Capítulo VII
La casa del Soho

Whittington y su acompañante caminaban a buen paso. Tommy emprendió la persecución en el acto y llegó a tiempo de verlos doblar la esquina. Sus vigorosas zancadas le permitieron alcanzarlos y, cuando llegó a la esquina, había acortado considerablemente la distancia. Las callejuelas de Mayfair estaban casi desiertas y consideró prudente contentarse con vigilarlos de lejos.

Este era un deporte nuevo para él. Aunque no desconocía su técnica, gracias a la lectura de novelas policíacas, nunca había intentado «seguir» a nadie y llevarlo a la práctica le pareció un procedimiento sembrado de dificultades. Supongamos, por ejemplo, que de pronto tomaran un taxi. En las novelas, uno se limita a llamar a otro, prometiendo una propina al taxista y todo solucionado. Pero en realidad, Tommy se temía que la cosa no era tan sencilla, con lo que, llegado el caso, tendría que correr. ¿Y qué sensación daría en aquel momento joven corriendo a la desesperada por las calles de Londres? En una vía principal podría dar la impresión de que corría para coger el autobús, pero en aquellas aristocráticas y solitarias calles, era de esperar que le detuviera cualquier policía para pedirle explicaciones.

Cuando había llegado a aquel punto de sus meditaciones vio aparecer un taxi libre y contuvo su aliento. ¿Lo tomarían aquellos dos individuos?

Exhaló un suspiro de alivio al ver que lo dejaban pasar. El camino que llevaban iba zigzagueando en dirección a Oxford Street. Cuando al fin llegaron, fueron hacia el este y Tommy aceleró ligeramente el paso. Poco a poco se fue aproximando a ellos. En aquella acera tan concurrida no era de esperar que llamara la atención y estaba ansioso de alcanzar a oír algo de lo que hablaban. En esto fracasó rotundamente: conversaban en voz tan baja que el ruido del tránsito ahogaba la conversación que tanto le interesaba.

Antes de llegar a la estación de metro de Bond Street, los dos tipos atravesaron la calzada y entraron en Lyons, seguidos, sin advertirlo, por Tommy. Subieron al primer piso y se instalaron en una mesa junto a la ventana. Era tarde y el local empezaba a vaciarse. Tommy ocupó la mesa más próxima a ellos, pero se sentó detrás de Whittington por temor a que le reconociera.

Por otro lado, así podía contemplar con tranquilidad al otro hombre y estudiarlo con atención. Era rubio, con un rostro pálido y muy desagradable. Tommy consideró que era o polaco o ruso. Tendría unos cincuenta años, encogía algo los hombros al hablar y sus pequeños y astutos ojos se movían sin cesar.

Puesto que ya había comido a gusto, Tommy se contentó con pedir unas tostadas con queso fundido y una taza de café. Whittington pidió una comida sustanciosa para él y su acompañante; luego, en cuanto se marchó la camarera, acercó la silla un poco más a la mesa y comenzó a hablar en voz baja. Tommy solo conseguía entender alguna palabra suelta; pensó que se trataba de instrucciones que el supuesto polaco o lo que fuera discutía de vez en cuando. Whittington se dirigía a él, llamándole Boris.

Tommy llegó a oír la palabra «Irlanda» varias veces y también «propaganda». Pero no mencionaron a Jane Finn. De pronto, en un momento en que la estancia quedó en silencio, captó una frase entera. Hablaba Whittington.

—Ah, pero no conoces a Flossie. Es maravillosa. Hasta un arzobispo juraría que era su propia madre. Siempre tiene la frase oportuna y eso es lo principal.

Tommy no alcanzó a oír la respuesta de Boris, pero le sonó a algo así como: «Desde luego… Solo en caso de necesidad…». Luego volvió a perder el hilo. De pronto las frases volvieron a hacerse perceptibles, y sea porque hubieran alzado la voz, o porque el oído de Tommy se iba agudizando. Dos palabras tuvieron un efecto estimulante en él. Las pronunció Boris y fueron: «Señor Brown».

Whittington pareció poner algún reparo, pero el otro se echó a reír.

—¿Por qué no, amigo mío? Es un nombre respetable y muy corriente. ¿No lo escogió por esta razón? Ah, cómo me gustaría conocerle.

—¡Quién sabe, a lo mejor ya lo conoces! —dijo Whittington con su timbre metálico peculiar.

—¡Bah! Eso es un cuento de niños, una fábula inventada para engañar a la policía. ¿Sabes lo que yo digo a veces? Que es un mito inventado por los del círculo interior para asustarnos. Bien pudiera ser.

—O tal vez no.

—Me pregunto si será o no cierto que está entre nosotros como uno más, desconocido por todos, excepto por unos cuantos escogidos. Si es así, guarda bien su secreto. La idea es buena, vaya si lo es. Nosotros nunca lo sabremos. Nos miramos unos a otros: uno de nosotros es el señor Brown, pero ¿quién? Él ordena, pero también obedece. Está entre nosotros y nadie sabe quién es.

Haciendo un esfuerzo, el ruso se liberó de sus elucubraciones para mirar el reloj.

—Sí —dijo Whittington—, será mejor que nos marchemos.

Llamó a la camarera para pedir la cuenta. Tommy hizo lo propio y, pocos segundos después, seguía a los dos hombres.

En el exterior, Whittington detuvo un taxi y le ordenó al conductor que los llevara a la estación de Waterloo.

Allí abundaban los taxis y, antes que arrancara el de Whittington, otro se detenía junto a la acera obedeciendo a un ademán perentorio de Tommy.

