerta del salón, me volví para mirarle por última vez. Desde allí, protegido por las primeras sombras de la tarde que difuminaban sus rasgos y sólo dejaban entrever su figura imponente, Silvio no parecía el abuelo de nadie, ni tampoco un hombre corriente. De pronto, la inminencia de futuras visitas a aquella casa había cobrado un cierto matiz de aventura.

Era casi de noche cuando salí a la calle. Septiembre estaba a punto de terminar, y los días que iban acortándose provocaban en mí una leve melancolía. Habían empezado a encenderse las farolas, y la calle estaba llena de gente que apuraba los últimos coletazos del verano o hacía las primeras compras de otoño en los grandes almacenes. El tráfico, como siempre, era terrible, pero para mí el ruido de los claxons, los frenazos repentinos y las sirenas de los coches de policía eran una parte más de la banda sonora de la urbe. Había llegado a disfrutar de ese caos como otras personas disfrutan de la paz del campo. Cuando vivía en Oxford, con su silencio secular que sólo rompen los timbres de las bicicletas o el tañido de las campanas de los colegios, añoraba extrañamente el jaleo de Madrid, incluidos los embotellamientos, las alarmas y los bocinazos, que tienen en mí un misterioso efecto galvanizador y me sirven para recordar a diario que he elegido libremente el vivir aquí, en esta ciudad desmadrada y endurecida, donde no existen el orden ni el concierto. Madrid, irredenta, carísima, inhumana, absurda, sucia, voraz, ajena o propia, salvaje o cívica, como aquella vez que unos trenes saltaron por los aires y en cuestión de minutos este monstruo se organizó para convertirse en un gigantesco vivero de eficacia y buenas voluntades, y los camiones de la Cruz Roja se llevaban por centenares las bolsas de sangre nueva mientras cuatro millones de personas lloraban, encorajinadas, la sangre derramada de las víctimas y el dolor de cientos de seres a los que no conocían. Aquel día maldito aprendí que esta ciudad, mi ciudad, está llena de gente dispuesta a llorar las lágrimas de otros, y encontré un nuevo motivo para amarla a mi manera. Regresé a casa en taxi. Llevo cuatro años viviendo en un segundo piso sin ascensor en una zona de Lavapiés que puede calificarse de privilegiada: mi calle es casi una isla pacífica en un barrio que en los últimos años se ha ganado un hueco en las páginas de sucesos y en la cabecera de «Sucedió en Madrid». Aquí casi nunca pasa nada verdaderamente grave. De vez en cuando hay alguna pelea más o menos violenta entre chinos y magrebíes (generalmente provocada por los segundos: los chinos prefieren matarse discretamente entre ellos) y atracos sin consecuencias, así como sustracciones limpias y tirones de bolso de los de toda la vida. Lo de los móviles arrancados de un zarpazo empieza a perder vigencia, pues ha habido tantos robos en esas condiciones que ya nadie se aventura a pasearse por el barrio con el telefonillo pegado a la oreja: si alguien recibe una llamada se mete en la tienda más cercana o en un portal abierto, o espera a llegar a casa para atenderla sin sobresaltos. El metro es territorio acotado por los grafiteros, que han demostrado tener tan malas pulgas como vocación artística propinando un par de palizas a los vigilantes de la estación. Las violaciones no son frecuentes. Los asesinatos, tampoco (al menos en esta zona concreta; un par de calles más abajo las cosas están algo más feas) y los únicos delincuentes habituales de todo el barrio son unos cuantos carteristas, varios traficantes de poca monta que entran y salen de los calabozos con enternecedora naturalidad y una familia de trileros que hace su agosto con los turistas de la Gran Vía. Luego están los del taller clandestino que hay en los bajos del todo a un euro, pero eso es harina de otro costal, igual que el sospechoso y constante cambio de camareros del restaurante chino y el trasiego del piso en el que viven media docena de chicas de cabellos rubios y gesto hastiado, que van siempre pintadas como puertas y lucen en los ojos un ademán desafiante como anticipándose a cualquier reproche. Quizá nunca llegarán a entender que en este barrio son muchos los que tienen algún motivo para sentirse despreciados o merecedores de determinada admonición. Y, en contra de lo que ellas piensan, unas cuantas putas bielorrusas no llaman la atención de nadie.

