Capítulo XII
Un amigo en apuros

El viernes y el sábado transcurrieron sin más novedades. Tuppence había recibido una breve respuesta de Carter a su requerimiento, en la que apuntaba que los Jóvenes Aventureros habían emprendido la búsqueda bajo su responsabilidad, y que habían sido debidamente advertidos de los peligros. Si a Tommy le había ocurrido algo, lo lamentaba muchísimo, pero él no podía hacer nada.

Sin Tommy, todo el sabor de la aventura desaparecía y por primera vez Tuppence dudó del éxito de su empresa. Mientras permanecieron juntos no había vacilado ni un instante. A pesar de que estaba acostumbrada a llevar la iniciativa y se enorgullecía de ser la más rápida, la verdad es que había confiado en Tommy más de lo que creía. Era tan sensato y de una mentalidad tan despejada, y su sentido común y sana visión de las cosas eran tan firmes, que sin él se sentía como un barco sin timón.

Era curioso que Julius, siendo más listo que Tommy, no le diera aquella sensación de apoyo. Había acusado a Tommy de ser un pesimista, porque era cierto que siempre veía las desventajas y dificultades que ella pasaba por alto con su optimismo, pero en realidad, siempre había confiado plenamente en su buen juicio. Podía ser lento, pero era muy seguro.

Por primera vez se daba cuenta del carácter siniestro de la misión que emprendieron tan a la ligera. Había comenzado como una novela romántica. Ahora, despojada de su encanto, se convertía en una amarga realidad. Tommy era lo único que importaba y muchas veces, durante aquel día, tuvo que contener las lágrimas. Tonta, se reprendía, no lloriquees. Claro que le aprecias. Lo conoces de toda la vida, pero no hay necesidad de ponerse sentimental.

Entretanto, no volvieron a ver a Boris. No regresó por el apartamento, y Julius y el coche esperaron en vano. Tuppence se entregó a nuevas meditaciones. Aunque admitía las objeciones de Julius, no había renunciado por completo a la idea de acudir a sir James Peel Edgerton. Incluso había llegado a buscar su dirección en la guía telefónica. ¿Quiso advertirla aquel día? Y de ser así, ¿por qué? Sin duda tenía por lo menos derecho a pedirle una explicación. La había mirado con tanta amabilidad. Quizá pudiera decirle algo relativo a la señora Vandemeyer que le diera una pista del paradero de Tommy.

De todas formas, Tuppence decidió, con su movimiento de hombros peculiar, que valía la pena intentarlo. El domingo tenía la tarde libre, convencería a Julius y luego irían a ver al león en su guarida.

Cuando llegó el día, Julius necesitó mucho tiempo para dejarse convencer, pero Tuppence se mantuvo firme.

—No puede perjudicarnos —decía siempre que trataba de hacerla desistir.

Al fin Julius cedió y fueron en su coche a Carlton House Terrace.

Les abrió la puerta un mayordomo irreprochable. Tuppence estaba algo nerviosa. Al fin y al cabo, tal vez fuera un atrevimiento colosal. Había decidido no preguntar si sir James estaba «en casa», sino adoptar una actitud más personal.

—¿Quiere preguntarle a sir James si puede concederme unos minutos? Tengo un mensaje muy importante para él.

El mayordomo se retiró para regresar a los pocos momentos.

Sir James los recibirá. ¿Tendrían la bondad de seguirme?

Fueron introducidos en una habitación del fondo de la casa, amueblada como biblioteca. La colección de libros era magnífica y Tuppence observó que toda una sección estaba dedicada a obras sobre crímenes y criminología. Había varios butacones de cuero y una chimenea anticuada. Junto la ventana había un escritorio sembrado de papeles ante el que se encontraba sentado el dueño de la casa.

Al verlos entrar se puso en pie.

—¿Tiene usted un mensaje para mí? ¡Ah! —Al reconocer a Tuppence le dirigió una sonrisa—. Es usted. Supongo que vendrá a traerme un recado de la señora Vandemeyer.

