Sin soltar el brazo de Jane, Tuppence llegó jadeante a la estación y su oído captó el rumor del tren que se aproximaba.
—Deprisa o lo perderemos.
Salieron al andén en el preciso momento en que se detenía. Tuppence abrió la puerta de un compartimiento de primera clase que estaba vacío y las dos muchachas se dejaron caer sobre los mullidos asientos, extenuadas y sin aliento.
Un hombre asomó la cabeza y luego pasó al coche siguiente. Jane se sobresaltó y sus pupilas se dilataron por el terror cuando miró a Tuppence inquisitivamente.
—¿Crees que será uno de ellos?
Tuppence meneó la cabeza.
—No, no. No te preocupes. —Cogió la mano de Jane—. Tommy no nos hubiera obligado a hacer esto si no estuviera seguro de que saldría bien.
—¡Pero él no los conoce tan bien como yo! —La joven se estremeció—. Tú no puedes comprenderlo. ¡Cinco años! ¡Cinco largos años! Algunas veces creí que iba a volverme loca.
—No pienses en eso. Ahora ya ha pasado todo.
—¿Tú crees?
El tren comenzaba a moverse; poco a poco adquirió velocidad. De pronto Jane se sobresaltó.
—¿Qué ha sido eso? Me ha parecido ver una cara que miraba por aquella ventanilla.
—No, no hay nadie. Mira. —Tuppence fue hasta la ventanilla y bajó el cristal.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
Jane se vio obligada a dar una explicación.
—Creo que me estoy comportando como una tonta, pero no puedo evitarlo. Si me cogieran ahora… —Sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—¡No! —suplicó Tuppence—. Acuéstate y no pienses. Puedes tener la seguridad de que Tommy no nos hubiera dicho que estaríamos a salvo si no fuera verdad.
—Mi primo no opinaba lo mismo. Él no quería que viniéramos.
—Es verdad —repuso Tuppence un poco turbada.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Jane.
—¿Por qué?
—¡Tu voz ha sonado tan extraña!
—Sí, pensaba en algo —confesó Tuppence—. Pero no quiero decírtelo ahora. Quizá esté equivocada, aunque no lo creo. Es una idea que se me metió en la cabeza hace mucho tiempo. A Tommy le ha ocurrido lo mismo. Estoy casi segura. Pero no te preocupes, ya habrá tiempo para eso después. ¡O tal vez no lo haya en absoluto! De modo que haz lo que te digo: acuéstate ahora y no pienses en nada.
—Lo intentaré —dijo. Cerró los ojos.
Tuppence, por su parte, continuó sentada en actitud parecida a la de un terrier en guardia. A pesar suyo estaba nerviosa y sus ojos iban continuamente de una ventanilla a otra. Le hubiera sido difícil decir lo que temía, sin embargo, en su interior estaba muy lejos de sentir la confianza que puso en sus palabras. No es que desconfiara de Tommy, pero de vez en cuando le asaltaba la duda de que alguien tan sencillo y bueno como él fuera capaz de desenmascarar al criminal más malvado de aquellos tiempos.
En cuanto se reunieran con sir James todo iría bien. Pero ¿conseguirían llegar? ¿No se estarían organizando las silenciosas fuerzas del señor Brown contra ellas? Incluso el hecho de ver a Tommy revólver en mano la desalentaba. Tal vez ahora estuviese ya en manos de sus enemigos. Tuppence trazó un plan de campaña.
Cuando el tren se detuvo al fin en Charing Cross, Jane se incorporó, sobresaltada.
—¿Hemos llegado? ¡No creí que lo consiguiéramos!
—Oh, hasta aquí era de esperar que no ocurriera nada. Si tiene que haber problemas, empezarán ahora. Bajemos deprisa, tomaremos un taxi en cuanto podamos.
Al minuto siguiente cruzaban la salida y subían a un taxi.
