—El tren llegó hace cosa de media hora —explicó Julius, al acompañarlo fuera de la estación—. Calculé que usted llegaría en este tren antes de que yo dejara Londres y por ello telegrafié a sir James. Nos ha reservado habitaciones y llegará a las ocho.
—¿Qué le hace pensar que ha dejado de interesarse por este caso? —preguntó Beresford con visible extrañeza.
—Lo que dijo —replicó Julius tajante—. ¡Ese pajarraco es más cerrado que una ostra! Como todos ellos, no quiere comprometerse hasta estar seguro de poder entregar el género.
—Quisiera saber… —dijo Tommy, pensativo.
Julius se volvió a mirarle.
—¿Qué es lo que quisiera saber?
—Si ha sido ese el motivo verdadero.
—Seguro. Puede apostar hasta la vida.
Tommy meneó la cabeza sin dejarse convencer.
Sir James llegó puntualmente a las ocho y Julius le presentó a Tommy. Sir James le estrechó la mano con calor.
—Encantado de conocerlo, señor Beresford. He oído hablar mucho de usted a la señorita Tuppence —sonrió involuntariamente—. Y la verdad, es que casi me parece conocerlo muy bien.
—Gracias, señor —dijo Tommy con su alegre sonrisa observándolo de cerca y, al igual que Tuppence, sintió el magnetismo de su personalidad. Le recordó a Carter a pesar de que los dos eran totalmente distintos. Bajo el aire cansado del uno y la reserva profesional del otro se escondía la misma inteligencia afilada como un estoque.
Al mismo tiempo, se daba cuenta del escrutinio a que lo estaba sometiendo sir James. Cuando el abogado apartó la mirada tuvo la certeza de que había leído a través de él, como en un libro abierto. No alcanzó a adivinar cuál fue su juicio, ni esperaba conocerlo. Sir James se apoderaba de todo, pero solo daba lo que quería y pronto tuvo prueba de ello.
Una vez se hubieron saludado, Julius le hizo una avalancha de preguntas. ¿Cómo había conseguido localizar a la muchacha? ¿Por qué no les dijo que seguía trabajando en el caso? Y otras muchas. Sir James se acarició la barbilla y sonrió.
—Bueno, ya ha aparecido —dijo al fin—. En este momento creo que es lo más importante, ¿no les parece?
—Desde luego. Pero ¿cómo encontró su pista? La señorita Tuppence y yo pensamos que había abandonado el caso definitivamente.
—¡Ah! —El abogado le dirigió una mirada escrutadora mientras volvía a acariciarse la barbilla—. ¿Así es que eso es lo que ustedes pensaron? ¿De veras? ¡Hum! Pobre de mí.
—Pero me figuro que estábamos equivocados —continuó Julius.
—Bueno, yo ignoraba que hubiera llegado a decirlo. Pero ha sido una gran suerte para todos que hayamos conseguido encontrarla.
—¿Dónde está? —preguntó Julius y sus pensamientos siguieron otros derroteros—. Creí que la traería consigo.
—Eso hubiera sido imposible —dijo sir James en tono grave.
—¿Por qué?
—Porque ha sufrido un accidente y tiene heridas leves en la cabeza. La han llevado al hospital y, al recobrar el conocimiento, ha dicho llamarse Jane Finn. Cuando… ¡Ah! Al oír esto, la hice llevar a la clínica de un médico amigo mío y les telegrafié enseguida. Volvió a quedar inconsciente y, desde entonces, no ha vuelto a hablar.
—¿No está herida de gravedad?
—No, un cardenal y un par de cortes; la verdad, desde el punto de vista médico, es muy poco para haberle producido semejante estado y lo atribuyen más bien al trauma que le causó recobrar la memoria.
—¿La ha recobrado? —exclamó Julius, excitadísimo.
Sir James golpeó la mesa con impaciencia.
—Sin duda, señor Hersheimmer, puesto que ha sido capaz de dar su verdadero nombre. Creí que habría reparado en ello.
—¿Usted estaba en el lugar del suceso por casualidad? —dijo Tommy—. Parece un cuento de hadas.
Pero sir James estaba demasiado cansado para bromear.
—Las coincidencias son a veces muy curiosas —dijo en tono adusto.
Sin embargo, ahora Tommy supo con certeza lo que antes sospechara: que la presencia de sir James en Manchester no había sido accidental. Lejos de abandonar el caso, como Julius había supuesto, consiguió por sus propios medios dar con la muchacha desaparecida. Lo único que le intrigaba era la razón de todo aquel secreto. Y al fin decidió que debía ser producto de su mente legalista.
—Después de cenar —anunció Julius— iré a ver a Jane enseguida.
