—Bien —dijo Tuppence recobrándose—, es como si estuviésemos predestinados.
Carter asintió.
—Sé lo que quiere decir. Yo también soy supersticioso. Creo en la suerte y todo eso. El destino parece haberla escogido para mezclarla en esto.
Tommy se permitió una risita.
—¡Cielos, no me extraña que Whittington levantara el vuelo cuando Tuppence pronunció ese nombre! Yo hubiera hecho lo mismo. Pero escuche, lo estamos entreteniendo mucho. ¿Tiene que hacernos alguna advertencia antes de marcharnos?
—Creo que no. Mis expertos, que trabajan con sistemas clásicos, fracasaron. Ustedes aportarán a esta empresa su imaginación y una mentalidad abierta. No se desanimen si eso tampoco les conduce al éxito. Tengan en cuenta que es muy probable que los hayamos asustado.
Tuppence frunció el entrecejo, desconcertada.
—Cuando usted sostuvo su entrevista con Whittington, tenían tiempo por delante. Las informaciones que tenemos apuntan a que el gran coup sería a principios de año. Pero el gobierno está estudiando una serie de leyes que acabará definitivamente con la amenaza de una huelga general. No tardarán en enterarse, si es que no lo saben ya, y es posible que decidan adelantar la intentona. Espero que así sea. Cuanto menos tiempo tengan para madurar sus planes, mejor. Solo tengo que advertirles que no disponen de mucho tiempo y que no deben desanimarse si fracasan. De todas formas, no les propongo nada fácil. Eso es todo.
Tuppence se puso en pie.
—Creo que es momento de hablar de cosas prácticas. Exactamente, ¿hasta dónde podemos contar con usted, señor Carter?
—Dispondrán de fondos dentro de un límite razonable, de información detallada sobre cualquier punto, pero no contarán con ningún reconocimiento oficial. Quiero decir que, si tienen complicaciones con la policía, me será imposible ayudarles oficialmente. Ustedes trabajan por su cuenta y riesgo.
—Lo comprendo muy bien —dijo Tuppence—. Le haré una lista de las cosas que deseo saber cuando haya tenido tiempo de pensar. Ahora, en cuanto al dinero…
—Sí, señorita Tuppence. ¿Desea decirme cuánto quiere?
—No es eso. De momento tenemos bastante, pero cuando necesitemos más…
—Les estará esperando.
—Sí, pero no quiero ser descortés con el gobierno, si usted tiene algo que ver con él, pero ya sabe el tiempo que se necesita para conseguir algo de él. Si tenemos que llenar un impreso azul, enviarlo y luego, al cabo de tres meses, nos envían uno verde y así sucesivamente… bueno, no iba a sernos de gran ayuda.
Carter se rio de buena gana.
—No se preocupe, señorita Tuppence. Usted envía una petición personal aquí y recibirá el dinero en efectivo a vuelta de correo. En cuanto al salario, ¿pongamos trescientas al año? Y desde luego, otro tanto para el señor Beresford.
Tuppence sonrió encantada.
—Estupendo. Es usted muy amable. ¡Me encanta el dinero! Le llevaré la cuenta detallada de todos nuestros gastos: el debe, el haber, el balance en el lado que corresponde y una línea roja a los lados con los totales. Sé hacerlo cuando me lo propongo.
—Estoy seguro de ello. Bien, adiós y buena suerte.
Les estrechó la mano y, a los pocos minutos, salían de la casa con la cabeza hecha un torbellino.
—¡Tommy! Dime enseguida quién es el «señor Carter».
El muchacho murmuró un nombre a su oído.
—¡Oh! —exclamó Tuppence, impresionada.
—Te aseguro que es estupendo.
—¡Oh! —volvió a exclamar la joven antes de agregar en tono reflexivo—: Me gusta, ¿a ti no? Parece muy cansado y al mismo tiempo da la impresión de que interiormente es como el acero, afilado y centelleante. ¡Oh! —Pegó un brinco—. ¡Pellízcame, Tommy, pellízcame! ¡No puedo creer que sea verdad!
Beresford la complació.
—¡Ay! ¡Ya basta! Sí, no estamos soñando. ¡Tenemos un empleo!
—¡Menudo empleo! La aventura ha comenzado de verdad.
—Es más respetable de lo que había imaginado —dijo Tuppence, pensativa.
—¡Por suerte yo no tengo tu afición a lo criminal! ¿Qué hora es? Vamos a comer, ¿eh?
Ambos pensaron a la vez en lo mismo. Tommy fue el primero en expresarlo.
—¡Julius P. Hersheimmer!
—No le hemos dicho nada al señor Carter.
—Bueno, no hay mucho que contar, por lo menos hasta que le hayamos visto. Vamos, tomemos un taxi.
—Ahora, ¿quién es el extravagante?
—Recuerda que tenemos todos los gastos pagados. Sube.
—De todas maneras causaremos mejor impresión llegando en taxi —dijo Tuppence, arrellanándose en el asiento—. ¡Estoy segura de que los chantajistas nunca viajan en autobús!
—Nosotros hemos dejado de serlo —le recordó Tommy.
—No estoy segura —dijo Tuppence en tono sombrío.
Preguntaron por el señor Hersheimmer en recepción y fueron acompañados enseguida a su suite. «¡Adelante!», exclamó una voz impaciente en respuesta a la llamada del botones, que se hizo a un lado para dejarles pasar.
Julius P. Hersheimmer era muchísimo más joven de lo que Tommy o Tuppence habían imaginado. La muchacha le calculó unos treinta y cinco años. Era de mediana estatura y con espaldas cuadradas que hacían juego con su mandíbula. Su rostro, belicoso, resultaba agradable. Todo el mundo lo hubiera tomado por norteamericano, aunque hablaba con un ligero acento.