A mi madre no le gustaba mi casa, pero nunca me lo dijo. Hacía tiempo que había decidido no interferir en las vidas de sus hijos, y eso suponía aplaudir cualquier decisión que pudiéramos tomar, desde la elección de la pareja a la compra de un piso en un barrio conflictivo. La primera vez que visitó la casa (para lo cual hubo que apartar gentilmente a tres moritos que esnifaban pegamento sentados en el escalón de la entrada) se limitó a señalar los aspectos positivos de la vivienda: su amplitud, la luminosidad extrema del salón y los dos dormitorios y el tamaño de la cocina. No dijo nada de los desconchones de las paredes, del suelo irregular ni del ejército de cucarachas que salían de los desagües del cuarto de baño. Tampoco pareció darse cuenta de la sospechosa catadura de los vecinos, y si lo hizo no emitió ningún comentario al respecto. Si su hija mayor había comprado aquella casa tan poco apetecible, por algo sería, así que se limitó a ayudarme a hacer una limpieza a fondo, a elegir un color apropiado para las paredes (al final nos decidimos por un tono que el pintor calificó como «gardenia», aunque ambas pensamos que era el blanco roto de toda la vida) y a colocar una greca de flores en la pared del recibidor. Eso fue antes de que enfermara, claro. Había que verla cuando estaba sana, subiendo y bajando, haciendo media docena de cosas a la vez, dando una puntada aquí y un brochazo de cola allá, cosiendo cortinas, arreglando enchufes, sacando un cable de la lámpara y vigilando al mismo tiempo el punto de un potaje, y siempre sin cansarse. Por eso, en sus últimos tiempos fue más terrible ver a mi madre reducida a la inmovilidad de una silla de ruedas, convertida en una sombra de lo que había sido durante tantos años. Recuerdo que un día, cuando le quedaban sólo unas cuantas semanas de vida, le pedí que me arreglase el cuello de una camisa. Lo cierto es que no necesitaba en absoluto que lo hiciera, pero era una forma de engañarla —y de engañarme— jugando a que nada había cambiado y que mi madre seguía conservando algo de su habilidad extraordinaria y su energía proverbial. Cuando descubrí la labor a medio hacer, con el cuello descosido y arrugada de cualquier manera en la esquina del sofá, me eché a llorar. Mi camisa abandonada era una prueba más de que todo estaba perdido.

El teléfono empezó a sonar en el mismo instante que entré en casa. Lo cogí al vuelo, y escuché la voz de mi hermana, que quería saber detalles de mi encuentro con Silvio.

—¿Qué tal tu primer día con el abuelito?

—Mejor de lo que pensaba. Es un tipo curioso. Se parece a Gregory Peck.

—¿En Matar a un ruiseñor?

Siempre era una delicia imaginar fugazmente al inolvidable Atticus Finch.

—No, más bien en Gringo Viejo. Va camino de los noventa, aunque se conserva perfectamente. Y de la cabeza parece estar mejor que yo.

—Qué bien. —La voz de mi hermana estaba indicando la inminencia de un cambio de tema—. Por cierto, me ha llamado Miguel.

Por favor…

—¿Y por qué te llama a ti?

—A lo mejor porque tú no le coges el teléfono. Deja de hacer el tonto, Cecilia. Tendrás que hablar con él algún día ¿no?

Algún día, algún día. Pues claro que sí. Hace siglos que repito esas dos palabras mágicas: algún día empezaré a hacer deporte, me mudaré algún día, buscaré un trabajo fijo algún día, me casaré algún día, tendré hijos algún día. Ése ha sido mi problema: que llevo media vida en la víspera de grandes acontecimientos. Tengo treinta y cinco años y sigo sin nómina, sin actividad deportiva, sin marido y sin hijos, y viviendo en un piso sin ascensor en un barrio inseguro. Así que si he podido aplazar algunas cosas verdaderamente importantes hasta mandarlas al limbo, ¿de verdad cree mi hermana que voy a tener prisa en hablar con Miguel? Pues eso, algún día.

—¿No quieres saber lo que me ha dicho? —Mi hermana, erre que erre.

—No.

—Bueno, da igual, te lo voy a contar de todas formas. Dice que no entiende qué es lo que te pasa. Y ¿sabes lo peor, Cecilia? Que yo, que soy tu hermana, tampoco lo entiendo muy bien, así que me gustaría que descendieses de tu mundo particular y tuvieses la bondad de explicarnos a todos de qué va esta historia…

Silencio al otro lado del hilo. Escuchando el rapapolvo de Lidia había recordado —otra vez— a mi madre. Ella nunca intentaba entender los comportamientos de la gente, quizá porque intuía que hay cosas que queremos que nadie comprenda, cosas que pertenecen al territorio sagrado de esas decisiones que ni siquiera nosotros mismos sabemos por qué tomamos. Mi madre jamás preguntaba por qué. Aceptaba. Justificaba. Llegado el caso, y si era posible, disculpaba incluso. Pero lo que no hacía era juzgar. En ese momento la necesité a mi lado, como tantas veces, pero no estaba. Ya no estaría nunca más. Al pensarlo, dos lágrimas enormes me rodaron por la mejilla, y una cayó directamente en el auricular del teléfono, que se la tragó produciendo un ruido extraño.