—No exactamente —replicó Tuppence—. La verdad es que solo lo he dicho para que me recibiera. Oh, a propósito, le presento al señor Hersheimmer, sir James Peel Edgerton.

—Encantado de conocerlo —dijo el norteamericano.

—¿No quieren sentarse? —preguntó sir James adelantando dos sillas.

Sir James —dijo Tuppence con osadía—, debe usted estar pensando que es un atrevimiento por mi parte visitarlo así, de este modo. Porque desde luego, se trata de algo que nada tiene que ver con usted, una persona tan importante, y teniendo en cuenta de que Tommy y yo somos dos seres insignificantes.

Se detuvo para tomar aliento.

—¿Tommy? —inquirió sir James, mirando al norteamericano.

—No, él es Julius —explicó Tuppence—. Estoy bastante nerviosa y por eso no sé explicarme bien. Pero me gustaría saber qué es lo que quiso usted decirme exactamente el otro día. Quiso prevenirme contra la señora Vandemeyer, ¿no es cierto?

—Mi querida jovencita, que yo recuerde solo dije que había otras muchas colocaciones tan buenas como esa.

—Sí, lo sé. Pero fue una advertencia, ¿verdad?

—Bueno, tal vez lo fuera —admitió sir James con gravedad.

—Pues bien, quiero saber aún más. Deseo saber el porqué de esa advertencia.

—Supongamos que esa señora me denuncia por difamación —dijo sir James, sonriendo.

—Por supuesto. Ya sé que los abogados son siempre muy cuidadosos. Pero ¿no se dice primero «sin pretender perjudicar a nadie», y luego ya puede decirse lo que uno quiere?

—Bueno —replicó sir James sin dejar de sonreír—, entonces «sin pretender perjudicar a nadie» le diré que si una hermana mía tuviera que ganarse la vida, no me gustaría verla al servicio de la señora Vandemeyer. Y creía conveniente advertirla. No es un lugar adecuado para una joven sin experiencia. Es todo cuanto puedo decirle.

—Ya —dijo Tuppence, pensativa—. Muchísimas gracias, pero yo no soy una joven sin experiencia, ¿sabe usted? Cuando fui allí sabía perfectamente que era una mala persona y, a decir verdad, por eso fui… —Se interrumpió al ver cierto asombro reflejado en el rostro del abogado y continuó—: Creo que tal vez será mejor contarle toda la historia, sir James. Tengo la impresión de que si no le dijera la verdad, lo sabría en el acto, de modo que es preferible contárselo todo desde el principio. ¿Qué le parece, Julius?

—Puesto que está decidida, adelante —replicó el norteamericano que hasta aquel momento no había pronunciado palabra.

—Sí, cuéntemelo todo —dijo sir James—. Quiero saber quién es ese Tommy.

Esto animó a Tuppence a comenzar su relato, que el abogado escuchó con gran atención.

—Muy interesante —opinó cuando la muchacha acabó—. Gran parte de lo que acababa de decirme lo sabía ya, pequeña. Yo tengo algunas teorías personales sobre Jane Finn. Se ha portado usted magníficamente bien hasta ahora, pero me parece muy mal por parte de… ¿qué nombre le dan ustedes…?, el señor Carter, que haya metido en este asunto a dos jóvenes como ustedes. A propósito, ¿en qué momento interviene el señor Hersheimmer? No ha dejado este punto muy claro.

Julius se lo explicó.

—Soy primo de Jane.

—¡Ah!

—¡Oh, sir James! —intervino Tuppence—. ¿Qué cree usted que habrá sido de Tommy?

—¡Hum! —El abogado se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro—. Cuando llegaron ustedes, estaba haciendo mi equipaje. Me iba a Escocia en el tren de la noche a pasar unos días pescando. Pero hay muchas maneras de pescar. Voy a quedarme y veré si puedo dar con el rastro de ese joven.

—¡Oh! —Tuppence juntó las manos extasiada.

