Capítulo XX
Demasiado tarde

En la calle sostuvieron una especie de consejo de guerra. Sir James había sacado un reloj de su bolsillo.

—El tren que enlaza con el transbordador que va a Holyhead se detiene en Chester a las doce y catorce. Si se marchan enseguida, creo que podrán alcanzarlo.

Tommy lo miró extrañado.

—¿Es necesaria tanta prisa, señor? Hoy solo es día veinticuatro.

—Creo que siempre es conveniente madrugar —dijo Hersheimmer antes de que el abogado tuviera tiempo de replicar—. Iremos enseguida a tomar el tren.

Sir James frunció ligeramente el entrecejo.

—Ojalá pudiera acompañarlos. Pero tengo que hablar en una reunión a las dos. Es una lástima.

Era evidente su contrariedad, así como la satisfacción de Julius al verse libre de su compañía.

—Creo que no se trata de nada complicado —observó—. Solo de jugar al escondite.

—Eso espero —replicó sir James.

—Seguro. ¿Qué otra cosa iba a ser si no?

—Es usted muy joven todavía, señor Hersheimmer. Cuando llegue a mi edad, es probable que haya usted aprendido una lección: «Nunca desprecies a tu enemigo».

La gravedad de su tono impresionó a Tommy, aunque causó poco efecto en Julius.

—¡Usted cree que el señor Brown va a venir a meter las narices! Si lo hace, me encontrará preparado. —Se palpó el bolsillo—. Llevo revólver. La pequeña Willie va conmigo a todas partes. —Sacó una automática que acarició con cariño antes de devolverla a su sitio—. Pero esta vez no voy a necesitarla. No hay nadie que pueda avisar al señor Brown.

El abogado se alzó de hombros.

—Nadie podía avisar al señor Brown de que la señora Vandemeyer iba a traicionarlo y, sin embargo, la señora Vandemeyer murió sin decir ni una palabra.

Julius guardó silencio y sir James añadió:

—Solo quiero ponerles en guardia. Adiós y buena suerte. No corran riesgos innecesarios una vez tengan el documento en su poder. Si tienen algún motivo para creer que los han seguido, destrúyanlo en el acto. Les deseo buena suerte. Ahora la partida está en sus manos.

Les estrechó la mano a los dos.

Diez minutos más tarde los dos jóvenes se hallaban sentados en un compartimiento de primera clase en route para Chester.

Durante un buen rato no habló ninguno y, cuando al fin Julius rompió el silencio, fue con un comentario totalmente inesperado.

—Oiga —observó pensativo—, ¿alguna vez se ha enamorado usted como un tonto de una chica?

Tommy, tras reponerse de su asombro, se esforzó en recordar.

—No sabría decirlo. Por lo menos ahora no lo recuerdo. ¿Por qué?

—Porque durante los dos últimos meses, me he convertido en un sentimental por culpa de Jane. Desde el primer momento en que vi su fotografía, el corazón me dio todos esos vuelcos de que hablan en las novelas. Me avergüenza confesarlo, pero vine decidido a encontrarla y convertirla en la esposa de Julius P. Hersheimmer.

—¡Oh! —exclamó Tommy, asombrado.

Julius continuó refiriendo la cuestión con notoria brusquedad:

—¡Eso demuestra lo tonto que puede llegar a ser uno! ¡Una sola mirada a una chica de carne y hueso, y me he curado!

—¡Oh! —exclamó Tommy de nuevo al no saber qué decir sobre la cuestión.

—No es que desprecie a Jane —continuó el otro—. Es una muchacha encantadora y capaz de enamorar a cualquiera.

—La encuentro muy atractiva —dijo Tommy recobrando al fin el habla.

—Claro que lo es. Pero no se parece en nada a la fotografía. Bueno, en cierto sentido sí, puesto que la reconocí enseguida. De haberla visto en medio de una multitud, hubiese dicho sin dudar: «Esa cara la conozco». Pero había un algo en la foto. —Julius exhaló un largo y significativo suspiro—. ¡El amor es algo muy extraño!