—King’s Cross —ordenó Tuppence y acto seguido pegó un respingo. Un hombre había mirado por la ventanilla en el momento en que el coche se ponía en marcha y estaba casi segura de que era el mismo que ocupó el compartimiento contiguo al suyo. Tuvo la horrible sensación de que el cerco se estrechaba por todos lados.
—¿Comprendes? —le explicó a Jane—. Si creen que vamos a ver a sir James, esto les despistará. Ahora creerán que vamos a casa del señor Carter, que vive en las afueras, al norte de Londres.
En Holborn había un atasco y el taxi tuvo que detenerse. Aquello era lo que Tuppence había estado esperando.
—Deprisa —susurró—. ¡Abre la portezuela de la derecha!
Las dos jóvenes se apearon y se confundieron entre el tránsito y poco después se hallaban en otro taxi en dirección contraria, esta vez para ir directamente a Carlton House Terrace.
—Vaya —dijo Tuppence con gran satisfacción—, esto les despistará. ¡Tengo que reconocer que soy bastante inteligente! ¡Cómo se enfadará el otro taxista! Pero he tomado su número y mañana le enviaré un giro postal para que no pierda nada, si es que era realmente un taxista. ¿Qué es eso? ¡Oh!
Hubo un gran ruido y una terrible sacudida. Habían chocado con otro taxi.
Como un relámpago, Tuppence saltó a la acera. Se aproximaba un policía, pero antes de que llegara, Tuppence había entregado cinco chelines al taxista y se perdía entre la multitud en compañía de Jane.
—Estamos solo a unos cuantos pasos —dijo Tuppence sin aliento. El accidente se había producido en Trafalgar Square.
—¿Tú crees que hemos chocado por casualidad o fue deliberado?
—No lo sé. Puede ser cualquiera de las dos cosas.
Las dos muchachas corrieron velozmente cogidas de la mano.
—Puede que sean imaginaciones mías —dijo Tuppence de pronto—, pero tengo la desagradable sensación de que alguien nos sigue.
—¡Corre! —murmuró Jane—. ¡Oh, corre!
Estaba llegando a la esquina de Carlton House Terrace y sus temores se disiparon. De pronto un hombre alto y al parecer beodo les bloqueó el paso.
—Buenas noches, señoritas —dijo entre hipos—. ¿Adónde van tan deprisa?
—Déjenos pasar, por favor —dijo Tuppence en tono imperioso.
—Solo quiero intercambiar unas palabras con su hermosa amiguita.
Alargó un brazo inseguro y asió a Jane de un hombro. Tuppence escuchó unos pasos a sus espaldas y no se entretuvo a averiguar si se trataba de sus amigos o de los de él. Bajando la cabeza puso en práctica un truco de sus días escolares y golpeó con ella al agresor en pleno estómago. El hombre cayó sentado bruscamente sobre la acera y las dos aprovecharon aquella oportunidad para poner pies en polvorosa. La casa que buscaban estaba un poco más abajo. Otros pasos resonaron tras ellas y apenas podían respirar cuando llegaron a la puerta de sir James. Tuppence pulsó el timbre y Jane golpeó el picaporte.
El hombre que las había detenido llegaba en aquel momento al pie de la escalinata. Estuvo dudando unos instantes y en ese instante se abrió la puerta. Las dos se precipitaron al mismo tiempo dentro del recibidor. Sir James salió de la biblioteca.
—¡Hola! ¿Qué es esto?
Se adelantó para sostener a Jane, que parecía a punto de desmayarse. La llevaron a la biblioteca y la tendieron sobre el sofá de cuero. Sirvió un poco de coñac en un vaso y la obligó a beber. Jane se sentó, todavía con los ojos muy abiertos por el miedo.
—Todo está bien. No tiene por qué temer, pequeña. Ahora está a salvo.
Su respiración se hizo más acompasada y el color volvió a sus mejillas. Sir James miraba a Tuppence fijamente.
—De modo que no ha muerto, señorita Tuppence. ¡Está tan viva como su amigo Tommy!
