XXI. Epílogo

Más de veinte años han pasado desde que dejé Yegen y tal vez el lector quiera saber lo que pasó entre tanto, y especialmente lo que sucedió durante la guerra civil. La política, como ya he dicho, tenía un carácter puramente local en la Alpujarra. Continuó siendo así incluso después del establecimiento de la República y la rápida expansión de las ideas izquierdistas por grandes zonas del país. Aunque recuerdo a María, en 1933, diciéndome de cierto hombre que había vuelto de trabajar en una fábrica de Málaga que «era uno de esos a los que el gobierno les paga tantas pesetas al día por no creer en Dios», resultó que la idea más radical que trajo consigo fue el vegetarianismo. Nadie en Yegen, con la excepción del tendero, el cura y el médico, había oído hablar nunca de socialismo, anarquismo o comunismo, y el sentimiento con respecto a la Iglesia no era de hostilidad ni anticlericalismo, sino de simple tibieza.

Sin embargo, a medida que aumentaba la tensión política en España, el movimiento sindical extendió sus centros de propaganda a lugares hasta entonces no afectados. Así, en 1934, se estableció en Cádiar un centro local del sindicato socialista, muy fuerte en Granada, mientras que el sindicato anarcosindicalista se difundió hacia el oeste desde Almería, invadiendo Berja y Adra. Luego, el 18 de julio de 1936, estalló la guerra civil. Las guarniciones militares que había en cada capital de provincia se alzaron contra la administración civil y el primer día de lucha decidió si habían ganado o perdido. Muy pronto se supo que las autoridades republicanas habían sofocado los levantamientos en Málaga y Almería, pero que en Granada la guarnición, que era más fuerte, pues contaba con una unidad de artillería, se había impuesto. Aquella noche, y durante las dos siguientes, todos los lechos arenosos de los ríos y los escarpados caminos de mulas de la Alpujarra, desde las afueras de Almería hasta las plantaciones de caña de azúcar de Motril, se llenaron de caravanas de caballos y mulas cargados de hombres, mujeres, niños y ropas de cama. Era la gente más importante de la región, los terratenientes, médicos, curas y tenderos, toda la gente gorda o de categoría, que huía hacia Granada en busca de protección, y ninguno de sus paisanos se opuso a su partida. Luego se crearon fuerzas de milicia en los dos bandos y los frentes quedaron establecidos. Los republicanos ocuparon la totalidad de la costa marítima y toda la parte central y oriental de la Alpujarra, mientras que los nacionales, que eran más cautelosos, no se aventuraron más allá de Lanjarón. Órgiva fue evacuada y quedó entre las líneas, que permanecieron fijadas en esas posiciones hasta el final de la guerra.

Entre tanto, detrás de los frentes, se estaba organizando en ambos bandos lo que se podría llamar una guerra interior. En Granada, donde la pequeña guarnición se sentía casi sumergida por las masas hostiles de la clase trabajadora, el plan desde el principio fue gobernar mediante el terror. Día tras día, se llevaron a cabo ejecuciones en una escala impresionante. En Almería los fusilamientos empezaron más gradualmente, pero, estimulados por lo que estaba ocurriendo allá al lado, fueron aumentando hasta llegar a su clímax. En una guerra civil hay suficiente odio y recelo en el ambiente como para que sea posible cualquier cosa, de modo que en el estancamiento de los frentes la competencia en cuanto a quién podía matar a mayor número de no combatientes se puso a la orden del día. No obstante, por regla general estas cosas sólo sucedieron espontáneamente en las grandes ciudades. La solidaridad de los pueblos impedía hacer daño a las personas que pertenecían a la propia comunidad, y en la Alpujarra, donde nunca había existido odio entre las clases, donde todas las familias ricas habían huido, ese fue el caso. Con todo, hubo asesinatos. En territorio nacional, en el oeste, camiones conducidos por miembros de las juventudes falangistas y católicas de Granada recogían a los campesinos cuyos nombres figuraban en sus listas, los conducían al barranco de Tablate, donde una imagen de la Virgen de las Angustias contemplaba desde arriba la carretera, y los ametrallaban. En territorio republicano, al este, camiones conducidos por miembros de las juventudes anarcosindicalistas de Almería, completamente pintados de siglas y consignas y erizados de armas, se dirigían a los pueblos y ordenaban a los alcaldes que les entregaran a los fascistas. Cuando estos hombres sencillos, campesinos o artesanos, que no sabían lo que significaba la palabra fascista, les decían que todos habían huido, los jóvenes de los camiones, que no querían verse privados de su deporte, volvían por la noche y, apoderándose de ciertas personas cuyos nombres les había dado mientras tanto algún confidente, las conducían fuera del pueblo y las fusilaban en la cuneta de un barranco apropiado. En casi todos los casos estos hombres eran campesinos que habían sido denunciados por alguien que les debía dinero o que sentía rencor hacia ellos.