—Debe serlo —dijo Tommy con frialdad—, cuando usted, estando enamorado de esa muchacha, pide a otra en matrimonio en menos de quince días.

Julius tuvo el pudor de ruborizarse.

—Pues verá, tuve una especie de presentimiento y creí que nunca lograría encontrar a Jane y, de todas formas, fue una tontería creerme enamorado de ella. Y luego… ¡Oh, bueno! Los franceses, por ejemplo, ven las cosas de un modo mucho más sencillo. Consideran que el amor y el matrimonio son cosas distintas.

Tommy enrojeció.

—¡Bueno, que me ahorquen! ¡Si eso es lo…!

Julius se apresuró a interrumpirlo.

—Escuche, no se precipite. No quise decir lo que usted ha entendido. Los norteamericanos tenemos una moral mucho más elevada que ustedes. Lo que he querido decir es que los franceses ven el matrimonio por el lado comercial, buscan una persona que les convenga, miran la cuestión económica y lo consideran con espíritu práctico.

—En mi opinión —replicó Tommy—, hoy en día somos demasiado materialistas. Siempre decimos: ¿me conviene? Los hombres somos bastante malos y las mujeres peores todavía.

—Cálmese, hombre. No se acalore.

—Pues lo estoy.

Julius, al contemplarle, decidió que lo mejor era no decir nada.

No obstante, Tommy tuvo tiempo de calmarse antes de llegar a Holyhead y, cuando llegaron a su destino, su alegre sonrisa había vuelto a su rostro.

Tras hacer un par de preguntas y con la ayuda de un mapa, decidieron el rumbo a seguir y, sin más dilación, tomaron un taxi que los condujo a la carretera que lleva a Treaddur Bay. Dijeron al conductor que fuera despacio y vigilaron con suma atención el recorrido, buscando el camino. Lo encontraron poco después de dejar la ciudad y Tommy hizo detener el taxi, preguntando en tono casual si llevaba hasta el mar. Al oír la respuesta afirmativa, lo despidió después de pagar el importe del viaje.

Momentos después, el coche regresaba lentamente a Holyhead. Tommy y Julius, tras perderlo de vista en un recodo, echaron a andar por el estrecho sendero.

—Supongo que será este —dijo Tommy sin convicción—. Debe de haber muchísimos parecidos por los alrededores.

—Seguro. Mire estos arbustos. ¿Recuerda lo que dijo Jane?

Tommy contempló los arbustos cuajados de florecillas doradas que bordeaban el camino y se convenció.

Bajaron el terraplén uno detrás del otro. Julius iba delante.

En dos ocasiones, Tommy volvió la cabeza intranquilo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Julius.

—No lo sé. Debe de ser el viento. Pero tengo la impresión de que alguien nos sigue.

—No es posible —replicó Julius—. Lo hubiéramos visto.

Tommy tuvo que admitir que era cierto. Sin embargo, su inquietud se acentuó y, a pesar suyo, creía en el poder del enemigo.

—Casi preferiría que viniera ese individuo —comentó Julius, palpando su bolsillo—. ¡La pequeña Willie está deseando hacer ejercicio!

—¿Siempre la lleva consigo? —preguntó Beresford en voz alta, manifestando profunda extrañeza y evidente curiosidad.

—Casi siempre. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Tommy guardó un respetuoso silencio. Se sentía impresionado por la pequeña Willie, que al parecer suprimía la amenaza del señor Brown.

El camino corría al lado del acantilado, paralelo al mar. De pronto Julius se detuvo tan bruscamente que Tommy tropezó con él.

—¿Qué ocurre? —quiso saber.

—Mire ahí. ¡Ahora ya no caben dudas!