—Los Jóvenes Aventureros no se dejan matar así como así.
—Eso parece —manifestó sir James secamente—. Estoy en lo cierto al pensar que su aventura ha terminado con éxito y que esta señorita es… —se volvió hacia la muchacha sentada en el sofá—… ¿la señorita Jane Finn?
—Sí. Yo soy Jane Finn. Y tengo muchas cosas que contarle.
—Cuando se sienta con fuerzas.
Jane se sentó en una de las enormes butacas y comenzó su historia.
—Me embarqué en el Lusitania, pues iba a incorporarme a mi nuevo empleo en París. Me preocupaba muchísimo la guerra y me moría de ganas de ayudar de alguna manera. Había estudiado francés y mi profesora me dijo que necesitaban ayuda en un hospital de París, de modo que escribí ofreciendo mis servicios y me aceptaron. No tenía ningún pariente, así que me fue fácil arreglarlo todo.
»Cuando el Lusitania fue torpedeado, un hombre se acercó a mí. Había reparado en él en más de una ocasión y siempre me dio la sensación de tener miedo de algo o de alguien. Me preguntó si era norteamericana y patriota, y me dijo que era portador de unos papeles que eran cuestión de vida o muerte para los aliados. Me pidió que me hiciera cargo de ellos. Yo debía esperar que apareciera un anuncio en The Times y, si no aparecía, entregarlos al embajador norteamericano.
»Lo que pasó después todavía me parece una pesadilla. Algunas veces vuelvo a verlo en sueños. Lo contaré muy por encima. Danvers me dijo que estuviera alerta, que posiblemente lo habían seguido desde Nueva York, aunque no estaba seguro. Al principio no tenía sospechas, pero una vez en el bote salvavidas camino de Holyhead empecé a sentirme intranquila. Había una mujer que se ocupaba mucho de mí y siempre hablaba conmigo. Una tal señora Vandemeyer. Al principio le estaba agradecida por sus atenciones; no obstante, había algo en ella que me desagradaba y en el barco irlandés que nos recogió la vi hablando con un hombre de extraño aspecto y, por el modo de mirarme, comprendí que hablaban de mí. Recordé que ella estaba cerca cuando Danvers me entregó el envoltorio impermeable en el Lusitania y que, antes de eso, había tratado de hablar con él un par de veces. Empecé a asustarme, pero no sabía qué hacer.
»Me asaltó la idea de detenerme en Holyhead y no continuar hasta Londres aquel día, pero no tardé en comprender que era una gran estupidez. Lo único que cabía hacer era comportarme como si no sospechara nada y esperar acontecimientos. Tomé una sola precaución: abrí el envoltorio impermeable y sustituí el documento por un papel en blanco. De modo que si alguien me lo robaba no importase.
»Lo que me preocupó en extremo era dónde esconder el auténtico. Al fin lo desdoblé, constaba solo de dos folios, y los introduje entre las páginas de una revista. Pegué los bordes con la goma de un sobre y la llevé siempre en el bolsillo de mi chaqueta.
»En Holyhead traté de ocupar un compartimiento entre personas de aspecto normal. Pero siempre me encontraba con gente que me empujaba en dirección contraria a la que yo quería ir. Era algo aterrador. Al fin me vi en el vagón en que iba la señora Vandemeyer. Salí al pasillo pero los demás compartimientos estaban llenos y tuve que volver a mi sitio. Me consolé pensando que había otras personas: un hombre de aspecto agradable y su esposa, iban sentados delante de nosotros. Recliné la cabeza y cerré los ojos. Imagino que me creyeron dormida, pero mis ojos no estaban cerrados del todo y de pronto vi que el hombre de aspecto agradable sacaba algo de su maleta y se lo entregaba a la señora Vandemeyer al tiempo que le guiñaba un ojo…
»No puedo explicarles lo que pasó por mi mente. Mi único pensamiento era salir al pasillo tan pronto me fuera posible. Me levanté tratando de parecer natural y tranquila. Tal vez notaron algo, no estoy segura, pero de pronto la señora Vandemeyer dijo: “Ahora”, y algo cubrió mi nariz y boca cuando quise gritar. En aquel mismo instante sentí un golpe terrible en la parte de atrás de la cabeza.
