En la primavera de 1929 volví a Yegen, después de cinco años de ausencia. Tenía ganas de volver a ver el pueblo otra vez, aunque recuerdo que al acercarme a él en coche desde la costa mis primeras impresiones fueron desalentadoras. Mis visitas a las galerías de pintura habían hecho que mi mirada fuera más la de un pintor que la de un poeta o un aviador y, por eso, la vasta sucesión de Sierra Nevada y sus contornos bajos y llanos me dieron la impresión de ser monótonos y faltos de vida. Me preguntaba por qué había elegido la única montaña de Andalucía carente de dramatismo para hacer en ella mi casa. Sin embargo, al irme acercando más al pueblo, la sensación aquella desapareció. La confusa masa de cubos grises en la luz declinante, los rostros familiares, mi casa con muebles campesinos, las estanterías de libros, mi silla y la mesa redonda con la comida puesta, me llenaron de sorpresa y animación. ¿Me pertenecía todo esto? ¿Podría retirarme a esta existencia pura y tranquila después de la estrechez y el ruido de Londres? Veía ante mí los meses largos y monótonos, tan sólo interrumpidos por ocasionales visitas de amigos, en el ambiente sereno e intemporal del pueblo.
Porque la palabra era serenidad. Ni siquiera habían pasado veinticuatro horas cuando volvió a mí la vieja impresión de altura y de quietud, de campos de aire que se extendían ante mí y de torrentes de agua que caían a mi espalda, y me di cuenta que Yegen tenía algo que le diferenciaba de todo lo demás. El momento en que lo captaba mejor, y cuando se presentaba con mayor intensidad, eran las noches de luna llena. De pie sobre el terrado veía cómo la tierra se revelaba en fiesta por todas partes, y me parecía que navegaba en la proa de un barco en travesía por un océano petrificado. O que el barco se transformaba en un avión que se deslizaba sobre un caos negro y gris, hasta que al rozar quizá un diminuto jirón de nube, ponía rumbo a la estratosfera. Y, además, qué silencio; un silencio tan profundo, tan amplio que se medía por el sonido del agua que caía, o por un ocasional e incitante rasgueo de guitarra. Aparte de esto ninguna señal de vida humana, tan sólo las luces de los pueblos distantes —Jorairátar, Alcolea, Paterna, Mairena—, que yacían como constelaciones en la vaga inmensidad. Por el día el aspecto era, por supuesto, diferente. Se veían las pendientes de las montañas, que ascendían y descendían en terrazas sobre las que crecía el trigo hasta la altura de los hombros, mientras que los olivos dejaban caer sus ramas hasta casi rozar las orejas. A lo largo de los linderos había higueras, moreras, granados y melocotoneros; había emparrados, bosquecillos de álamos, y en todos los lugares por donde uno pasaba escuchaba el sonido del agua y se veía una confusión de azules, rojos y púrpuras que cambiaban, a medida que el sol ascendía, a un deslumbrante baño de ocres pálidos y amarillos. Este era el escenario sobre el cual las distantes montañas flotaban delgadas e irreales como bandas de cartón pintado. Lavada por el aire del océano, aislada por los precipicios y la altura, la aldea abrazaba contra sí su propia vida. Aun los ruidos se amortiguaban. Ni los perros ladraban, ni los niños chillaban; no se escuchaban conversaciones en tono agudo ni ese sonido peculiar, ronco y ruidoso, que rasga los oídos de los extranjeros en las ciudades españolas. El tono del habla era suave y, si alguien gritaba, si un gallo cantaba, un burro rebuznaba o un vendedor ambulante pregonaba sus mercancías, el sonido se disipaba enseguida en el silencio. Esto confería un aire de paz al lugar. Tosco, sencillo, primitivo, rico solamente en cereales y frutales, si bien destilaba en sus costumbres muchos siglos de historia, Yegen parecía lleno de ecos de la Edad de Oro.