—Siga a ese taxi y no lo pierda de vista.

El taxista no demostró el menor interés. Se limitó a lanzar un gruñido al bajar la bandera. El viaje no tuvo contratiempo. El taxi de Tommy se detuvo justo después del de Whittington. Una vez en la estación, el joven se colocó detrás de Whittington en la taquilla y le oyó pedir un billete para Bournemouth. Tommy hizo lo propio. Boris comentó:

—Tienes tiempo de sobra. Falta media hora.

Las palabras de Boris provocaron un alud de ideas en la mente de Tommy. Por lo que había alcanzado a oír, Whittington iba a realizar el viaje solo y el otro se quedaba en Londres. Tenía que escoger a cuál de los dos seguir. No era posible seguir a los dos, a menos que… Miró el reloj y luego al tablero de las salidas de los trenes. El tren de Bournemouth salía a las tres y media y eran solo las tres y diez. Whittington y Boris paseaban junto al quiosco de periódicos.

Tommy corrió hacia una cabina telefónica. No se atrevió a perder tiempo tratando de comunicarse con Tuppence. Lo más probable era que siguiera en las proximidades de South Audley Mansions, pero le quedaba otro aliado. Telefoneó al Ritz y preguntó por Julius Hersheimmer. ¡Oh, si por lo menos el joven norteamericano estuviera en su habitación! Se oyó un zumbido y al fin un «Diga» de acento inconfundible llegó hasta su oído.

—¿Es usted Hersheimmer? Le habla Beresford. Estoy en la estación de Waterloo. He seguido hasta aquí a Whittington y a otro hombre. No tengo tiempo para explicaciones. Whittington va a tomar el tren de las tres treinta para Bournemouth. ¿Puede usted llegar antes de esa hora?

La respuesta le tranquilizó.

—Desde luego. Me daré prisa.

Oyó que se cortaba la comunicación y exhaló un suspiro de alivio. Julius conocía el valor de la velocidad y llegaría a tiempo.

Whittington y Boris permanecían donde los dejó. Si Boris se quedaba hasta que su amigo subiera al tren, todo iría bien. Tommy metió una mano en el bolsillo. A pesar de tener carte blanche para los gastos, aún no se había acostumbrado a llevar encima mucho dinero, y la adquisición del billete de primera clase para Bournemouth le había dejado solo unos pocos chelines. Era de esperar que Julius llegara bien provisto. Entretanto los minutos iban transcurriendo: las 15.15, las 15.20, las 15.25, las 15.27. ¿Y si Julius no llegaba a tiempo? Las 15.29. La puerta se abrió. Tommy sintió que le invadía el pesimismo. Luego una mano se posó en su hombro.

—Aquí estoy, muchacho. ¡El tráfico aquí está más allá de todo calificativo! Indíqueme enseguida quiénes son esos individuos.

—Ese es Whittington. El de allí, el que entra ahora vestido de oscuro. El otro que está hablando con él es un extranjero.

—A por ellos. ¿A cuál de los dos he de seguir?

Tommy había previsto esta pregunta.

—¿Lleva dinero encima?

Julius movió la cabeza y Tommy se sintió desfallecer.

—No creo que lleve encima en estos momentos más que trescientos o cuatrocientos dólares —dijo el norteamericano.

Tommy respiró aliviado.

—¡Oh, cielos, estos millonarios! ¡No hablamos el mismo lenguaje! Suba al tren. Aquí está su billete, Whittington es su hombre.

—¡A por Whittington! —dijo Julius en tono sombrío. El tren comenzaba a ponerse en movimiento y subió de un salto—. Hasta la vista, Tommy.

El tren se alejó de la estación.

Tommy respiró profundamente. Boris se dirigía por el andén hacia él. Lo dejó pasar y luego reemprendió la persecución. En Waterloo, Boris tomó el metro hasta Piccadilly Circus. Luego fue andando por Shaftesbury Avenue hasta entrar en el laberinto de callejuelas del Soho. Tommy lo siguió a una distancia prudencial.

Al fin llegaron a una plaza ruinosa. Las casas tenían un aire siniestro, con las fachadas mugrientas. Boris miró a su alrededor y Tommy se refugió en un portal. El lugar estaba casi desierto. Era un callejón sin salida por el que no circulaba ningún vehículo. El modo en que el otro había mirado a su alrededor estimuló la imaginación de Tommy. Desde su escondrijo le vio subir el tramo de escalones de una casa de pésimo aspecto y llamar a la puerta con los nudillos con un ritmo peculiar. La puerta se abrió en el acto y, tras decir una o dos palabras al guardián, entró en la casa. Se oyó un portazo.

Fue en ese momento cuando Tommy perdió la cabeza. Lo que debía haber hecho, lo que habría hecho cualquier hombre sensato, era permanecer pacientemente donde estaba y esperar a que aquel tipo saliera. Pero lo que hizo iba en contra del sentido común, que por lo general, era su principal característica. Algo había paralizado su cerebro y, sin detenerse a reflexionar ni un momento, él también subió aquellos escalones y reprodujo con toda la exactitud posible la particular llamada.

La puerta se abrió con la misma prontitud, y un hombre con rostro de villano y el pelo cortado al cepillo apareció en el umbral.

—¿Qué desea? —gruñó.

En aquel momento se percató de la gran tontería que acababa de cometer, pero no vaciló y pronunció las primeras palabras que se le ocurrieron.

—¿El señor Brown?

Ante su sorpresa el hombre se hizo a un lado.

—Arriba —dijo, señalando por encima del hombro con el pulgar—. La segunda puerta a la izquierda.

Tommy subió.