—Me temo que será imposible —dijo sir James—. No es probable que le dejen recibir visitas a estas horas de la noche. Yo le sugiero que vaya por la mañana a las diez.
Julius enrojeció; había algo en sir James que lo convertía siempre en su antagonista. Era un choque entre dos personalidades vigorosas.
—De todas formas, iré esta noche para ver si consigo romper sus absurdas reglas.
—Será inútil, señor Hersheimmer.
Las palabras fueron como un trallazo y Tommy alzó la vista sobresaltado. Julius estaba nervioso y excitado, y la mano con que cogió la copa temblaba ligeramente, aunque sus ojos siguieron desafiando la mirada de sir James. Por un momento, la hostilidad existente entre los dos hombres pareció a punto de inflamarse. Finalmente, Julius bajó los ojos derrotado.
—De momento, reconozco que es usted quien manda.
—Gracias —replicó el otro—. Entonces, ¿quedamos a las diez? —Se volvió hacia Tommy—. Debo confesar, señor Beresford, que me ha sorprendido verlo aquí esta noche. Lo último que supe de usted es que sus amigos estaban muy preocupados por su paradero. No sabían nada de usted desde hacía varios días, y la señorita Tuppence se sentía inclinada a creer que se encontraba en apuros.
—¡Así era, señor! —Tommy sonrió al recordarlo—. En mi vida me había visto en una situación más apurada.
Animado por las preguntas de sir James, le hizo un breve resumen de sus aventuras. Al terminar, el abogado lo miró con renovado interés.
—Supo usted salir airoso. Le felicito. Demostró una gran habilidad y supo representar perfectamente su papel.
Tommy enrojeció de placer ante sus alabanzas.
—No hubiera conseguido huir a no ser por esa muchacha, señor.
—No —sir James sonrió—. Tuvo suerte de caerle en gracia. —Tommy pareció dispuesto a protestar, pero sir James continuó—: Supongo que no existe la menor duda de que también pertenecía a la banda.
—Me temo que sí, señor. En un momento creí que la retenían a la fuerza, pero su modo de actuar no concordaba con esa suposición. Volvió junto a ellos cuando podía escapar.
Sir James asintió pensativo.
—¿Qué dijo ella? ¿Algo así como que quería regresar junto a Marguerite?
—Sí, señor. Supongo que se refería a la señora Vandemeyer.
—Siempre firmaba como Rita Vandemeyer y todos sus amigos la conocían por Rita. No obstante, imagino que esa joven habría tomado la costumbre de llamarla por su nombre completo. ¡Y en el momento en que la llamaba, la señora Vandemeyer estaba muriendo o había fallecido ya! ¡Es curioso! Hay una o dos cosas que no veo claras. Por ejemplo, su repentino cambio de actitud hacia usted. A propósito, supongo que registraría la casa.
—Sí, señor, pero todos habían alzado el vuelo.
—Es natural —dijo sir James secamente.
—Y no dejaron el menor rastro.
—Me pregunto… —El abogado tamborileó con sus dedos encima de la mesa, pensativo.
El tono de su voz hizo que Tommy alzara la mirada. ¿Es que acaso aquel hombre había visto algo que pasó inadvertido a los demás?
—¡Ojalá hubiera estado usted aquí cuando registramos la casa! —exclamó impulsivamente.
—A mí también me hubiera gustado —repuso sir James con calma—. ¿Qué ha estado usted haciendo desde entonces?
Tommy lo miró de hito en hito y luego comprendió que el abogado no estaba informado.
—Olvidaba que no sabía usted lo de Tuppence —dijo, volviendo a sentir aquella ansiedad enfermiza, que había olvidado con la excitación de saber que al fin habían encontrado a Jane Finn.
El abogado dejó caer sobre la mesa el cuchillo y el tenedor.
—¿Le ha ocurrido algo a la señorita Tuppence? —Su tono era cortante.
—Ha desaparecido —dijo Hersheimmer.
—¿Cuándo?
—Hace una semana.
—¿Cómo?
Sir James lanzaba sus preguntas como disparos. Entre Tommy y Julius le contaron la historia de aquella semana y su inútil búsqueda.
Sir James fue enseguida a la raíz del asunto.
—¿Un telegrama firmado con su nombre? Sabían lo bastante sobre los dos para hacer semejante cosa. No estaban muy seguros de lo que usted habría descubierto en esa casa. El secuestro de la señorita Tuppence es la represalia por su huida. De ser necesario sellarían sus labios con la amenaza de lo que pudiera sucederle a ella.
Tommy asintió.
—Eso es lo que yo he pensado, señor.
—¿Usted lo ha pensado? —dijo sir James, mirándolo fijamente—. No está mal, no está nada mal. Lo curioso es que no sabían nada de usted cuando le hicieron prisionero. ¿Está seguro de que no descubrió su identidad usted mismo?