—De todas formas, como ya dije antes, Carter hizo muy mal en dejar intervenir a un par de críos en un asunto como este. No se ofenda, señorita…

—Cowley. Prudence Cowley. Pero todos mis amigos me llaman Tuppence.

—Bien, señorita Tuppence, puesto que voy a ser amigo suyo, no se ofenda porque la considere demasiado joven. La juventud es un defecto solo para los que han envejecido demasiado deprisa. Ahora, en cuanto a ese Tommy amigo suyo…

—¿Sí?

—Con franqueza, las cosas se presentan mal para él. Se habrá metido en algún sitio donde no le llamaban. No cabe la menor duda. Pero no pierda la esperanza, ya saldrá de apuros.

—Nos ayudará usted, ¿verdad? ¡Julius! Y usted que no quería venir —agregó en tono de reproche.

—¡Hum! —masculló el abogado, dedicando a Julius otra de sus miradas penetrantes—. ¿Por qué?

—Creí que no valdría la pena molestarlo por un asunto sin importancia.

—Ya comprendo. Este asunto sin importancia, como usted dice, guarda relación directa con uno muy importante, mucho más de lo que usted o la señorita Tuppence podrían suponer. Si ese muchacho vive, podrá darnos una información muy valiosa. Por lo tanto debo encontrarlo.

—Sí, pero ¿cómo? —exclamó Tuppence—. He estado pensando en todas las formas habidas y por haber.

Sir James sonrió.

—Hay una persona muy cercana que con toda probabilidad sabe dónde está, o por lo menos dónde es probable que se encuentre.

—¿Quién es esa persona? —preguntó Tuppence, extrañada.

—La señora Vandemeyer.

—Sí, pero no nos lo dirá nunca.

—Ah, ahí es donde yo intervengo. Creo bastante posible conseguir que la señora Vandemeyer me diga lo que deseo saber.

—¿Cómo? —Tuppence abrió mucho los ojos.

—Oh, pues preguntándoselo —replicó sir James—. Ya sabe, así es como lo hacemos.

Tamborileó con sus dedos sobre la mesa y Tuppence volvió a sentir el inmenso magnetismo que irradiaba aquel hombre.

—¿Y si no se lo dice? —preguntó Julius de pronto.

—Creo que me lo dirá. Tengo un par de argumentos poderosos. No obstante, si fracasara, siempre nos queda la posibilidad del soborno.

—Claro. ¡Ahí es donde intervengo yo! —exclamó Julius, descargando el puño contra la mesa—. Por mi parte, puede usted contar, de ser necesario, hasta con un millón de dólares. ¡Sí, señor, un millón de dólares!

—Señor Hersheimmer, esa es una suma muy elevada.

—Es lo que imagino que tendrá que pujar. A esa clase de gente no se le puede ofrecer cuatro perras.

—Al cambio actual, representan doscientas cincuenta mil libras.

—Eso es. Tal vez cree usted que hablo de boquilla, pero puedo entregarle esa cantidad enseguida y algo más por sus honorarios.

Sir James enrojeció ligeramente.

—No es mi intención cobrarle, señor Hersheimmer. No soy un detective particular.

—Lo siento. Creo que me he precipitado, pero tengo una extraña sensación en cuanto al dinero. Días pasados quise ofrecer una gran recompensa para obtener noticias de Jane, pero Scotland Yard me hizo desistir. Dijeron que no era aconsejable.

—Probablemente tenían razón —replicó sir James.

—Pero lo que dice Julius es verdad —intervino Tuppence—. No le toma el pelo. Tiene montones de dinero.

—Mi padre los fue amontonando —explicó Julius—. Ahora, pasemos a la cuestión. ¿Cuál es su idea?

Sir James estuvo reflexionando durante unos cuantos minutos.

—No hay tiempo que perder. Cuanto antes empecemos mejor. —Se volvió hacia Tuppence—. ¿Sabe si la señora Vandemeyer cenará fuera esta noche?