Y ahora, los milicianos reclutados en Almería empezaron a llegar y fueron acuartelados en las casas de la gente que había huido. Las iglesias de Berja, Cádiar, Válor, y sin duda de otros lugares, fueron quemadas por grupos de incendiarios, mientras que la de Ugíjar, utilizada como polvorín, estalló accidentalmente. Nada de esto, sin embargo, ocurrió en Yegen. O era demasiado humilde para llamar la atención de los camiones visitantes o no había ningún confidente que hiciera denuncias secretas. El pueblo se salvó, pues, y aparte del breve encarcelamiento de su alcalde, Facundo el carpintero, se libró de las represalias que siguieron a la victoria de los nacionales. Se puede decir que muy pocos pueblos al sur o al este de Madrid salieron tan bien parados.

A la guerra civil siguió un período de hambre que, prolongado por una terrible sequía, duró hasta 1949. Sin embargo, esto trajo riqueza y prosperidad a los pueblos de Sierra Nevada. En aquellas aldeas de la alta montaña nunca podía faltar de verdad el agua, así que las cosechas crecieron con normalidad, mientras que el precio de los alimentos subía vertiginosamente para cubrir la demanda del mercado negro. Por primera vez en su historia, los campesinos de estas remotas regiones obtuvieron una justa recompensa por su trabajo. Algunos ahorraron dinero y emigraron con sus familias a Argentina, otros compraron tierras y aumentaron sus posesiones, y todos, salvo los muy pobres, se encontraron en mejor posición que antes.

Esto, al menos, fue lo que me contaron cuando volví a España el último año de la sequía. María y Rosario habían regresado para ver a su familia y, de vez en cuando, la gente de Yegen viajaba a Málaga y visitaba nuestra casa. Pero yo no podía reprimir el deseo de ver de nuevo el pueblo por mí mismo. Por eso, un día de mayo de 1955, mi mujer y yo emprendimos el camino.

El autobús nos llevó a Almería. El lugar era el mismo, pero ¡cómo había cambiado su apariencia desde que lo viera por última vez! La pequeña ciudad muerta, tan encantadora en su animada inmovilidad, como el reflejo de una ciudad de cartón piedra en las aguas agitadas, había iniciado una actividad que parecía extraña a su naturaleza. ¿Dónde estaban ahora aquellas peluquerías limpias y brillantes en las que uno podía pasar una hora mientras le afeitaban y lavaban la cabeza, y salía de allí convertido en un jardín ambulante de heliotropos y jazmines? Todo se había acabado. ¿Dónde estaba el casino, a través de cuyas ventanas se podía ver, como a través de los cristales de un acuario, una colección de seres gloriosos, inmóviles todo el día como dioses en sus butacones de cuero, absorbidos en la profunda satisfacción de ser quienes eran? El edificio aún existía, pero ahora sus inquilinos hablaban o leían o tenían expresión en el rostro. Estaba claro que la ciudad se había cansado de su papel de Narciso y, con la ayuda de algunos planes de desarrollo cocidos en Madrid, se había lanzado a la vida activa.

Cogimos el tren de Almería a Guadix y, desde allí, alquilamos un coche para atravesar Sierra Nevada por una carretera muy mala, construida durante la guerra civil, y que la cruzaba por el puerto de la Ragua, un paso situado unos cuantos kilómetros al este del puerto del Lobo. La venta, en la cara norte, que en la primavera y el otoño, cuando se anunciaban ventiscas, solía dar una cierta seguridad a los viajeros, era ahora una choza de pastores; en el pasado había tenido una reputación siniestra por los asesinatos y robos cometidos en ella. Llegamos a la cima. Retazos de nieve como largas sombras blancas, retazos de césped salpicado de gencianas y saxífragas, un pastor solitario entre sus ovejas. Luego descendimos 1.500 metros hasta Ugíjar, que con sus nidos de olivos grises como plumas encajonados entre las escarpas lisas y rojizas parecía haber cambiado muy poco. La dueña del parador, una mujer corpulenta, de aspecto gitano, que estaba allí desde la época de las diligencias tiradas por caballos, me reconoció enseguida: «Así que ha vuelto usted», dijo. «Pues le diré a usted una cosa: por aquí hemos pasado malos tiempos. Yo he estado en la cárcel, mi marido murió por el trato que le dieron, mi hermano también. Quién fuera inglés o francés». Pero ¿en qué lado había estado? No me lo dijo, y vi tanto resentimiento bajo sus modales desenvueltos que ni siquiera tuve ganas de hacerle la habitual pregunta precavida: «¿Fue en los primeros días o más tarde?». Porque, aparte de la ficción, que nadie salvo la prensa sostenía ya, de que sólo en el otro bando se cometieron horrores, parecía que había una actitud de vaguedad calculada al hablar de aquel tema. La frase que hoy se escucha a menudo es que fulano de tal «sufrió por sus ideas», como si las ideas fueran una especie de viruela que matara a uno o lo marcara para toda la vida, pero cuáles son esas ideas, si eran las de los rojos o las de los falangistas, ahora no importa a nadie, aunque en la conversación hay aún una cierta aversión a definirlas. Esta pequeña hipocresía —típico ejemplo de cicatriz— demuestra que, a pesar de los esfuerzos de la Falange por mantener vivo el recuerdo de la guerra civil, las heridas que causó están sanando. La propaganda oficial, al insistir tanto y de modo tan agotador, ha malogrado sus propios objetivos.