Se estremeció y sir James le dirigió unas palabras de consuelo. Luego Jane continuó:
—Ignoro cuánto tiempo tardé en recobrar el conocimiento. Me sentía muy mareada y enferma. Estaba tendida en una cama sucia tras un biombo y oí a dos personas que hablaban. La señora Vandemeyer era una de ellas. Luego empecé a comprender de qué se trataba y me horroricé. Aún no sé cómo logré contenerme y no gritar.
»Habían encontrado los papeles. El envoltorio impermeable con las dos hojas en blanco. ¡Estaban furiosos! No sabían si yo había cambiado los papeles o si Danvers era portador de un señuelo para despistar, mientras el verdadero mensaje era enviado por otro conducto. Hablaron de… —cerró los ojos—… ¡torturarme hasta que lo averiguaran!
»Hasta entonces no había conocido aquel miedo aterrador. Una vez se acercaron a mirarme. Yo cerré los ojos simulando seguir sin conocimiento, pero temía que oyeran los latidos de mi corazón. Sin embargo, volvieron a marcharse. Empecé a pensar y pensar. ¿Qué podía hacer? Sabía que era incapaz de soportar cualquier tipo de tormento.
»De pronto, algo me hizo pensar en la pérdida de memoria. Era un tema que siempre me había interesado y había leído muchísimo sobre él y lo dominaba. Si conseguía ponerlo en práctica con éxito tal vez lograra salvarme. Recé y luego, abriendo los ojos, comencé a balbucear en francés.
»La señora Vandemeyer dio vuelta al biombo en el acto. Su rostro tenía una expresión tan perversa que casi me muero, pero le sonreí, preguntándole en francés dónde me encontraba.
»Comprendí que estaba desconcertada y llamó al hombre con el que había estado hablando. Este permaneció junto al biombo con el rostro en la penumbra y empezó a hablarme en francés. Su voz era vulgar y tranquila, sin embargo, sin saber por qué, me asustó aún más que ella. Me daba la impresión de que podía leer en mi interior, pero continué con mi farsa. Volví a preguntar dónde me encontraba y luego dije que debía recordar algo… algo… pero que de momento no me acordaba de nada. Procuré mostrarme cada vez más preocupada. Me preguntó cómo me llamaba. Yo dije que no lo sabía, que no conseguía recordar nada.
»De pronto me cogió una mano y empezó a retorcerme el brazo. Me hacía mucho daño y grité. Continuó retorciéndomelo y yo grité y grité, pero procurando lanzar exclamaciones en francés. Ignoro cuánto tiempo hubiera continuado así, pero por suerte me desmayé. Lo último que oí fue una voz que decía: “¡No finge! Una chica de su edad no sabe tanto francés si no es francesa”. Me figuro que olvidaron que las muchachas norteamericanas son más adultas que las inglesas, aunque tengan la misma edad, y se interesan más por los temas científicos.
»Cuando recobré el conocimiento, la señora Vandemeyer se mostró dulce como la miel. Me figuré que había recibido órdenes. Me habló en francés diciéndome que había sufrido una conmoción y que había estado muy enferma, pero que no tardaría en recuperarme. Fingí estar bastante aturdida y que el “doctor” me había hecho daño en la muñeca. Ella pareció aliviada al oírlo.
»Luego se marchó de la habitación. Yo seguía atenta y no me moví durante algún tiempo. No obstante, al fin me levanté y examiné la estancia. Pensé que, aunque me estuvieran observando, parecería natural, dadas las circunstancias. Era un lugar sucio y destartalado. No tenía ventanas, cosa que me llamó la atención. Imaginé que la puerta estaría cerrada, pero no lo comprobé. En las paredes había algunos cuadros descoloridos representando escenas de Fausto.