—Sí, creo que sí, pero no regresará tarde, porque no se ha llevado las llaves de casa.

—Bien. Entonces yo iré a verla a eso de las diez. ¿A qué hora tiene que volver usted?

—Entre nueve y media y diez, aunque también podría regresar antes.

—No debe hacerlo bajo ningún concepto. Si no llega a la hora establecida quizá despertaría sospechas. Vuelva a las nueve y media. Yo iré a las diez. Hersheimmer podría esperar abajo en un taxi.

—Tiene un Rolls-Royce nuevo —dijo Tuppence con orgullo.

—Tanto mejor. Si tengo la suerte de conseguir que me dé la dirección, podremos ir enseguida. Y si fuera necesario nos llevaríamos con nosotros a la señora Vandemeyer. ¿Comprendido?

—Sí. —Tuppence se puso en pie—. ¡Oh, me siento mucho mejor!

—No se haga demasiadas ilusiones, señorita Tuppence, pero tómeselo con calma.

Julius se volvió hacia el abogado.

—Entonces lo pasaré a recoger con el coche a eso de las nueve y media. ¿Le parece bien?

—Me parece bien. ¿Para qué vamos a tener dos coches esperando? Ahora, señorita Tuppence, mi consejo es que cene a gusto y no piense en lo que pueda suceder.

Les estrechó la mano a los dos y momentos después estaban en la calle.

—¿No es un encanto? —dijo Tuppence extasiada mientras bajaban las escaleras—. ¡Oh, Julius! ¿No es un encanto?

—Pues admito que es muy agradable y que yo estaba equivocado al negarme a venir. ¿Regresamos directamente al Ritz?

—Creo que preferiría andar un poco. Me siento muy excitada. Déjeme en Hyde Park. A menos que quiera acompañarme.

Julius meneó la cabeza.

—Tengo que ir a poner gasolina y hacer un par de llamadas.

—Muy bien. Me reuniré con usted en el Ritz a las siete. Tendremos que cenar arriba. No puedo exhibirme por ahí con estas ropas.

—Claro, le diré a Félix, el maître, que me ayude a escoger el menú. Hasta luego.

Después de mirar su reloj, Tuppence echó a andar rápidamente. Eran cerca de las seis. Recordó que no había merendado, pero se sentía demasiado excitada para pensar en comer. Caminó hasta Kensington Gardens, donde aminoró el paso, sintiéndose mejor gracias al aire fresco y al ejercicio. No era sencillo seguir el consejo de sir James y no pensar en los posibles acontecimientos de aquella noche. A medida que se iba aproximando a Hyde Park, la tentación de regresar a South Audley Mansions se le hizo irresistible.

Decidió que no haría ningún daño con echar un vistazo al edificio. Quizá de este modo se resignaría a esperar pacientemente hasta las diez.

South Audley Mansions tenían el mismo aspecto de siempre. Tuppence apenas sabía precisar lo que había imaginado, pero la visión de la fachada de ladrillos apaciguó un tanto su creciente e inexplicable inquietud. Iba ya a marcharse cuando oyó un silbido y el fiel Albert salió corriendo de la casa para reunirse con ella.

Tuppence frunció el entrecejo. No entraba en su programa llamar la atención en aquel vecindario, pero Albert estaba rojo de excitación.

—Oiga, señorita, se marcha.

—¿Quién se marcha? —preguntó Tuppence, irritada.

—Esa mujer, Rita la Rápida. La señora Vandemeyer. Está haciendo el equipaje y acaba de enviarme a buscar un taxi.

—¿Qué? —Tuppence le asió del brazo.

—Es la verdad, señorita. Pensé que usted tal vez no lo sabría.

—Albert, eres magnífico. A no ser por ti la hubiéramos perdido.

Albert enrojeció de satisfacción al oír aquel elogio.

—¡No hay tiempo que perder! —dijo Tuppence cruzando la calle—. Tengo que detenerla. Tiene que quedarse a toda costa hasta que… —Se interrumpió—. Albert, ¿hay teléfono en la portería?