Después de comer alquilamos un mulero y una mula para que nos llevara a Yegen. Naturalmente, no cogimos la carretera que serpentea por la ladera de la montaña, sino el camino directo. Mientras trepábamos por los largos riscos pedregosos, que antes de la plaga de filoxera habían estado cubiertos de viñas y después no se habían vuelto a plantar, me sorprendió ver la buena cosecha de trigo, de más de medio metro de altura, que crecía sin riego. Esto demostraba que las tierras buenas habían dejado de arrinconar a las más pobres. Por entonces habíamos subido casi hasta el nivel de las colinas mamelonadas y hacía más fresco. Empezó a soplar una suave brisa, había un olor a tomillo y a lavanda, y el golpeteo de las herraduras sobre las piedras sueltas salpicaba el silencio con pequeños puntos de sonido.

Pasamos el puente natural que comunica las tierras onduladas de tiempos del cuaternario con el antiguo flanco de la montaña, y empezamos a trepar por la escarpada pendiente. Los olivos cerraban el camino, el trigo crecía alto y abundante en las terrazas y el agua corría por todos lados. Olía a tierra mojada y a menta machacada. Luego el camino se hizo llano para correr a lo largo de un canal de riego y llegamos a los primeros muros de piedra gris del pueblo. Un grupo de viejas habían sacado fuera sus sillas y estaban sentadas allí: cabellos blancos, rostros apergaminados, ojos legañosos, vestidos del color de la piedra pómez, gastados y deshilachados por el uso y los lavados. Al acercarnos dejaron de hablar. Las vi mirar, dudar, mirar otra vez y, al fin, acercarse una a una con las manos tendidas: «¡Pues sí, es don Geraldo!». Los pobres en estos países soleados envejecen rápidamente, y me fue difícil reconocer en ellas a las jóvenes casadas y a las muchachas solteras que habían venido a mis primeros bailes.

Un poco más allá nos detuvimos en casa de Enrique, el hermano menor de María, que nos iba a alojar. Su mujer, Dolores, nos esperaba y con ella estaba su hija única, una chica extraordinariamente bonita, de unos diez años, llamada Mariquilla. Con su semblante modestamente alegre tenía el aspecto de saber que era la futura heroína de un cuento de hadas, y como sus padres gastaban todo el dinero que podían ahorrar en ropa para ella, parecía, en aquel desastrado mundo campesino, una princesa. Pero, en general, observé que los niños estaban mejor vestidos que antes. Muchas de las casas habían sido blanqueadas, en la iglesia había un reloj que daba la hora y don José Venegas, el tendero y miembro más ilustre de la comunidad, había instalado —se nos dijo inmediatamente— un retrete en su casa. Fuimos a visitarle. Su mata de pelo, que en su día había sido negra, era ahora de un blanco sedoso, pero, a pesar de ello, nos dijo, se habría conservado aún más joven si no hubiera tenido la desgracia de haber sido asaltado unos años antes por los rojos de la sierra, que le habían golpeado salvajemente para que les dijera dónde tenía escondido su dinero. Después de aquel percance había pasado varias semanas en un hospital. En cambio, su mujer, doña Cándida, no parecía haber cambiado nada en treinta años. El pelo de las mujeres españolas, a menos que pertenezcan a las clases trabajadoras, está misteriosamente exento del destino habitual de las cabelleras y mantiene su color negro como el alquitrán y su lustre hasta el final. Tampoco tenía arrugas. Regordeta y suave, bondadosa y sonriente, con los ojos dulces como caramelos y brillantes como azufaifas, nos llevó a su pequeño jardín y nos enseñó su colección de flores.