—Ceci… ¿estás ahí?

Lidia, mi hermana, tan parecida a mamá que sólo le quedaban unos cuantos años de aprendizaje para volverse exactamente igual a ella. Ahora que nuestra madre se había marchado, iba a faltarle un guía, un maestro en el arte intrincado de la bondad, de la generosidad, de la entrega. Lidia pasaría mucho tiempo aún preguntando por qué, pidiendo explicaciones, intentando entender.

—Lidia, vamos a dejarlo. No me apetece hablar de eso ahora. Te lo pido por favor.

Pude escuchar el suspiro resignado de mi hermana seguido de su característico chasquido de la lengua entre los dientes.

—Bueno, allá tú. Pero te advierto que esto no se queda así. ¿Comemos juntas mañana? Mi suegra va a venir a ver a la niña y puede quedarse con ella a mediodía.

Le dije que sí. Antes, Lidia y yo comíamos juntas casi todos los días, pero llegó el bebé y esas y otras rutinas apetecibles quedaron aparcadas. La vida de Lidia dejó de pertenecerle por completo para depender a tiempo total de un ser indefenso que se había convertido en epicentro de todas las cosas. Cuando nuestra madre murió, envidié intensamente la condición maternal de mi hermana. Ahora que no podía llamar madre a nadie, alguien la llamaba madre a ella. Era un raro consuelo que a mí me estaba vedado, igual que a Lidia las cenas, las copas a medianoche y los almuerzos en restaurantes.

Cené una ensalada mientras veía la televisión y trabajé un poco antes de acostarme. En la editorial acababan de encargarme una serie de ilustraciones para una colección adaptada de clásicos infantiles. Tenía que dibujar a Cenicienta junto a la madrastra y las hermanas malvadas, a la Bella Durmiente del Bosque con el correspondiente príncipe azul, a Hánsel, Gretel y la casita de Chocolate… la verdad es que me sorprende que esas historias continúen editándose, pero sospecho que su mercado principal no son los niños (que dedican a Harry Potter todo el tiempo libre que les deja la televisión y la videoconsola) sino un puñado de adultos nostálgicos que necesitan avivar con historias como éstas los rescoldos de una época perdida.

Dibujé durante dos horas, recordando una vez más lo afortunada que soy al poder distribuir a mi antojo una jornada laboral. Gracias a mi privilegiada situación pude cuidar de mi madre en los últimos meses de su enfermedad. Entonces estaba trabajando en las ilustraciones de una enciclopedia infantil de mitología. Era un trabajo precioso, en el que encontré un cierto refugio para mi desdicha y del que hubiera disfrutado más si mis circunstancias personales no hubiesen sido tan tristes, si cuando dibujaba a Afrodita, a Ceres o a Poseidón no hubiese estado pensando en cómo se encontraría mi madre, a sabiendas de que la respuesta a mi pregunta era «mal», «muy mal» o «regular», en el mejor de los casos. Mi hermana cuidaba de mamá por las mañanas, mientras yo dibujaba faunos, y ninfas, y furias, y harpías, y sirenas de cabello verde dispuestas a arruinar las vidas de los navegantes incautos. A eso de las tres de la tarde yo tomaba el relevo cuando Lidia se iba al trabajo, y algunas veces me llevaba las carpetas con los dibujos para intentar, no siempre con éxito, reclamar la atención de mi madre con los bocetos terminados. Ella miraba aquellos diseños con una sonrisa triste, a veces distraída y siempre melancólica. Ahora sé que estaba pensando en que nunca llegaría a ver impreso aquel trabajo, como había visto, orgullosa, tantos otros libros ilustrados por mí.

Mis padres vivían en Lugo, pero mi madre siguió aquí todo su tratamiento oncológico. No fue por capricho: en su hospital los médicos la habían desahuciado dos años antes. Ventajas de las medicina de provincias. Así que mi madre se trasladaba a Madrid cada tres meses para seguir un protocolo con el que intentaba frenar el avance de su enfermedad, y cuando se puso peor los médicos le recomendaron que no se moviera de aquí. Ella y mi padre vivían en casa de mi hermana, y cada noche yo les abandonaba con cierta sensación de culpa. Al cerrarse la puerta, en aquel piso quedaba guardado todo el dolor que se había abatido sobre las personas que amaba, y marchándome yo estaba escapando de una parte de él. Por eso me atormentaba la certeza de que la carga soportada por mi hermana era mucho más pesada que la mía.