—No. Casi todos los apartamentos tienen el suyo, señorita. Pero hay una cabina a la vuelta de la esquina.

—Entonces ve allí y telefonea al hotel Ritz. Pregunta por el señor Hersheimmer y dile que venga enseguida con sir James, porque la señora Vandemeyer intenta escaparse. Si no lo encuentras, llamas a sir James Peel Edgerton, encontrarás su número en la guía, y ponle al corriente. No te olvidarás de los nombres, ¿verdad?

Albert los repitió varias veces.

—Confíe en mí, señorita. Todo irá bien. Pero ¿y usted? ¿No tiene miedo de quedarse con ella?

—No, no te preocupes. Pero ve y telefonea. Deprisa.

Tuppence entró en el edificio y tocó el timbre de la puerta número 20. ¿Cómo iba a entretener a la señora Vandemeyer hasta que llegaran los dos hombres? Lo ignoraba, pero era preciso hacerlo como fuese, y sola. ¿Cuál sería la causa de aquella marcha repentina? ¿Es que la señora Vandemeyer sospechaba de ella? Era inútil hacer cábalas. Tal vez la cocinera pudiera decirle algo.

No ocurrió nada y, tras esperar unos minutos, Tuppence volvió a llamar, manteniendo el dedo sobre el timbre algún tiempo. Al fin oyó pasos y un momento después la señora Vandemeyer en persona le abrió la puerta, enarcando las cejas al verla.

—¿Usted?

—Tengo dolor de muelas, señora —dijo Tuppence con voz débil—. De modo que pensé que lo mejor era volver a casa y pasar la tarde tranquila.

La señora Vandemeyer se apartó para dejarla entrar.

—Qué mala suerte —comentó con voz fría—. Será mejor que se acueste.

—Oh, estaré bien en la cocina, señora. La cocinera…

—La cocinera no está —dijo la señora Vandemeyer con extraña entonación—. La he despedido. De modo que será mejor que se acueste.

Tuppence sintió miedo de repente. Había un timbre en la voz de la señora Vandemeyer que no le gustaba nada y, además, la iba empujando hacia el pasillo. Tuppence se volvió.

—No quiero…

Entonces sintió el frío contacto de un cañón de acero en la sien y la voz de la señora Vandemeyer se elevó fría y amenazadora:

—¡Maldita chiquilla! ¿Crees que no lo sé? No, no contestes. Si te resistes o gritas, te mataré como a un perro.

El cañón de acero se incrustó con más fuerza en su sien.

—Ahora, en marcha —continuó la señora Vandemeyer—. Por aquí iremos a mi habitación. Dentro de un momento, cuando haya terminado contigo, te acostarás como te he dicho. Y dormirás. ¡Oh, sí, vaya si dormirás!

Había cierta malvada ironía en las palabras de la señora Vandemeyer que no le gustó lo más mínimo. En aquel momento no podía hacer nada y caminó obediente hasta el dormitorio. La pistola no se apartó de su cabeza. La habitación estaba en completo desorden, había trajes por todas partes y una maleta y una sombrerera a medio llenar en el suelo.

Tuppence se rehizo con esfuerzo y, aunque su voz tembló un tanto, dijo con valentía:

—Vamos, esto es una tontería. Usted no puede matarme. Todo el mundo oiría la detonación.

—Correré el riesgo —dijo la señora Vandemeyer en tono festivo—. Pero, mientras no grites pidiendo ayuda, y no creo que lo hagas, no te ocurrirá nada. Eres una chica inteligente. Me engañaste muy bien. ¡No sospeché de ti! No dudo de que comprenderás a la perfección que ahora estoy yo encima y tú debajo. Siéntate en la cama. Pon las manos encima de la cabeza y, si en algo aprecias tu vida, no las muevas.