Los dos oyentes de Jane lanzaron un «¡Ah!» al unísono y la joven asintió.
—Sí, estaba en la casa del Soho donde encerraron al señor Beresford. Claro que entonces ni siquiera sabía que estaba en Londres. Una cosa me preocupaba, pero mi corazón saltó de gozo al ver mi chaquetón sobre el respaldo de una silla. ¡La revista seguía estando en el bolsillo!
»¡Si pudiera estar segura de que no me observaban! Revisé las paredes con suma atención. No parecía haber ninguna mirilla. Sin embargo, estaba segura de que debía haberla. De pronto, me senté sobre la mesa y, escondiendo el rostro entre las manos, comencé a sollozar, exclamando: ¡Mon Dieu! ¡Mon Dieu! Tengo un oído muy fino y alcancé a oír el rumor de una falda y un crujido ligero. Eso fue suficiente para mí. ¡Me vigilaban!
»Volví a tenderme en la cama y, al cabo de un rato, la señora Vandemeyer me trajo algo para comer. Seguía mostrándose muy amable. Supongo que sus instrucciones eran que se ganara mi confianza. De pronto y sin dejar de observarme un instante, me enseñó un envoltorio impermeable preguntándome si lo reconocía.
»Lo cogí entre mis manos y estuve mirándolo con aire intrigado. Luego meneé la cabeza. Sin embargo, dije que tenía la vaga impresión de recordar algo relacionado con él, pero que cuando iba a acudir a mi memoria volvía a alejarse. Entonces me dijo que yo era su sobrina y que la llamara tía Rita. Obedecí y agregó que no me preocupara, que no tardaría en recobrar la memoria.
»Fue una noche terrible. Tracé un plan antes de que volvieran. Los papeles habían estado seguros hasta entonces, pero dejarlos ahí por más tiempo representaba un gran riesgo. Podían tirar la revista en cualquier momento. Permanecí despierta hasta lo que yo calculé que debían ser las dos de la mañana. Entonces me levanté sin hacer ruido y fui palpando la pared hasta dar con uno de los cuadros, que descolgué: el de Margarita con su joyero. Saqué la revista de mi chaquetón y un par de sobres que había puesto en ella. Entonces fui hasta el lavabo y humedecí el papel marrón de la parte posterior del cuadro, hasta que logré separarlo. Previamente había arrancado las dos páginas de la revista con las dos preciosas hojas del documento y las deslicé entre el lienzo y el papel marrón. Con un poco de goma de los sobres conseguí pegarlo de nuevo. Nadie sospecharía. Volví a colgarlo en la pared, puse la revista de nuevo en el chaquetón y volví a acostarme. Estaba satisfecha del escondite. Nunca se les ocurriría mirar en sus propios cuadros. Esperaba que llegasen a la conclusión de que Danvers llevaba consigo un documento falso y que al fin me dejarían en libertad.
»A decir verdad, creo que esto debieron pensar al principio y, en cierto modo, entrañaba un serio peligro para mí. En realidad, nunca hubo muchas posibilidades de que me dejaran libre. Después supe que estuvieron a punto de deshacerse de mí, pero el primer hombre, que era el jefe, prefirió mantenerme con vida por si acaso los hubiera escondido y pudiera decirles dónde estaban cuando recobrase la memoria. Durante semanas me vigilaron a sol y a sombra. Algunas veces me interrogaban. Supongo que no ignoraban nada acerca del tercer grado, pero conseguí no traicionarme. Aunque aquella tensión fue terrible.
