Borgeby gard, Flädie, Suecia
12 de agosto de 1904
Quiero hablarle de nuevo un rato, querido señor Kappus, aunque no pueda decir casi nada que le sirva de ayuda o le sea provechoso. Usted ha sufrido muchas y grandes tristezas que ya pasaron. Y dice que la experiencia fue para usted difícil e incómoda. Pero, se lo ruego, reflexione usted si esas grandes tristezas no le atravesaron más bien en su mismo centro. ¿Acaso no se han transformado muchas cosas en usted? ¿Acaso no ha cambiado usted en algún lugar de su ser mientras padecía la tristeza? Peligrosas y malas son sólo aquellas tristezas que uno arrastra entre la gente para mitigarlas; como enfermedades tratadas de manera superficial y necia, se retiran un instante para volver a presentarse e irrumpir de forma mucho más temible; y se acumulan en el interior, y son vida, vida no vivida, vida rechazada y perdida, por la que se puede morir.
Si nos fuera posible ver más allá de lo que alcanza nuestro conocimiento y un poco por encima de la avanzadilla de nuestros presentimientos, quizá llegaríamos a soportar nuestras tristezas con mayor confianza que nuestras alegrías. Pues son momentos en los que algo nuevo se ha introducido en nosotros, algo desconocido. Nuestros sentidos enmudecen con tímido encogimiento, todo en nosotros se retrae, nace un silencio y lo nuevo, lo que nadie conoce, se yergue en el centro y calla.
Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que nosotros percibimos como parálisis, porque ya no sentimos la vida de nuestros sentidos alienados. Porque estamos solos con el extraño que se nos ha introducido; porque, por un momento, se nos arrebata todo lo habitual y lo que nos inspiraba confianza; porque nos encontramos en una encrucijada donde no podemos permanecer.
Por ello, también la tristeza pasa: lo nuevo en nosotros, lo que nos ha llegado, se ha introducido en nuestro corazón, ha llegado a su cámara más recóndita y tampoco está allí; se encuentra en la sangre. Y no experimentamos qué ha sido. Se nos podría hacer creer fácilmente que nada ha ocurrido y, sin embargo, hemos cambiado como cambia una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado, tal vez no lo sepamos nunca, pero muchos indicios hablan del futuro que acaba de entrar para transformarse en nosotros, mucho antes de que acontezca y se manifieste.
Por eso es tan importante estar solo y atento cuando se está triste; porque el instante aparentemente perplejo y vacío de acontecimientos en el que nuestro futuro nos alcanza, está mucho más próximo a la vida que aquel otro, ruidoso y fortuito, en que se nos presenta como venido de fuera.
Cuanto más silenciosos, pacientes y abiertos nos mantengamos en la tristeza, más profunda y certeramente se introducirá lo nuevo en nosotros, mejor lo heredaremos y en mayor medida será nuestro destino. Y cuando un día lejano, «se realice» (es decir, cuando pase desde nuestro interior hacia los demás), lo sentiremos cercano y familiar en lo más íntimo.
Sólo una cosa nos es necesaria. Y es que nada extraño nos ocurra, nada que no sea aquello que desde hace mucho tiempo nos pertenece (y hacia aquí se orientará poco a poco nuestro desarrollo). Ya se ha tenido que modificar la noción de movimiento; poco a poco se llegará también a reconocer que lo que llamamos destino surge de los seres humanos y que no les viene de fuera. Sólo porque muchos no absorbieron el destino ni lo transformaron en sangre propia mientras vivía en ellos, no lo reconocieron cuando surgió de ellos; les era tan extraño que, en su alocado espanto, consideraron que había tenido que llegarles justo entonces, pues juraban y perjuraban que nunca habían encontrado antes algo similar en sí mismos. De la misma forma que nos hemos engañado durante largo tiempo sobre el movimiento del sol, también seguimos estando equivocados acerca del movimiento del porvenir. El futuro permanece firme, querido señor Kappus, pero nosotros nos movemos en un espacio infinito.