Tuppence obedeció. Su buen sentido le aconsejaba aceptar la situación. Si gritaba pidiendo socorro, había muy pocas probabilidades de que la oyera nadie, mientras que lo más seguro era que la señora Vandemeyer disparase. Entretanto, cada minuto que transcurriera sería valioso.

La señora Vandemeyer dejó el revólver sobre el tocador, al alcance de su mano y, sin apartar la vista de Tuppence, por temor a que se moviera, cogió una botellita que estaba sobre el mármol y vació parte de su contenido en un vaso que acababa de llenar de agua.

—¿Qué es eso? —preguntó Tuppence.

—Algo que te hará dormir profundamente.

Tuppence palideció un tanto.

—¿Va a envenenarme?

—Tal vez —dijo la señora Vandemeyer, sonriendo.

—Entonces no lo beberé —dijo la muchacha con firmeza—. Prefiero morir de un balazo. Al fin y al cabo así haría ruido y tal vez lo oyera alguien. Pero no voy a dejarme matar como un cordero.

La señora Vandemeyer golpeó el suelo con el pie.

—¡No seas tonta! ¿De veras crees que quiero dejar un crimen tras de mí? Si tuvieras un poco de sentido común comprenderías que no entra en mis planes el envenenarte. Es una droga para hacerte dormir, nada más. Te despertarás mañana por la mañana sana y salva. Sencillamente quiero ahorrarme las molestias de atarte y amordazarte. Te ofrezco otra alternativa y no te gusta. Pero te aseguro que puedo ser muy dura si me lo propongo. De modo que bébetelo como una buena chica y no te pasará nada.

En el fondo de su corazón, Tuppence la creía. Sus argumentos eran bastante verosímiles. Era el medio más sencillo de quitarla de en medio durante algún tiempo. Sin embargo, no se avenía a la idea de que la durmiera sin luchar por su libertad. Comprendía que, una vez se marchara la señora Vandemeyer, con ella desaparecería la última esperanza de encontrar a Tommy.

Tuppence poseía una mente rápida y todas estas ideas pasaron por su cerebro como un relámpago. Vislumbró una posibilidad, aunque remota, y determinó arriesgarlo todo en un esfuerzo supremo.

Se arrojó a los pies de la señora Vandemeyer asiéndose frenéticamente a sus faldas.

—No le creo —gimió—. Es veneno, sé que es veneno. Oh, no me obligue a beberlo… —Su voz adquirió un tono histérico—. ¡No me obligue a beberlo!

La señora Vandemeyer, con el vaso en la mano, al ver la reacción, la miró torciendo el gesto.

—¡Levántate, estúpida! No te quedes ahí haciendo la tonta. No comprendo cómo has tenido temple para representar tu papel. ¡Te digo que te levantes!

Pero Tuppence continuó asiéndola y sollozando, al tiempo que intercalaba frases incoherentes pidiendo clemencia. Se trataba de ganar tiempo. Además, de este modo se iba aproximando decidida e imperceptiblemente a su objetivo.

La señora Vandemeyer lanzó una exclamación de impaciencia y la hizo incorporarse.

—¡Bébetelo enseguida!

Con ademán imperioso acercó el vaso a los labios de Tuppence.

Esta lanzó el último gemido desesperado.

—¿Me jura que no me hará daño?

—Pues claro que no. No seas tonta.

—¿Lo jura?

—Sí, sí —dijo la otra con impaciencia—. Te lo juro.

Tuppence cogió el vaso con mano temblorosa.

—Muy bien. —Abrió la boca poco a poco.

La señora Vandemeyer exhaló un suspiro de alivio y por un momento bajó la guardia. Entonces, Tuppence, rápida como una exhalación, le arrojó el contenido del vaso a la cara con toda la fuerza que pudo, aprovechando el asombro momentáneo para apoderarse del revólver que estaba sobre el tocador. Un instante después apuntaba al corazón de la señora Vandemeyer sin que le temblara la mano lo más mínimo.

En aquel momento victorioso, Tuppence alardeó de su triunfo de un modo algo antideportivo.