»Volvieron a llevarme a Irlanda y vigilaron todos mis pasos por si había escondido algo en route. La señora Vandemeyer y otra mujer no me dejaron ni un momento. Decían que era pariente de la señora Vandemeyer y que había perdido la memoria debido al hundimiento del Lusitania. No tenía nadie a quien acudir sin que me descubrieran y si me arriesgaba y fracasaba, la señora Vandemeyer iba tan bien vestida y era tan hermosa que estaba segura de que todos habrían de creerle a ella, cuando les dijera que yo sufría manía persecutoria. Comprendí que los horrores de mi aislamiento serían mucho más terribles si llegasen a enterarse de que había estado fingiendo.
Sir James asintió comprensivamente.
—La señora Vandemeyer era una mujer de gran personalidad. Por su posición social le habría resultado fácil que la creyeran. Las acusaciones contra ella no se hubieran tenido en cuenta, por más sensacionales que fueran.
—Eso es lo que pensé. Terminaron por enviarme a un sanatorio en Bournemouth. Al principio no sabía si era falso o auténtico. Una enfermera se encargó de mí. Yo era una enferma especial. Me pareció tan simpática y normal que al fin decidí confiar en ella. La Providencia me salvó a tiempo de caer en aquella trampa. Por casualidad mi puerta estaba entreabierta y la oí hablar con alguien en el pasillo. ¡Era una de ellos! Aún imaginaban que pudiera estar fingiendo y era la persona encargada de asegurarse. Después de esto ya no me atreví a confiar en nadie.
»Creo que casi me hipnoticé yo misma. Al cabo de un tiempo, apenas recordaba que era Jane Finn. Estaba tan acostumbrada a representar el papel de Janet Vandemeyer, que mis nervios empezaron a fallarme. Estuve enferma de verdad varios meses, y caí en una especie de atontamiento. Tenía el convencimiento de que iba a morir pronto y nada me importaba ya. Dicen que una persona cuerda puede llegar a perder la razón encerrada en un manicomio. Creo que eso es lo que me sucedió. Representar aquel papel se había convertido para mí en una segunda naturaleza. Al final, ni siquiera me sentía desgraciada, solo práctica. Todo me daba igual y los años fueron transcurriendo.
»De repente, las cosas cambiaron. La señora Vandemeyer regresó a Londres. Ella y el médico me estuvieron haciendo preguntas y probaron diversos tratamientos. Se habló de enviarme a un especialista de París. Al final, no se arriesgaron. Oí algo que parecía demostrar que otras personas amigas me buscaban. Más tarde supe que la enfermera que me cuidaba había ido a París para consultar al especialista simulando ser yo. La sometió a algunas pruebas que demostraron que su pérdida de memoria era fingida, pero había tomado nota de sus métodos y me sometieron a ellos. Confieso que no hubiera logrado engañar a un especialista dedicado a estudiar casos semejantes. Pero me las arreglé para salir airosa de sus artimañas. El hecho de que ya no pensara como Jane Finn me ayudó mucho.
»Una noche, sin previo aviso, me llevaron a Londres y me devolvieron a la casa del Soho. Una vez fuera del sanatorio me empecé a sentir distinta, como si en mí hubiera habido algo enterrado durante mucho tiempo que empezaba a despertar de nuevo.
»Me ordenaron atender al señor Beresford. Claro que entonces desconocía su nombre. Tuve miedo. Pensé que era otra trampa, pero tenía una cara tan simpática que me resistía a creerlo. Sin embargo, tuve gran cuidado con mis palabras porque podían oírnos. Hay un agujero pequeño en lo alto de la pared.
»El domingo por la noche llegó un mensaje a la casa; todos parecieron preocupados y sin que se dieran cuenta les estuve escuchando. Habían recibido la orden de matarme. No es preciso que les cuente lo que siguió, porque ya lo saben. Creí que tendría tiempo de subir para sacar los papeles de su escondite, pero me atraparon y, en ese momento, se me ocurrió gritar que el prisionero se escapaba y que yo deseaba volver con Marguerite. Grité el nombre tres veces, con todas mis fuerzas, para que creyeran que llamaba a la señora Vandemeyer, pero con la esperanza de que al señor Beresford se le ocurriera pensar en el cuadro. Lo había descolgado el primer día y eso fue lo que me impidió confiar en él.
