La historia y la geografía hispánicas han excitado desde antaño la curiosidad e imaginación de trotamundos ingleses. En las tres últimas centurias el Homo hispanicus y su morada han ofrecido sorprendentes y recias diferencias a los de la zonza Albión. Espíritus con nervio, en busca de rareza y aventura, de sobria y rancia virtud, de desfase y destiempo europeo, han tenido aquí su cita. Un buen número de audaces, saboreadores de platos fuertes, se alistaron, con sable y pluma, a uno y otro bando en las guerras carlistas, como lo hicieron más tarde otros compatriotas en la guerra civil de 1936. Lord Carnarvon (1827), J. F. Bacon (1835-36), el escocés C. F. Henningsen (1836), E. B. Stephens (1836), T. Farr (1838), C. F. F. Clinton (1838-39), A. Ball (1846), A. D. Barrie (1866-67), E. Borges (1872-73), C. L. Gruneisen (1874) y J. Furley (1876), entre otros, tomaron parte en las refriegas o al menos narraron algunas de las que presenciaron o idearon y/o elucubraron sobre las facciones y problemas políticos del país. Otros, como M. J. Quin y D. I. Davis, practicaron desde aquí la política periodista, a la que añadían fuertes pinceladas de sabor local.
Las relaciones de viajes con peripecias de posadas y truhanes, con apreciaciones personales del carácter de las gentes y descripciones costumbristas, algunas muy agudas e interesantes, llenan muchas páginas. Un elenco inicial de nombres daría estos al menos: W. Beckford (1787), Sir J. Carr (1809), J. Galt y J. C. Hobhouse (1809-10), Sir J. T. Jones (1811-12), M. Keatinge (1817), S. E. Widdrington (1829-32), L. Badcock (1835), M. Witson (1837), C. R. Scott (1838), W. H. Rule (1844), F. Hardman (1846), W. E. Baxter (1852), J. M. Graham (1866) y H. J. Rose (1875). Fuera de serie hay que clasificar al inefable Borrow (1835), mejor observador de lo que algunos creen, al metódico y competente R. Ford (1845), que recientemente ha sido reeditado en inglés, y al clérigo anglicano J. Townsend, que recorrió España en los años 1786-87 y cuya excelente obra —que está pidiendo a gritos traducción a nuestro idioma— es de primera importancia para el antropólogo, el historiador y el economista.
El viajero inglés no sólo se sirvió de su pluma para captar lo hispano. Dibujos, grabados, láminas, pinturas y litografías, algunas deliciosas, completan las narraciones de E. H. Locker (1824), D. Roberts (1832-33), J. F. Lewis (1833-34), T. Roscoe (1835), S. Crocker y B. Barker (1839), Lady Chatterton (1843) y G. E. Street (1865).
A pie hizo sus andanzas por nuestros caminos J. S. Campion por los años 1876 y 1877. Aventuras de a pie son también las recientes del incomparable y agitanado Walter Starkie, publicadas en español. En bicicleta hizo su periplo por nuestras tierras A. M. Bolton (1883). Y hace muy pocos años, una dama, Penélope Chetwode, con una mula por compañera, recorrió el sur, que describe con primor. Nina Epton es, sin duda alguna, excelente conocedora de nuestras tierras, tesoros artísticos, gentes, costumbres y aldeas. Sus libros sobre nuestras fiestas, emociones y pasiones, sus pulcras descripciones de nuestras costas y tradiciones tienen interior; cautiva porque sabe, y sabe porque sabe ver. Por último, los libros de viajes recientes por España de Laurie Lee y H. V. Morton son releídos con gusto por sus compatriotas.
Dentro de esta tricentenaria cadena bibliográfica, el libro que el lector tiene en sus manos constituye un eslabón especial. Su autor, Gerald Brenan, no requiere presentación. Otra de sus obras, El laberinto español, ha hablado ya por él. En septiembre de 1919 Brenan se halla en Inglaterra; acaba de batallar en la primera guerra mundial, en la que ha sido condecorado. Allí encuentra una sociedad hermética, con rituales y tabúes anquilosados. El ritmo de vida e ideas de la acomodada clase inglesa, la suya, le sofoca; no se ve a sí mismo sujeto a la rueda de una profesión monótona. Quiere respirar una atmósfera menos cargada, más pura, donde lo primero ocupe el primer puesto; quiere leer, pensar, imaginar sin bridas, quebrar la rigidez de su educación en una public school. Llena la maleta de libros, pone unas libras en su cartera y llega a la Alpujarra. En Yegen alquila una casa por ciento veinte pesetas al año y comienza, a los veinticinco de edad, su autoeducación.