Pero, incluso en los lugares ideales, las cosas, si realmente están vivas, deben ir un poco mal. Así ocurrió: apenas hacía dos días que estaba allí cuando me di cuenta que la situación en mi casa no era ya la de antes. Mi criada y ama de llaves, María Andorra, había llevado la dirección de la casa durante mi ausencia y había cambiado profundamente. Poco después de mi partida, su hermana Pura había muerto, al parecer de una desnutrición, resultado de su neurótica inhibición ante la comida, y no había dejado ningún heredero directo, pues su único hijo era un tísico que había fallecido antes que ella. En su lecho de muerte había donado sus propiedades, que valían como máximo dos mil quinientas pesetas, a María, para evitar el impuesto del registro de testamentos, pero había olvidado incluir la vaca y unas cabras. Esta omisión fue seguida por un pleito con la Justicia, que María acababa de perder. La cantidad debatida no subía de las treinta pesetas, pero urgida por Cecilio, aquel genio maligno de ojos brillantes y nariz de halcón, que era uno de esos tipos a los que les gustan los pleitos, ella estaba decidida a apelar. Desde que había heredado las tierras de su hermana había perdido la cabeza y todo sentido de la realidad.
Un efecto de este cambio en María fue que mi casa ya no estaba totalmente en paz y a mi disposición. Tenía que someterme a que mi cocina fuera ocupada todas las tardes por Cecilio y sus amigos, que discutían de pleitos y de cuál era la mejor manera de tratar con la Justicia, o de que los establos de la planta baja se llenaran de vacas y cabras; las gallinas invadían el patio, un burro rebuznaba bajo mi sala de estar, y todas las habitaciones estaban infestadas de pulgas, que aquellos animales traían consigo. En medio de todo esto María andaba de acá para allá, manchados su jubón y su falda, los rasgos cansados y macilentos, la tez amarillenta, los ojos tristes y sin vida, quemándose en una especie de frenesí de astucia, entregada su entera naturaleza a su obsesión. En algunos momentos, estaba tan fuera de sí que decía que la casa entera era suya y yo debía pagarle el alquiler, pues don Fadrique se la había dejado en su lecho de muerte.
Los que han vivido mucho tiempo en los pueblos del sur de Europa se habrán percatado de cuántos de estos insignificantes dramas de la vida campesina recuerdan a los de la tragedia griega clásica. Los hados, las furias, las lujurias y los odios catastróficos, ejemplos de hubris y pasión demoníaca se aclimatan, aunque vestidas pobremente y a un nivel muy inferior, en estas comunidades, porque el apasionado temperamento de los sureños, al no encontrar salida válida en la pobreza y estrechez de sus vidas, permite que sus deseos y resentimientos se acumulen hasta convertirse en obsesiones. Un ejemplo de esto era el caso de mi sirvienta María. Pero si he de contarles su historia debo dar marcha atrás unos seis o siete años, hasta el tiempo de mi anterior residencia en Yegen.
De las varias personas que se tomaban la molestia de hacerme visitas formales, la más persistente era un hombre alto, bien parecido, de cerca de treinta años llamado Paco Cobo. Era este un campesino que con la ayuda de su padre trabajaba en la pequeña porción de tierra de su familia, pero por las tardes se ponía un traje bastante limpio y una camisa limpia también y se convertía en un caballero. En aquellos tiempos había en España un partido político llamado los Jóvenes Mauristas, que anticiparon algunas de las actitudes del fascismo, y Paco, influido por un vistazo distraído a un periódico de Granada, se consideraba como uno de ellos. Dando un golpe con su bastón de cabeza de mármol en el suelo decía: «Palo. Hay que darles palo. Lo que los obreros españoles necesitan es una buena paliza». Y describía gustosamente cómo el general Martínez Anido trataba a los huelguistas en Barcelona. Como yo prestaba poca atención a estas cosas, encontraba aburrido a aquel joven estúpido y presumido, que nunca reía ni sonreía y, como él parecía pensar lo mismo de mí, me preguntaba por qué me hacía tantas visitas.