A veces me pregunto si hubiera podido hacer las cosas de otra manera, pero no se me ocurre cómo. La casa de mi hermana era más grande que mi apartamento, y se encontraba justo enfrente del hospital donde mamá recibía las radiaciones. Además, estaba el bebé. El contacto diario con mi sobrina, con su nieta, proporcionó a mi madre sus escasos momentos de felicidad durante aquella temporada infausta. Evidentemente, se encontraba mejor en el hogar de Lidia de lo que hubiera estado en mi piso. A pesar de ello, cada vez que me iba de la casa (muchas veces pasada ya la medianoche y cuando mi madre dormía) me sentía un ser despreciable porque no podía evitar que en mí se mezclasen la culpa y el alivio ante la perspectiva de pasar unas horas de relativa libertad, dibujando hipogrifos, nereidas y musas, leyendo en silencio o, simplemente, durmiendo sin temor a que me sobresaltase en plena noche algún quejido de mi madre. Intentaba compensar la poca equidad del reparto de tareas durante el fin de semana, o preparando cantidades industriales de comida para que Lidia se viese al menos liberada del incordio de algunas tareas domésticas. Pero incluso mientras guisaba dos kilos de carne y preparaba litros de salsa para pasta, no me abandonaba la certeza de estar llevándome la mejor porción de aquel pastel amargo que había que repartir entre todos.

Aquella noche me dormí pensando en Silvio. Cuando volví a su casa, tres días después, me recibió con una sonrisa jovial que debía de ser muy parecida a la de sus mejores tiempos, y en cuanto me senté frente a él me di cuenta de que había estado mirando una foto que parecía ser más vieja que el propio mundo. Movida por la curiosidad, hubiese querido echarle un vistazo, pero Silvio no hizo ninguna oferta al respecto y la foto se quedó boca abajo, presidiendo en una posición tan poco digna la reunión de aquella tarde.

—¿Cómo se encuentra hoy?

—Bien, señorita. Como siempre. Ya le he dicho que tengo una salud estupenda, así que no se preocupe por eso.

—Lo que me preocupa es que me llame señorita. Me da la impresión de que estoy en un internado. Prefiero que me llame Cecilia… y que me tutee.

Silvio asintió.

—Como prefieras. Cuéntame cosas de ti. ¿A qué te dedicas?

—Soy ilustradora. De libros para niños.

Silvio abrió mucho sus pequeños y arrugados ojos de galán de cine en blanco y negro.

—Qué bonito. ¿Tú tienes hijos?

—No…

—¿Estás casada?

—Tampoco.

—¿Y eso por qué?

Contesté encogiéndome de hombros. Debería haber respondido con la verdad: que no me habían interesado ninguno de los hombres que quisieron casarse conmigo, y que el único con el que hubiera querido hacerlo no demostró la más mínima intención de abandonar en mi favor la soltería. Pero eran muchas explicaciones sobre un tema que empezaba a aburrirme después de haberlo tratado un millón de veces con amigos, parientes indiscretos y compañeros impertinentes que creen que tienes que justificar ante ellos tu estado civil.

—Tendrás novio, al menos…

Lo decía como para aferrarse a la última posibilidad de no estar en presencia de una especie de ermitaña aquejada de una aguda misantropía.

—Pues no, Silvio, no tengo novio, ni perro, ni siquiera un pez de colores. Vivo sola. Pero no se preocupe: soy bastante normal. Simplemente, no he tenido mucha suerte en ese aspecto. Y preferiría que hablásemos de otra cosa, si no le importa.

—Te has enfadado…

—Qué va. Yo no me enfado nunca.

Era mentira, por supuesto, pero Silvio no tendría ocasión de comprobarlo porque, desde luego, no pensaba enojarme con él por mucho que me provocara. Enfadarse con un viejo es como enfadarse con un niño pequeño: una crueldad y una pérdida de tiempo.

—¿Y usted? ¿En qué trabajaba?

Tuve la sensación de que Silvio estaba pensándose la respuesta, porque tardó un poco en contestar.

—Era escritor de novelas policíacas.

—¿De verdad?

—Claro. Firmaba con seudónimo: Nathaniel Prytchard.

—Espere. —Acababa de recordar una colección de novela negra que mi padre conservaba de su época de soltero—. ¿No escribió usted un libro que se llamaba… ¿Quién mató a Walter… nosequé?

Silvio se animó visiblemente.

¿Quien mató a Walter Evans? Pertenece a la serie de Townsend, el detective privado. ¿Lo has leído?