Tommy miró donde le indicaba. En mitad del camino, casi bloqueando el paso, había una piedra que ciertamente recordaba la silueta de un perro mendigando.

—Bien —replicó Tommy sin participar del entusiasmo de Julius—, es lo que esperábamos, ¿no?

Julius lo miró con pesar y meneó la cabeza.

—¡La flema británica! Claro que lo esperábamos, pero de todas formas, me emociona verlo ahí, donde pensábamos encontrarlo.

Tommy, cuya calma era más aparente que real, golpeó el suelo con el pie.

—Siga. ¿Y el agujero?

Registraron el acantilado y Tommy dijo estúpidamente:

—Los matojos habrán desaparecido después de tanto tiempo.

—Supongo que tiene usted razón —replicó Julius con solemnidad.

De repente, Beresford señaló con mano temblorosa cierto punto.

—¿Esa cavidad de ahí?

—Esa es, seguro —dijo Julius con la voz alterada.

Se miraron.

—Cuando estuve en Francia —dijo Tommy—, siempre que mi asistente se olvidaba de llamarme, decía que había perdido la cabeza. Yo nunca lo creí, pero ahora comprendo que existe esa sensación. ¡Ahora la siento con mucha intensidad!

Miró a la roca con una especie de pasión arrebatadora.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Es imposible! ¡Cinco años! ¡Piénselo! Niños que corretean y juegan, excursionistas, cientos de personas habrán pasado por aquí. ¡Existe una oportunidad contra cien de que aún siga aquí! ¡Desafía a la razón!

Además, le parecía imposible, quizá porque no podía creer en su propio éxito donde tantos otros habían fracasado. Era demasiado sencillo y, por lo tanto, no era posible. El agujero estaría vacío.

Julius lo miraba con una amplia sonrisa.

—Me parece que ahora está bien aturdido —exclamó con cierto regocijo—. ¡Bien, allá va! —Introdujo su mano en la cavidad, haciendo una mueca—. Es muy estrecha. La mano de Jane debe ser mucho más pequeña que la mía. No encuentro nada. No. Oiga, ¿qué es esto? ¡Aquí está! —Y sacó un pequeño envoltorio descolorido—. Tiene que ser el documento. Está cosido dentro del envoltorio impermeable. Sosténgalo mientras saco mi cortaplumas.

Lo increíble había ocurrido. Tommy sostuvo el envoltorio entre sus manos con ternura. ¡Habían triunfado!

—Es curioso —murmuró—, yo imaginé que las puntadas estarían rotas y parecen nuevas.

Las cortaron con sumo cuidado y quitaron la envoltura impermeable. En su interior encontraron una hoja de papel que desdoblaron con manos temblorosas. ¡Era una página en blanco! Se miraron extrañados.

—¿Será un engaño? —preguntó Julius—. ¿Acaso Danvers no fue más que un señuelo?

Tommy meneó la cabeza. Aquella solución no le satisfacía y de pronto su rostro se iluminó.

—¡Ya lo tengo! ¡Tinta simpática!

—¿Usted cree?

—De todas formas, vale la pena probarlo. Generalmente el calor la vuelve visible. Traiga algunas ramas. Haremos un fuego.

A los pocos minutos una pequeña hoguera de ramas y hojas ardía alegremente. Tommy mantuvo la hoja de papel cerca de la llama; el papel se curvó ligeramente por el calor, pero nada más.

De pronto Julius le asió del brazo, señalándole unos caracteres que iban apareciendo poco a poco.

—¡Bravo! ¡Hemos dado con él! Oiga, ha tenido usted una gran idea. A mí no se me hubiera ocurrido.

Tommy conservó el papel en la misma posición durante algunos minutos más, hasta que consideró que el calor habría realizado su trabajo. Momentos después lanzaba una exclamación.

En el centro de la hoja de papel y en letras de imprenta de color castaño se leía claramente:

SALUDOS DEL SEÑOR BROWN.