Capítulo XXII
En Downing Street

El primer ministro tamborileó con dedos nerviosos sobre su escritorio. Su rostro denotaba cansancio y desánimo al proseguir la conversación que sostenía con Carter en el punto en que fue interrumpida.

—No lo comprendo. ¿De verdad cree que las cosas, después de todo, no han llegado a un extremo desesperado?

—Eso piensa ese muchacho.

—Volvamos a leer su carta.

Carter se la entregó. Estaba escrita con una caligrafía infantil:

Querido señor Carter:

He descubierto algo que me ha sorprendido. Claro que tal vez no tenga importancia, pero no lo creo. Si mis conclusiones son acertadas, la chica de Manchester era una impostora. Todo fue planeado de antemano, así como lo del maldito paquete, con el objeto de hacernos creer que el juego había terminado; por lo tanto, creo que debíamos de estar muy cerca de la verdadera pista.

Creo saber quién es la verdadera Jane Finn y también tengo una idea de dónde puede estar el documento. Claro que esto último es solo una corazonada, pero tengo el presentimiento de que acertaré. De todas formas, lo incluyo en un sobre lacrado por si hiciera falta. Le ruego que no lo abra hasta el último momento, es decir, a las doce de la noche del día 28. Lo comprenderá enseguida. Verá, he deducido que lo de Tuppence es también falso y que está tan viva como yo. Mis razonamientos son estos: como última oportunidad, dejarán escapar a Jane Finn con la esperanza de que haya estado fingiendo haber perdido la memoria y, que una vez se vea libre, vaya directamente al lugar donde lo escondió. Claro que corren un gran riesgo, ya que ella conoce todos los secretos, pero están desesperados por apoderarse del documento. No obstante, si descubrían que el documento está en nuestro poder, esas dos jóvenes no tendrían ni una hora de vida. Debo intentar rescatar a Tuppence antes de que Jane escape.

Deseo una copia del telegrama que le fue enviado a Tuppence al Ritz. Sir James Peel Edgerton dijo que usted podría proporcionármelo. Es muy inteligente.

Una cosa más: por favor, haga que vigilen la casa del Soho día y noche.

Suyo afectísimo,

T. BERESFORD

El primer ministro alzó la mirada.

—¿Y ese sobre que según dice incluye?

Carter sonrió.

—En la caja fuerte del banco. No quiero correr riesgos.

—¿No cree usted que sería mejor abrirlo ahora? —dijo el primer ministro—. Habrá que asegurar el documento, es decir, suponiendo que la corazonada de ese joven fuera cierta y podamos mantener en secreto que lo hemos abierto.

—¿Sí? No estoy tan seguro. Estamos rodeados de espías, una vez se supiera yo no daría ni esto —chasqueó los dedos— por la vida de esas dos señoritas. No, el muchacho ha confiado en mí y no voy a decepcionarle.

—Bien, bien, entonces lo dejaremos donde está. ¿Qué tal es ese muchacho?

—Exteriormente es el típico joven inglés. Lento en sus procesos mentales. Por otro lado, es casi imposible que lo pierda su imaginación porque no la tiene. Por eso es difícil de engañar. Medita las cosas lentamente y una vez consigue algo no lo deja escapar. Esa jovencita es muy distinta. Tiene más intuición y menos sentido común. Hacen una buena pareja para trabajar juntos. Calma y vitalidad.

—Parece de fiar —musitó el primer ministro.

—Sí, eso es lo que me da ciertas esperanzas. Es muy tímido y tiene que estar muy seguro de una cosa antes de aventurar su opinión.

—¿Cree que será capaz de desafiar al mayor criminal de nuestros días?

—¡Ese muchacho! Es capaz. Pero algunas veces creo ver una sombra detrás suyo.

—¿Se refiere a…?

—A Peel Edgerton.

—¿Peel Edgerton? —exclamó el primer ministro, asombrado.

—Sí. Veo su mano en esto. —Blandió la carta—. Está aquí, trabajando en la sombra, silenciosamente. Siempre he pensado que si alguien habría de descubrir al señor Brown, sería Peel Edgerton. Le digo que ahora trabaja en este caso, pero no quiere que se sepa. Por cierto, el otro día me hizo una petición bastante rara.

—¿Ah, sí?

—Me envió una carta, adjuntándome un recorte de un periódico de Nueva York en el que se mencionaba el hallazgo del cadáver de un hombre en una dársena del puerto neoyorquino, hará cosa de tres semanas. Me pedía que recogiera toda la información a mi alcance sobre el asunto.

—¿Y bien?

Carter se encogió de hombros.

—No conseguí gran cosa. Resultó ser un hombre de unos treinta y cinco años, pobremente vestido, con el rostro desfigurado. No pudo ser identificado.

—¿Sospecha que ambos asuntos tienen alguna relación?