—Veo que recibieron mi nota. Siéntense y díganme todo lo que sepan de mi prima.
—¿Su prima?
—Sí. Jane Finn.
—¿Es su prima?
—Mi padre y su madre eran hermanos —explicó Hersheimmer.
—¡Oh! —exclamó Tuppence—. ¿Entonces usted sabe dónde está?
—¡No! —Hersheimmer golpeó la mesa con el puño—. ¡Qué me aspen si lo sé! ¿Y ustedes?
—Nosotros pusimos el anuncio para obtener información, no para darla —replicó Tuppence, con severidad.
—Ya lo sé. ¿Acaso cree que no sé leer? Pero imaginé que tal vez conocieran su paradero actual y tan solo les interesaban sus antecedentes.
—Bueno, no nos importaría oír su historia —dijo Tuppence.
Pero Hersheimmer se mostró receloso.
—Oigan —exclamó—, esto no es Sicilia. Nada de exigir rescates ni amenazar con cortarle las orejas si me niego a pagar. Estas son las islas Británicas, de modo que déjese de negocios sucios o llamaré a ese enorme policía que veo allá abajo en Piccadilly.
—No hemos secuestrado a su prima. Al contrario, queremos encontrarla. Nos han contratado para buscarla.
Hersheimmer se recostó en su butaca.
—Pónganme al corriente.
Tommy le hizo un resumen bastante limitado de la desaparición de Jane Finn y de la posibilidad de que estuviera envuelta inocentemente en alguna «maniobra política». Dijo que él y Tuppence eran «investigadores privados» encargados de buscarla y agregó que por lo tanto le agradecerían cualquier detalle que pudiera darles.
El caballero movió la cabeza con gesto de aprobación.
—Está bien. Veo que me he precipitado. ¡Pero Londres me saca de mis casillas! Solo conozco el viejo Nueva York. Hagan las preguntas que gusten y las contestaré.
De momento, los Jóvenes Aventureros se quedaron cortados, pero Tuppence se rehizo y lanzó la primera pregunta que se le ocurrió y que había leído en las novelas policíacas.
—¿Cuándo vio por última vez a la di… a su prima, quiero decir?
—Nunca la he visto.
—¿Qué? —exclamó Tommy, asombrado.
—No, señor. Como ya dije antes, mi padre y su madre eran hermanos, como pueden serlo ustedes. —Tommy no le corrigió—. Pero no siempre se llevaron bien. Cuando mi tía decidió casarse con Amos Finn, que era un pobre maestro de escuela del Oeste, mi padre se puso furioso y dijo que si hacía fortuna, a lo que ya iba encaminado, ella nunca vería un centavo. Bueno, el caso es que tía Jane se fue al Oeste y nunca volvimos a saber de ella.
»El viejo hizo fortuna. Se metió en el negocio del petróleo, luego con el acero en ferrocarriles, y puedo asegurarles que tuvo en vilo a Wall Street. —Hizo una pausa—. Luego murió y yo heredé su fortuna. Bueno, ¿querrán creerlo? ¡Mi conciencia empezó a darme la lata! No cesaba de remorderme diciéndome: ¿Qué será de tu tía Jane allí en el Oeste?, y me preocupé. ¿Saben? Yo siempre creí que Amos Finn no haría nada bueno en esta vida. Al fin contraté a un hombre para que les buscara. Resultado: ella ha muerto, Amos Finn también, pero dejaron una hija: Jane, que iba en el Lusitania camino de Francia cuando fue torpedeado. Se salvó, pero desde entonces no se ha sabido nada de ella. Pensé que lo mejor era venir aquí y acelerar las cosas. Lo primero que hice fue telefonear a Scotland Yard y al Almirantazgo. Los del Almirantazgo casi me mandaron a paseo, pero en Scotland Yard estuvieron muy amables: dijeron que harían averiguaciones. Incluso esta mañana han enviado un hombre a recoger su fotografía. Mañana salgo para París. Quiero ver lo que hace la Prefecture. Me figuro que si voy de un lado a otro, metiéndoles prisa, tendrán que trabajar.
La vitalidad de Hersheimmer era tremenda y se inclinaron ante ella.
—Pero díganme, ¿la buscan ustedes por haber hecho algo malo? Por desacato a la autoridad, o algo así tan británico. Quizá una joven norteamericana de espíritu orgulloso encontrara sus leyes y métodos bastante fastidiosos en tiempo de guerra. Si se trata de esto, y en este país existe el soborno, compraré su libertad.
Tuppence lo tranquilizó.
—Bien. Entonces podemos trabajar juntos. ¿Qué les parece si comiéramos? ¿Quieren que nos sirvan aquí, o bajamos al restaurante?
Tuppence expresó sus preferencias por esto último y Julius se avino a sus deseos.
Las ostras acababan de dar paso a un lenguado Colbert cuando le presentaron una tarjeta a Hersheimmer.
—Otra vez. Ahora se trata del inspector Japp del Departamento de Investigación Criminal. Este es nuevo. ¿Qué espera que le cuente que no le haya dicho ya al primero? Espero que no hayan perdido la fotografía. La tienda de aquel fotógrafo del Oeste se quemó hasta los cimientos con todos los negativos y esta es la única copia que existe. La conseguí por el director del colegio.
Un temor indescriptible se apoderó de Tuppence.
—¿No… no sabe usted el nombre del policía que vino esta mañana?
—Sí, creo que sí. No sé. Espere un segundo. Estaba escrito en su tarjeta. ¡Oh, ya lo sé! Inspector Brown. Era un tipo muy corriente.