Los libros que lee le conectan con el pasado cultural; pero a su vera, en su misma casa, fluye a borbotones la vida de un pueblo que él curiosea desde cerca. Así comienza el experimento Brenan en el arte de vivir. Gusta de la quietud, de las montañas, de las estrellas, del aire y del ruido de los regatos. Pero también pronto le fascina la pequeña comunidad, en la que todos se conocen y en la que cada uno tiene su perfil y estancia personal. Descubre espontaneidad en el vivir, un mundo premecánico, no cuadriculado, en el que lo humano parece gozar de prioridad sobre todo lo demás. La vida lugareña que día a día sorprende desde su ventana le coloca frente al Otro, contrapone al modo de vida alpujarreño el estilo sofisticado de un inglés, enfrenta dos culturas en una palabra. Bastará que la estancia se prolongue para que el Otro ofrezca un challenge intelectual a un espíritu tan observador como el de Brenan.
Determinado a arrancar el secreto que encierra un diferente modo de ser, desliza con dulzura vista y pluma sobre el lomo de la Alpujarra, detiene su retículo inquisitivo en Yegen, toma notas día a día y compone esta sugestiva visión sobre la comunidad y aspectos de la historia hispana. Describe costumbres, folclore y fiestas; presenta una galería de siluetas de caracteres locales —y extranjeros—; discurre y razona sobre la cohesión interna de la comunidad, sus fricciones, dramas y hostilidad, sobre la economía y quehaceres diarios de labradores y pastores, sobre el noviazgo, matrimonio y familia; delinea la posición del hombre y de la mujer y analiza el significado de creencias, rituales, valores, religión y muerte. En otras palabras, nos ofrece algo que se parece mucho a una monografía antropológica.
Ahora bien, y esto es precisamente lo que le confiere un encanto especial, la obra no es ni antropología ni poliantea. Es una original simbiosis de arqueología, historia, etnología y antropología, salpicada de sugestivas interpretaciones. Su narración de los primeros contactos con la gente los podría firmar como propios cualquier antropólogo en la iniciación de su estancia en una comunidad. Por otra parte, no se deja agostar por la rigurosa metodología antropológica, la sobrevuela; y sin embargo, el frescor y viveza de la observación, no coloreada por preceptos academizantes, produce una obra con capítulos de original pureza antropológica. El libro, muy distinto de los relatos de viaje ingleses de otras centurias, constituye el punto de arranque de otra orientación.
A partir de la década de 1940 comenzó a reanudarse la venida de ingleses a nuestro suelo con el propósito de escribir sobre nuestras maneras y costumbres; pero esta vez no se trata ya de viajeros en busca de aventuras o color local, sino de antropólogos sociales, quienes, equipados con técnicas especializadas, eligen comunidades para investigar nuestros modos de vida o sistemas socio-culturales, con arreglo a un cuerpo teórico de doctrina antropológica. La monografía que redactan sirve normalmente como tesis y esta es la base de una ulterior publicación especializada. J. Pitt-Rivers estudió un pueblo andaluz; M. Kenny eligió una comunidad de la provincia de Soria y una parroquia madrileña; J. Corbin y señora Corbin estudiaron la comarca de Ronda; F. Rigg pasó un año en un lugar murciano y R. Cooper ha investigado parte de la isla de Ibiza. El Pirineo aragonés ha sido el escenario de trabajo de campo de P. Adams, y el leridano, de N. Codd y M. R. Redclift. Los dos primeros, hoy profesores de la disciplina, publicaron ya el resultado de sus respectivas investigaciones.
¿Qué lugar ocupa el libro de Brenan en esta larga tradición narrativa inglesa? He escrito más arriba que se trata de un eslabón especial en la cadena; une los dos extremos. Sentimentalmente, el autor se engarza con la primera parte de la cadena, con el pasado; lo busca con nostalgia, por temperamento. En realidad Brenan en Yegen se busca a sí mismo. Pero en cuanto a enfoque y contenido no sólo preconiza, sino inaugura la científica perspectiva del presente. Dentro de esta nueva orientación es ya un clásico. Como clásico, su lectura cautiva; su sencillez y atractivo es tal que lo puede gozar un adolescente; su penetración y perspicacia hacen de él lectura necesaria para todo el que pretenda iniciarse en el trabajo de campo antropológico. Y para todos estas páginas son una delicia. Además, hacen pensar.
Carmelo Lisón Tolosana