—Sí… En casa de mi padre. Le encanta la literatura policíaca. Pero siempre supuse que el autor del libro era un inglés. De hecho, creo que la biografía de la solapa…

—Oh, claro, cosas del editor. Decía que era difícil llamar la atención del público con un escritor de nombre español, y posiblemente tenía razón, así que siempre firmé con seudónimo.

Aquella tarde, Silvio me contó cómo el falso Nathaniel Prytchard había vendido un montón de libros, y que incluso uno de ellos, El caso Collins, había sido llevado al cine en 1957 por una productora americana. Aquella película (dirigida por un realizador desconocido que se puso al frente de un reparto mediocre donde sólo sobresalía el nombre de Peter Lorre en una misteriosa aparición de cuatro minutos) no fue precisamente un éxito, pero a pesar de todo el señor Prytchard había cobrado dos mil dólares de la época por la cesión de derechos y tres mil más por adaptar a guión su propio texto.

—¿Era capaz de escribir en inglés?

—Sí, sin problemas.

—¿Dónde aprendió?

—Es una historia muy larga. —Silvio me sonrió. No sé si esperaba que le animase a contarla, o si prefería aparcar aquella conversación. Quizá le costaba recordar, o no quería hacerlo. Se pasó la mano por la cara. Tenía los dedos largos, nudosos, y las uñas pulidas y perfectamente cortadas.

—Como escritor no fui gran cosa… —dijo al fin—. Era un trabajo para sobrevivir. En ese sentido, no puedo quejarme: gané mucho dinero y lo invertí bien. La vejez es más fácil si uno no tiene que hacer números para llegar a fin de mes.

—¿Cuándo dejó de escribir?

—Hace unos veinte años, en cuanto descubrí que podía vivir de las rentas. Y no, no lo echo de menos, si es eso lo que vas a preguntarme. La literatura no me entusiasmaba. Escribía libros como hubiera podido hacer chorizos.

Parecía el discurso de un cínico, pero Silvio no lo era. Hablaba de sí mismo con una distancia admirable, como si la tarea literaria del señor Nathaniel Prytchard nada tuviese que ver con la suya, como si el personaje del escritor hubiese sido en realidad alguien a su servicio del que prescindió en cuanto dejó de resultarle necesario. Silvio me contó después que fueron muy pocos los que conocieron la identidad del creador del detective Townsend, y que incluso muchos de sus allegados nunca sospecharon cuál era su verdadera profesión.

—¿Y a qué creían que se dedicaba?

—Oh, les decía «tengo negocios», sin dar más explicaciones. —Frunció el ceño—. Aquéllos eran otros tiempos. Entonces a la gente sólo le importaba que tuvieses dinero, y no de dónde lo sacabas. Ahora sería distinto: si alguien no puede justificar sus ingresos, empiezan a decir que se dedica a vender drogas o al tráfico de armas.

Nos reímos los dos. A las siete, Lucinda nos trajo una taza de té con bizcochos, y al terminar la merienda me marché. Silvio no me preguntó cuándo iba a regresar, pero creo que se alegró cuando le dije «hasta el viernes». Estábamos a martes. Faltaban sólo tres días.

Mi trabajo con las ilustraciones de los cuentos marchaba razonablemente bien, hasta que me atasqué dibujando a las hadas madrinas de la Bella Durmiente. Parece una broma, pero no lo era: estaba bloqueada con aquellos tres personajes que no acababa de ver dentro de mi cabeza, condición imprescindible para llevarlos al papel. ¿Debía representar a tres viejecitas encantadoras como las que aparecen en la versión de Walt Disney o, por el contrario, crear un trébol de damas sofisticadas de largos cabellos y rostros misteriosos que viniesen a romper con el tópico americano? Le pregunté a mi editora, pero no estaba por la labor de colaborar: «Haz lo que te parezca, pero hazlo pronto. Y, sobre todo, no me des la tabarra», me dijo. Silvia paga bien, pero no es ningún modelo de diplomacia.

Decidí pasarme por la Biblioteca Nacional para echar un vistazo a las recreaciones de las hadas aparecidas en otras ediciones del cuento. Mientras me buscaban los libros, se me ocurrió fisgar en los archivos para comprobar cuántas novelas policiales había publicado en realidad el falso Nathaniel Prytchard. Introduje su nombre en la base de datos, y para mi sorpresa aparecieron un total de sesenta y siete títulos, de algunos de los cuales se habían hecho varias ediciones. Fue entonces cuando caí en la cuenta de algo un poco extraño: el primer libro databa de 1951. Silvio tenía 88 años, así que había nacido en 1917… de modo que había publicado su primera novela a los 34 años. ¿De qué había vivido hasta entonces, si, como aseguraba, la de escritor había sido su única profesión?