¿Cómo no había de sernos difícil?
Y si volvemos a hablar de la soledad, se hará más claro que, vista de cerca, la soledad no es algo que se pueda dejar o tomar. Somos soledad. Uno se puede equivocar en esto y hacer como si no fuera así. Esto es todo. No obstante, es mucho mejor reconocerlo y, lo que es más, vivir a partir de tal reconocimiento. Ciertamente, nos dará vueltas la cabeza, pues todos los puntos donde nuestros ojos descansaban nos habrán sido arrebatados; ya no habrá nada que esté cerca, y todo lo lejano estará infinitamente lejos. Aquel que, sin preparación ni tránsito, fuera trasladado de su habitación a lo más alto de una montaña, sentiría algo semejante: una inseguridad sin par, un sentirse a merced de lo innombrable casi lo aniquilarían. Llegaría a pensar que se cae, a creerse arrojado fuera del espacio o a verse reducido en mil pedazos. ¡Cuántas grandiosas mentiras no tendría que contarse su cerebro para poder abrazar la situación y explicarla a sus sentidos! Y así se modifican todas las distancias y medidas para quien se convierte en un solitario. Muchas de estas metamorfosis son súbitas, y como en aquel que repentinamente se encuentra en lo alto de un monte, surgen extrañas fantasías, sensaciones tan extrañas que parecen haber crecido más allá de todo lo soportable. Pero es muy importante que vivamos también esto. Hemos de aceptar nuestra existencia tan ampliamente como nos sea posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de ser posible. Esto es lo fundamental, el único valor que se nos exige: ser valientes ante lo más extraño, maravilloso e inexplicable que nos pueda acontecer. Que los seres humanos sean cobardes en este sentido, causa un daño infinito a la vida; las experiencias que llamamos «apariciones», todo el llamado «mundo de los espíritus», la muerte, todas estas cosas tan emparentadas con nosotros, hasta tal punto han sido expulsadas de la vida por un rechazo realizado día a día, que los sentidos con los que podríamos percibirlas, se han atrofiado. Para no hablar de Dios. Pero el miedo ante lo inexplicable no sólo ha empobrecido el ser del individuo, sino que también las relaciones de persona a persona se han mutilado por su causa, como si se las hubiera extraído del cauce de las infinitas posibilidades para ser llevadas a una orilla baldía, en la que nada ocurre. Pues no sólo la indolencia hace que las relaciones humanas se repitan en cada caso de forma tan indeciblemente monótona y repetitiva, sino que existe también otra causa: el temor a cualquier acontecimiento nuevo, imprevisible, ante el que no se cree estar a su altura. Pero sólo quien está dispuesto a todo, quien no cierra la puerta a nada, ni siquiera a lo más enigmático, vivirá la relación con el otro como algo vivo y ahondará en sí mismo. Pues si concebimos la naturaleza del ser individual como una habitación más o menos grande, veremos que la mayoría sólo conoce una esquina, una ventana, una franja por la que repetidamente va y viene. Así se tiene una cierta seguridad. No obstante, es mucho más humana la inseguridad llena de peligros de aquel preso en el cuento de Poe, que le empuja a explorar las formas de su terrorífica celda y a no sentirse extraño ante el indecible horror de su estancia.
Pero nosotros no estamos presos. En torno nuestro no hay cepos ni trampas y no hay nada que deba asustarnos o torturarnos. Estamos puestos en la vida como en el elemento más afín y hemos llegado a hacernos tan similares a ella a través de siglos de adaptación que, si nos mantenemos en calma y en silencio, gracias a un feliz mimetismo, casi no se nos puede diferenciar de ella. No tenemos ningún fundamento para desconfiar de nuestro mundo, ya que no está contra nosotros. Si tiene miedos, son sólo nuestros miedos; si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si disponemos nuestra vida según el principio que nos aconseja mantenernos siempre en lo difícil, lo que nos parecía extraño, se nos transformará en algo infinitamente fiel y digno de toda confianza. ¿Cómo hemos podido olvidar los viejos mitos que se yerguen en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de aquellos dragones que en el instante supremo se transforman en princesas? Quizá todos los dragones de nuestra vida sean princesas que sólo esperan vernos una vez hermosos y valientes. Quizá todo lo horrible, en el fondo, sea sólo una forma de desamparo que solicita nuestra ayuda.