Alrededor de un año después lo descubrí. Había hecho un corto viaje a Inglaterra y cuando regresé me encontré con que durante mi ausencia María había dado a luz, en precarias condiciones y en secreto, a un sietemesino. ¿De quién era? De don Fadrique, decía ella, y al principio la creí, porque lo había visto entrar alguna vez en su habitación de puntillas por la noche, tarde. Pero apenas se había hecho público el asunto cuando llegó de Granada la noticia de que don Fadrique estaba muy enfermo de tifoideas. No se esperaba que se recuperara; luego murió y, en el lecho de muerte, juró ante el crucifijo que el niño no era suyo. Como en España no hay secretos, aunque sí mucha reserva y discreción, empezó a correr la especie de que el niño era de Paco Cobo.
Apenas había concluido el funeral cuando doña Lucía, vestida del luto más riguroso, llegó al pueblo y se estableció en una habitación reservada para ella que estaba al otro lado del patio en la casa del tío Maximiliano y de la tía Rosario. Había venido apresuradamente para recoger a María las llaves de los almacenes y del depósito de muebles que esta tenía en su poder. Muchas de las cosas y mucho del aceite de oliva faltaban, porque María se había dedicado durante dos noches a quitarlas. Sin avisar a la Justicia, y con el escándalo consiguiente, nada podía hacer doña Lucía. Pero ella mostraba en cada palabra que dirigía a su antigua sirvienta el odio y el desprecio que le profesaba, y la única respuesta de María era inclinar la cabeza y escabullirse.
Durante la primera o segunda semana siguiente empecé a conocer a la viuda del dueño de mi casa mucho mejor que antes, ya que todas las tardes me invitaba a tomar una taza de café en su habitación, y nos quedábamos hablando hasta por la noche. Era ella una mujer delgada, parecida a un pájaro, de unos cuarenta años, casi japonesa por el aspecto de su rostro, que había visto morir a sus seis hijos y luego a su marido, uno tras otro, y que, además, había sido hondamente humillada por lo de la querida. Todas estas cosas habían destruido las esperanzas que pudiera tener en su vida, pero habían dejado intactas las que depositaba en la gente joven, que mantenía con toda la ilusión y el romanticismo de una colegiala. Educada en la lectura de las novelas de Walter Scott y de las poesías de Zorrilla y de moderada religiosidad, veía el futuro de los jóvenes de couleur de rose, porque depositaba en él sus juveniles sueños de felicidad. Uno de estos sueños se refería a Ángela, la hija que María había tenido de don Fadrique. Me dijo que hacía tiempo que deseaba adoptarla y rescatarla del ambiente en que era educada, pero que cada vez que se disponía a hacerlo se volvía atrás en su decisión porque tenía miedo de caer bajo el poder de la madre de la muchacha.
—Ahora esa mujer vil se ha excedido con sus mentiras y robos. ¡Qué crueldad y qué monstruosidad! ¡Que semejante mujer pueda echar a rodar las posibilidades de su hija!
—Pero, seguramente —dije—, si usted adopta a la niña legalmente, María perderá sus derechos sobre ella.
—Esto es lo que me han dicho —respondió ella, suspirando—. Pero ¿cómo puedo estar segura de que si yo dejo a la muchacha las propiedades de mi amado Fadrique ella no permitirá que vaya a parar algo a manos de ese monstruo?
Seis años habían pasado tras aquella conversación y me encontraba de nuevo en Yegen. Mi primera impresión al entrar en la puerta fue ver que Ángela se había transformado de una sencilla, estirada y correcta niña en una bonita y tiernamente sonriente muchacha de diecisiete años. Me besó calurosamente. Mirándonos, impasible, desde un rincón del hogar de la cocina, estaba un joven campesino, cuyo nombre me dijeron que era Ángel. Todas las noches llegaba y se sentaba allí, en un silencio pesado y huraño, hasta la hora de acostarse, por lo que yo pensé que era el novio de la chica. Pero no, me dijo María que no había nada en absoluto. Era un asunto de niños que habían superado ya. Ángel era un pobre chico que nunca heredaría nada y Ángela tenía muchas posibilidades. ¿No heredaría la propiedad entera de su padre, con la granja en la montaña y todo, a la muerte de doña Lucía? Con tal idea repentinamente alojada en su cabeza, entraba en la cocina, empezaba a maltratar a su hija, a la que echaba de allí, y, murmurando insultos casi inaudibles, le daba la espalda a Ángel, que permanecía quieto como un tronco en su rincón.