Pasé la tarde hojeando volúmenes de ilustraciones, pero salí de la biblioteca sin haber sacado nada en claro sobre mis hadas madrinas, y haciendo bailar en mi cabeza las fechas vitales de Nathaniel-Silvio. Estaba claro que mi Gregory Peck particular me ocultaba algo. Aunque, después de todo, ¿qué obligación tenía el hombre de sincerarse conmigo? A lo mejor sólo me estaba contando alguna mentira sin consecuencias. Quizá se inventaba la historia del escritor para darse un poco de importancia. A lo mejor, Nathaniel Prytchard existía realmente y, como rezaba la solapa de sus libros, vivía aún «en un tranquilo pueblo de la región de Devonshire» ignorando que en España un viejecito se estaba apropiando de su nombre y de su historia para impresionar a una mujer que podría ser su nieta. Sin embargo, Silvio parecía tan convincente cuando me hablaba de su editor, del productor americano, de la película con el cameo de Peter Lorre… Le di vueltas al asunto hasta llegar a casa, y seguí dándoselas mientras cenaba y también mientras fingía no escuchar el sonido de mi móvil (el teléfono de Miguel aparecía, bien clarito, en la pantalla).

Estaba a punto de acostarme cuando decidí llamar a Elena. Después de todo, no tenía nada de particular el que me interesase por su padre, que llevaba más de una semana en Nueva York. De hecho, creo que debería haber llamado a mi amiga mucho antes para enterarme de cómo iba todo, pero… en fin… Fue la propia Elena quien contestó al teléfono. Eran las seis de la tarde en la costa Este y acababa de regresar del trabajo.

—¡Ceci! He estado a punto de llamarte un montón de veces, pero no sabes qué lío tengo con mis padres aquí.

—Precisamente te llamaba por eso. Quería saber cómo va todo en el hospital…

Mentira, mentira, mentira. Pero ¿es que es un pecado dejarse ganar por la curiosidad?

—Bueno, han empezado con la terapia, y aún es pronto para saber nada. Lo cierto es que papá está animado y mamá parece un poco más tranquila. Por lo menos ya no sueña con Bin Laden. Ya te iré contando. ¿Y tú? ¿Qué tal con el abuelo?

Elena me lo estaba poniendo en bandeja.

—Estupendamente, es un encanto. Nos llevamos muy bien. Ayer me estuvo contando lo de sus libros…

—Ah, eso. Es una de sus batallitas preferidas. Publicar esas dichosas novelas fue lo más interesante que le pasó en la vida. Oye, pero no le hagas ni caso si te pide que las leas. El pobre no era precisamente Dashiell Hammett…

Elena, mi querida Elena, se me antojó un poco cruel. Las aventuras del detective Townsend no pasarían a la historia de la literatura, pero eran bastante dignas, y en su momento constituyeron un éxito editorial. Un poco fastidiada por el tono que empleaba la castellana de Grammercy Park, decidí dejarme de rodeos.

—Elena, ¿qué hacía Silvio antes de empezar a escribir?

Breve silencio.

—Era militar. Y sí, chica, hizo la guerra del lado de Paquito, pero no se lo tengas en cuenta. Estaba en el norte y tenía 20 años, así que eran lentejas. Luego, en el 39, empezó a trabajar en un ministerio. Le pegaron un tiro en el frente del Ebro, y había perdido movilidad en un brazo.

—No se lo he notado.

—Bueno, se trataba de una lesión mínima, pero a pesar de eso Silvio quedó inútil para la vida militar. Supongo que podía escribir a máquina, pero no manejar un fusil. Un día le dio por la literatura y acabó dejando el trabajo en la Administración… No sé cómo se le ocurrió dedicarse a eso, ni de dónde sacaba las tramas policiales de sus novelas. El abuelo vivió en provincias toda la vida, luego se fue a la guerra y al terminar se quedó en Madrid emborronando papeles en un despacho. Ya ves qué vida tan intensa para un escritor.