—¿Y ahora quién está arriba y quién abajo?

La mujer tenía el rostro descompuesto por la ira; por un momento pensó que iba a saltar sobre ella, lo cual hubiera colocado a Tuppence en un dilema desagradable, puesto que significaría tener que disparar el revólver.

Sin embargo, la señora Vandemeyer logró dominarse y al fin una sonrisa diabólica apareció en su rostro.

—¡No eres tan tonta, después de todo! Lo hiciste muy bien, pequeña, pero me las pagarás. ¡Oh, sí, me las pagarás! ¡Tengo muy buena memoria!

—Me sorprende que se deje engañar con tanta facilidad —dijo Tuppence con enojo—. ¿Es que pensó que era de esa clase de chica capaz de arrojarse al suelo pidiendo clemencia?

—¡Ya lo harás algún día! —dijo la otra en un tono significativo. La fría malevolencia de su porte hizo que un estremecimiento recorriera la espina dorsal de Tuppence, pero no estaba dispuesta a demostrarlo.

—¿Qué le parece si nos sentáramos? —dijo complacida—. Nuestra actitud actual es un tanto melodramática. No, en la cama no. Acerque esa silla a la mesa; así está bien. Yo me sentaré al otro lado con el revólver ante mí por si acaso. Espléndido. Ahora hablemos.

—¿De qué? —preguntó la señora Vandemeyer en tono sombrío.

Tuppence la contempló pensativa unos instantes. Recordaba varias cosas. Las palabras de Boris: «Creo que serías capaz de vendernos», y su respuesta: «El precio tendría que ser enorme», pronunciada en tono ligero, pero ¿no habría en el fondo algo de verdad? Acaso Whittington no le había preguntado: «¿Quién ha estado hablando, Rita?». ¿Sería Rita Vandemeyer el punto débil de la armadura del señor Brown?

Con los ojos muy fijos en el rostro de Rita, Tuppence respondió sin alterarse:

—De dinero.

La señora Vandemeyer pegó un respingo. Era evidente que no esperaba aquella contestación.

—¿Qué quieres decir?

—Se lo diré. Acaba usted de decir que tiene buena memoria. ¡Pues la buena memoria no es tan útil como una buena bolsa! Me atrevo a creer que le complace planear toda clase de cosas terribles para vengarse de mí, pero ¿resultaría práctico? La venganza no satisface. Todo el mundo lo dice. En cambio el dinero… —Tuppence expuso su tema preferido—. Bueno, el dinero sí que llena, ¿no es cierto?

—¿Crees que soy de esas mujeres que venden a sus amigos? ——dijo la señora Vandemeyer con rencor.

—Sí —replicó Tuppence en el acto—, si el precio es lo bastante elevado.

—¡Por unos cientos de libras!

—No —dijo Tuppence—. ¡Yo le ofrezco cien mil!

Su sentido de la economía le impidió mencionar el millón de dólares ofrecido por Julius.

El rostro de la señora Vandemeyer se cubrió de rubor.

—¿Qué has dicho? —preguntó, jugueteando nerviosamente con el broche que llevaba prendido en el pecho.

Tuppence comprendió enseguida que había mordido el anzuelo y por primera vez sintió vergüenza de su amor al dinero, lo cual le daba cierto parecido con la mujer que tenía enfrente.

—Cien mil libras —repitió Tuppence.

El brillo desapareció de los ojos de Rita que se reclinó en su silla.

—¡Bah! —dijo—. No las tienes.

—No —admitió Tuppence—. No las tengo, pero sé quién las tiene.

—¿Quién?

—Un amigo mío.

—Debe de ser millonario —observó Rita sin gran convencimiento.

—Pues a decir verdad lo es. Es norteamericano y las pagará sin rechistar. Puede considerarlo como una proposición seria.

La señora Vandemeyer volvió a erguirse.

—Me siento inclinada a creerte.

Se hizo un silencio y al cabo Rita alzó la mirada.