«Sí», nos dijo don José mientras nos servía una copa de coñac en su oficina, «se puede decir que las cosas ahora están mucho mejor que cuando usted estuvo aquí la última vez. El autobús de Granada para aquí diariamente, todos los niños van a la escuela, los subsidios de vejez, que acaban de ser aumentados, han hecho mucho por los pobres. Incluso los árboles de la plaza, que antes no crecían porque nadie los regaba, han crecido y dan sombra. La próxima cosa tendrá que ser la sanidad moderna; quizá sepa usted que ya he dado un modesto empujón en ese sentido. Pero en una cosa estamos peor que antes: apenas vemos pescado fresco. Antes de la guerra, como usted quizá recuerde, los hombres solían traerlo todas las noches en mula desde la costa, pero hoy, con mucho trabajo y buenos sueldos, nadie quiere tomarse tantas molestias para ganar unas pocas pesetas. Así que como no hay carne excepto cuando las cabras tienen cabritos, tenemos que aguantar con garbanzos, lentejas y bacalao, lo que al final se hace un poco monótono».

—Pero —dijo la mujer— no debemos quejarnos.

—Desde luego que no —contestó don José—. La vida es sencilla aquí, pero es muchísimo más sana y sensata que en las ciudades.

Desde la tienda del pueblo fuimos a ver mi vieja casa. La puerta grande que daba al patio estaba abierta, y una mujer muy anciana, vestida sencillamente, de negro, estaba sentada a la entrada. Detrás de la silla estaba la criada, una mujer joven de aire solemnemente aburrido pero deferente, y frente a la anciana —esa era la razón por la que estaba sentada allí— un albañil hacía ligeras reparaciones en el yeso. Una ramita de vid colgaba de la pared gris sobre sus cabezas, y en el aire de rústico refinamiento de la anciana y la postura ceremoniosa de la criada creí estar viendo un daguerrotipo del siglo pasado. Era la hermana de don Fadrique, que hacía más de cincuenta años que se había casado y marchado a vivir a Murtas. Desde entonces hasta la muerte de doña Lucía, cuando heredó la casa, nunca había vuelto a Yegen, ya que, como su hermano y su hermana no se hablaban y gobernaban el pueblo como caciques rivales, no habría podido quedarse con uno sin ofender al otro.

Me presenté y vi un destello de reconocimiento en sus ojos. Nos invitó a entrar en la casa. Pero yo sabía que los refugiados que la ocuparon durante la guerra la habían estropeado bastante, y que la pared exterior del granero, que yo había convertido en mi salón, se había caído y no había sido reconstruida. Le agradecí la invitación pero la rechacé, porque no tenía ganas de ver la casa en aquel estado.

Aquella noche, después de cenar, un grupo de viejos amigos, que sabían de mi llegada al pueblo, aparecieron en casa de Enrique. Se pidieron sillas a los vecinos y se organizó una tertulia en la habitación de arriba. Juan el Mudo, todavía guapo y alto; Federico, el filósofo sibarita; Cecilio y sus hermanas; José Pocas Chichas, ahora casado y padre de una crecida familia; las hijas del tío Maximiliano y del tío Miguel Medina; las dos jóvenes Ratas, Isabel y Ana, y otros cuyos nombres no han aparecido en este libro. Algunos se habían esparcido por toda España durante la guerra y muchos habían fallecido, entre ellos mi buen amigo Paco, que después de emigrar a Argentina con su familia había caído muerto repentinamente en el campo. Pero ¿dónde estaban los jóvenes rostros que yo recordaba? Todos aquellos que se sentaban en torno mío tenían el pelo blanco o gris plateado, sus mejillas estaban arrugadas y subían la escalera con trabajo. La gente a la que yo me volvía instintivamente para reconocer, los hombres y mujeres de veinte y treinta años, me miraban con sus rostros vacíos. Tenía que esforzarme para entender que, aunque el pueblo en su conjunto no había cambiado, cada una de las hojas de cada uno de sus árboles era diferente.

Hablamos del pasado. Juan llevaba la conversación con recuerdos de la sierra, su ganado, sus ladrones e incluso sus lobos, y los otros hablaban de cosas que habían ocurrido en el pueblo. Luego surgió algún nombre, el nombre de una persona que ya había muerto, y mientras las mujeres suspiraban fuertemente, los hombres agachaban gravemente la cabeza. «La vida es un soplo», decía uno de ellos, y otro contestaba: «La muerte no para», o «Venimos emprestados». Luego, tras otra pausa y otra tanda de suspiros, la conversación recomenzaba sobre un tema distinto.

La noche estaba silenciosa. No ladraban los perros ni cantaban los gallos. No se oían voces fuertes y rudas bajo la ventana. Después amaneció, y con el sonido de los cascos sobre los guijarros y el ruido de las cabras y las vacas, el pueblo se vació en los campos. Tomamos un poco de café y salimos. Allí, frente a nosotros, en el primer hueco de la calle, se extendían las grandes llanuras de aire y, más allá, el inextricable laberinto de las montañas de color. El sonido del agua estaba en todas partes y había una sensación de verdor y de frescura. No, me dije a mí mismo, la idea que me había hecho de este lugar no era ninguna ilusión.