Durante las primeras semanas estuve demasiado ocupado en mis propios asuntos para hacer caso de aquellos dos jóvenes. Durante los años pasados en Inglaterra había tenido una vida bastante plena y ahora encontraba vacía mi casa española. La novela que estaba escribiendo se negaba a seguir adelante y empecé a buscar en torno mío algún estímulo que, por supuesto, sólo podía tomar la forma de alguna mujer. Una nueva cosecha de muchachas había crecido desde mi última estancia en el pueblo y, en general, parecían más bonitas, más alegres y más habladoras que las de antes, ya casadas y, como dice la expresión española, cargadas de hijos.
—Mañana vamos a tener un baile —le dije a María—. Haz que vengan Antonia, Paca, Lolita, Carmen y Dolores. Y compra dos botellas de anís en lugar de una.
Yo había decidido que si tenía que aguantar las cabras, vacas, gallinas y todo el jaleo de los asuntos legales de mi sirvienta y su deplorable cocina, ella debería servir a mis intereses en un papel que me constaba entendía a la perfección.
Y entonces ocurrió algo que nunca hubiera creído posible. Me di cuenta que María estaba empujando a su hija hacia mí, de la misma manera que su madre, la comadrona, la había empujado a ella hacia don Fadrique, y de que esa era la razón por la que estaba tan molesta con Ángel. Me estaban ofreciendo una chica. Comprendí lo suficiente la situación y el carácter de Ángela como para asombrarme por ello, aunque he de decir en favor de María que estaba actuando a la antigua manera habitual al tratar de «situar» a su hija en una casa grande. Durante generaciones, los caciques de los pueblos españoles habían tenido como queridas a las más bonitas hijas de las viudas de la localidad, de la misma manera que los antiguos terratenientes ingleses disponían de una selección de sus aldeanas y los plantadores sureños, hasta la Guerra de Secesión americana, tenían a su disposición la flor y nata de sus esclavas negras. Esta era una de las formas más benévolas con que funcionaba el feudalismo decadente. Pero antes de que tuviera tiempo de adivinar los sentimientos reales de la muchacha ante una propuesta semejante, ocurrió una cosa aún más inesperada. Llegó una carta de doña Lucía en la que se leía que si Ángela era la muchacha dulce y bonita que decían, no sería sorprendente que yo me enamorase de ella, y que no debería yo frenarme por el hecho de que no tuviera medios de fortuna, pues estaba dispuesta a legarle, el día de nuestra boda, todas sus propiedades en Yegen, incluyendo la granja de la montaña. Era esta una oferta que de ninguna manera haría a Ángela si se casaba con alguna otra persona. Y como se lo dijo también a su mayordomo, que enseguida se lo contó a Juan el Mudo y a Araceli, la noticia llegó a oídos de Ángela casi tan pronto como a los míos.
Hay algo que es muy intransigente en el instinto sexual de los hombres; rehúsa componendas y comprometerse con otros sentimientos. Por eso, aunque me sentía románticamente atraído por la idea de convertirme en el principal terrateniente de Yegen, y casarme no tanto con una mujer como con el lugar que amaba, no me sentía lo suficientemente atraído por Ángela como para realizarlo por sus medios de fortuna. Bajo su rostro bonito, más bien patético, veía la mirada dura y agria de una mujer de la clase de los tenderos, que ha crecido con la convicción de que le ha tocado la peor parte. Y si yo fuera a elegir una muchacha cualquiera, debería ser una muchacha de pueblo, pura y sencilla, que podría compensar lo que le faltaba en educación con el hecho de ser un símbolo, un punto de condensación de esa vida poética, sin instrucción, en la cual —o por lo menos así lo creía a veces— deseaba hundirme. Por eso rechacé la oferta de doña Lucía y tuve mucho cuidado en demostrar a Ángela que mi cariño hacia ella era de un tipo muy diferente.