Elena tenía que ir al hospital a recoger a sus padres, así que nos despedimos —«si me retraso cinco minutos, mi madre empieza a pensar que me han cosido a puñaladas para quitarme la cartera»—. El misterio de Silvio estaba resuelto. De hecho, no había ningún misterio. El hombre era un oficinista y antiguo militar a la fuerza, reciclado en escritor por motivos puramente crematísticos. Fin de la historia. Ya en la cama, y con la luz apagada, recordé el tono compasivo que empleaba Elena al hablar de la vida monótona de su abuelo. A veces creo que mi amiga está convencida de que todo el mundo es como ella, que nació en Madrid, estudió en Oxford, vivió un año en Berlín y otros dos en Viena y ahora está en Nueva York casada con un médico millonario. No, Elena, las cosas no son así. La gente no vive en media docena de ciudades, ni va a cenar con primeros ministros, ni tiene la oportunidad de aprender más idiomas que el propio… Y en ese momento se me encendió la luz: recordé la perfecta pronunciación inglesa del abuelo Silvio al decir los nombres anglosajones de sus bisnietos, y su capacidad para escribir el guión de una película americana ¿Qué contestó cuándo quise saber dónde había aprendido inglés? «Es una larga historia», me dijo. Y apuesto a que no se refería a su trabajo como funcionario, ni a los tres años que pasó en la guerra. Elena querida, quizá no lo sepas todo. Quizá te estés equivocando al compadecer a tu abuelo, con su vida gris y sus veleidades literarias. Hay algo que Silvio te está ocultando. Algo que os está ocultando a todos y que, no sé por qué, creo que va a acabar contándome a mí.

Mi hermana dice siempre que tengo una especie de imán para las confidencias ajenas. Es cierto que llevo años escuchando historias privadísimas de labios de desconocidos, que me confían sus secretos, algunos de los cuales han llegado a incomodarme. No siempre quiere uno tener acceso a las debilidades y los demonios de los demás, sobre todo porque a veces quien hace una revelación delicada cree tener, a su vez, paso franco a la intimidad del depositario de su secreto. Y yo soy incapaz de revelar los míos, no ya a los extraños, sino incluso a aquéllos por los que siento un afecto sincero.

Estoy convencida de que mi polo de atracción para las confidencias lo heredé de mi madre. La verdad, no me dejó muchas más cosas, pues Lidia se llevó lo mejor de su carácter y de su físico envidiable. Pero esa capacidad de inspirar confianza fue su mejor legado. Mi madre murió llevándose consigo las confesiones de decenas de seres que habían depositado en ella un aluvión de misterios. Cuando se fue, hubo personas que quedaron casi tan huérfanas como sus propios hijos; eran hombres y mujeres que habían apoyado en mi madre una buena parte de su historia personal, y que necesitaban de su ayuda para seguir enfrentando la vida. Como nosotros, muchos se habían acostumbrado a que estuviera siempre ahí, en su casa o al otro lado del teléfono, preparada para escuchar, para consolar o para dar consejos única y exclusivamente a aquellos que los pedían. Por eso, la desaparición de mi madre trajo consigo un caudal de desamparo que, con su familia, arrastró a mucha otra gente cuyos caminos se habían cruzado con el suyo.

Mi madre era un ser necesario. Sé que estoy usando una frase rara y un calificativo frío, y quizá sólo quienes la conocían entenderán bien a qué me refiero. Despertaba en los demás un afecto misterioso, pero también una oferta de protección que muchos no dudaron en aceptar, creyendo que aquel contrato iba a estar vigente para siempre. Por desgracia se equivocaron. Mi madre se murió el año en que hubiera debido cumplir los sesenta y uno, veintidós meses después de que le fuera diagnosticada su enfermedad.

Nadie me lo ha dicho nunca (no se han atrevido), pero sé que todos los que amaban a mi madre le reprochan en secreto que no hubiera hecho todo lo posible para vivir eternamente. Yo no soy una excepción. Ella no se cuidaba. Viviendo en una sociedad en la que se nos bombardea de continuo con mensajes apocalípticos sobre el avance imparable de los casos de cáncer, los peligros del tabaco y la importancia extrema del diagnóstico precoz, ella fumaba como un carretero y jamás se había hecho una mamografía. Al principio, mi hermana y yo poníamos el grito en el cielo cada vez que se negaba a someterse a las revisiones ginecológicas que le correspondían por su edad, pero al final incluso nosotras nos aburrimos de aquellas discusiones que no llevaban a nada. El resultado fue que una enfermedad que debía de llevar años en un estado larvario, y por tanto manejable, apareció con todo lujo de detalles y los fuegos artificiales de la tan temida metástasis.

Nunca le pregunté a mi madre por qué se negaba a ir al médico. Cuando la enfermedad dio la cara, hubiera sido una crueldad lanzarla de bruces contra su propia inconsciencia. Pero ahora pienso que quizá debí haberlo hecho. Porque ahora esa pregunta me atormenta a diario media docena de veces, junto con la convicción de que el cáncer de mi madre hubiera podido controlarse de haberlo tratado a tiempo. Y sí, al igual que todos aquéllos a los que dejó abandonados, a veces hago alguna recriminación a su recuerdo. Cuando eso ocurre, algo parecido a la rabia me impide llorar, y entonces no siento nostalgia de ella ni añoro su presencia, sino que noto unos deseos podridos de gritar a mi madre, de zarandearla, de decirle, mira lo que nos has hecho, mamá, con tu puta manía de tener al médico bien lejos, como si el hacerse controles rutinarios multiplicase las posibilidades de caer enfermo. Luego, mientras se me caen las lágrimas, pido perdón a mi madre por haber perdido los estribos, recupero su recuerdo y sólo siento su ausencia irreparable y la falta de todas las cosas que se llevó al morir. Pero sigo pensando que debió haberse cuidado más. Porque había demasiada gente que necesitaba que estuviese viva. Demasiada gente, madre, a la que has dejado sola.