Tommy meneó la cabeza.
—Así es —intervino Julius—. Por lo tanto reconozco que alguien les puso al corriente y que no lo hizo antes del domingo por la tarde.
—Sí, pero ¿quién?
—¡El poderoso e inmenso señor Brown, por supuesto!
Había cierto matiz irónico en la voz del norteamericano que hizo que sir James lo mirara en el acto.
—¿No cree usted en el señor Brown, señor Hersheimmer?
—No, señor —replicó este con énfasis—. Es decir, no creo en él como tal. Pienso que es un fantasma, un espectro. Solo un nombre con el que se asusta a los niños. El cabecilla verdadero de este tinglado es ese ruso: Kramenin. Lo creo capaz de organizar revoluciones en tres países a la vez si se lo propone. Whittington es probablemente el cabecilla de la rama inglesa.
—No estoy de acuerdo con usted —replicó sir James, tajante—. El señor Brown existe. —Se volvió hacia Tommy—. ¿Se fijó desde dónde fue enviado el telegrama?
—No, señor, me temo que no.
—¡Hum! ¿Lo lleva encima?
—Está arriba, señor, en mi maletín.
—Me gustaría echarle un vistazo, pero no hay prisa. Ya han perdido una semana. —Tommy agachó la cabeza—. Un día o dos más no tienen importancia. Primero nos ocuparemos de la señorita Jane Finn. Después nos pondremos a trabajar de firme para rescatar a la señorita Tuppence. No creo que corra peligro inminente. Es decir, en tanto ellos ignoren que tenemos a Jane Finn y que ha recobrado la memoria. Debemos mantenerlo en secreto a toda costa. ¿Comprendido?
Los dos jóvenes asintieron y, tras quedar de acuerdo para la mañana siguiente, el gran abogado se despidió.
A las diez en punto, Tommy y el norteamericano estaban en el lugar acordado. Sir James se había reunido con ellos en la puerta y era el único que no parecía excitado. Les presentó al médico.
—¿Nos permite subir a verla?
—Sigue bien y evidentemente no tiene idea del tiempo transcurrido. Esta mañana preguntó cuántos se habían salvado del Lusitania. Y si había aparecido ya la lista en los periódicos. Claro que esto era de esperar. Aunque creo que está preocupada por algo.
—Me parece que podremos aliviar su ansiedad. ¿Nos permite subir a verla?
—Desde luego.
A Tommy el corazón comenzó a latirle más deprisa mientras subía la escalera detrás del médico. ¡Al fin Jane Finn! ¡La anhelada, la misteriosa y escurridiza Jane Finn!
¡Qué difícil se le había hecho dar con ella! Y allí en aquella casa, con la memoria recobrada casi milagrosamente, yacía la muchacha que tenía en sus manos el futuro de Inglaterra. De sus labios casi se escapó un gemido. ¡Si Tuppence hubiera podido estar a su lado para compartir el final triunfante de su aventura! Luego apartó de su mente el recuerdo de Tuppence. Su confianza en sir James iba en aumento. Aquel hombre lograría descubrir el paradero de Tuppence. ¡Pero ahora, Jane Finn! De pronto, un repentino temor atenazó su corazón. Parecía demasiado fácil.
¿Y si la encontraban muerta, asesinada por la mano del señor Brown?
Al minuto siguiente se reía de sus fantasías. El doctor abrió la puerta de una habitación. En la cama blanca yacía una muchacha con la cabeza vendada. En cierto modo parecía una escena irreal y daba la impresión de haber sido escenificada a la perfección.
La muchacha miró a cada uno de los recién llegados con sus grandes ojos ausentes. Sir James habló primero.
—Señorita Finn —le dijo—, este es su primo, el señor Julius P. Hersheimmer.
Un ligero rubor coloreó el rostro de la joven, mientras Julius se adelantaba para estrecharle la mano.
—¿Cómo estás, prima Jane? —dijo en tono alegre.
Pero Tommy captó el temblor de su voz.
—¿Eres tú realmente el hijo de tío Hiram? —le preguntó.
Su voz, con el cálido acento del Oeste, tenía un matiz casi emocionante y a Tommy le resultó vagamente familiar, aunque lo consideró imposible.
—Pues claro.
—Solíamos leer cosas de tío Hiram en los periódicos —continuó la muchacha con su voz grave—. Pero nunca pensé que llegaría a conocerte. Mi madre se figuraba que tío Hiram nunca haría las paces con ella.
—El viejo era así —admitió Julius—. Pero creo que la nueva generación es distinta. No sirven de nada las peleas familiares. Lo primero en que pensé, al terminar la guerra, fue en venir a buscarte.