Hoy estoy más enterado de cuáles eran sus sentimientos. Ángela odiaba a su madre porque se sentía degradada por lo que había de bajo y rastrero en su temperamento y porque era el obstáculo a su adopción por parte de doña Lucía. Al tomar a Ángel como novio se consolaba con un huérfano con quien había jugado de niña y que, como ella, pensaba que había sido defraudado en la herencia a la cual tenía derecho. Porque Ángel era el hijo menor del tío Maximiliano y de tía Rosario, y sus hermanas mayores (aunque ahora nadie aludía a ello) eran hermanastras de don Fadrique: no sólo le disgustaba su deslenguado padre, sino que estaba resentido por la manera en que su madre, La Reina, con su «notorio amor al lujo», había disipado la riqueza —quizá algo así como quinientas pesetas, o sea veinte libras— que le había prodigado su amante el cacique. Por eso, la inocencia de los dos jóvenes en un mundo de adultos perverso y la similitud de sus circunstancias y de sus nombres —ángeles, como si dijéramos, rodeados de demonios— era lo que les había unido. Luego, al aparecer yo, las perspectivas de futuro de ella divergieron de las de él y parecieron, durante un momento, ampliarse de forma milagrosa. Las mujeres son demasiado sensibles para no situar antes que nada la huida de la pobreza, y sin duda Ángela me hubiera aceptado de cualquier manera, con la esperanza de que yo me hubiera casado con ella o que doña Lucía le hubiera dado alguna clase de compensación. Pero aquella posibilidad desapareció apenas nacida y por eso volvió con su novio, pero su resentimiento hacia mí, que ella disimuló un tiempo, habría de aparecer más tarde.
Mientras tanto, se estaba creando una nueva situación. María se hacía cada vez más insoportable. Su cabeza se había trastornado de tal modo, primero por la herencia, luego por el pleito, y finalmente por la oferta de doña Lucía, que no prestaba ya ninguna atención ni a la cocina ni a los quehaceres de la casa y además no se lo permitía hacer tampoco a su hija, a la que regañaba constantemente. A la menor ocasión, llenaba la casa de gritos y gruñidos y, por si esto fuera poco, se había desarrollado en ella un olor fuerte y penetrante. Cada vez que se abría la puerta de su habitación salía un hedor abrumador —una mezcla de olor agrio y sulfuroso, algo como el olor de un zorro o de una curtiduría, y además el inconfundible tufo del anís—. Sin embargo, cuando pasaba de un polo al otro de su temperamento, de una especie de alegría astuta y bufonesca al silencio reconcentradamente cavilador o a una áspera cólera, podía resultar repentinamente encantadora, con un despliegue de pura extravagancia. Al final de una fiesta, cuando todos los invitados se habían marchado, excepto uno o dos amigos de la casa, bailaba sola, con movimientos ligeros y giratorios y con gestos rápidos y salvajes, su versión privada de una malagueña, la más orgiástica de las danzas andaluzas. Al terminar se dejaba caer y aunque sobria, se tumbaba en el suelo sin hablar ni moverse, mientras que el rostro de su hija se llenaba de vergüenza y desaprobación. Al día siguiente, su genio sería peor que nunca y su voz ruidosa y colérica me volvería loco.