—En cierto modo, sí. Claro que puedo equivocarme. Le pedí que pasara por aquí. No es que pensara sonsacarle algo que él no quiera decir. Su sentido del deber es demasiado fuerte, pero no existe la menor duda de que él puede aclararnos un par de puntos oscuros de la carta del joven Beresford. ¡Ah, ya está aquí!

Los dos hombres se pusieron en pie al entrar el recién llegado y, como un relámpago, pasó por la mente del primer ministro este pensamiento: ¡Tal vez sea mi sucesor!

—Hemos recibido una carta del joven Beresford —dijo Carter, que fue directo al asunto—. Supongo que lo habrá usted visto.

—Pues supone usted mal.

—¡Oh!

Sir James sonrió, acariciándose la barbilla.

—Me telefoneó —dijo.

—¿Tendría inconveniente en decimos exactamente lo que pasó entre ustedes?

—Ninguno. Me dio las gracias por cierta carta que yo le había escrito. A decir verdad, ofreciéndole un empleo. Entonces me recordó algo que yo había dicho en Manchester con respecto a ese telegrama falso que hizo que se marchara la señorita Cowley. Le pregunté si había ocurrido algo nuevo y me dijo que en un cajón del salón del señor Hersheimmer había descubierto una foto. Le pregunté si la foto llevaba el nombre y la dirección de un fotógrafo de California y me replicó: «Ha acertado usted, señor. Así es». Luego continuó contándome algo que yo ignoraba: que el sujeto de aquella fotografía era la francesa. Annette, la chica que le salvó la vida.

—¿Qué?

—Exactamente eso. Le pregunté, no sin cierta curiosidad, qué había hecho de la fotografía, y replicó que la volvió a dejar donde la encontró. Eso estuvo bien… francamente bien. Ese joven sabe hacer uso de su inteligencia. Lo felicité. El descubrimiento fue providencial, puesto que desde el momento en que demostraba que la joven de Manchester era una impostora, todo cambiaba. El joven Beresford lo comprendió así, sin necesidad de que yo se lo dijera. Pero no podía confiar demasiado en sus razonamientos después de lo ocurrido a la señorita Cowley. Me preguntó si yo creía en la posibilidad de que siguiera con vida. Le dije que había muchas posibilidades a su favor, y todo eso nos hizo buscar ansiosos el telegrama.

—¿Sí?

—Le aconsejé que pidiera una copia original. Se me había ocurrido como cosa probable que después de que la señorita Cowley lo arrojara al suelo, ciertas palabras pudieron ser alteradas con la expresa intención de poner a sus amigos sobre una pista falsa.

Carter asintió y, tras sacar una hoja de papel de su bolsillo, leyó en voz alta:

Ven enseguida a Astley Priors, Gatehouse, Kent. Grandes acontecimientos.

TOMMY

—Muy sencillo y muy ingenioso —dijo sir James—. Solo unas palabras alteradas y la pista importante se pasa por alto.

—¿Cuál era?

—La declaración del botones de que la señorita Cowley se había dirigido a Charing Cross. Estaban tan seguros de sí mismos que dieron por hecho que se había equivocado.

—Entonces el joven Beresford ahora está…

—En Gatehouse, Kent, a menos que me equivoque.

Carter lo contempló con curiosidad.

—Me pregunto cómo no está usted también allí, Peel Edgerton.

—¡Ah, estoy muy ocupado trabajando en un caso!

—Creí que estaba de vacaciones.

—¡Oh! Tal vez fuese más exacto decir que estoy preparando un caso. ¿Sabe algo más de ese norteamericano sobre el que pedí informes?

—Me temo que no. ¿Es importante descubrir quién era?

—¡Oh! Ya sé de quién se trata. No puedo hablar, pero lo sé.

No le hicieron ninguna pregunta, convencidos de que sería perder el tiempo.

—Pero lo que no comprendo —dijo de pronto el primer ministro— es cómo fue a parar al cajón del señor Hersheimmer esa fotografía.

—Tal vez nunca salió de allí —insinuó el abogado.

—Pero ¿y el falso inspector de policía? ¿El inspector Brown?

—¡Ah! —replicó sir James, pensativo, al tiempo que se ponía en pie—. No debo entretenerlos más. Continúen con los asuntos de la nación. Yo debo volver a trabajar en mi caso.

Dos días después Julius Hersheimmer regresaba de Manchester y encontró una nota de Tommy encima de la mesa:

Apreciado Hersheimmer:

Siento haber perdido los estribos. Por si no volviera a verle, adiós. Me han ofrecido un empleo en Argentina y quizá lo acepte.

Suyo afectísimo,

T. BERESFORD

Una sonrisa muy peculiar apareció en el rostro de Julius.

—¡El muy tonto! —murmuró.