Hizo una pausa.
—Entonces el documento —dijo sir James— sigue estando en la parte de atrás de uno de los cuadros de esa habitación.
—Sí.
La joven volvió a tenderse en el sofá extenuada, por la tensión de rememorar aquella historia. Sir James se puso en pie y miró su reloj.
—Vamos —dijo—, tenemos que ir enseguida.
—¿Esta noche? —preguntó Tuppence, sorprendida.
—Mañana quizá sea demasiado tarde —replicó sir James en tono grave—. Además, si vamos esta noche tenemos la oportunidad de capturar al gran hombre y super criminal: ¡al señor Brown!
Hubo un silencio y sir James continuó:
—Las han seguido hasta aquí, de eso no hay duda. Cuando salgamos de esta casa volverán a seguirnos, pero no nos molestarán, porque el señor Brown quiere que lo guiemos. La casa del Soho está vigilada por la policía y por varios hombres del gobierno día y noche. Cuando entremos en ella, el señor Brown no retrocederá. Lo arriesgará todo con tal de conseguir la chispa que haga estallar la bomba. ¡Y él imagina que el riesgo no será grande, puesto que entrará conmigo!
Tuppence enrojeció, abriendo la boca impulsivamente.
—Pero hay algo que usted ignora, ya que no se lo he dicho.
Miró a Jane perpleja.
—¿De qué se trata? —preguntó sir James impaciente—. No hay que vacilar, señorita Tuppence. Tenemos que estar seguros de todo.
Sin embargo, Tuppence, por primera vez, parecía tener la lengua paralizada.
—Es tan difícil: comprenda, si me equivoco. Oh, sería terrible. —Hizo una mueca indicando a Jane—. Nunca me lo perdonaría —observó.
—¿Quiere que la ayude, verdad?
—Sí, por favor. Usted sabe quién es el señor Brown, ¿no es cierto?
—Sí —replicó sir James—. Al fin lo sé.
—¿Al fin? —preguntó vacilando—. Oh, pero yo pensaba… —Se detuvo.
—Pensaba acertadamente, señorita Tuppence. He tenido la certeza moral de su identidad desde hace algún tiempo desde la noche de la misteriosa muerte de la señora Vandemeyer.
—¡Ah! —exclamó Tuppence.
—Porque iba contra la lógica de los hechos. Existían solo dos soluciones. Tomó el cloral por su propia mano, cosa que rechazo plenamente, o de otro modo…
—¿Sí?
—Le fue administrado en el coñac que usted le dio a beber. Solo tres personas tocaron ese coñac: usted, la señorita Tuppence, yo mismo y una tercera: ¡Julius Hersheimmer! Sí. ¡Ese es nuestro hombre, seguro!
Jane Finn volvió a sentarse, mirando al abogado con ojos de asombro.
—Al principio me parecía imposible. El señor Hersheimmer, como hijo de un millonario prominente, es una figura muy conocida en Estados Unidos. Parecía imposible que él y el señor Brown fueran la misma persona. Pero no se puede escapar a la lógica de los hechos. Puesto que era así, debía aceptarse. Recuerde la repentina e inexplicable agitación de la señora Vandemeyer. Otra prueba más, si es que era necesaria.
»Me tomé la libertad de dejárselo entrever. Por algunas palabras que dijo Hersheimmer en Manchester, me figuré que usted lo había comprendido y actuaba de acuerdo con ello. Entonces me telefoneó y me dijo lo que yo ya sospechaba, que la fotografía de la señorita Finn no había dejado de estar nunca en posesión del señor Hersheimmer.
Jane se levantó de un salto.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué trata de insinuar? ¡Que Julius es el señor Brown! ¡Julius, mi propio primo!
—No, señorita Finn —dijo sir James inesperadamente—. No es su primo. El hombre que se hace llamar Julius Hersheimmer no tiene ningún parentesco con usted.