Por fin, al volver de una visita a Sevilla, decidí que no podía aguantar más. De mala gana —porque, a pesar de todo, me gustaba María y sabía que me había servido con lealtad— le dije que tenía que marcharse. Lo tomó con calma, poniendo aquella cara suya de gallina mansa, y enseguida empezó a sacar de casa sus cosas personales, entre las cuales incluyó, como si fueran suyas, algunas de las mías menos notables. Pero al terminar esta operación, su actitud cambió. Sacando la cabeza por la ventana de su casa, que estaba en la misma calle que la mía, estalló en un torrente de ruidosas, coléricas y rítmicas injurias contra mí y mis quehaceres, con alusiones, apenas evitables en estos casos, a la profesión supuestamente dudosa de mi madre. Este estallido —que como todas las manifestaciones públicas estaba puesto en términos puramente convencionales, sin revelación alguna de carácter personal— se repitió mañana y tarde durante una o dos semanas, después de las cuales María se trasladó a la casa de Pura, en la otra punta del pueblo. Allí se mantuvo con tanta eficacia fuera de mi camino que nunca volví a verla, más que de lejos.
La riña tuvo una consecuencia cruel. Yo había prometido a Ángela una pequeña suma de dinero cuando se casara, para que tuviera así alguna independencia de su madre. Doña Lucía, cuyos sueños eran siempre más generosos que sus acciones, también había hablado de traspasarle algunas tierras. Pero cuando María me dejó, llena de furia, su hija rompió también conmigo, pues no podía perdonarme que fuera la causa de haber perdido las propiedades de su padre. Como yo necesitaba ahora de ese dinero para otra cosa me dije a mí mismo que su comportamiento me había liberado de aquella promesa, mientras que por su parte doña Lucía cambió también de opinión. Así Ángela se casó con su Ángel sin nada y mis posteriores pensamientos de ayudarles más tarde quedaron incumplidos, como la mayoría de las buenas intenciones. La pareja, que se fue a vivir con la madre de ella, se fue amargando poco a poco. Él era un hombre sencillo, terco, que, como su padre, escondía su sensibilidad bajo una máscara de obstinación, y a ella las desilusiones repetidas la convirtieron en una arpía. Y ningún yerno podía vivir con una suegra semejante. Sacándole algún dinero a María mediante amenazas, y perdidas ya las esperanzas de una intervención de doña Lucía, la pareja se marchó con sus dos hijos a Barcelona, donde están todavía. ¿Y qué ha pasado con los otros protagonistas de este relato? María murió loca antes de 1940 y doña Lucía murió a causa de la explosión de la estufa de una cocina, que prendió sus ropas y la abrasó mortalmente.
Volviendo ahora a 1929, casi no es necesario decir que antes de despedir a mi sirvienta me había asegurado de que otra ocupara su lugar. María Martín —pues esta también era María— era la hija de una mujer alta, triste, desvaída, siempre vestida de negro, dueña de la posada que había en el barrio de abajo. La familia era pobre, ya que la posada daba poco dinero y apenas si tenían un par de trozos de tierra, y por eso las dos muchachas se habían visto obligadas a servir desde muy jóvenes. La hermana mayor, Rosario, que era a la vez guapa y lista había encontrado un buen empleo en Cádiar, mientras que María, que no era ninguna de las dos cosas, tuvo que aceptar un empleo cualquiera en el modesto pueblo de Lucainena, que estaba en la dirección opuesta. Allí conoció a un joven —con quien se casó— que la había enamorado con el relato de sus desgracias, pero se encontró, cuando ya era demasiado tarde, con que el tipo era un miserable y un ladrón que terminó en la cárcel. María lo dejó enseguida y para siempre y volvió a la posada de su madre con su hijo, que apenas tenía un año. Después de estar un año o dos allí, dedicada a pequeños trabajos en el campo, viviendo malamente, se vino conmigo.