—¿Qué es lo que desea saber ese amigo tuyo?

Tuppence vaciló un momento, pero el dinero era de Julius y sus intereses eran lo primero.

—Desea saber dónde está Jane Finn —dijo con osadía.

La señora Vandemeyer no demostró sorpresa.

—No estoy muy segura de dónde se encuentra en estos momentos.

—Pero ¿podría averiguarlo?

—¡Oh, sí! —repuso Rita con descuido—. No existe la menor dificultad.

—Luego… —la voz de Tuppence tembló—… hay un muchacho… un amigo mío… Temo que le haya ocurrido algo por mediación de su camarada Boris.

—¿Cómo se llama?

—Tommy Beresford.

—Nunca le oí nombrar, pero le preguntaré a Boris. Él me dirá todo lo que sepa.

—Gracias. —Tuppence sintió levantar su ánimo y eso le impulsó a mostrarse más audaz—. Hay otra cosa más.

—¿Qué es?

—¿Quién es el señor Brown?

Sus ojos advirtieron la repentina palidez de aquel hermoso rostro. Haciendo un esfuerzo, Rita procuró adoptar su actitud anterior, pero su intento resultó una parodia. No era muy buena actriz, se encogió de hombros.

—No debes de saber gran cosa de nosotros si ignoras que nadie sabe quién es el señor Brown.

—Usted lo sabe —replicó Tuppence sin alterarse.

—¿Por qué lo crees así?

—No lo sé —dijo la muchacha, pensativa—. Pero estoy convencida.

La señora Vandemeyer estuvo mirando al vacío durante un largo rato.

—Sí —dijo al fin con voz ronca—. Lo sé. Yo era hermosa, ¿comprendes? Muy hermosa.

—Lo es todavía —dijo Tuppence con admiración.

Rita meneó la cabeza con un brillo extraño en sus ojos azul eléctrico.

—Pero no lo bastante —dijo en voz baja y peligrosa—. ¡No lo bastante! De un tiempo a esta parte, he tenido miedo a menudo. ¡Es peligroso saber demasiado! —Se inclinó sobre la mesa—. ¡Júrame que mi nombre no aparecerá en todo esto, que nadie lo sabrá!

—Lo juro. En cuanto le atrapen, ya no tendrá usted que temer nada.

Una mirada aterrorizada apareció en el rostro de la Vandemeyer.

—¿Lo crees de veras? —Asió a Tuppence del brazo—. ¿Me aseguras que obtendré el dinero?

—Puede tener la absoluta seguridad de que lo recibirá a su debido tiempo.

—¿Cuándo me lo darán? No hay tiempo que perder.

—Este amigo mío no tardará en venir. Tal vez tenga que pedirlo por teléfono, o algo por el estilo. Pero no habrá retraso, es un hombre muy activo.

El rostro de Rita denotó resolución.

—Lo haré. Es una gran suma de dinero y, además —sonrió de un modo extraño—, ¡no es inteligente dejar de lado a una mujer como yo!

Durante unos instantes continuó sonriendo y tamborileó con los dedos sobre la mesa. De pronto se sobresaltó.

—¿Qué ha sido eso?

—No he oído nada.

La señora Vandemeyer miró temerosa a su alrededor.

—Si estuviera alguien escuchando…

—Tonterías. ¿Quién podría ser?

—Incluso las paredes tienen oídos. Te digo que estoy asustada. ¡Tú no lo conoces!

—Piense en las cien mil libras —dijo Tuppence para tranquilizarla.

La señora Vandemeyer se pasó la lengua por sus labios resecos.

—Tú no lo conoces —repitió con voz ronca—. ¡Es… ah!

Con un grito de terror se puso en pie, señalando con el brazo extendido por encima del hombro de Tuppence. Luego cayó al suelo desmayada.

Tuppence se volvió para averiguar qué la había sobresaltado.

En el umbral de la puerta estaban sir James Peel Edgerton y Julius Hersheimmer.