El rostro de la joven se ensombreció.
—Me han estado contando cosas… cosas terribles: que he perdido la memoria y que hay años que no recordaré nunca, años de mi vida perdidos.
—¿No te diste cuenta?
—Pues no. Me parece como si no hubiese pasado nada desde que subimos a los botes. ¡Lo veo como si estuviera sucediendo ahora!
Cerró los ojos con un estremecimiento.
Julius miró a sir James, que hizo un gesto de asentimiento.
—No te atormentes más. No vale la pena. Ahora escucha, Jane, hay algo que quiero que me digas. A bordo iba un hombre que era portador de un documento importante y los grandes personajes de este país dicen que te lo entregó a ti. ¿Es cierto?
La muchacha vacilaba, mirando ora a uno, ora a otro.
Julius comprendió.
—El señor Beresford está autorizado por el gobierno británico para devolver este documento a su país. Sir James Peel Edgerton es miembro del Parlamento inglés y podría ser un cargo del gabinete si quisiera. Gracias a él hemos conseguido dar al fin contigo. De modo que puedes contarnos toda la historia. ¿Te dio Danvers los papeles?
—Sí. Dijo que yo tenía más posibilidades de salvarme, ya que primero embarcaban las mujeres y los niños.
—Lo que habíamos imaginado —dijo sir James.
—Dijo que eran muy importantes, que podrían hacer que todo cambiara para los aliados. Pero si ha pasado tanto tiempo y la guerra ha terminado, ¿qué puede importar ahora?
—Imagino que la historia se repite, Jane. Primero se armó un gran alboroto y se lamentó la pérdida de esos papeles, pero luego eso se fue apaciguando. Ahora ha vuelto al surgir de nuevo toda esa cuestión por distintas razones. Entonces, ¿puedes entregárnoslos enseguida?
—No puedo.
—¿Qué?
—No los tengo.
—¿Que tú no los tienes? —Julius recalcó las palabras.
—No. Los escondí.
—¿Los escondiste?
—Sí. Estaba intranquila. Me parecía que me vigilaban, me asusté muchísimo. —Se llevó la mano a la cabeza—. Es casi lo último que recuerdo antes de despertarme en el hospital.
—Continúe —dijo sir James—. ¿Qué es lo que recuerda?
Jane se volvió hacia él, obediente.
—Estaba en Holyhead. Vine por ahí, pero no recuerdo por qué.
—Eso no importa. Continúe.
—Me escurrí entre la confusión del muelle. Nadie me vio. Tomé un taxi y le dije al conductor que me llevara fuera de la población. Cuando llegamos a la carretera, miré si nos seguía algún coche, pero no era así. Vi un camino al otro lado de la carretera y le dije al taxista que esperara.
Hizo una pausa y continuó:
—El camino llevaba al acantilado y bajaba hasta el mar entre grandes arbustos amarillentos que eran como llamas doradas. Miré a mi alrededor. No se veía ni un alma y precisamente a la altura de mi cabeza había un hueco en la roca bastante pequeño. Solo me cabía la mano, pero era profundo. Cogí el envoltorio impermeable que llevaba colgando del cuello y lo introduje lo más adentro que me fue posible. Luego arranqué unos matojos… ¡cómo pinchaban!, pero cubrían el agujero tan bien que nadie hubiera imaginado que allí había una cavidad. Entonces grabé en mi memoria aquel lugar para que me fuera posible volver a encontrarlo. Precisamente había una piedra muy curiosa que parecía un perro sentado pidiendo limosna.
»Luego regresé a la carretera donde me aguardaba el taxi y, una vez de regreso, cogí el tren algo avergonzada por mi exceso de imaginación; pero poco a poco vi que un hombre sentado ante mí guiñaba un ojo a una mujer, que estaba sentado a mi lado, y volví a sentirme asustada y me alegré de haber puesto a salvo los papeles. Salí al pasillo a tomar un poco de aire y con la idea de trasladarme a otro vagón. Pero aquella mujer me llamó diciéndome que se me había caído no sé qué y, cuando me agaché para mirar, algo me golpeó aquí.
Señaló con la mano la parte posterior de su cabeza.
Hubo una pausa.
—Gracias, señorita Finn —manifestó sir James—. Espero que no la hayamos cansado demasiado.
—¡Oh! No tiene importancia. Me duele un poco la cabeza, pero por lo menos me encuentro bien.
Julius, adelantándose, volvió a estrecharle la mano.
—Hasta la vista, prima Jane. Voy a estar ocupado hasta que encuentre esos papeles, pero volveré en un abrir y cerrar de ojos, y haré que pases la temporada más divertida de tu vida en Londres antes de que regresemos a Estados Unidos. Te lo prometo, de modo que date prisa en ponerte buena.