Así, pues, no tiene de qué asustarse, querido señor Kappus, si ante usted se alza una tristeza tan grande como nunca la haya sentido; o si una inquietud como luz o sombra de nubes cae sobre sus manos y hace efecto en usted. Tiene que pensar que algo le acontece, que la vida no le ha olvidado, que lo tiene en sus manos y que no le dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda inquietud, dolor o melancolía? ¿Ignora que tales estados trabajan en usted? ¿Por qué quiere acosarse a sí mismo con preguntas sobre su origen y su fin? Usted sabe que se halla en una encrucijada y que no deseaba otra cosa que no fuera transformarse. Si en su proceso interior contrae una enfermedad, piense que la enfermedad es el medio del que se sirve el organismo para liberarse de lo extraño; limítese a ayudarle a estar enfermo, a dejar que aflore y estalle toda su enfermedad, pues ese es su progreso. ¡En usted, querido señor Kappus, están ocurriendo tantas cosas! Debe ser paciente como un enfermo y confiado como un convaleciente. Pues quizá sea usted ambas cosas. Y lo que es más, usted mismo es el médico que ha de velar por usted. Pero tenga en cuenta que en toda enfermedad hay días en los que el médico no puede hacer más que esperar. Y esto es lo que usted, en cuanto es su propio médico, sobre todo, debe hacer ahora.
No se observe demasiado. No saque conclusiones precipitadas acerca de lo que le está ocurriendo; deje simplemente que las cosas le sucedan. De lo contrario, llegará con demasiada facilidad a mirar su pasado con reproches (es decir, como un moralista); un pasado que, como es natural, forma parte de lo que ahora le está sucediendo. Los errores, deseos y nostalgias de su niñez que actúan ahora en usted, no es lo que usted recuerda y prejuzga. Las insólitas relaciones de una niñez solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complicadas, tan sometidas a tantas influencias y, al mismo tiempo, tan desconectadas de toda real conexión con la vida, que cuando un vicio se introduce en ella, no se lo puede llamar vicio sin más. Hay que ser muy cauto con los nombres. Con frecuencia es el nombre de un crimen lo que hace naufragar una vida, y no la acción individual y sin nombre, que quizá no era más que una determinada necesidad de esa vida, la cual podía aceptar aquella acción con inocencia y sin esfuerzo. Y el esfuerzo necesario le parece a usted tan grande, porque sobrevalora la victoria; la victoria, lo que usted cree haber logrado, no es lo «grande», aunque sí tiene razón con su sentimiento; lo grande es que ya había algo allí, algo que podía colocar en el lugar de la antigua mentira, algo genuino y auténtico. Sin esto, su victoria habría sido también una reacción moralista, sin ningún significado ulterior. De esta forma, sin embargo, ha llegado a convertirse en parte de su vida. De su vida, querido señor Kappus, en la que pienso con tan buenos deseos. ¿Se acuerda usted de cómo a lo largo de su vida, desde la infancia, ha sentido nostalgia por lo «grande»? Ya veo cómo anhela desde lo grande lo máximo. Por eso, un anhelo así no cesa de ser difícil, pero, por lo mismo, tampoco dejará de crecer.
Y si algo más debo decirle es esto: no crea usted que el que intenta consolarle vive sin esfuerzo bajo las sosegadas y sencillas palabras que a usted a veces le hacen bien. La vida de quien las escribe tiene fatigas y tristezas y queda mucho más rezagada que la suya. Pero, de no ser así, no habría podido encontrar estas palabras.
Suyo,
Rainer Maria Rilke