Mi nueva María era una mujer bajita y chata, de pelo escaso, peinado muy tirante, cara redonda como la de una foca y piel fina. Se la hubiera podido llamar ordinaria si su expresión no hubiera sido tan abierta y agradable y sus movimientos tan dignos. Cuando se sentaba al amor del fuego de la cocina con su hijo en brazos y la cabeza un poco inclinada, parecía una «Madonna» flamenca, pensativa y resignada, pero cuando se incorporaba para caminar se notaba su aire de dominio sobre sí misma. Era un placer hablar con ella. La mayor parte de las mujeres andaluzas de la clase campesina mezclaban en su conversación muchas cosas que pensaban que uno quería oír, pero María hacía todo lo contrario. Disfrutaba diciendo verdades domésticas a las personas con las que hablaba y el tono alegre e irónico en que lo hacía, la honradez y franqueza naturales que le impulsaban a decir todo lo que pensaba, eran sumamente refrescantes. No se le había pegado el servilismo o el falso orgullo de los criados.
Las campesinas de los pueblos remotos, cuando se las lleva por primera vez a una ciudad, demuestran a veces una divertida ingenuidad, refrenada por su miedo a revelar claramente su ignorancia. Así, no olvidaré nunca la ocasión en que llevamos por primera vez a María a Almería en nuestro coche. Al llegar al mar nos detuvimos; con voz de duda y vacilación, ella nos preguntó qué era:
—Pues el mar, María —dije yo—; el mismo mar que ves en los días claros desde el pueblo.
—En este caso, ¿cómo puede ser tan grande? —preguntó ella con incredulidad.
Luego, gradualmente convencida de que no podía ser otra cosa, nos explicó que, aunque la gente le había dicho que no se podía ver el otro lado, nunca les había creído, suponiendo siempre que era un gran estanque.
—¿Y qué se puede hacer con él? —prosiguió con sus preguntas.
—¿Se puede regar?
—No —le contestamos.
—¿Se puede lavar la ropa?
—No se puede —le volvimos a contestar.
—Entonces, ¿para qué sirve? —y volvió la cabeza, mirando en otra dirección.
Unos minutos después nos encontramos en un largo trozo de carretera recta que atraviesa el Campo de Dalías. Acostumbrada a carreteras que zigzagueaban continuamente e imaginando que tales giros eran una parte intrínseca de su naturaleza, al principio se negaba a creer en absoluto que aquello fuera una carretera. Luego, mientras avanzábamos por ella se fue haciendo a la idea, pero lo que había revelado de sí misma le hizo decidir que cuando llegara a Almería no se asombraría de nada. Llegamos. Banderas, barcos de vela, barcos de remo, carruajes, trenes, calles pavimentadas, escaparates, hoteles, maleteros, limpiabotas, peluqueros, faroles, todo, con otras cien cosas más, era nuevo para ella. Tampoco estaba preparada previamente por ilustraciones en libros o periódicos y su escepticismo natural y su falta de imaginación la habían cerrado a escuchar cualquier conversación que hubiera podido oír sobre ello. Pero desde el momento en que salió del coche, paseó con su habitual manera refrescante y segura, con tanta aparente indiferencia a las cosas que la rodeaban como si hubiera sido criada entre ellas. Mientras bajábamos por el paseo vi a la gente mirando y señalando hacia lo alto. Allí, justamente por encima de nosotros, a poca altura, navegaba un enorme objeto en forma de pez, de color plateado, que brillaba contra el cielo azul, y que dejaba sin aliento por su belleza y extrañeza.
—Mira, María —grité excitadamente—, un zepelín.
Pero ella, fiel a sus preceptos, después de lanzar una mirada distraída hacia arriba, continuó impasiblemente su paseo, como si hubiera estado viendo zepelines durante toda su vida.