El viernes llegué un poco más tarde a casa de Silvio. Había tenido un problema con la calefacción en mi apartamento, y el técnico se las había apañado para tardar dos horas en dar con la avería y poder abultar así el montante de la factura que me pasó al final, ciento ochenta euros, tócate las narices, treinta mil del ala por apretar tres tuercas, purgar dos radiadores y limpiar uno de los filtros. Llegué a la calle Velázquez a las siete y media. Cuando entré en el salón, Lucinda acababa de servir la merienda, y Silvio mordisqueaba sin apetito la rebanada de bizcocho, que dejó gentilmente en el plato para ponerse de pie cuando me vio entrar.

—¡No se levante!

Pero Silvio no me oía, o a lo mejor sí y se negaba a poner coto a sus maneras de caballero. Me estrechó la mano.

Sus ojos pequeños y húmedos me parecieron aquella tarde particularmente vivos.

—Pensé que no ibas a venir…

Renuncié a explicar a Silvio las causas de mi retraso, porque si empezaba a justificarme delante de él entraría voluntariamente en un camino de no retorno, y prefería que mis visitas a aquella casa estuviesen libres de cualquier atisbo de obligación, de formalidades o de compromisos.

—Así que creyó que le había plantado. Apuesto a que le daba rabia.

Silvio no dejó de mirarme para contestar.

—No. Me daba pena.

Fue un momento extraño, un instante de cierta intensidad que a punto estuvo de emocionarme. Aquel anciano, que tenía a sus espaldas 88 años, una guerra y un secreto, abría delante de mí la caja de Pandora de sus debilidades. Diez días antes había estado a punto de echarme de su casa, y ahora confesaba sin rodeos que le ponía triste la posibilidad de que no volviese. Me senté a su lado.

—¿Quieres merendar?

—No.

—¿Ni siquiera un poco de té?

Negué con la cabeza. Silvio terminó de comerse su bizcocho, y luego se limpió cuidadosamente. Se me hacía raro estar allí, en silencio, viéndole comer y haciéndome preguntas. ¿Quién era realmente el abuelo de Elena? ¿Y qué parte de sí mismo me estaba ocultando mientras retiraba de su chaqueta las cuatro migajas de bizcocho que habían quedado allí prendidas?

—No sé qué me da que estés ahí sin tomar nada. ¿Estás segura de que no quieres alguna cosa? Lucinda puede traerte café, o un refresco…

Decidí coger el toro por los cuernos.

—Hay una cosa que me apetece mucho… pero no tiene nada que ver con la merienda.

—Tú dirás… —Silvio sonreía, así que me envalentoné.

—Usted tiene un secreto —le dije.

—Y tú también. Todo el mundo los tiene, no es ninguna novedad.

—Ah, no. No vaya por ahí. Su secreto es más grande que el mío.

—Bueno, también soy más viejo.

—Ya…

Silvio tomó la taza de té, le dio un sorbo corto, se limpió los labios. Era evidente que estaba intentando ganar tiempo. No me importaba. Yo tenía todo el del mundo. Dejó la taza en la mesa, se frotó la cara en un gesto que acababa de darme cuenta que le era habitual, y luego se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta, de donde sacó una foto que estuvo mirando durante unos segundos antes de fijar en mí unos ojos que, en aquel instante, dejaron de parecerme los de un viejo. Silvio puso el retrato encima de la mesa, y me pareció que era el mismo que había estado mirando la otra tarde, antes de que yo llegara, y que en vano esperé que me mostrase. Colocó la mano sobre él, hizo tamborilear sus dedos diáfanos sobre la superficie de color sepia, y volvió a mirarme con una intensidad distinta, como si estuviésemos a punto de hacer un pacto que a ambos convenía por igual.

—Cecilia —dijo, por fin—. La historia que te voy a contar sólo la sabe otra persona, y hace años que está muerta. Así que atiende, porque cuando yo me muera tú serás la única en conocerla del todo, y tendrás que decidir qué es lo que haces con ella. Ésta es mi historia, Cecilia, y a partir de ahora será también la tuya.