Quizá el rasgo más original de María era la forma en que se combinaba su firme confianza en sí misma con una obstinada incredulidad en su capacidad para hacer cualquier cosa que no hubiera hecho antes. Se podía decir quizá que se había formado y definido su carácter por su firme rechazo de las cosas que consideraba fuera de sus posibilidades. Por eso era imposible enseñarle cualquier cosa. Aunque me pasaba horas dándole lecciones de lectura y aunque el español es el idioma más fácil del mundo para deletrear, no hizo ningún progreso. Era uno de esos analfabetos natos de los cuales dicen los andaluces que «lo negro de sus ojos ciega su camino». Pero si se la dejaba en paz era capaz de sorprender a cualquiera. Cuando algunos años después mi esposa y yo dejamos Yegen por una casa más grande cerca de Málaga, la llevamos con nosotros como ama de llaves, y a su hermana mayor y más capaz, Rosario, como cocinera. Y nunca lamentamos nuestra elección. En su nueva situación, María floreció de una manera asombrosa; ponía la mesa, aunque siempre con algún error, como si hacerlo fuera una de las bellas artes; se le desarrolló el buen gusto para colocar las flores y en cualquier cosa que hacía demostró siempre un estilo y una dignidad naturales. Su manera de andar y de comportarse parecía significar que todos los actos en la vida son importantes; cada detalle en la organización de la casa tenía su peso y valor y todos nosotros tuvimos que atenernos a ese precepto. Yo, en particular. En una casa andaluza el hombre es un monarca constitucional con un gobierno de mujeres: es decir, se le sirve en todo lo que quiere, pero sus consejos, si se atreve a ofrecerlos, son ignorados. Diplomáticamente, con una ironía bienhumorada y una colección, siempre dispuesta, de dichos y proverbios, se me esquivaba cualquier inclinación a tener las cosas como quería, mientras que si hacía algo que salía mal, «A padre, ¿quién le pega?», era el comentario sonriente y despectivo. Pero la tarea que asumió con mayor unción fue la de defensora de mi esposa. Las mujeres se unen fuertemente en España, y aunque yo sabía que María se sentía auténticamente ligada a mí, podía percibir que ella lo consideraba como uno de los deberes inherentes a su trabajo. La única pena es que mi esposa y yo le dimos pocas oportunidades para probar sus bríos, porque en lo que se refiere a asuntos que entraban dentro de su competencia, raramente la contradecíamos.
No llevábamos mucho tiempo en la nueva casa cuando estalló la guerra civil y volvimos a Inglaterra. Durante años no pudimos enviarle dinero, y como el cuñado de María tenía el jardín, ella tuvo que defenderse por sí misma. Empezó a vender verduras en la plaza, anduvo metida en el contrabando de comida, y gracias a su honradez y respetabilidad manifiestas, que impresionaban a la policía, tuvo mucho éxito. Al poco tiempo compró una casa y una tienda, y, a partir del matrimonio de su hija con un enérgico joven alpujarreño, fue emprendiendo transacciones más importantes. Pero hasta hoy no ha aprendido a leer ni sabe escribir los números. Para compensar esta última deficiencia ha inventado escritura propia, no muy distinta de la escritura lineal B de la Creta antigua, con una señal perpendicular para uno, una señal horizontal para diez, un círculo para cien, etcétera. Con este sistema es capaz, con manipulaciones inventadas por sí misma, de sumar, restar, multiplicar y dividir con más velocidad que yo, que estudié matemáticas superiores. Pero debo decir de nuevo que para cualquier norma aceptada, en cualquier rama de la vida, María sería clasificada como estúpida. Ella se ha desarrollado a la manera castellana, formando su propio orgullo modesto de sí misma y negándose a cualquier otra cosa. Esto le ha proporcionado una naturaleza cariñosa y una gran integridad.
Mi segundo período en Yegen duró un año, y cuando volví de nuevo, en 1932, estaba casado. Habían terminado la carretera a Granada y yo me había comprado un automóvil, así que aquel lugar, todavía remoto para cualquier europeo —estaba casi a cinco horas de aquella ciudad—, era menos inaccesible de lo que había sido. Varios amigos vinieron a vernos, entre ellos Roger Fry y Bertrand Russell, pero no describiré sus visitas como he hecho con las de Lytton Strachey y Virginia Woolf, porque este libro se está terminando. Todo lo que me queda por decir es que, en diciembre de 1934, mi mujer y yo empaquetamos los libros y los muebles y nos marchamos a una casa que habíamos comprado cerca de Málaga.